Bernard Malamud
(26 de abril, 1914 – 18 de marzo, 1986)
Lectura de un verano (1956)
(“A Summer’s Reading”)
Originalmente publicado en The New Yorker (22 de septiembre de 1956, pág. 149);
The Magic Barrel
(Nueva York: Jewish Publication Society/Farrar, Straus & Cudahy, 1958, 214 págs.)
George Stoyonovich era un muchacho de la vecindad que había dejado la secundaria, por un capricho, cuando tenía dieciséis años; le faltó paciencia y, aunque le daba vergüenza confesarlo, cada vez que iba a buscar trabajo, cuando la gente le preguntaba si la había terminado, él tenía que contestar que no. Nunca regresó a la escuela. Aquel verano era una estación dura para los empleos, y él no tenía ninguno. Con tanto tiempo entre las manos, George pensó ir a una escuela de verano, aunque supuso que los chicos de su grado serían demasiado jóvenes. También pensó inscribirse en una secundaria nocturna, solamente que no le gustaba la idea de tener maestros que siempre le estuvieran indicando qué hacer. Creía que no lo habían respetado en su privacía. El resultado fue que se pasaba la mayor parte del día ora en la calle, ora en su cuarto. Estaba cerca de los veinte y tenía compromisos con las chicas del vecindario, pero nada de dinero para gastar. Sólo podía obtener unos cuantos centavos ocasionales, ya que su padre era pobre y su hermana Sophie, quien se le parecía –una joven alta y delgada de veintitrés años–, ganaba muy poco, de modo que lo que tenía se lo quedaba. Su madre estaba muerta y Sophie tenía que ocuparse de la casa.
Muy temprano por la mañana el padre de George se levantaba para ir a trabajar en un mercado de pescado. Sophie salía alrededor de las ocho para emprender el largo trayecto por el subterráneo, hasta una cafetería en el Bronx. George tomaba solo el café; luego holgazaneaba en la casa. Cuando ésta, un angosto apartamento de cinco habitaciones arriba de una carnicería, lo exasperaba, la limpiaba: fregaba el piso con una jerga húmeda y ponía en su lugar las cosas. Pero la mayor parte del tiempo se sentaba en su cuarto. En las tardes escuchaba el juego de pelota. Asimismo, tenía un par de viejas copias del Almanaque Mundial que había comprado tiempo atrás; le gustaba leerlas, así como las revistas y periódicos que Sophie traía a casa, de los que recogía olvidados, en las mesas de la cafetería. En su mayoría eran revistas ilustradas con fotos de artistas de cine y campeones deportivos, aunque también llevaba por lo regular el News y el Mirror. La misma Sophie leía cualquier cosa que cayera en sus manos, aunque a veces leía además buenos libros.
Ella le preguntó a George en una ocasión lo que hacía metido todo el día en su cuarto. Él le respondió que también leía mucho.
–¿Qué otra cosa además de lo que traigo a casa? ¿Has leído buenos libros?
–Algunos –contestó George, aunque en realidad no era cierto.
Había tratado de leer uno o dos libros que Sophie había llevado, pero se dio cuenta de que no estaba de buen humor para ellos. Últimamente no podía soportar historias ficticias: se ponía de malas. Deseaba tener una afición en que entretenerse... De niño era bueno en carpintería, aunque ¿dónde podía practicarla? A veces salía a pasear durante el día; las más de las veces caminaba después de que se ponía el ardiente sol y soplaba aire fresco en las calles.
En la noche, después de la cena, George salía de casa y vagabundeaba por la vecindad. Durante los días calurosos, algunos de los tenderos y sus esposas se sentaban a abanicarse, en sillas colocadas sobre las duras, derruidas banquetas frente a sus tiendas. George caminaba por allí mientras los muchachos se apiñaban en la esquina de la dulcería. Conocía a un par de ellos de toda la vida, pero nadie se reconocía entre sí. Él no tenía un lugar especial adonde ir, aunque en general, guardándolo para el final a manera de postre, abandonaba el vecindario y caminaba cuadras enteras hasta llegar a un iluminado parquecito lleno de bancas y árboles, cuyos prados cercaba un alambre de acero que le imponía un sentimiento de privacía. Se sentaba sobre una banca a observar los frondosos árboles y las flores abiertas dentro del cercado, tratando de pensar en una vida mejor para él. Recordaba los empleos que había tenido desde que dejó la escuela: mandadero, dependiente, repartidor en bicicleta y, por último, obrero de una fábrica. Se sentía insatisfecho de todos ellos y pensaba que algún día le gustaría tener un buen empleo y vivir en una casa propia, con una cochera sobre una calle arbolada. Quería tener algo de dinero en los bolsillos a fin de comprar cosas, y una chica con quien salir para no estar tan solo, especialmente los sábados por la noche. Deseaba que la gente lo quisiera y lo respetara. A menudo pensaba sobre tales puntos, particularmente cuando se encontraba solo en la noche. Cerca de la medianoche se levantaba y retornaba a su caluroso y pétreo vecindario.
Caminando en una ocasión George se encontró al señor Cattanzara, quien regresaba tarde a casa, del trabajo. Se preguntó si estaría borracho, pero no pudo esclarecerlo. El señor Cattanzara, un rechoncho hombre calvo que trabajaba en una cabina de cambios en una estación IRT, vivía en la calle siguiente a la de George, arriba de una reparadora de calzado. Por las noches, durante la estación calurosa, se sentaba a leer el New York Times en el balcón, a la luz que difundía la zapatería. Lo leía de la primera a la última página. Luego se iba a dormir. Y todo el tiempo que empleaba en leer el periódico, su esposa, una mujer gorda con una cara blanca, se apoyaba sobre la ventana, a mirar la calle, con sus gruesos brazos blancos cruzados bajo sus senos sueltos.
De vez en cuando, el señor Cattanzara llegaba a casa borracho, pero era un borracho reservado. Nunca provocaba pleitos; se limitaba a caminar muy erguido por la calle y a subir con lentitud las escaleras que desembocaban en el pasillo. Aunque ebrio, se veía igual que siempre, salvo por su caminar erguido, su reserva y el hecho de que sus ojos estuvieran húmedos. A George le simpatizaba el señor Cattanzara porque recordaba que cuando él era un chiquillo solía darle monedas para que comprara helados de limón. El señor Cattanzara era de una clase diferente a la del resto del vecindario. Hacía preguntas diferentes a las de los demás, cuando lo encontraba a uno, y parecía estar al tanto de lo que ocurría en todos los periódicos. Los leía mientras su obesa esposa enferma observaba desde su ventana.
–¿Qué estás haciendo este verano, George? –preguntó el señor Cattanzara–. Veo que caminas por las noches.
George se sintió embarazado.
–Poca cosa. Espero la posibilidad de un empleo.
Como le avergonzaba admitir que no estaba trabajando, George agregó:
–Permanezco en casa... Leo mucho para no descuidar mi educación.
El señor Cattanzara pareció interesado. Se limpió la cara sudorosa con un pañuelo rojo.
–¿Qué lees?
George vaciló. Luego declaró:
–Una vez saqué una lista de libros de la biblioteca. Los voy a leer este verano.
Se sintió extraño y un poco mal al decirlo, pero quería que el señor Cattanzara lo respetara.
–¿Cuántos libros son?
–Nunca los conté. Tal vez cerca de cien.
El señor Cattanzara silbó entre dientes.
–Imagino que si lo hago –continuó George con gravedad–, ello me ayudará en mi educación. No me refiero a lo que le enseñan a uno en secundaria. Quiero aprender cosas diferentes de las que enseñan allí, ¿comprende lo que quiero decir?
El cambista aprobó con la cabeza.
–De cualquier manera, cien libros es una cantidad muy fuerte para un verano.
–Puede que me tome más tiempo.
–Después de que termines algunos, quizás tú y yo podamos intercambiar opiniones sobre ellos –sugirió el señor Cattanzara.
–Cuando termine –contestó George.
El señor Cattanzara se marchó a casa y George reanudó su camino. Después de aquello, aunque alimentaba aquella intención, George no hizo nada diferente a lo usual. Por la noche siguió con las caminatas que concluían en el pequeño parque. Una noche el zapatero de la siguiente calle detuvo a George para decirle que era un buen muchacho. George se imaginó que el señor Cattanzara le había contado lo relativo a los libros que leía. Del zapatero se debe haber transmitido la noticia hacia la calle, porque George vio que le sonreían con amabilidad un par de personas, aunque no le hablaban. Se sintió mejor en el vecindario y le gustó más, pero no tanto que deseara quedarse a vivir allí para siempre. Sin que le gustara mucho, nunca le había disgustado la gente del vecindario. La molestia procedía del vecindario en sí. Para su sorpresa, George descubrió que su padre y Sophie también estaban enterados de sus lecturas. Su padre era demasiado tímido para decir nada al respecto –nunca fue un gran conversador en su vida–, pero Sophie se mostraba más tierna con George, y le demostró en otros sentidos que se sentía orgullosa de él.
Con el transcurso del verano, George alentó un buen humor hacia la vida. Limpiaba la casa todos los días –como un favor a Sophie–. Disfrutaba más los juegos de pelota. Sophie le otorgó un dólar a la semana y, pese a que todavía no le bastaba y tenía que gastarlo con cuidado, era mucho mejor que tener unos centavos sólo de vez en cuando. Gozaba al máximo lo que compraba con ese dinero: cigarrillos en especial, una cerveza ocasional o un boleto de cine. La vida no era tan mala si se la sabía apreciar.
Ocasionalmente compraba un libro en algún expendio de periódicos y, a pesar de que nunca los leía, se sentía contento de tener un par de libros en su cuarto. No obstante, leía totalmente las revistas y periódicos de Sophie. En las noches eran las horas más placenteras porque, cuando pasaba por los tenderos sentados enfrente de sus tiendas, se daba cuenta de que lo tenían en un alto concepto. Caminaba erguido y, pese a que no les decía nada, ni ellos a él, podía sentir su aprobación unánime. Un par de noches se sintió tan bien que dejó de ir al parquecito al final de la tarde. Simplemente vagó por el vecindario, donde la gente lo conocía desde que era un chiquillo, desde que jugaba a la pelota siempre que se celebraba un juego. Caminó por allí, luego regresó a casa y se metió a la cama con un sentimiento de alegría.
En el transcurso de unas cuantas semanas sólo conversó una vez con el señor Cattanzara y, a pesar de que el cambista no aludió a los libros ni le formuló preguntas, su silencio embarazó un poco a George. Por un tiempo, George dejó de pasar frente a la casa del señor Cattanzara, hasta que una noche se le olvidó, y se acercó a ella desde una dirección distinta a la que solía tomar. Ya era más de medianoche. La calle, salvo por una o dos personas, se hallaba desierta. George se sorprendió al ver que el señor Cattanzara todavía leía su diario a la luz que proyectaba la lámpara del poste. Su primer impulso fue detenerse bajo el balcón y conversar con él. Aunque no estaba seguro de lo que le quería decir sabía que las palabras saldrían solas tan pronto empezara a hablar; pero, a medida que lo pensaba, más lo asustaba la idea. Al cabo, decidió no hacerlo. Hasta llegó a pensar en irse a casa por otra calle; no obstante, estaba demasiado cerca del señor Cattanzara; éste podía verlo desviarse y se molestaría. Así que George cruzó la calle como si nada, tratando de parecer interesado en el escaparate de una tienda al otro lado de la calle. Se sentía incómodo por lo que hacía. Temía que en cualquier momento el señor Cattanzara mirara por encima de su periódico y lo llamara una rata sucia por caminar del otro lato de la calle. Sin embargo, todo cuanto hizo fue quedarse sentado, transpirando mucho bajo su camiseta de punto. Arriba, su obesa mujer se inclinaba sobre la ventana y parecía también leer el diario con él. George pensó que ella lo delataría al señor Cattanzara; por fortuna, nunca le quitó de encima la mirada al marido.
George decidió mantenerse alejado del cambista hasta que hubiera leído algunos de sus libros, pero perdía interés y no se molestaba por terminarlos tan pronto como veía que se trataba de pura ficción. También perdió el interés por leer otras cosas. Las revistas y periódicos de Sophie se acumulaban sin que siquiera las hojeara. Ella las encontró un día apiladas sobre una silla de su cuarto y le preguntó a él por qué ya no las veía. George le respondió que se lo había imaginado. De modo que George tenía encendida la radio la mayor parte del día y la sintonizaba en alguna estación de música una vez que se cansaba de los comerciales. Mantenía la casa regularmente limpia. Sophie no decía nada cuando la descuidaba. A pesar de que las cosas no marchaban tan bien para él como antes, ella todavía era tierna con él y le daba un dólar extra.
Después de todo la situación era buena. Asimismo, sus caminatas nocturnas lo animaban sin fallar, sin importarle cuán malo hubiera estado el día. Así las cosas, una noche George vio que del otro lado de la casa se aproximaba el señor Cattanzara. George estuvo a punto de volverse y echar a correr, pero se dio cuenta, por la manera de caminar, de que el señor Cattanzara estaba borracho; por lo tanto, era probable que ni siquiera se percatara de su presencia. De manera que George siguió su marcha hacia adelante, hasta ponerse a la altura del cambista. Sentía deseos de que se lo tragara la tierra, y no lo sorprendió el silencio del señor Cattanzara al pasar junto a él, con su caminar lento, y su rostro y cuerpo rígidos. George suspiraba de alivio por su milagroso escape cuando oyó que lo llamaban por su nombre. Al lado tenía al señor Cattanzara, oloroso a barril de cerveza. Tenía los ojos tristes en el momento de mirar a George y éste se sintió tan apenado, que estuvo tentado de darle un empellón al borracho y continuar su camino.
Por desgracia, no se podía comportar así con él; además, el señor Cattanzara ya había tomado una moneda de los bolsillos de su pantalón y se la extendía.
–Ve a comparte un helado de limón, George.
–Ya pasó ese tiempo, señor Cattanzara –respondió George–. Ahora soy un hombre.
–No, no lo eres –replicó el señor Cattanzara sin que George pudiera responder–. ¿Cómo van esos libros? –le preguntó.
Se tambaleaba un poco, a pesar de sus intentos por conservar el equilibrio.
–Creo que bien –contestó George, consciente del rubor de su cara.
–¿Estás seguro? –sonrió el cambista con ironía y de una manera que George jamás le había visto.
–Claro que estoy seguro. Van bien.
Los ojos del señor Cattanzara estaban fijos, pese a que su cabeza oscilaba describiendo pequeños arcos. Tenía unos ojos azules que lastimaban si se los miraba demasiado.
–George –dijo él–, nómbrame un libro de la lista que hayas leído este verano, y beberé a tu salud.
–No quiero que nadie beba por mí.
–Nómbrame uno para que pueda preguntarte sobre él. ¿Quién sabe? Si es un buen libro puede que me anime a leerlo.
A pesar de su presencia de ánimo, George sentía que por dentro se venía abajo.
Incapaz de contestar nada, cerró los ojos; cuando –después de lo que le parecieron años– los volvió a abrir notó que el señor Cattanzara, en un gesto de delicadeza hacia él, se había marchado dejándole retumbando en los oídos estas palabras: “George, no hagas lo que yo hice”.
Tuvo miedo de salir de su cuarto a la noche siguiente y, aunque Sophie tuvo un altercado con él, no abrió la puerta.
–¿Qué haces allí? –preguntó ella.
–Nada.
–¿No estás leyendo?
–No.
–¿No?
Ella mantuvo un minuto de silencio, luego preguntó:
–¿Dónde guardas los libros que lees? Nunca he visto ninguno en tu cuarto, fuera de unos cuantos sin valor.
Él se mantenía callado.
–En ese caso no mereces ni siquiera el dólar del dinero que gano con tanta dificultad. ¿Por qué me habría de sobar la espalda por ti? Anda, perezoso, busca un trabajo.
Él permaneció en su cuarto casi una semana. Salía a hurtadillas a la cocina cuando no había nadie en la casa. Sophie lo regañaba, le pedía que saliera, y su viejo padre lloraba. George no se movía de allí a pesar de la terrible temperatura y de la sofocación que imperaba en su pequeño cuarto. Le costaba esfuerzos respirar, cada inhalación era como extraer una llama de sus pulmones.
Una noche, incapaz de soportar más tiempo el calor, salió a la calle a la una de la mañana. Era poco menos que su sombra. Esperaba llegar al parque sin ser visto, mas había gente en toda la cuadra, mustia e indiferente, que esperaba la llegada de una corriente de aire. George bajó los ojos avergonzado y se alejó de ella. No obstante, no tardó en descubrir que todavía se mostraban amistosos hacia él. Supuso que el señor Cattanzara no lo había traicionado. Quizás cuando se despertó de la borrachera, ya se le había olvidado lo relativo al encuentro que tuvieron. George sintió renacer lentamente la confianza en sí mismo.
Esa misma noche, un hombre le preguntó en la calle si era cierto que había terminado de leer tantos libros. George asintió. El hombre dijo que era una cosa maravillosa que un muchacho de su edad leyera tanto.
–Sí –respondió George, aliviado.
Esperaba que nadie mencionara de nuevo los libros. Un par de días después se encontró por accidente al señor Cattanzara otra vez y, pese a su silencio, George tenía la firme idea de que él había corrido el rumor de que los había terminado de leer.
Una tarde de otoño, George salió de su casa en dirección de la biblioteca, en la que no había puesto los pies en años. Había libros por donde se mirase. Luchando por controlar un interno temblor que lo estremecía, George fácilmente contó cien volúmenes; luego, se sentó en una mesa a leer.
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