W. Somerset Maugham
(París, Francia, 1874 - Niza, Francia, 1965)


Antes de la fiesta (1922)
(“Before the Party”)
Originalmente publicado en Nash’s Magazine (diciembre de 1922);
The Casuarina Tree
(Londres: William Heinemann, 1926, 310 págs.);
(Nueva York: George H. Doran Company, 1926, 288 págs.)



      A Mrs. Skinner le gustaba llegar a tiempo a todas partes. Vestía un traje de seda negro en consonancia con su edad y con el luto que llevaba por su yerno. Se ajustó la toca de su sombrero. Dudó antes de hacerlo, porque las plumas de águila marina que lo adornaban podían suscitar acerbos comentarios entre algunos amigos que seguramente encontraría en la fiesta. Claro que era cruel matar a esas hermosas aves en la época de la cría para obtener sus plumas, pero eran tan bellas y elegantes que hubiera sido necio despreciarlas, mucho más cuando eran un obsequio de su yerno. Éste las trajo de Borneo, en espera de que serían del agrado de ella. Kathleen, a propósito de las plumas, había estado un poco desagradable, y ahora, después de lo sucedido, le hubiera gustado que no continuara portándose así. Pero Kathleen, realmente, nunca había simpatizado con Harold. Mrs. Skinner, en su tocador, se puso la toca que, después de todo, iba muy bien con el único sombrero elegante que tenía, y la sujetó con un alfiler de jade. Por si alguien le hablaba de las águilas marinas, tenía ya preparada la respuesta.
       —Ya sé que es terrible —diría— y nunca hubiese pensado en comprarlas, pero me las trajo mi pobre yerno la última vez que estuvo en casa de vacaciones.
       Esto explicaría su posesión, excusando al mismo tiempo su uso. Todos habían sido muy amables. Mrs. Skinner sacó un pañuelo limpio de un cajón, mojándolo con un poco de agua de colonia. Nunca usaba perfumes, pero la colonia le servía de sedante. Ya estaba casi dispuesta. Sus ojos, a través de los lentes, miraron por la ventana. Canon Heywood tendría un día magnífico para su garden-party. Hacía calor, el cielo estaba azul y los árboles no habían perdido aún el fresco verdor de la primavera. Se sonrió al ver a su nietecilla en el jardín, rastrillando un macizo de flores. Le hubiera gustado que Juana no estuviese tan pálida. Había sido un error el tenerla tanto tiempo en los trópicos. Además, era excesivamente seria para su edad; nunca se la veía corretear, sino siempre jugando a unos juegos tranquilos de su invención, o regando su jardín. Mistress Skinner se arregló por última vez el vestido, cogió sus guantes y bajó la escalera.
       Kathleen estaba en su escritorio, cerca de la ventana, ocupada en escribir una lista. Era secretaria honoraria del Club de golf de señoras, y cuando había algún torneo tenía bastante trabajo. Pero también se encontraba a punto para ir a la fiesta.
       —Veo que al fin te has puesto tu traje de sport —dijo Mrs. Skinner.
       Durante la comida habían discutido si Kathleen debía ponerse ese traje o el de chiffon [tejido muy suave, similar a la gasa o al crespón de seda, usado para prendas de gala o de mucha delicadeza] negro. El de sport era negro y blanco; a Kathleen le gustaba mucho, pero apenas era de luto. Millicent, sin embargo, estuvo de su parte durante la discusión.
       —No veo la razón de que tenga que vestirse como si fuera a un funeral —manifestó—. Hace ocho meses que Harold ha muerto.
       A Mrs. Skinner le chocó aquella falta de sensibilidad que demostraba su hija. Bien es verdad que desde su regreso de Borneo se mostraba algo extraña.
       —¿Vas a quitarte ya las penas del vestido? —le preguntó.
       Millicent no contestó directamente.
       —La gente no lleva ya el luto como antes —repuso. Hizo una pausa y, al proseguir, el tono de su voz pareciole a mistress Skinner un poco raro. También lo notó Kathleen, que miró a su hermana con cierta curiosidad—. Estoy segura de que Harold no hubiera querido que llevase luto por él indefinidamente —concluyó.
       —Me he vestido pronto porque quería decir algo a Millicent —fué la respuesta de Kathleen a la observación de su madre.
       —¡Ah…!
       Kathleen no dió más explicaciones, pero dejó su lista aparte y por segunda vez, con el ceño fruncido, volvió a leer la carta de aquella señora que se quejaba de que el comité, injustamente, hubiese rebajado su handicap de veinticuatro a dieciocho. Se requería una buena dosis de tacto para ser secretaria de un Club de golf de señoras. Mrs. Skinner empezó a ponerse sus guantes nuevos. Las persianas hacían que la habitación estuviese fresca y algo oscura. Contemplaba entre tanto el gran cuerno de madera, pintado con vivos colores, que Harold había dejado en su caja de seguridad. A ella le pareció un poco extraño y bárbaro, pero él lo apreciaba mucho. Tenía una cierta significación religiosa, y Canon Heywood se quedó muy sorprendido cuando lo vió. En la pared, sobre el sofá, colgaban armas malayas, de las que había olvidado el nombre, y esparcidos por las mesas veíanse algunos objetos de plata y latón que Harold, en diversas ocasiones, les había enviado. Sentía un gran cariño por su yerno, e involuntariamente su mirada buscó la fotografía colocada sobre el piano, junto a la de sus dos hijas, su nieta, su hermana y su hijo.
       —Kathleen, ¿dónde está el retrato de Harold? —preguntó.
       Kathleen miró hacia el piano, pero ya no estaba en su sitio.
       —Alguien lo debe de haber quitado de ahí —dijo.
       Sorprendida y extrañada, se levantó, dirigiéndose hacia el piano. Las fotografías habían sido nuevamente arregladas de modo que no pudiera notarse el hueco dejado por la de Harold.
       —Quizá Millicent se lo ha llevado a su habitación —opinó Mrs. Skinner.
       —Me hubiera dado cuenta de ello. Además, Millicent tiene varias fotografías de Harold, y todas las guarda bajo llave.
       No dejaba de sorprender a Mrs. Skinner el hecho de que su hija no tuviera en su habitación ninguna fotografía, y hasta en alguna ocasión había hablado con ella del asunto, pero Millicent guardó silencio. Desde su regreso de Borneo se mostraba hermética y huraña hasta la desesperación, sin qué pusiera nada de su parte para facilitar las muestras de cariño que con tan buena gana le hubiese prodigado su madre. En ningún momento parecía dispuesta a hablar de sus sentimientos, del vacío que debía de experimentar por la pérdida de su marido. Claro que él dolor suele manifestarse en las personas de distinto modo. Por lo mismo Mr. Skinner había dicho a su esposa que lo mejor era dejarla a solas con su dolor. El pensamiento de mistress Skinner saltó de estas tristes reflexiones a la fiesta a la que habían de asistir aquella tarde.
       —Tu padre me preguntó si creía que debía llevar sombrero de copa. Le repuse que lo mejor que podía hacer era ir prevenido.
       La fiesta sería un verdadero acontecimiento. Los helados, de vainilla y fresa, serían de casa Boddy, y los Heywood prepararían en su casa el café helado. Acudiría mucha gente. Entre otros, el obispo de Hong-Kong, que pasaba una temporada con los Canon —un antiguo amigo del colegio—, quien hablaría de las misiones de China. Mrs. Skinner, cuya hija había vivido ocho años en el Este —su yerno había sido, además, gobernador de un distrito de Borneo—, estaba interesadísima. Naturalmente, esto significaba más para ella que para los que nunca habían tenido nada que ver con las colonias ni con nada que se les pareciese.
       —¿Qué pueden conocer de Inglaterra los que sólo a Inglaterra conocen? —solía decir Mr. Skinner.
       Éste hizo su aparición en aquel momento. Era abogado, como su padre, y tenía el despacho en Lincoln’s Inn Fields. Iba a Londres cada mañana y regresaba por la noche, y aquel día podía acompañar a su mujer y a sus hijas al garden-party de Canon, porque éste, con gran acierto, había escogido un sábado para celebrarlo. A Mr. Skinner le sentaba admirablemente el chaqué. En realidad, no es que fuera muy elegante, pero no desentonaba nunca. Tenía la apariencia de un procurador padre de familia, es decir, lo que realmente era. Su firma jamás había tenido nada que ver con un asunto que no estuviera completamente claro, y si algún cliente iba a verle por algo no del todo limpio, Mr. Skinner se ponía repentinamente serio.
       —Me parece que no es un asunto que me interese —exclamaba—. Creo que haría mejor yendo a otro sitio.
       Y cogiendo su block de notas escribía un nombre y una dirección, arrancaba la hoja y se la entregaba a su cliente.
       —Si yo estuviera en su lugar, creo que iría a ver a estos señores, y si va usted en mi nombre, creo que harán todo lo que puedan por usted.
       Llevaba el rostro afeitado y era completamente calvo. Tenía los labios pálidos, firmes y delgados, y en sus ojos azules había cierta timidez. Sus mejillas carecían de color y en su cara abundaban las arrugas.
       —Ya veo que te has puesto los pantalones nuevos —le dijo su esposa al verle entrar.
       —Me parece que ésta es una buena oportunidad para ello —repuso—. ¿Qué os parece si me pusiese algo en el ojal?
       —No, papá —exclamó Kathleen—. Creo que no sería elegante.
       —Pues mucha gente lo hará —afirmó Mrs. Skinner.
       —¡Oh, sí! Empleados y gente así. Los Heywood, ya sabéis, han tenido que invitar a todo el mundo. Además, estamos de luto.
       —¿Y habrá alguna colecta después del sermón del obispo? —preguntó Mr. Skinner.
       —Me parece que no —repuso su esposa.
       —No creo que fuera correcto —apoyó Kathleen.
       —Pero hay que pensarlo todo —manifestó Mr. Skinner—. Yo daré por todos. ¿Serán bastantes diez chelines, o habrá que dar una libra?
       —Si das algo, me parece que será mejor una libra —opinó Kathleen.
       —Ya veremos, si llega la ocasión. No quiero ser menos que nadie, pero, por otra parte, tampoco quiero dar más de lo necesario.
       Kathleen metió sus papeles en un cajón del escritorio y se puso en pie. Miró su reloj de pulsera.
       —¿Estará lista Millicent? —preguntó la madre.
       —Nos queda tiempo de sobra. La fiesta está anunciada para las cuatro. Creo que no debemos llegar antes de las cuatro y media. He dicho a Davis que tenga preparado el coche para las cuatro y cuarto.
       Por lo general, era Kathleen quien conducía el coche; pero, en las grandes ocasiones, como aquélla, Davis, el jardinero, suponía el uniforme y conducía. La cosa estaba mucho mejor así, sobre todo porque Kathleen no quería conducir llegando vestido nuevo. Ésta, al ver que su madre se ponía los guantes, pensó que ella también tenía que hacer lo mismo. Cogió los suyos y los olió, para ver si quedaba en ellos algún resto del lavado. Efectivamente, olían un poco, pero el olor era tan ligero que lo probable era que nadie lo notase.
       Al fin se abrió la puerta y entró Millicent. Llevaba puestas sus tocas de viuda. Mrs. Skinner no había conseguido acostumbrarse a ellas, pero comprendía que era necesario que su hija las llevase durante un año. Era una verdadera lástima que a Millicent no le cayeran bien. Mrs. Skinner se había probado una vez el sombrero de su hija, con su franja blanca y su largo velo, y no pudo por menos de maravillarse de lo bien que le sentaba. Desde luego, estaba convencida de que moriría antes que su querido Alfredo, pero, en caso contrario, jamás volvería a quitarse las que por él se pusiera. La reina Victoria había hecho lo mismo. Ahora, que el caso de Millicent era muy distinto. A su edad —tenía sólo treinta y seis años— debía de ser muy doloroso quedarse viuda: le quedaban muy pocas probabilidades de volverse a casar. Tampoco era probable que se casara Kathleen, que tenía un año menos que su hermana.
       Cuando Millicent y Harold vinieron a Inglaterra la última vez, Mrs. Skinner sugirió que Kathleen podría irse con ellos. A Harold la idea le pareció de perlas, pero Millicent se opuso en redondo. Mrs. Skinner no logró saber por qué. Aquello hubiera sido indudablemente una buena ocasión para Kathleen. Y no es que a ella le gustara separarse de sus hijas, pero una joven necesita casarse, y todos los hombres que ellos conocían en Inglaterra lo habían hecho ya. Millicent adujo, como única razón de su negativa, que el clima de Borneo no era saludable. Así sería, puesto que ella no gozaba de muy buen color. ¡Quién hubiera dicho, al ver juntas ahora a las hermanas, que Millicent había sido la más guapa de las dos! Kathleen, con los años, había adelgazado, pareciendo a algunos demasiado angulosa. Pero con el pelo corto, con las mejillas rebosantes de salud y de color natural, fruto de su gran afición al golf que jugaba tanto en invierno como en verano, a Mrs. Skinner le parecía que su hija poseía un gran atractivo. No podía decirse lo mismo de la pobre Millicent. Había perdido la línea por completo. No era muy alta y, al engordar, empeoró de aspecto la madre echaba la culpa de ello al calor tropical, que le había impedido hacer toda clase de ejercicios. El color de su piel era amarillento, y en los ojos, en otro tiempo lo más interesante de su persona, se observaba como una palidez bastante extraña e inquietante.
       —Forzosamente tendrá que hacer algo —reflexionaba mistress Skinner—. Se está poniendo horrible.
       Dos o tres veces habló a su marido de ello, y él le había contestado que Millicent ya no era tan joven. Es muy posible que fuera ésta la causa de todo, pero no por ello tenía que abandonarse de aquella manera. Mrs. Skinner estaba dispuesta a hablar seriamente a su hija, pero como, naturalmente, quería respetar su dolor, esperaría que transcurriese un año para hacerlo. Se alegraba de tener un motivo para entablar una conversación, cuyo sólo pensamiento la ponía ligeramente nerviosa. Era un hecho que Millicent estaba cambiada. Su rostro tenía un gesto adusto, huraño, que hacía que su madre no se sintiera muy a gusto a su lado. Mrs. Skinner era una de esas mujeres que gustan de pensar en voz alta. En cambio, Millicent, cuando se le había una observación o simplemente cuando se le preguntaba algo, tenía por costumbre no contestar, de modo y manera que siempre se quedaba uno con la duda de si lo había oído o no. Alguna vez esto había irritado tanto a Mrs. Skinner, que para no ser demasiado dura con ella procuraba recordar que sólo hacía ocho meses que el pobre Harold había muerto.
       La luz de la ventana iluminó el rostro de la viuda, mientras se acercaba silenciosamente, pero Kathleen siguió de espaldas a la ventana. Contempló a su hermana durante unos momentos.
       —Millicent, tengo algo que decirte —dijo—. He estado jugando al golf esta mañana con Gladys Heywood.
       —¿Ganaste? —preguntó Millicent.
       Gladys Heywood era la única hija soltera de Canon.
       —Me dijo algo y creo que lo debes saber.
       Los ojos de Millicent pasaron de su hermana a la niña que estaba regando las flores en el jardín.
       —¿Has dicho a Ana que dé el té a Juana en la cocina? —preguntó.
       —Si, lo tomará cuando los criados.
       Kathleen miró a su hermana con frialdad.
       —El obispo pasó dos o tres días en Singapur en su viaje a Inglaterra —continuó—. Es muy aficionado a viajar, y ha estado también en Borneo, donde conoce a mucha gente que tú también conoces.
       —Te interesa, querida —dijo la madre—. ¿Conocería al pobre Harold?
       —Sí… Lo conoció en Kuala Solor. Se acuerda de él perfectamente. Ha dicho que su muerte le sorprendió mucho.
       Millicent se sentó, empezando a ponerse sus guantes negros. A Mrs. Skinner le extrañó que recibiese aquellas noticias en tan completo silencio.
       —¡Ah, Millicent! —exclamó—. La fotografía de Harold ha desaparecido. ¿La has cogido tú?
       —Sí, me la llevé para guardarla.
       —Yo creí que te gustaría tenerla a la vista.
       Una vez más Millicent no respondió. Realmente, era una costumbre exasperante.
       Kathleen se volvió un poco para mirar de frente a su hermana.
       —Millicent, ¿por qué dijiste que Harold había muerto de las fiebres?
       La viuda no hizo el menor gesto; miró a Kathleen con ojos serenos, pero su tez amarillenta había enrojecido. Tampoco contestó.
       —¿Qué quieres decir, Kathleen? —preguntó su madre sorprendida.
       —El obispo ha dicho que Harold se suicidó.
       Mrs. Skinner dejó escapar un grito; pero fué su marido el que habló, preguntando ansiosamente:
       —¿Es verdad, Millicent?
       —Sí.
       —Pero, ¿por qué no nos lo dijiste?
       Millicent hizo una ligera pausa. Sus manos jugaron distraídamente con un objeto de latón de Brunei que estaba sobre la mesa que tenía al lado, regalo también de Harold.
       —Me pareció que sería mejor para Juana decir que su padre había muerto de fiebres. Mi deseo es que ella nunca sepa nada.
       —Pues nos has puesto en una situación terriblemente delicada —afirmó Kathleen frunciendo el ceño ligeramente—. Gladys Heywood me dijo que había sido muy incorrecto no decirle la verdad. No sabes el trabajo que tuve para convencerla de que yo tampoco sabía nada. Aseguró también que su padre estaba bastante molesto, porque después de los años que hace que nos conocemos, y dada nuestra buena amistad, debíamos haber tenido un poco más de confianza con él. Además, si no queríamos decirte la verdad, tampoco teníamos por qué contarle una mentira.
       —Estoy completamente de acuerdo —dijo Mrs. Skinner con acritud.
       —Claro que yo procuré hacerle comprender a Gladys que nosotros no teníamos la culpa. Nos limitamos a darles la noticia tal como tú nos la contaste.
       —Espero que eso no te haría perder el juego —observó Millicent.
       —Vamos… Me parece que ésa es una observación fuera de lugar.
       Se levantó de la silla dirigiéndose hacia la chimenea.
       —Esto es cosa mía —exclamó Millicent—. Y si me pareció bien callarme, no sé por qué no podía hacerlo.
       —No parece que sientas mucho cariño por tu madre. Ni siquiera a ella se lo has contado —lamentó Mrs. Skinner.
       Millicent se encogió de hombros.
       —Debías haberte figurado que alguna vez se sabría —dijo Kathleen.
       —¿Por qué? ¿Podía imaginarme yo nunca que dos viejos párrocos se pusieran a hablar de mí?
       —Cuando el obispo afirmó que había estado en Borneo, era natural que los Heywood le preguntaran si había conocido a Harold.
       —Todo eso no tiene importancia —aseguró Mr. Skinner—. Lo que si creo es que debías habernos contado la verdad, y entonces habríamos decidido cuál era el mejor camino a seguir. Como abogado, puedo decirte que el ocultar algo a la larga sólo consigue empeorar las cosas.
       —¡Pobre Harold! —exclamó Mrs. Skinner, y algunas lágrimas se deslizaron por sus mejillas—. Es horrible. Fué siempre tan buen yerno para mí… ¿Qué sería lo que le indujo a tan espantosa determinación?
       —El clima.
       —Me parece que sería mejor que nos lo contases todo, Millicent —dijo su padre.
       —Kathleen os lo contará.
       Ésta vaciló. Lo que sabía era realmente espantoso. ¿Cómo era posible que cosas así ocurrieran en el seno de una familia como la suya?
       —El obispo afirma que se degolló.
       Mrs. Skinner sintió que le faltaba el aire, y se dirigió impulsivamente hacia su hija. Hubiera querido acunarla entre sus brazos en aquel momento.
       ¡Eh! Mi pobre niña… —murmuró sollozando.
       Pero Millicent se apartó de ella.
       —Por favor, mamá. No des una escena. No puedo sufrir el que me soben.
       —Vamos, Millicent —exclamó Mr. Skinner frunciendo el ceño. Le parecía que su hija no se portaba muy cariñosamente con ella.
       La madre se secó cuidadosamente los ojos y volvió a su silla tras de exhalar un suspiro y hacer un ligero movimiento de cabeza. Kathleen jugueteaba con su collar.
       —Me parece bastante absurdo haber sabido los detalles de la muerte de mi cuñado por un amigo. Nos has puesto en ridículo. El obispo tiene muchos deseos de verte, Millicent, para darte el pésame. —Hizo una pausa. Pero Millicent seguía guardando silencio. Dijo también que Millicent y Juana se hallaban fuera, y que cuando regresaron encontraron al pobre Harold muerto en su cama.
       —Debió de ser un golpe tremendo para ti, hija mía —afirmó Mr. Skinner.
       Su esposa comenzó a llorar de nuevo, pero Kathleen le puso cariñosamente la mano sobre el hombro.
       —No llores, mamá —dijo—. Se te irritarán los ojos, y la gente lo comentaría.
       Todos permanecieron en silencio mientras Mrs. Skinner se secaba los ojos y hacía un esfuerzo para serenarse. Pensó en las plumas que Harold le había regalado y le extrañó llevarlas en su toca en aquel preciso momento.
       —Hay algo más que debo decirte —dijo al cabo de poco Kathleen.
       Millicent miró de nuevo a su hermana, pausadamente; sus ojos aparecían tranquilos y, al mismo tiempo, vigilantes. Eran los ojos de una persona que espera algo, y teme que le pase inadvertido.
       —No quiero decir nada que pueda molestarte —continuó Kathleen—. Pero hay algo más que creo debes saber. El obispo asegura que Harold bebía.
       —¡Eso es espantoso! —gritó Mrs. Skinner—. ¿Cómo han podido decirlo? Es un escándalo. ¿Te lo dijo Gladys Heywood? ¿Y qué le contestaste?
       —Contesté que era completamente falso.
       —Esto es lo que sucede por mantener las cosas ocultas —reconvino, irritado, Air. Skinner—. Siempre pasa lo mismo. Cuando uno trata de ocultar una cosa, por todas partes surgen rumores que son mil veces peor que la verdad.
       —En Singapur le dijeron al obispo que Harold se suicidó en un ataque de delirium tremens. Me parece, Millicent, que, al menos por nosotros, debes negar eso.
       —Afirmar una cosa así de una persona muerta es horrible —exclamó la señora—. Y desde luego perjudicará a Juana cuando sea mayor.
       —Pero, ¿cuál es el origen de toda esta historia, Millicent? —preguntó su padre—. Harold siempre fué muy sobrio.
       —Aquí —respondió la viuda.
       —¿Bebía entonces?
       —Como una cuba.
       La contestación fué inesperada, y su tono tan sarcástico que los tres se quedaron atónitos.
       —Millicent… ¿Cómo puedes hablar así de tu difunto marido? —exclamó su madre retorciéndose las manos, sin preocuparse de sus guantes limpios—. No puedo comprenderte. Desde que has regresado estás tan extraña… ¡Nunca creí que una hija mía pudiera tomarse así la muerte de su marido!
       —No te preocupes por eso —dijo Mr. Skinner—. Ya hablaremos más tarde.
       Se fué hacia la ventana, mirando el pequeño jardín bañado por el sol y regresando después nerviosamente a su sitio. Sacó sus lentes del bolsillo y, aunque no tenía la menor intención de ponérselos, empezó a limpiarlos con el pañuelo. Millicent le miró. Sus ojos rebosaban ironía y cinismo. Mr. Skinner sentíale vejado. Había terminado su trabajo semanal y estaba libre hasta el lunes por la mañana, y aunque había asegurado a su esposa que aquel garden-party no era más que una molestia, y que hubiera preferido tomar el té tranquilamente en su jardín, lo cierto es que lo aguardaba con verdadera impaciencia. No le importaban mucho las misiones chinas, pero juzgaba interesante conocer al obispo. Y, de repente, sucedía aquello… Que no era precisamente un asunto de su predilección. Resultaba bastante desagradable enterarse de sopetón de que su yerno se había suicidado después de entregarse a la bebida. Millicent se alisaba sus puños blancos. Su manifiesta frialdad irritaba a Mr. Skinner. Pero éste, en lugar de dirigirse a ella, lo hizo a su hija menor:
       —¿Por qué no te sientas, Kathleen? Me parece que hay sillas bastantes en la habitación.
       Kathleen cogió una silla, sentándose sin hacer ningún comentario. Mr. Skinner se detuvo frente a Millicent, mirándola cara a cara.
       —Ahora comprendo por qué nos dijiste que Harold había muerto de fiebres, pero me parece que cometiste un error. Estas cosas se saben, tarde o temprano. No sé hasta qué punto lo que ha contado el obispo a los Heywood coincide con los hechos, pero si quieres seguir mi consejo, cuéntanoslo todo, sin omitir detalle, y después veremos. Ahora que lo saben Canon Heywood y Gladys, es de esperar que se corra la voz. En un sitio como éste, la gente está siempre dispuesta a hablar, y sería mejor para todos nosotros el saber la verdad exacta, para estar prevenidos.
       Mrs. Skinner y Kathleen juzgaron que la cuestión había sido planteada como debía serlo. Faltaba la respuesta de Millicent. Ésta escuchó a su padre con semblante impasible; su repentino rubor había desaparecido, y de nuevo su rostro tenía el color pastoso y amarillento de costumbre.
       —Si os cuento la verdad, no creo que os guste mucho oírla —empezó diciendo.
       —Siempre podrás contar con nuestra simpatía y comprensión —repuso Kathleen gravemente.
       Millicent la miró, y una ligera sonrisa asomó a sus labios impasibles. Lentamente paseó su mirada sobre los tres. Mistress Skinner sintió la vaga impresión de que los miraba como si fueran los maniquíes de una sastrería. Parecía vivir en un mundo distinto, sin la menor relación con ellos.
       —Ya sabéis que no estaba enamorada de Harold cuando me casé con él —dijo pensativamente.
       Mrs. Skinner estuvo a punto de dejar escapar una exclamación, pero un rápido y apenas iniciado gesto de su marido, después de tantos años de vida común, completamente significativo, la contuvo. Millicent habló con una voz monótona y lentamente, sin alterar lo más mínimo su tono opaco y cansado:
       —Yo tenía veintisiete años y nadie hasta entonces había demostrado el menor deseo de casarse conmigo. Si no recuerdo mal, él tenía cuarenta y cuatro, pero en cambio disfrutaba de una excelente posición. ¿No es cierto? Difícilmente se me volvería a presentar otra ocasión como aquélla.
       La madre sintió de nuevo deseos de llorar, pero se acordó de la fiesta.
       —Ahora comprendo por qué quitaste su fotografía —dijo con tono dolorido.
       —No, mamá —exclamó Kathleen.
       La foto estaba hecha cuando era novio de Millicent, y era uno de los mejores retratos de Harold. Para Mrs. Skinner fué siempre un hombre atrayente. Era corpulento, alto, quizá demasiado grueso, pero se conservaba bien y su presencia infundía respeto. Empezaba a quedarse calvo, peto eso les ocurre hoy a casi todos los hombres en plena juventud. Harold aseguraba que los salacot y los sombreros que se usan en los trópicos resultan muy perjudiciales para el cabello. Llevaba un pequeño bigote oscuro y su rostro aparecía profundamente tostado por el sol. Pero lo mejor de él eran los ojos, grandes, de un color castaño, como los de Juana. Su conversación resultaba interesante, y, aunque Kathleen lo juzgaba amanerado, su madre no era de la misma opinión. Esto, además, no tenía importancia apenas, y cuando vió, lo que fué muy pronto, que se sentía atraído por Millicent, la simpatía que le inspiraba creció de punto. Él, por su parte, estuvo siempre muy amable con Mrs. Skinner, que le escuchaba con suma atención como si realmente le interesase lo que él decía cuando hablaba de su distrito y de sus partidas de caza. Para Kathleen era presuntuoso, pero Mrs. Skinner pertenecía a una generación que aceptaba a ojos cerrados la opinión que los hombres suelen tener de ellos mismos. Millicent se dió cuenta en seguida de lo que sucedía, y aunque no dijo nada a nadie, decidió que si Harold llegaba a decidirse, ella lo aceptaría.
       Harold se alojaba en casa de una familia que había vivido en Borneo durante treinta años. La boca se les hacía agua hablando de la colonia. No había razón para que una mujer no pudiera vivir confortablemente allí. Claro que sus hijos vendrían a Inglaterra en cuanto cumplieran siete años, pero mistress Skinner pensó que aun no era tiempo de preocuparse de ellos. Invitó a Harold a cenar y le dijo que siempre estaba en casa a la hora del té. Cuando la estancia de Harold entre sus viejos amigos tocó a su fin, Mrs. Skinner le invitó a pasar con ellos quince días, al final de los cuales Millicent y Harold se prometieron. La boda fué muy lucida, y la luna de miel la pasaron en Venecia, marchando después para el Este. Millicent les escribió desde los diversos puertos en que el barco hacia escala.
       A juzgar por sus cartas, parecía muy feliz.
       —La gente se portó muy bien conmigo en Kuala Solor —aseguró. Kuala Solor es la capital del Estado de Sembulu. Estuvimos en casa del gobernador, y todo el mundo nos invitaba a cenar. Una o dos veces vi que invitaban a Harold a beber, pero él rehusó. Decía siempre que había cambiado completamente desde su matrimonio, pero los otros se echaban a reír, sin que yo supiera el porqué. Mrs. Gay, la mujer del gobernador, me dijo que todos se alegraban muchísimo de que Harold se hubiera casado. No era conveniente que un hombre permaneciera solo en un puesto avanzado. “La vida allí es terrible para él. Necesita la compañía de una mujer”. Cuando salimos de Kuala Solor, Mrs. Gay me despidió de una manera tan rara, que me dejó sorprendida. Era como si pusiera solemnemente a Harold bajo mi protección.
       Todos la escuchaban en silencio. Kathleen ni por un momento apartaba la vista del rostro impasible de su hermana, mientras Mr. Skinner fingía contemplar las armas malayas, krises [una daga distintiva, asimétrica indígena de Indonesia, Malasia, Brunéi, Tailandia meridional y las Filipinas meridionales], parangs [tipo machete usado en el archipiélago malayo], que pendían de la pared, sobre el sofá donde su mujer se sentaba.
       —Hasta que volví a Kuala Solor, un año y medio después, no me enteré de por qué la conducta de la gobernadora me había parecido tan extraña. —Millicent se rió con una risa semejante al eco de una burlona carcajada—. Sabía muchas cosas que antes ignoraba. Harold había venido a Inglaterra sólo para casarse. Lo de menos era con quién. ¿Os acordáis cuánto trabajo se tomó mamá para pescarle? No había necesidad de ello.
       —No sé lo que quieres decir, Millicent —repuso su madre con cierta acritud. La sugestión aquélla no era de su agrado—. Creí notar que Harold se sentía atraído hacia ti.
       Millicent se encogió de hombros.
       —Era un perfecto borracho. Acostumbraba a irse a la cama cada noche con una botella de whisky y la vaciaba antes de la mañana. El primer secretario afirmó que tendría que dimitir si no dejaba de beber, y le dió una ocasión más, a ver si cambiaba. Podría tomarse unas vacaciones e irse a Inglaterra. Le aconsejó que se casara; así, cuando volviera tendría alguien que le cuidara. Harold se casó conmigo porque necesitaba un guardián. En Kuala Solor se hicieron apuestas sobre el tiempo que yo podría impedir que volviera a su antigua costumbre.
       —Pero él estaba enamorado de ti —interrumpió mistress Skinner—. Tú no sabes de qué manera solía hablarme, y en la época a que te refieres, es decir, cuando fuiste a Kuala Solor para dar a luz, me escribió una carta encantadora sobre ti.
       Millicent miró de nuevo a su madre, y un vivo color tiñó su pálida tez. Sus manos, que descansaban sobre su regazo, empezaron a temblar ligeramente. Pensó en aquellos primeros meses de su vida de casada. La lancha del gobernador los había llevado hasta la desembocadura del río y pasaron la noche en un bungalow, del que decía Harold, en broma, que era 6U residencia veraniega. Al día siguiente remontaron el río en un praho. Por las novelas que había leído esperaba que los ríos de Borneo fuesen lóbregos y siniestros, pero halló un cielo azul, rizado por pequeñas nubes blancas, y el verde de los mangles y de las ñipas, lavadas por la corriente del agua, brillaba bajo el sol. A cada lado se extendía la intransitable floresta, y a distancia, reflejada sobre el cielo, se alzaba la escabrosa línea de una montaña. El aire de la mañana era fresco y acariciador. Le pareció entrar en una tierra fértil y amiga y experimentó la sensación de que ahora era cuando empezaba para ella la verdadera libertad. Miraba hacia la orilla, para ver a los monos sentados en las ramas de los árboles, y una vez Harold le señaló algo que parecía un tronco y que luego resultó ser un cocodrilo. El ayudante, con pantalón y sombrero blancos, estaba esperándoles en el desembarcadero con una docena de pequeños soldados dayacos, formados en su honor. Le presentaron al ayudante. Su nombre era Simpson.
       —¡Por Júpiter! Señor —exclamó al llegar a ellos—, me alegro de que esté usted de regreso. Sin usted, esto era terriblemente aburrido.
       El bungalow del gobernador, rodeado de un jardín donde crecían de un modo salvaje toda clase de flores, estaba emplazado en la cumbre de una pequeña colina. Tenía un aspecto descuidado y los muebles escaseaban, pero sus habitaciones eran grandes y frescas.
       —El poblado está ahí —dijo Harold señalándoselo.
       Sus ojos siguieron la dirección indicada. De entre un grupo de cocoteros salía el rumor de un gong, y aquel ruido produjo a Millicent una sensación extraña.
       Aunque no tenía mucho que hacer, los días se deslizaban rápidamente. Al alba, el boy les servía el té, y permanecían en la veranda, disfrutando de la fragancia de la mañana (Harold con una camisa y un sarong y ella con un quimono) hasta que se vestían para desayunarse. Luego se iba Harold a la oficina y ella se pasaba una hora o dos aprendiendo el malayo. Después de comer, él volvía a la oficina y ella dormía la siesta.
       Una taza de té por la tarde los reanimaba a los dos, que marchaban a dar un paseo o a jugar al golf, en un campo de nueve agujeros que Harold había hecho construir en un llano del bosque, talado al pie del bungalow. A las seis empezaba a anochecer, y entonces iba Mr. Simpson a beber unas copas juntos. Estaban así charlando hasta la hora de cenar, y algunas veces Harold y Mr. Simpson jugaban al ajedrez. Los tibios anocheceres eran encantadores. Las moscas de fuego convertían las plantas que crecían al pie de la veranda en trémulos y centelleantes luminares, y los árboles aromáticos embalsamaban el aire con sus suaves perfumes. Después de cenar leían periódicos atrasados de hacía seis semanas, y poco después se acostaban.
       Millicent sentíase satisfecha de verse convertida en una mujer casada y tener una casa propia; además, estaba contenta de las sirvientas indígenas, siempre vestidas con alegres sarongs, que trajinaban por el bungalow con los pies descalzos, silenciosamente, y sin causarle el menor miedo. El ser la esposa del gobernador le daba una agradable sensación de importancia. Harold, por su parte, le infundía respeto por la facilidad con que hablaba la lengua indígena, por su aire de mando y por la dignidad de su porte. De vez en cuando iba a ver cómo juzgaba. La variedad de sus deberes y la competencia con que los cumplía acrecentaron su respeto hacia él. Mr. Simpson le dijo una vez que Harold comprendía a los indígenas como si fueran hombres de su propio país. Empleaba con ellos una combinación de firmeza, tacto y buen humor, que le daba resultados magníficos en el trato con aquella gente tímida, vengativa y recelosa. Millicent empezó a sentir cierta admiración por su esposo.
       Hacía cerca de un año que se habían casado cuando llegaron dos naturalistas ingleses para pasar con ellos unos días antes de continuar su viaje hacia el interior. Venían recomendados al gobernador, y Harold quiso que quedaran satisfechos. Su llegada produjo un cambio muy agradable. Millicent invitó a cenar a Mr. Simpson, que vivía en el fuerte y que sólo cenaba con ellos los domingos, y, terminada la cena, pusiéronse a jugar al bridge. Millicent los dejó y se fué a acostar, pero era tanto el ruido que hacían que tardó en dormirse. No supo nunca qué hora sería cuando Harold entró en la habitación tambaleándose y despertándola. Permaneció silenciosa. Él pareció dispuesto a tomar un baño antes de acostarse. El cuarto de baño estaba precisamente abajo, y tuvo que bajar las escaleras. Por lo visto, debió de resbalar, pues se oyó un ruido violento y una sarta de juramentos. A Millicent le produjo aquello un efecto deplorable. Oyó cómo se echaba cubos de agua, y después de un rato, caminando esta vez con todo cuidado, subió las escaleras y se acostó. Millicent fingió estar dormida. Sentía una gran repugnancia. Harold se había emborrachado y ella decidió hablarle sin falta a la mañana siguiente. ¿Qué pensarían de él I06 naturalistas? Pero al día siguiente Harold volvía a ser el hombre de siempre, y Millicent no se atrevió a hablarle del asunto. A las ocho, Harold, ella y sus dos huéspedes se sentaron para desayunarse. Harold echó una mirada sobre la mesa.
       —Porridge —exclamó—. Millicent, a nuestros invitados les gustaría un poco de Worcester, pero tal vez deseen algo más. Yo me conformo con un whisky con soda.
       Los naturalistas se rieron, algo avergonzados.
       —Su marido es terrible —dijo uno de ellos.
       —No estaría seguro de haber cumplido debidamente los deberes de hospitalidad si 6e hubieran acostado serenos la primera noche de su estancia en mi casa —afirmó Harold con su clásica manera de decir las cosas.
       Millicent sonrió no de muy buena gana, pero más tranquila al ver que sus huéspedes se habían emborrachado lo mismo que 6u marido. A la noche siguiente se sentó con ellos y todos se acostaron a una hora razonable. Cuando los extranjeros emprendieron de nuevo su viaje, se le quitó un peso de encima. La vida volvió a reanudar 6u plácido curso. Algunos meses más tarde Harold salió en un viaje de inspección por el distrito, y regresó con un fuerte ataque de malaria. Millicent vió por primera vez esa enfermedad, de la cual le habían hablado tanto. No se extrañó de que Harold se quedase muy débil. A partir de entonces su conducta se hizo un poco extraña. Cuando regresaba de la oficina siempre tenía los ojos brillantes. Al pasar por la veranda se tambaleaba un poco, conservando hasta cierto punto su dignidad. Le dió por hablar sin tasa y en estilo grandilocuente sobre la situación política en Inglaterra, y a veces, perdiendo el hilo de las palabras, la miraba con malicia, que su habitual compostura hacía desconcertante, y decía:
       —Se queda uno terriblemente abatido después de la malaria. ¡Ah, mujercita! ¡Qué poco sabes de la carga que pesa sobre un hombre fundador de imperios!
       Millicent creyó observar que Mr. Simpson empezaba a cansarse, y una o dos veces, cuando estaban solos, le pareció que el joven estaba a punto de decirle alguna cosa, pero su timidez, en el último momento, se lo impedía. Esta sensación fué creciendo de día en día, hasta que la puso nerviosa. Una tarde, en que Harold se quedó, no sabía por qué, más tiempo que de costumbre en la oficina, le preguntó repentinamente:
       —¿Qué quiere usted decirme, Mr. Simpson?
       Él enrojeció, vacilando.
       —Nada. ¿Qué es lo que le hace creer que yo tengo algo que decirle?
       Mr. Simpson era un joven delgado, de unos veinticuatro años, con una elegante cabeza de pelo ondulado, que le costaba lo indecible el peinarla. Tenía las muñecas hinchadas y marcadas por las picaduras de los mosquitos. Millicent le miró fijamente.
       —Si es algo sobre Harold, ¿no le parece que sería más amable decírmelo con toda franqueza?
       Su rostro adquirió entonces un color escarlata. Se movió intranquilo en su silla, y ella insistió.
       —Me temo que usted lo juzgue como una mala pasada —dijo al fin—. No está bien que yo diga nada de mi jefe, a sus espaldas. La malaria es una maldita enfermedad, y después de haberla pasado, se siente uno terriblemente decaído.
       Vaciló de nuevo. Su boca se contrajo como si fuera a llorar. A Millicent le produjo la impresión de un niño pequeño.
       —Seré una tumba —repuso con una sonrisa, tratando de ocultar su aprensión—. Dígamelo.
       Creo que es una lástima que su marido tenga una botella de whisky en la oficina. Esto le permite echar un trago más a menudo que si no la tuviera.
       La voz de Mr. Simpson era ronca; tal era la agitación que sentía, y Millicent sintió que el cuerpo le temblaba. Logró dominarse, porque comprendió que no debía asustar al muchacho si quería enterarse de todo lo que supiera. Él no estaba dispuesto a hablar, pero insistió, halagándole y apelando a su sentido del deber, echándose a llorar finalmente. Él entonces le contó que Harold había estado más o menos borracho durante los últimos quince días. Los indígenas ya hablaban de ello y decían que pronto volvería a estar como antes de su matrimonio. Entonces acostumbraba a beber bastante. Pero míster Simpson se negó resueltamente a darle más detalles sobre el pasado.
       —¿Cree usted que estará bebiendo ahora? —preguntó.
       —No lo sé.
       Millicent se sintió repentinamente furiosa y avergonzada. El Fuerte, así llamado porque se guardaban en él los rifles y las municiones, servía al mismo tiempo de Juzgado. Estaba situado frente al bungalow del gobernador y tenía su jardín. El sol se ponía ya y no necesitó sombrero. Se levantó, dirigiéndose hacia él. Encontró a Harold sentado en su sitio, al fondo de la espaciosa sala donde administraba justicia. Tenía una botella de whisky ante él y hablaba con tres o cuatro malayos, que le escuchaban de pie y con una sonrisa obsequiosa y burlona al mismo tiempo. Su rostro tenía el color de la púrpura.
       Los indígenas desaparecieron.
       —He venido a ver lo que estabas haciendo —dijo ella.
       Él se levantó, pues siempre la trataba con una exquisita cortesía, pero tambaleándose, y al no sentirse muy seguro, adoptó una fingida pomposidad.
       —Toma asiento, querida, toma asiento. Me ha retenido un trabajo urgente.
       Ella le miró con ojos furiosos.
       —¡Tú estás borracho! —exclamó.
       Él se la quedó mirando, con los ojos muy abiertos, y un gesto altivo se marcó gradualmente en su rostro.
       —No tengo la menor idea de lo que quieres decir —repuso.
       Ella tenía preparada una serie de furiosos reproches, peno, repentinamente, rompió a llorar. Se sentó en una silla, ocultando su rostro. Harold la contempló unos instantes, hasta que, finalmente, el llanto inundó también sus mejillas. Avanzó hacia ella, con los brazos tendidos, cayendo pesadamente a sus pies. Sollozando, la atrajo hacia sí.
       —Perdóname… Perdóname… —dijo—. Te prometo que no volverá a suceder. Fué culpa de esta condenada malaria.
       —Es tan humillante… —suspiró ella.
       Él lloró como un niño. Había algo conmovedor en el rebajamiento de aquel hombre corpulento y digno. Después Millicent levantó la vista. Sus ojos, inquisitivos y contritos, buscaron los suyos.
       —¿Me das tu palabra de honor de no volver a probar en la vida una gota de alcohol?
       —Sí… Sí… Lo odio.
       Fué entonces cuando ella le dijo que iba a tener un hijo. Se volvió loco de alegría.
       —Esto es lo que necesitaba. Me hará ir por el camino recto.
       Regresaron al bungalow. Harold se bañó y se fué a dormir. Después de cenar hablaron larga y serenamente. Él confesó que antes de casarse había bebido más de lo justo. En los puestos avanzados se cogen fácilmente malos hábitos. Accedió a cuanto Millicent le pedía. Durante los meses anteriores a la marcha de ella a Kuala Solor, Harold fué un excelente marido: tierno, orgulloso y afable; irreprochable en todo. Una lancha vino a buscarla. Tenía que dejarle durante seis semanas, y él prometió no beber nada durante su ausencia. Puso sus manos sobre los hombros de ella.
       —Nunca he roto una promesa —dijo con su solemnidad acostumbrada—. Pero, aun sin ella, ¿podrías creer que, mientras tú estás sufriendo, pudiera yo hacer algo que aumentara tu dolor?
       Juana nació. Millicent estuvo en casa del gobernador, y mistress Gay, su esposa, una amable mujer de mediana edad, hizo todo 16 que pudo por ella. Las dos mujeres tenían poco que hacer, como no fuera charlar durante las largas horas que estaban solas. Millicent supo todo lo que había sobre el pasado alcohólico de su marido. B1 hecho que más intolerable resultó para ella fué saber que a Harold le habían dicho que sólo conservaría el puesto si regresaba casado. La noticia le produjo una triste sensación de resentimiento, y, cuando supo el contumaz bebedor que había sido su marido, se sintió vagamente intranquila. Tenía un miedo horrible a que, durante su ausencia, no hubiera podido dominarse. Regresó a su casa con la niña y un ama. Pasó una noche en la desembocadura del río y envió un mensajero en una canoa para anunciar su llegada. Cuando la lancha que la conducía se aproximó, oteó ansiosamente el desembarcadero. Harold y Simpson estaban allí. Los marciales y pequeños soldados estaban también alineados para rendirles honores. Pero su corazón se estremeció cuando vió que Harold se tambaleaba ligeramente, como un hombre que trata de conservar el equilibrio en el cabeceo de un barco. Estaba borracho.
       Millicent casi había olvidado a sus padres y a su hermana, que permanecían sentados escuchándola en silencio, pero, de pronto, pareció darse cuenta de su presencia. Todo lo que estaba contando le parecía algo muy lejano, que había sucedido hacía mucho tiempo.
       —Comprendí que entonces le odiaba —dijo sordamente—. Le hubiera matado.
       —Millicent… No digas eso —gritó su madre—. No olvides que el pobre ha muerto.
       Millicent miró a su madre, y, por un momento, un gesto burlón oscureció su rostro impasible. Mr. Skinner se movió, inquieto, en su silla.
       —Sigue… —pidió Kathleen.
       —Cuando supo que yo estaba enterada de todo, no pareció preocuparse mucho. A los tres meses tuvo otro ataque de delirium tremens.
       —¿Por qué no le dejaste? —preguntó Kathleen.
       —¿Qué hubiera sacado con ello? ¿Quién iba a mantenernos a mí y a Juana? Tenía que quedarme, y, además, cuando estaba sereno, no tenía la menor queja de él. Ni por asomo podía pensarse que se hubiera enamorado de mí, pero me había tomado cariño. Yo tampoco me había casado con él porque estuviera enamorada, sino, simplemente, porque quería casarme. Hice lo que pude por esconder el licor. Conseguí que Mrs. Gay prohibiera el envío de whisky de Kuala Solor, pero él se lo compraba a los chinos le vigilaba como un gato vigila a un ratón, pero era demasiado astuto para mí. Al poco tiempo tuvo otro ataque. Descuidó sus deberes. Yo temía que dieran alguna queja de él. Estábamos a dos días de Kuala Solor, y esto era nuestra salvación, pero me parece que la noticia llegó allí, porque Mr. Gay me escribió una carta particular, avisándome. Se la enseñé a Harold, que se encolerizó, jactancioso; pero me di cuenta de que se había asustado, y durante dos o tres meses no bebió nada. Pero después volvió de nuevo a su vicio, y así siguió hasta que llegaron nuestras vacaciones.
       “Antes de salir para aquí le rogué y supliqué que tuviera cuidado. No quería que nadie supiese qué clase de hombre era mi marido. Durante todo el tiempo que estuvimos en Inglaterra no tuve la menor queja de él, y antes de regresar volví a hablarle. Estaba muy encariñado con Juana y muy orgulloso de ella, y a la niña le ocurría lo mismo con él. Ella siempre quiso a su padre más que a mí, y un día pregunté a Harold si quería que su hija supiera que era un borracho. Fué tal el efecto que le produjo mi pregunta que comprendí que al fin había encontrado un medio de dominarle. La sola idea le horror izó. Le dije que nunca permitiría que ella lo supiera, y que si daba ocasión para ello, le quitaría a Juana. Al oír esto, palideció. Aquella noche me arrodillé y di gracias a Dios, porque al fin había encontrado un medio de salvar a mi marido.
       ”Me dijo que, si nuevamente le ayudaba, volvería a hacer un esfuerzo, y decidimos luchar juntos. Se portó magníficamente. Cuando sentía la impetuosa tentación de la bebida, venía a buscarme. Ya sabéis que tenía alguna inclinación a la ampulosidad, pero conmigo siempre fué humilde, como un niño que dependiera de mí. Quizá no me amase cuando se casó conmigo, pero me amaba entonces y amaba a Juana. Yo le había odiado porque era humillante y por los aires de dignidad que pretendía tomar cuando estaba borracho; pero en aquel momento en mi corazón brotaba un sentimiento extraño. No era amor, pero sí una misteriosa y tímida ternura. Él era algo más que mi marido; era como un niño que hubiera llevado en mi corazón mucho tiempo. Si él estaba, como sabéis, tan orgulloso de mí, yo no lo estaba menos de él. Sus largos discursos ya no me irritaban, y 6U manera majestuosa de decir las cosas me parecía divertida y encantadora. Al fin triunfamos. Durante dos años no probó una gota. La bebida había perdido para él toda su atracción, y hasta llegó a bromear sobre ello.
       ”Mr. Simpson ya no estaba con nosotros, y en su lugar vino un joven llamado Francisco.
       ”—¿No sabe usted que soy un bebedor reformado? —le dijo Harold en una ocasión—. Si no hubiera sido por mi mujer, hace tiempo que me habrían despedido. Tengo la mejor esposa del mundo, Francisco.
       ”No podéis figuraros lo que para mí significaba oírle hablar así. Me daba cuenta de que todo lo que había sufrido no había sido en vano. Era feliz…”.


       Tiempo después Juana se puso enferma. Durante tres semanas vivimos llenos de intranquilidad. El doctor más cercano estaba en Kuala Solor y tuvimos que someternos al tratamiento de un médico indígena. Cuando se curó la niña, me la llevé a la desembocadura del río para que respirara el aire puro del mar. Estuvimos una semana. Era la primera vez que me separaba de Harold desde que había nacido Juana. Cerca de donde estábamos había un poblado de pescadores, pero en realidad podía decirse que nos encontrábamos solas. Pensé muchas veces en Harold y, repentinamente, me di cuenta de que le amaba. Me alegró de que viniera el praho a buscarnos, porque ardía en deseos de decírselo. Estaba segura de que mis palabras le producirían un gran efecto. No puedo explicar lo feliz que era. Mientras remontábamos el río, el barquero me dijo que Francisco había tenido que internarse en el país para detener a una mujer acusada del asesinato de su marido. Hacía ya dos días que se había marchado.
       ”Me sorprendió que Harold no estuviera en el desembarcadero esperándome. Era siempre muy puntilloso en estas cuestiones y solía decir que marido y mujer deben tratarse con la misma cortesía con que se trata a las amistades; no podía imaginarme qué trabajo le retenía. Subí la pequeña colina sobre la que se asentaba nuestro bungalow. El ama venía detrás, con Juana. El bungalow aparecía extrañamente silencioso. Ni criados parecía haber en él. Era incomprensible, y me pregunté si Harold, esperándome más tarde, no habría salido a dar un paseo. Subí la6 escaleras; Juana tenía sed y el ama la llevó al sitio de los criados para que bebiera algo. Harold no estaba en el salón. Le llamé sin obtener respuesta. Me sentía defraudada. Me hubiera gustado encontrarlo. Entré en nuestra habitación. Harold no había salido. Estaba en la cama, durmiendo. La cosa me divirtió, porque siempre me había dicho que no dormía por las tardes, ya que la siesta era un hábito innecesario adquirido por los blancos. Me acerqué a la cama sin hacer ruido. Quería gastarle una broma. Aparté las cortinas del mosquitero. Estaba echado de espaldas, solamente con un sarong, y, a su lado, había una botella de whisky vacía. Había bebido y estaba borracho. Todas mis luchas y mis esfuerzos durante tantos años habían sido inútiles. Mi sueño de amor acababa de desvanecerse. Ya no había esperanza, y la ira me dominó.
       El rostro de Millicent pareció teñirse de rojo vivo y sus manos apretaron los brazos de la silla.
       —Le cogí por los hombros y le sacudí con toda mi fuerza.
       “Bestia…”, grité, “Bestia…”.
       Estaba fuera de mí pero no sé lo que hice ni lo que le dije. Seguí sacudiéndole. No podéis figuraros lo repugnante que resultaba en aquel estado, con su corpulencia, medio desnudo, sin haberse afeitado desde hacía varios días, y con el rostro congestionado. Respiraba pesadamente. Grité, pero no me oyó. Traté de levantarlo de la cama, pero pesaba demasiado. Yacía como un tronco.
       “¡Abre los ojos!”, grité.
       ”Volví a sacudirle. Le odiaba aún más, porque durante una semana le había estado amando con todo mi corazón. Quería decirle qué bestia inmunda era. Pero no había manera de que me entendiese.
       ”Tienes que abrir los ojos”.
       Estaba decidida a que me mirase.
       —Si estaba en ese estado, a mí me parece que lo mejor era dejarle que siguiera durmiendo —dijo Kathleen.
       —Había un parang al lado de la cama, colgado en la pared. Ya sabéis lo aficionado que era Harold a esas cosas.
       —¿Qué es un parang? —preguntó Mrs. Skinner.
       —No seas tonta —repuso irritado su marido—. Hay uno en la pared sobre tu cabeza.
       Y señaló una espada malaya, que, Dios sabía por qué razón, había estado contemplando inconscientemente. Mrs. Skinner corrió hacia un ángulo del sofá, mientras dejaba escapar un ligero grito de espanto, como si le hubiesen dicho que allí, a su lado, había una serpiente.
       De pronto, la sangre brotó de la garganta de Harold. Tenía un gran tajo.
       —¡Millicent!… —gritó Kathleen, abalanzándose sobre su hermana—. En nombre de Dios, ¿qué quieres decir?
       Mrs. Skinner la miraba con ojos desorbitados y la boca abierta.
       —El parang ya no estaba en la pared; yacía sobre la cama. Harold abrió los ojos… aquellos ojos que eran tan iguales a los de Juana.
       —No te comprendo —dijo Mr. Skinner—. ¿Cómo pudo suicidarse si se encontraba en el estado que dices?
       Kathleen cogió el brazo de su hermana, sacudiéndola furiosamente.
       —Millicent… Por Dios… Explícate.
       Millicent se soltó.
       —El parang pendía de la pared, como os he dicho. No sé lo que sucedió. Harold se desangraba, abrió los ojos… Murió casi instantáneamente. No podía hablar, sólo dejó escapar una especie de suspiro.
       Al fin, Mr. Skinner comprendió.
       —¡Pero, infame, eso fué un asesinato!
       Millicent, con el rostro enrojecido, le lanzó una mirada tal de odio burlón, que su padre se contuvo. Mrs. Skinner exclamó:
       —Millicent… Tú no lo hiciste, ¿verdad?
       Por toda respuesta Millicent se echó a reír irónicamente, dejándolos horrorizados.
       —No sé quién podría haberlo hecho.
       —¡Dios mió! —murmuró Mr. Skinner.
       Kathleen permaneció en pie con las manos sobre el corazón, como si no pudiese contener sus latidos.
       —¿Y qué sucedió luego? preguntó.
       —Grité… Fui a la ventana y la abrí de golpe. Llamé al ama, que apareció en el jardín, con Juana.
       “No, Juana, no”, —le grité—. “No la deje entrar”.
       “Llamó al cocinero, diciéndole que cuidara de la niña. La insté para que se diera prisa; entró y le mostré a Harold”.
       “El tuan [en el idioma malayo, “señor”] se ha matado”, exclamó.
       ”Dió un grito y salió corriendo de la casa.
       ”Nadie quería acercarse. Todos estaban sobrecogidos de espanto. Escribí una carta a Francisco, diciéndole lo que había sucedido y rogándole que volviera inmediatamente.
       —¿Quieres decir que le contaste la verdad?
       —Le dije que a mi regreso de la desembocadura del río encontré degollado a Harold. Ya sabéis que en los trópicos hay que enterrar pronto a la gente. Compré un ataúd chino, y los soldados cavaron una tumba detrás del Fuerte. Hacía ya dos días que Harold había sido enterrado cuando llegó Francisco. Era casi un muchacho. Podía hacer de él lo que quisiera. Le dije que encontré el parang en las manos de Harold. No cabía duda de que se había suicidado en un ataque de delirium tremens. Le enseñé la botella vacía. Los criados, por 6U parte, afirmaron que no había dejado de beber desde que me fui a la orilla del mar. Conté la misma historia en Kuala Solor. Todo el mundo estuvo muy amable, y el gobierno me concedió una pensión.
       Durante un rato nadie habló. Al cabo, Mr. Skinner logró sobreponerse a la impresión recibida.
       —Pertenezco a una profesión jurídica. Soy abogado y tengo ciertos deberes. Siempre he tenido una actuación honrada, y tú me has colocado en una posición monstruosa.
       Vaciló, buscando las palabras que jugaban al escondite en su mente turbada. Millicent le miraba con ojos burlones.
       —¿Qué es lo que vas a hacer?
       —Fué un asesinato… Eso es lo que fué. ¿Tú crees que yo puedo hacerme cómplice de él?
       —No digas tonterías, papá —dijo Kathleen de pronto—. Tú no puedes delatar a tu propia hija.
       —Mié has puesto en una posición monstruosa —repitió Mr. Skinner.
       Millicent, de nuevo, se encogió de hombros.
       —Vosotros me obligasteis a que lo contara. Lo había guardado bastante tiempo para mi sola. Ya era tiempo de que también vosotros lo supierais.
       En aquel momento la puerta se abrió, apareciendo un criado.
       Kathleen tuvo la presencia de ánimo suficiente para decir algo, y el criado se retiró.
       —Me parece que lo mejor sería que nos fuésemos —propuso Millicent.
       —Yo no puedo ir a la fiesta ahora —le repuso su madre—. Estoy trastornada. ¿Cómo podré dar la cara a los Greenwood y al obispo, que quiere ser presentado a ti?
       Millicent hizo un gesto de indiferencia. Sus ojos seguían conservando la misma expresión irónica de siempre.
       —Debemos ir, mamá —opinó Kathleen—. Les extrañaría mucho que faltáramos… —Se volvió hacia Millicent llena de ira—. ¡Ah…! ¡Es todo tan terriblemente espantoso!
       Mrs. Skinner miró a su marido sin saber qué hacer. Él se acercó a ella dándole la mano para que se levantara del sofá.
       —Debemos ir, a pesar de todo —dijo.
       —Y con las plumas en mi sombrero que el mismo Harold me regaló. —suspiró Mrs. Skinner levantándose.
       Salieron de la habitación, siguiéndolos Kathleen inmediatamente y Millicent dos o tres pasos detrás.
       —Ya os acostumbraréis. Al principio —afirmó con la mayor tranquilidad— me pasaba el tiempo pensando en lo mismo. Ahora llego a olvidarme de ello durante dos o tres días. Sería, diferente si hubiera algún peligro.
       Nadie contestó. Cruzaron el hall y salieron por la puerta principal. Subieron al coche. Las señoras en el asiento de detrás y Mr. Skinner junto al chófer. El coche no tenía arranque eléctrico y Davis tuvo que dar a la manivela. Mr. Skinner se volvió, mirando a Millicent con petulancia.
       —Nunca me lo debías haber dicho… Has sido muy egoísta.
       Davis ocupó su sitio y el auto se puso en marcha hacia el garden-party de los Canon.



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