Machado de Assis
(Rio de Janeiro, 1839-1908)


Noche de almirante (1884)
(“Noite de almirante”)
Originalmente publicado en Gazeta de Notícias [Rio de Janeiro] (10 de febrero de 1884)
Histórias sem Data
(Río de Janeiro: B.L. Garnier, 1884, 279 págs.)



      Deolindo Viento Grande (era un apodo de a bordo) salió del Arsenal de Marina y se enrumbó por la Calle de Braganza. Daban las tres de la tarde. Era la flor fina de los marineros y llevaba, además, un aire de felicidad en los ojos. Su corbeta había regresado de un largo viaje de instrucción, y Deolindo bajó a tierra tan pronto como obtuvo la licencia. Los compañeros le decían, riendo:
       —¡Ah! ¡Viento Grande! ¡Qué noche de almirante vas a pasar! Cena, violín y los brazos de Genoveva. Aquel cuellito de Genoveva...
       Deolindo sonrió. Así era, en efecto, una noche de almirante, como ellos decían, una de esas noches de almirante que lo esperaba en tierra. La pasión había comenzado tres meses antes de zarpar. Se llamaba Genoveva, mestiza de veinte años, pícara, ojos negros y atrevidos. Se conocieron en casa de un tercero y quedaron prendados uno del otro, a tal punto que estuvieron próximos a cometer una locura: él dejaría el servicio y se iría con ella al pueblo más recóndito del interior.
       La vieja Ignacia, que vivía con ella, logró disuadirlos. Deolindo no tuvo más remedio que embarcarse en el viaje de instrucción. Eran ocho o diez meses de ausencia. Como prenda recíproca, decidieron hacer un juramento de fidelidad.
       —Juro por Dios que está en el cielo. ¿Y tú?
       —Yo también.
       —Dilo.
       —Juro por Dios que está en el cielo o que me falte la luz en la hora de la muerte.
       Quedaba sellado el contrato. No podía dudarse de la sinceridad de ambos: ella lloraba amargamente, él se mordía los labios para disimular la pena. Al final se separaron. Genoveva fue a ver la salida de la corbeta y volvió a su casa con tal angustia en el corazón que parecía que “le iba a dar algo”. Nada le dio, felizmente; los días fueron pasando, las semanas, los meses; diez meses, al cabo de los cuales la corbeta regresó y Deolindo con ella.
       Y ahí va él ahora, por la Calle Braganza, Praiña y Saúde, hasta el comienzo de la Gamboa, donde vive Genoveva. La casa es de fachadita oscura, agrietada por el sol, pasando el cementerio de los ingleses; allí debe estar Genoveva, inclinada en la ventana, esperándolo. Deolindo piensa lo que va a decirle. Tiene lista una frase: “Juré y cumplí”. Pero busca una mejor. Al mismo tiempo recuerda las mujeres que vio por esos mundos de Cristo, italianas, marsellesas, turcas, muchas de ellas bonitas, o que al menos a él se lo parecían. Reconoce que no todas le hubieran hecho caso, pero sí algunas, y ni aun por eso se interesó en ellas. Solo pensaba en Genoveva. La casita de ella, tan pequeñita, con sus muebles de patas rotas, con todo viejo y con tan poco... era eso lo que recordaba cuando estaba delante de los palacios de otras tierras. A costa de muchos ahorros, compró en Trieste un par de aretes, que lleva ahora en el bolso, con algunas chucherías. Y ella, ¿qué le habría guardado? Tal vez un pañuelo marcado con su nombre y un ancla en una esquina, porque sabía bordar muy bien. En estas llegó a la Gamboa, pasó el cementerio y encontró la casa cerrada. Golpeó la puerta; le respondió una voz conocida, la de la vieja Ignacia, que vino a abrirle con grandes exclamaciones de placer. Deolindo, impaciente, preguntó por Genoveva.
       —No me hable de esa loca —atajó la vieja—. Estoy bien satisfecha con el consejo que le di. ¡Imagínese si se hubiera fugado usted con ella! Lo hubiera hecho quedar como un imbécil.
       —Pero, ¿qué pasó?, ¿qué pasó?
       La vieja le dijo que se calmara, que no era nada, de esas cosas que pasan en la vida; no valía la pena amargarse. Genoveva andaba chiflada de la cabeza.
       —¿Por qué chiflada?
       —Está con un vendedor ambulante, José Diogo. ¿Conoce a José Diogo, vendedor de telas? Está con él. No se imagina el apasionamiento de los dos. Ella está medio enloquecida. Fue ese el motivo de nuestra pelea. José Diogo no salía de esta puerta; no paraban de conversar, hasta que un día les dije que no quería ver mi casa difamada. ¡Ah! ¡Padre mío del cielo! ¡El día del juicio final! Genoveva me abrió unos ojos de este tamaño, diciéndome que nunca difamó a nadie y que no necesitaba limosnas. “¿Qué limosnas, Genoveva? Lo que yo digo es que no quiero esos cuchicheos en la puerta, desde el Ave María...” Dos días después se mudó, furiosa conmigo.
       —¿Dónde está viviendo?
       —En Playa Formosa, antes de llegar a la cantera, en una casa de puertas recién pintadas.
       Deolindo no quiso oír nada más. La vieja Ignacia, un tanto arrepentida, alcanzó a darle incluso consejos de prudencia, pero él no los escuchó y se marchó. Omito anotar lo que pensó durante el camino; no pensó nada. Las ideas se le arremolinaban en el cerebro, como en hora de temporal, en medio de una confusión de vientos y silbatos. Entre ellas rutilaba el cuchillo de a bordo, ensangrentado y vengador. Había pasado Gamboa, el Recodo de Alferes; entró en Playa Formosa. No sabía el número de la casa, pero era cerca de la cantera, recién pintada, y podría encontrarla con la ayuda de los vecinos. No contó con el azar, que hizo sentar a Genoveva junto a la ventana, a coser, en el instante en que Deolindo pasaba por el frente. La reconoció y se detuvo; ella, notando la presencia de un hombre, alzó los ojos y se encontró con el marino.
       —¿Cómo es esto? —exclamó sorprendida—. ¿Cuándo llegaste? Entra.
       Y, levantándose, abrió la puerta y lo hizo pasar. Cualquier otro hombre se hubiera sentido lleno de esperanzas; tan franca era la actitud de la muchacha. Podía ser que la vieja se hubiera equivocado o que mintiera; podía ser incluso que el cuento con el vendedor se hubiera terminado. Todo esto se le pasó por la cabeza, sin la forma precisa de un raciocinio o de una reflexión, sino en una discordia rápida. Genoveva dejó la puerta abierta, lo hizo sentarse, le pidió noticias del viaje y lo encontró más gordo; ninguna emoción, ninguna intimidad. Deolindo perdió la última esperanza. A falta de un puñal, bastaríanle las manos para estrangular a Genoveva, que era menudita, y durante los primeros minutos no pensó en otra cosa.
       —Lo sé todo — dijo.
       —¿Quién te lo contó?
       Deolindo se encogió de hombros.
       —Fuera quien fuera —prosiguió ella—, ¿te dijeron que hay un muchacho que me gusta mucho?
       —Eso me dijeron.
       —Te dijeron la verdad.
       Deolindo sintió un impulso violento; ella lo detuvo con la sola mirada. Luego le dijo que, si le había abierto la puerta, era porque lo consideraba un hombre sensato. Después le contó todo: las nostalgias que había sufrido, los propuestas del vendedor, los rechazos de ella, hasta que un día, sin saber cómo, amaneció sintiendo que lo amaba.
       —Puedes creerme que pensé mucho, mucho en ti. Que te cuente doña Ignacia todo lo que lloré... pero mi corazón cambió... cambió... te cuento todo esto como si estuviera delante del confesor — concluyó sonriendo.
       No sonreía con burla. Pero el tono de sus palabras era una mezcla de inocencia y cinismo, de insolencia y sencillez que desisto de definir mejor. Creo incluso que insolencia y cinismo no son términos apropiados. Genoveva no se defendía de haber cometido un error o un perjurio; no se defendía de nada; carecía del sentido moral de sus actos. Lo que decía, en resumen, es que hubiera sido mejor no haber cambiado. Fue feliz con el amor de Deolindo, la prueba está en que hasta quiso huir con él; pero desde el momento en que el vendedor venció al marino, la razón estaba de parte del ventero y así había que decirlo. ¿Qué os parece? El pobre marinero citaba el juramento de despedida, como una obligación eterna ante la cual había consentido en no huir, y embarcarse: “Juro por el Dios que está en el cielo; y que si miento, la luz me falte en la hora de la muerte”. Si se embarcó fue por confiar en lo que ella le había jurado. Fueron esas palabras las que lo sostuvieron mientras anduvo, viajó, esperó y regresó; fueron ellas las que le dieron fuerza para vivir. Juro por Dios que está en el cielo; y si miento, la luz me falte en la hora de la muerte...
       —Pues sí, Deolindo, era verdad. Cuando juré era verdad. Tan verdad que yo quería huir contigo para el sertón [una vasta región semiárida del Nordeste brasileño que incluye partes de los estados de Sergipe, Alagoas, Bahia, Pernambuco, Paraíba, Rio Grande do Norte, Ceará y Piauí]. ¡Solo Dios sabe que era verdad! Pero vinieron otras cosas... Apareció este muchacho y a mí me empezó a gustar...
       —Pero si uno jura es para eso mismo; para que ya no le guste nadie más...
       —Deja eso, Deolindo. ¿Ahora vas a decirme que solo pensaste en mí? Déjate de cosas...
       — ¿A qué hora vuelve José Diogo?
       —No vuelve hoy.
       —¿No?
       —No vuelve; anda por los lados de Guaratiba con la mercancía; debe regresar el viernes o el sábado... ¿Y por qué lo quieres saber? ¿Qué mal te ha hecho él?
       Quizá cualquier otra mujer hubiese dicho las mismas frases; pocas les darían una expresión tan cándida, no por una intención deliberada, sino sin proponérselo. Mirad qué cerca estamos aquí de la naturaleza. ¿Qué mal le había hecho él? ¿Qué mal le había hecho esta piedra que cae de lo alto? Cualquier maestro de física le explicaría la caída de las piedras. Deolindo declaró, con un gesto de desespero, que quería matarlo. Genoveva lo miró con desprecio, esbozó una sonrisa e hizo un ademán de desdén; y, recordando sus reproches de ingratitud y perjurio, no pudo disimular su asombro. ¿Qué perjurio? ¿Qué ingratitud? Ya le había dicho y le repetía que cuando juró era verdad. Nuestra Señora, que allí estaba encima de la cómoda, sabía si era verdad o no. ¿Era así como le pagaba todo lo que sufrió?; y él, a quien se le llenaba la boca de fidelidad, ¿se había acordado de ella mientras viajaba por el mundo?
       La respuesta de él fue llevarse la mano al bolsillo y sacar el paquete que le traía. Ella lo abrió, retiró las chucherías, una por una, hasta que se topó al fin con los aretes. No eran ni podían ser lujosos; eran incluso de mal gusto, pero tenían en todo caso una apariencia rutilante. Genoveva los tomó, contenta, deslumbrada; los miró por todos lados, de lejos y de cerca, y finalmente se los colocó en las orejas; después fue hasta el espejo redondo, colgado en la pared, entre la ventana y la puerta, para ver cómo le quedaban. Retrocedió, se acercó, volteó la cabeza de derecha a izquierda y de izquierda a derecha.
       —Sí, señor, muy lindos —dijo, haciendo una gran reverencia de agradecimiento—. ¿Dónde los compraste?
       Creo que él no respondió nada, ni hubiera tenido tiempo para hacerlo, porque ella le siguió haciendo preguntas, una tras otra; tan confusa se sentía por recibir un cariño a cambio de un olvido. Confusión de cinco o cuatro minutos; tal vez de dos. No tardó en quitarse los aretes, contemplarlos y ponerlos en su cajita encima de la mesa redonda que estaba en medio de la sala. Él, por su parte, empezó a creer que, así como la perdió estando ausente, así también el otro, ausente, podía perderla; y, probablemente, ella a él no le había jurado nada.
       —Charlando, charlando, se hizo de noche —dijo Genoveva.
       En efecto, la noche iba cayendo rápidamente. Ya no alcanzaban a ver el hospital de los lázaros y a duras penas distinguían la Isla de los Melones; hasta las lanchas y canoas, varadas en tierra frente a la casa, se confundían con la arena y el lodo de la playa. Genoveva encendió una vela. Después fue a sentarse en la solera de la puerta y le pidió que le contara cosas de las tierras que había visitado. Deolindo se rehusó al principio; dijo que se marchaba, se puso de pie y dio algunos pasos por la sala. Pero el demonio de la esperanza mordía y babeaba en el corazón del pobre diablo, y volvió a sentarse para contarle dos o tres anécdotas de a bordo. Genoveva escuchaba con atención. Interrumpidos por una vecina que llegó, Genoveva la invitó a sentarse también para oír “las historias bonitas que el señor Deolindo estaba contando”. No hubo más presentación. La gran dama que prolonga su vigilia, para concluir la lectura de un libro o de un capítulo, no vive tan íntimamente la vida de los personajes como vivía la examante del marino las escenas que él le iba contando; tan libremente interesada y atenta como si entre ambos no hubiese cosa distinta a una narración de episodios. ¿Qué le importa a la gran dama el autor del libro? ¿Qué le importa a la muchacha el contador de episodios?
       La esperanza, sin embargo, empezaba a abandonarlo, y él se levantó para irse de una vez. Genoveva no quiso dejarlo ir antes de que la amiga viera los aretes y fue a buscarlos con grandes elogios. La otra quedó encantada, los alabó mucho, preguntó si los había comprado en Francia y le pidió a Genoveva que se los pusiera.
       —Realmente son muy lindos.
       Quiero creer que el mismo marinero estuvo de acuerdo con esa opinión. Le gustó verlos, pensó que parecían hechos para ella, y, durante algunos segundos, saboreó el placer exclusivo y fino de haber hecho un buen regalo; pero fueron solo algunos segundos.
       Como se despidió, Genoveva lo acompañó hasta la puerta para agradecerle una vez más la amabilidad y, probablemente, para decirle algunas cosas tiernas e inútiles. Su amiga, que se había quedado en la sala, apenas alcanzó a oírle esta frase: “Déjate de esas cosas, Deolindo”; y esta otra del marino: “Ya vas a ver”. No pudo oír el resto, que no pasó de un susurro.
       Deolindo tomó camino por la playa, cabizbajo y lento, ya no el joven impetuoso de por la tarde, sino con un aire viejo y triste, o, para usar otra metáfora de marineros, como un hombre “que ya va de regreso a tierra”. Genoveva volvió a entrar a la casa, alegre y bulliciosa. Contó a la otra la historia de sus amores marítimos, alabó mucho el temperamento de Deolindo y sus lindos modales; la amiga afirmó que le había parecido muy simpático.
       —Muy buen muchacho —insistió Genoveva—. ¿Sabes lo que me dijo hace un momento?
       —¿Qué?
       —Que se va a matar.
       —¡Jesús!
       —¡Qué va! No se mata, no. Deolindo es siempre así; dice las cosas pero no las hace. Vas a ver que no se mata. Pobre, son los celos. Pero los aretes son muy bonitos.
       —Nunca vi por aquí ningunos parecidos.
       —Ni yo —aceptó Genoveva, examinándolos a la luz. Después los guardó y convidó a la otra a coser— Vamos a coser un rato, quiero terminar mi corpiño azul...
       La verdad es que el marinero no se mató. Al día siguiente algunos compañeros le palmearon el hombro, felicitándole por la noche de almirante, y le preguntaron por Genoveva: si estaba más bonita, si había llorado mucho su ausencia, etcétera. Él respondía a todo con una sonrisa satisfecha y discreta, la sonrisa de alguien que vivió una gran noche. Parece que tuvo vergüenza de la realidad y prefirió mentir.




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