Machado de Assis
(Rio de Janeiro, 1839-1908)


Unos brazos (1885)
(“Uns braços”)
Originalmente publicado en Gazeta de Notícias (Rio de Janeiro, 5 de noviembre de 1885)
Várias histórias
(Río de Janeiro: Laemmert C. Editores, 1896, 310 págs.);
(Río de Janeiro: H. Garnier, 1896, 282 págs.)



      Ignacio se estremeció, oyendo los gritos del gestor, recibió el plato que éste Ie ofrecía e intentó comer, bajo una avalancha de improperios, sinvergüenza, cabeza hueca, estúpido, tonto.
       —¿Se puede saber dónde estás que nunca escuchas lo que te digo? Se lo contaré todo a tu padre, para que te sacuda la pereza del cuerpo con una buena tunda de latigazos ¿o presumes que ya no estás en edad de recibir una paliza? No lo creas. ¡Estúpido! ¡Tonto!
       —Y te aseguro que en la calle es igual que aquí, —prosiguió volviéndose hacia doña Severina, que vivía con él, hacía años—. Mezcla todos los papeles, se equivoca las direcciones, va a lo de un escribano en vez de ir a lo de otro, confunde a los abogados: ¡es algo infernal! Y después ese sueño pesado y continuo. De mañana es algo increíble; el primero que se despierta tiene que romperle los huesos para sacarlo de la cama. . . Ah, pero ya verás ¡mañana lo voy a despertar a escobillonazos!
       Doña Severina le tocó el pie, como pidiéndole que terminara. Borges espectoró aún algunos insultos, y luego se sintió en paz con Dios y con los hombres.
       No digo que quedó en paz con los niños, porque nuestro Ignacio no era exactamente un niño. Ya tenía quince años bien cumplidos. Cabeza inculta, pero hermosa, ojos de muchacho soñador; que adivina, que indaga, que quiere saberlo todo y termina no sabiendo nada. Todo eso colocado sobre un cuerpo no destituido de encanto, si bien mal vestido. El padre era peluquero en la Ciudad Nueva, y lo ubicó como agente, escribiente o lo que fuese del gestor Borges, con la esperanza de verlo algún día en el foro, porque le parecía que los gestores judiciales ganaban mucho. Todo esto tenía lugar en la Rua da Lapa, en 1870. Durante algunos minutos no se oyó más que el tintineo de los cubiertos y el ruido de la masticación. Borges se abarrotaba de lechuga y carne de vaca; se interrumpía para intercalar en la oración alguna coma mediante un trago de vino y luego proseguía callado.
       Ignacio iba comiendo despacito, sin atreverse a alzar los ojos del plato, ni siquiera para dirigirlos allí donde estaban cuando el terrible Borges comenzó a insultarlo. La verdad es que intentarlo ahora sería muy arriesgado. Él nunca había clavado los ojos en los brazos de doña Severina sin que al hacerlo se olvidara de si mismo y de todo lo demás.
       Pero lo cierto es que la culpa de que ello ocurriese la tenía doña Severina, que siempre los llevaba desnudos. Usaba mangas cortas en todos los vestidos de entrecasa, medio palmo abajo del hombro; a partir de allí los brazos quedaban a la vista. La verdad es que eran bellos y carnosos, en armonía con la dueña, que era más robusta que delgada, y no perdían el color ni la tersura por vivir en contacto con el aire; pero cabe aclarar que ella no los traía así por seductora, sino porque ya había gastado todos los de mangas largas. De pie, era muy atractiva; al caminar, sabía contonearse con gracia; él, sin embargo, prácticamente no la veía más que en la mesa, donde además de los brazos, apenas podía mirarle el busto. No se puede decir que era bonita; pero tampoco que era fea. Ningún adorno; hasta el peinado constaba de muy poco; alisó sus cabellos, los recogió, los ató y los fijó en lo alto de la cabeza con el peine de carey que la madre le dejó. En el cuello un pañuelo oscuro; nada en las orejas. Todo ello a los veintisiete años floridos y sólidos.
       Terminaron de cenar. Cuando llegó el café, Borges sacó cuatro cigarrillos del bolsillo, los comparó, los apretó entre los dedos, eligió uno y guardó los restantes. Prendiendo el cigarro, clavó los codos en la mesa y le habló a doña Severina de treinta mil cosas que nada interesaban a nuestro Ignacio; y como mientras hablaba no lo insultaba, él podía divagar a su gusto.
       Ignacio sorbió el café con toda la lentitud que pudo. Entre uno y otro trago, alisaba el mantel, arrancaba de sus dedos pedacitos de piel imaginarios, o dejaba correr los ojos por los cuadros del comedor, que eran dos, un San Pedro y un San Juan, comprados de ocasión y enmarcados en casa. Con el San Juan podría disimular y demorarse, ya que su cabeza joven alegra las imaginaciones católicas; pero con el austero San Pedro ya era demasiado. La única excusa de Ignacio era que él no veía ni a uno ni a otro; sus ojos se posaban allí como en nada. Sólo veía los brazos de doña Severina —ya sea porque solapadamente los mirase, o porque los llevaba grabados en la memoria.
       —¿Y? ¿Cuándo vas a terminar ese café? —vociferó de repente el gestor. No tenía remedio; Ignacio bebió la última gota, ya iría, y se retiró como de costumbre a su habitación, en los fondos de la casa. Al entrar hizo un gesto de enojo y desesperación y fue después a apoyarse en el marco de una de las dos ventanas que daban al mar. Cinco minutos después, la visión de las aguas cercanas y de las montañas a lo lejos, le restituía el sentimiento confuso, vago, inquieto, que lo lastimaba y le hacía bien, algo así como lo que debe sentir la planta cuando brota la primera flor. Tenía ganas de irse y de quedarse. Hacía cinco semanas que allí vivía, y la vida era siempre igual, salir de mañana con Borges, recorrer audiencias y escribanías, correr de aquí para allá llevando papeles a sellar, al distribuidor, a los escribanos, a los oficiales de justicia. Volvía por la tarde, comía algo y se encerraba en su cuarto, hasta la hora de la cena; cenaba y se iba a dormir. Borges no le hacía un lugar en la familia, que estaba formada nada más que por él y doña Severina, ni Ignacio veía a ella más de tres veces por día, durante las comidas. Cinco semanas de silencio, en suma, porque él sólo hablaba muy de vez en cuando en la calle; en casa, nunca.
       “Ya van a ver —pensó él un día—, me escaparé de aquí y no volveré más”.
       Pero no fue así; se sintió aferrado y encadenado por los brazos de doña Severina. No había visto nunca otros tan lindos y tan frescos. La educación que había recibido no le permitió encararlos desde un principio abiertamente; parece, incluso, que en un comienzo, apartaba los ojos, avergonzado. Los empezó a observar poco a poco, al ver que nunca aparecían cubiertos por mangas, y así los fue descubriendo, contemplando y amando. Al cabo de tres semanas, ellos eran, moralmente hablando, su oasis reparador. Soportaba todo el trabajo del día, toda la melancolía de la soledad y del silencio, toda la grosería de su patrón a cambio de ver, tres veces por día, el famoso par de brazos.
       Aquel día, mientras la noche iba cayendo e Ignacio se estiraba en la red (él allí no tenía cama), doña Severina, en la habitación de enfrente, recapitulaba el episodio de la cena y, por primera vez, sospechó algo. Rechazó la idea en seguida: ¡Pero si no era más que un niño! Hay ideas, sin embargo, que pertenecen a la familia de las moscas empecinadas: por más que uno las espante, ellas vuelven y se posan. ¿Niño? Ignacio tenía quince años; y ella advirtió que entre la nariz y la boca del muchacho asomaba ya la insinuación de un bozo. ¿Por qué sorprenderse si empezaba a amar? Y ella, por lo demás ¿acaso no era bonita? Esta otra idea tampoco fue rechazada, sino más bien acariciada y alentada. Y recordó entonces las actitudes de él, los olvidos, las distracciones, y otro incidente y otro, todo, en conjunto, eran síntomas, y concluyó que sí.
       —¿Qué te ocurre? —le preguntó el gestor, estirado en el canapé, tras algunos minutos de silencio.
       —Nada.
       —¿Nada? ¡Parece que aquí en casa todos están dormidos! Ya verán, yo tengo un buen remedio para despabilar a los dormilones...
       Y empezó otra vez a mascullar algo en el mismo tono enojoso, para terminar tronando amenazas, que realmente era incapaz de cumplir, ya que más que malvado era grosero. Doña Severina Io interrumpía diciéndole que no, que no dormitaba, que estaba pensando en su comadre Fortunata. No la visitaban desde la Navidad: ¿qué Ie parece si pasaban por su casa una de aquellas noches? Borges retrucaba que estaba cansado, que trabajaba como un negro, que no tenía ánimo para andar cumpliendo con formalidades; y despotricó contra la comadre, contra el compadre, contra el ahijado, que no iba al colegio y ya tenía diez años. Él, Borges, a los diez años ya sabía leer, escribir y contar, no muy bien, es cierto, pero sabía. ¡Diez años! Lindo fin iba a tener: vago y la bolsa de linyera en las espaldas. Ya iba a aprender qué era la vida en el servicio militar.
       Doña Severina intentaba serenarlo con excusas: la pobreza de la comadre, la mala suerte del compadre, y lo acariciaba, temiendo que sus caricias pudiesen irritarlo aún más. Ya era noche cerrada; ella oyó el tlic del farol a gas de la calle, al que acababan de encender y vio su resplandor en las ventanas de la casa de enfrente. Borges, cansado del día, pues era realmente un trabajador de primer orden, entrecerró los ojos y comenzó a cabecear. Se dio cuenta que se dormía y se fue, dejando sola a su mujer, en la habitación a oscuras, sumida en sus pensamientos y en el descubrimiento que acababa de hacer.
       Todo parecía indicar a la dama que era verdad; pero esa verdad, una vez superada la impresión del asombro, le trajo una complicación moral, que ella sólo llegó a conocer por sus afectos, sin poder encontrar la manera de discernir de qué se trataba. No podía entenderse ni equilibrarse, llegó a pensar en decírselo todo al gestor, y que él se ocupase de echar al mocoso. ¿Pero qué era todo? Allí se detuvo: realmente, no había más que suposiciones, coincidencias y posiblemente ilusión. No, ilusión no era. Y en seguida recogía los indicios vagos, las actitudes del muchachito, la timidez, las distracciones, para rechazar la idea de que estaba equivocada. De inmediato (¡capciosa naturaleza!) pensando que no sería bueno acusarlo sin fundamento, admitió que pudiese eludirse con el único fin de observarlo mejor y averiguar bien la realidad de las cosas.
       Ya era tarde, doña Severina observaba con disimulo los gestos de Ignacio; no llegó a percibir nada, porque el tiempo del té fue corto y el muchachito no sacó los ojos de la taza. Al día siguiente pudo observar mejor, y en los otros, plenamente. Verificó que sí, que era amada y temida, amor adolescente y virgen, refrenado por las normas sociales y por un sentimiento de inferioridad que le impedía reconocerse a sí mismo. Doña Severina comprendió que no debía temer ningún desacato, y concluyó que lo mejor era no decir nada al gestor; le ahorraba así un disgusto, y otro al pobre niño. Ya estaba persuadida que se trataba de un niño, y resolvió tratarlo tan secamente como lo había hecho hasta ese momento, o todavía más. Y así lo hizo; Ignacio comenzó a darse cuenta que ella evitaba mirarlo, o le hablaba con rispidez, casi tanto como el propio Borges. Es verdad que, en otras oportunidades, el tono de voz era blando y hasta tierno, muy tierno; así como la mirada generalmente esquiva, tanto vagaba por otras partes, que, para descansar, iba a posarse en la cabeza de él; pero todo esto era cosa de segundos.
       —Me voy a ir —repetía él en la calle como en los primeros días. Volvía a la casa y no se iba. Los brazos de doña Severina le abrían un paréntesis en la larga y fastidiosa etapa de la vida que estaba viviendo, y esa oración intercalada despertaba en él ideas originales y profundas, inventadas por el cielo únicamente para él. Se dejaba estar y así pasaban sus días. Finalmente, debió abandonar la casa, y lo hizo para siempre; he aquí cómo ocurrió y por qué.
       Hacía algunos días que doña Severina lo venía tratando con benignidad. La rudeza de la voz parecía haber desaparecido, y había en ella más que blandura, había desvelo y cariño. Un día le recomendaba que se cuidase del aire fresco, otro que no bebiese agua fría después del café caliente, le daba consejos, le recordaba obligaciones, cuidados de amiga y madre, que colmaron su alma de inquietud y confusión. Ignacio llegó a tal extremo de familiaridad que un día, en la mesa, se rió, cosa que jamás había hecho; y el gestor no lo trató mal en esa ocasión porque era él quien estaba contando algo divertido, y nadie castiga a otro por el aplauso que recibe. Fue entonces cuando doña Severina advirtió que la boca del muchachito, atractiva cuando él estaba callado, no lo era menos cuando reía.
       El desasosiego de Ignacio iba creciendo, sin que él fuera capaz de calmarse ni comprenderse. No se encontraba bien en ninguna parte. Se despertaba de noche pensando en doña Severina. En la calle, confundía las esquinas, se equivocaba de puerta, mucho más que antes, y no veía mujer, de cerca o de lejos, que no se la recordase. Al entrar en el corredor de la casa, volviendo del trabajo, sentía siempre alguna agitación, a veces grande, cuando la veía en lo alto de la escalera mirando a través de los barrotes de la baranda de madera, como habiendo acudido a ver quién llegaba.
       Un domingo —él nunca olvidaría ese domingo— estaba solo en la habitación, mirando por la ventana en dirección al mar, que le hablaba en el mismo lenguaje oscuro y nuevo que doña Severina. Se divertía mirando las gaviotas, que hacían grandes piruetas en el aire, o planeaban sobre el agua, o solamente revoloteaban. El día estaba lindísimo. No era apenas un domingo cristiano; era un inmenso domingo universal.
       Ignacio los pasaba siempre allí en la habitación, de a ratos asomado a la ventana, de a ratos releyendo algunos de los tres folletines que había traído consigo, cuentos de otros tiempos, comprados con un cobre en el Largo do Paço. Eran las dos de la tarde. Estaba cansado, había dormido mal esa noche, después de haber trajinado mucho en la víspera; se acomodó en la red, tomó uno de los folletines, el de La Princesa Magalona, y empezó a leer. Nunca había podido entender por qué todas las heroínas de esas viejas historias tenían la misma cara y talle que doña Severina, pero lo cierto es que así era. Al cabo de media hora dejó caer el folletín y fijó la mirada en la pared, de donde, cinco minutos después, vio salir a la dama de sus desvelos. Lo natural era que se sorprendiera; pero no se sorprendió. Si bien con los párpados cerrados, la vio brotar de allí completamente, detenerse, sonreír y encaminarse hacia la red.
       Era ella en persona; eran sus propios brazos.
       Lo cierto, empero, es que doña Severina no podía haber aparecido a través de la pared, no sólo porque allí no hubiese puerta o abertura de ningún tipo, sino porque estaba justamente en la habitación de enfrente atenta a los pasos del gestor, que bajaba las escaleras. Lo oyó descender; fue hasta la ventana para cerciorarse de que había salido y sólo se apartó de allí cuando él se perdió a lo lejos, en camino hacia la Rua das Mangueiras. Entonces fue a sentarse en el canapé. Parecía fuera de sí, inquieta, como loca; se incorporó y fue a tomar la jarra que estaba sobre el aparador para luego dejarla, inexplicablemente, en el mismo lugar; después se encaminó hacia la puerta, se detuvo y volvió, al parecer sin rumbo. Se sentó otra vez, cinco o diez minutos. De pronto recordó que Ignacio había comido poco en el almuerzo y que se lo veía decaído, y le pareció que podía estar enfermo; podía llegar a ser, incluso, que estuviese muy mal.
       Salió de la habitación, cruzó apresuradamente el pasillo y fue hasta el cuarto del muchachito, cuya puerta encontró entreabierta. Doña Severina se detuvo, miró hacia adentro, lo encontró en la red, durmiendo, con el brazo suspendido en el aire y el folletín caído en el piso. La cabeza se inclinaba levemente hacia el lado de la puerta, dejando ver los ojos cerrados, los cabellos revueltos y una expresión risueña de gran placidez.
       Doña Severina sintió que su corazón palpitaba con vehemencia y retrocedió. Aquella noche había soñado con él; bien podía ser que él estuviese soñando con ella. Desde la madrugada la figura del muchachito estaba delante de sus ojos como una tentación diabólica. Retrocedió más aún, después volvió, lo contempló dos, tres, cinco minutos o más. Era como si el sueño infundiera a la adolescencia de Ignacio una expresión más acentuada, casi femenina, casi pueril: “¡Pero si es una criatura!” se dijo a si misma, en aquel idioma sin palabras que todos traemos en nosotros. Y esta idea sofocó la agitación de su sangre y le disipó en parte la turbación de los sentidos.
       “¡Una criatura!”
       Y lo observó lentamente, se hartó de verlo, con la cabeza inclinada, el brazo caído; pero, al mismo tiempo que la impresionaba como un niño, lo encontraba apuesto, mucho más apuesto que despierto, y cada una de esas ideas modificaba o neutralizaba a la otra. De pronto se estremeció y se apartó atemorizada: había oído un ruido al lado, en la piececita de planchar; fue a ver: se trataba de un gato que había hecho caer una taza al suelo. Volvió despacito a espiarlo y vio que dormía profundamente. ¡Tenía sueño pesado el niño! El ruido que la había conmocionado tanto, a él ni siquiera lo hizo cambiar de posición. Y ella prosiguió viéndolo dormir —dormir y tal vez soñar.
       ¡Qué pena no poder vernos los sueños unos a los otros! Doña Severina se hubiera visto a sí misma en la imaginación del muchacho; se hubiera visto ante la red, risueña y de pie para después inclinarse, tomarle las manos, llevarlas hasta su pecho, y allí, sobre ellos, cruzar sus brazos, los famosos brazos. Ignacio, enamorado de ellos, aun así ola las palabras de doña Severina, que eran hermosas, cálidas, sobre todos nuevas —o, por lo menos, pertenecían a algún idioma que él no conocía, aunque podía entenderlo. Dos, tres o cuatro veces, la figura se desdibujó, para reaparecer en seguida, venida del mar o de otra parte, entre gaviotas o atravesando el pasillo, con toda la gracia robusta de que era capaz. Y volviendo, se inclinaba sobre él, lo tomaba nuevamente de las manos y cruzaba sobre el pecho los brazos, hasta que, inclinándose aún más, cerró sus labios y le dejó un beso en la boca.
       Aquí el sueño coincidió con la realidad, y las mismas bocas se unieron en la imaginación y fuera de ella. La diferencia consistió en que mientras la visión no se apartó, la persona real, apenas consumado el acto, huyó hacia la puerta, avergonzada y temerosa. De allí pasó a la habitación de enfrente, aturdida por lo que había hecho, sin fijar la vista en nada. Aguzaba el oído, iba hasta el final del pasillo, tratando de escuchar algún rumor que le indicase que él se había despertado, y sólo al cabo de un largo rato el miedo terminó por desaparecer. Lo cierto es que el muchacho tenía el sueño pesado: nada le abría los ojos, ni los ruidos cercanos, ni los besos de verdad. Pero si el miedo fue pasando, no ocurrió lo mismo con la vergüenza, que perduró y creció. Doña Severina no terminaba de creer en lo que había hecho; parece que sus deseos se enmarañaron en la idea de que era un niño enamorado que allí estaba sin conciencia ni responsabilidad; y, medio madre, medio amiga, se había inclinado y lo había besado. Fuese como fuese, estaba confundida, irritada, disgustada, mal consigo mismo y mal con él. La sospecha de que él pudiera estar fingiendo que dormía se adueñó de su alma y le recorrió un escalofrío.
       Pero lo cierto es que durmió mucho tiempo más aún, y sólo se despertó para cenar. Se sentó a la mesa risueño. Y si bien encontró a doña Severina callada y severa y al gestor tan rudo como todos los días, ni la rudeza de uno ni la severidad de la otra lograban disiparle la visión encantadora que todavía perduraba en él, o atenuarle la sensación del beso. No advirtió que doña Severina llevaba un chal que le cubría los brazos; lo advirtió después, el lunes, y el martes también, y hasta el sábado que fue el día en que Borges le mandó a decir al padre que no podía seguir teniéndolo con él; y no lo hizo enojado, porque lo trató relativamente bien y todavía le dijo a la salida:
       —Si puedo llegar a serle útil en algo, hágamelo saber.
       —Le agradezco, señor. La señora Severina...
       —Está en su habitación; le duele mucho la cabeza. Pase mañana o pasado a despedirse de ella.
       Ignacio salió sin entender nada. No entendía la despedida ni el cambio radical de doña Severina en relación a él, ni lo del chal, ni nada. ¡Había estado tan bien! ¡Le hablaba con tanta amistad! Cómo podía ser que de repente ... Tanto pensó que terminó suponiendo de su parte alguna mirada indiscreta, alguna distracción que la había ofendido; no podía ser otra cosa; eso explicaba la cara hosca y el chal que le cubría los brazos tan hermosos... No importa; se llevaba consigo el sabor del sueño. Y a través de los años, en otros amores, más efectivos y duraderos, no encontró nunca ninguna sensación que fuera igual a la de aquel domingo, en la Rua da Lapa, cuando él tenía quince años. Él mismo exclama a veces, sin saber que se engaña:
       —¡Y fue un sueño! ¡Nada más que un simple sueño!




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