Machado de Assis
(Rio de Janeiro, 1839-1908)
El caso de la vara (1891)
(“O caso da vara”)
[Otro título en español: “El episodio de la vara”]
Originalmente publicado en Gazeta de Notícias [Río de Janeiro] (1 de febrero de 1891);
Páginas Recolhidas
(Río de Janeiro: Garnier, 1899, 262 págs.)
Damián huyó del seminario a las once
de la mañana de un viernes de agosto. No sé bien el año;
fue antes de 1850. Pasados algunos minutos se detuvo
avergonzado; no había tomado en cuenta el efecto que
producía a los ojos de la gente ese seminarista que iba
espantado, temeroso, fugitivo. Desconocía las calles, iba de
aquí para allá; finalmente se detuvo. ¿A dónde iría? A
casa, no; allá estaba su padre que lo devolvería al
seminario, después de un buen castigo. No había resuelto el
tema del refugio, porque la salida estaba determinada para
más tarde; una circunstancia fortuita la apuró. ¿A dónde
iría? Se acordó del padrino, Juan Carneiro, pero el padrino
era un flojo sin voluntad, que por sí solo no haría nada
útil. Fue él quien lo llevó al seminario y lo presentó al
rector:
—Le traigo al gran hombre que ha de
ser, —le dijo al rector.
—Venga, —intervino éste—, venga el
gran hombre, contando con que también sea humilde y bueno.
La verdadera grandeza es llana. Mozo...
Tal fue la entrada. Poco tiempo
después huyó el muchacho del seminario. Aquí lo vemos
ahora en la calle, espantado, incierto, sin atinar con el
refugio y ni el consejo; recorrió con la memoria las casas
de parientes y amigos, sin quedarse con ninguna. De repente,
exclamó:
—¡Voy a buscar protección en casa de
la señora Rita! Ella manda a llamar a mi padrino, le dice
que quiere que yo salga del seminario... Tal vez así...
La señora Rita era una viuda, querida
de Juan Carneiro; Damián tenía una vaga idea de esa
situación,y trató de aprovecharla. ¿Dónde vivía? Estaba
tan aturdido, que sólo luego de algunos minutos le vino a la
memoria la ubicación de la casa; estaba en el Largo do
Capim [ Plaza del Césped].
—¡Santo nombre de Jesús! ¿Qué es
esto?, —gritó la señora Rita, sentándose en el canapé,
donde estaba reclinada.
Damián acababa de entrar
asustadísimo; apenas llegaba a la casa vio pasar a un padre,
y dio un empujón a la puerta, que por fortuna no estaba
cerrada con llave ni con cerrojo. Después de entrar espió
por la celosía, para ver al sacerdote. Éste no reparó en
él y seguía andando.
—¿Pero qué esto, señor Damián?
—gritó nuevamente la señora de la casa, que sólo ahora lo
había reconocido—. ¿Qué viene a hacer aquí?
Damián, trémulo, pudiendo apenas
hablar, le dijo que no tuviera miedo, que no era nada; le iba
a explicar todo.
—Descanse y explíquese.
—Ya le cuento; no cometí ningún
crimen, se lo juro; pero espere.
La señora Rita lo miraba espantada, y
todas las criadas [“crías”, en el original: persona pobre criada en casa de otra], de
la casa y de afuera, que estaban sentadas en la sala, delante
de sus almohadones de encaje, todas hicieron detener sus
bolillos y sus manos. La señora Rita vivía principalmente
de enseñar a hacer encajes, cribado y bordado. Mientras el
muchacho tomaba aliento, ordenó a las pequeñas que
trabajasen, y esperó. Finalmente, Damián contó todo, el
disgusto que le daba el seminario; tenía la certeza de que
nunca podría ser un buen padre; habló con pasión, le
pidió que lo salvase.
—¿Así, no más? No puedo en
absoluto.
—Si quiere, puede.
—No, —replicó ella sacudiendo la
cabeza—; no me meto en los asuntos de su familia, que apenas
conozco; ¡y menos con su padre, que dicen que tiene mal
carácter!
Damián se vio perdido. Se arrodilló
a sus pies, le besó las manos, desesperado.
—Usted puede hacer mucho, señora
Rita; se lo pido por amor de Dios, por lo que usted tenga por
más sagrado, por el alma de su marido, sálveme de la
muerte, porque yo me mato si vuelvo a aquella casa.
La señora Rita, lisonjeada con las
súplicas del muchacho, intentó despertarle otros
sentimientos. La vida de padre era santa y hermosa, le dijo
ella; el tiempo le mostraría que era mejor vencer las
repugnancias y un día... «¡No, nada, nunca!» replicaba
Damián, moviendo la cabeza y besándole las manos; y
repetía que era su muerte.
La señora Rita dudó aún un buen
rato; finalmente, le preguntó por qué no iba a ver a su
padrino.
—¿Mi padrino? Ése es todavía peor
que papá; no me presta atención, dudo que le preste
atención a alguien...
—¿No presta atención? —lo
interrumpió la señora Rita herida en su amor propio—. Ahora
yo le demuestro si presta atención o no...
Llamó a un negrito [“moleque”, en el original: término aplicado en Brasil a los niños negros] y le ordenó que fuese hasta la casa del
señor Juan Carneiro a llamarlo, al instante; y si no
estuviese en casa, que preguntara dónde podía
encontrárselo, y corriese a decirle que tenía mucha
necesidad de hablarle inmediatamente.
—Ve, negrito.
Damián suspiró profunda y
tristemente. Ella, para disimular la autoridad con había
dado esas órdenes, le explicó al joven que el señor Juan
Carneiro había sido amigo del marido y que le había
conseguido algunas criadas para enseñar. Después, como él
continuara triste, recostado en un portal, le tiró de la
nariz, riendo:
—Vamos, padrecito, descanse que todo
se va a arreglar...
La señora Rita tenía cuarenta años
en la partida de nacimiento, y veintisiete en los ojos. Era
bien parecida, vivaz, divertida, amiga de la risa; pero,
cuando era necesario, brava como el diablo. Quiso alegrar al
muchacho, y, a pesar de la situación, no le costó mucho. Un
momento después, ambos reían, ella contaba anécdotas, y le
pedía otras, que él contaba con singular gracia. Una de
éstas, extravagante, que lo obligó a gestos y muecas, hizo
reír a una de las criadas de la señora Rita, que había
olvidado el trabajo, para mirar y escuchar al joven. La
señora Rita tomó una vara que estaba al pie del canapé y
la amenazó:
—¡Lucrecia, mira la vara!
La pequeña bajó la cabeza,
defendiéndose del golpe, pero el golpe no llegó. Era una
advertencia; si a la nochecita la tarea no estaba lista,
Lucrecia recibiría el castigo de costumbre. Damián miró a
la pequeña; era una negrita, flacucha, un estropajo sin
valor, con una cicatriz en la frente y una quemadura en la
mano izquierda. Tenía once años. Damián reparó en que
tosía, pero para adentro, sordamente, para no interrumpir la
conversación. Tuvo pena de la negrita, y resolvió
apadrinarla, si no terminaba la tarea. La señora Rita no le
negaría el perdón... Además, ella se había reído por
encontrarlo gracioso; la culpa era suya, si es que hay culpa
en decir un chiste.
En eso, llegó Juan Carneiro.
Empalideció cuando vio allí al ahijado, y miró a la
señora Rita, que no gastó tiempo en preámbulos. Le dijo
que era preciso sacar al joven del seminario, que él no
tenía vocación para la vida eclesiástica, y antes un padre
menos que un padre malo. Afuera también se podía amar y
servir a Nuestro Señor. Juan Carneiro, aturdido, no
encontró qué responder durante los primeros minutos;
finalmente, abrió la boca y reprendió al ahijado por haber
venido a incomodar a «personas extrañas», y enseguida
afirmó que lo castigaría.
—¡Qué castigar ni qué nada!
—interrumpió la señora Rita—. ¿Castigarlo por qué? Vaya,
vaya a hablar con su compadre.
—No garantizo nada, no creo que sea
posible...
—Es posible, lo garantizo yo. Si Ud.
quiere, —continuó ella con cierto tono insinuante—, todo se
ha de arreglar. Pídale con insistencia, que él cede. Vaya,
señor Juan Carneiro, su ahijado no vuelve al seminario; le
digo que no vuelve...
—Pero, señora mía...
—Vaya, vaya.
Juan Carneiro no se animaba a salir,
ni podía quedarse. Estaba entre un tironeo de fuerzas
opuestas. No le importaba, en suma, que el joven acabase
clérigo, abogado o médico, o en cualquier otra cosa, que
fuese un vago; pero lo peor era que le provocaban una lucha
ingente contra los sentimientos más íntimos del compadre,
sin certeza del resultado; y, si éste fuera negativo, otra
lucha con la señora Rita, cuya última palabra era
amenazadora: «le digo que él no vuelve». Tenía,
forzosamente, que suceder un escándalo. Juan Carneiro estaba
con los ojos desorbitados, los párpados trémulos, el pecho
agitado. Las miradas que le echaba a la señora Rita eran de
súplica, mezcladas con un tenue rayo de censura. ¿Por qué
no le pedía otra cosa? ¿Por qué no le ordenaba que fuese a
pie, debajo de la lluvia, a Tijuca, o Jacarepaguá [ambas, localidades de los alrededores de Rio de Janeiro]? Pero esto de persuadir al compadre de que
cambiase la carrera del hijo... Conocía al viejo; era capaz
de partirle una jarra en la cabeza. ¡Ah! ¡si el muchacho se
cayera allí, de repente, apoplético, muerto! Era una
solución —cruel, es cierto, pero definitiva.
—¿Entonces? —insistió la señora
Rita.
Él le hizo un gesto con la mano de
que esperase. Se rascaba la barba, buscando un recurso.
¡Dios del cielo! un decreto del Papa disolviendo la Iglesia,
o, por lo menos, extinguiendo los seminarios, haría terminar
todo bien. Juan Carneiro volvería a casa e iría a jugar al
tres—siete [“três-setes”, en el original: juego de naipes en el cual la carta más alta es el tres de cada palo]. Imaginad que
el barbero de Napoleón era el encargado de comandar la
batalla de Austerlitz [localidad de Moravia en la cual Napoleón venció a los rusos y austríacos el 2 de diciembre de 1805]...
Pero la Iglesia continuaba, los seminarios continuaban, el
ahijado continuaba, cosido a la pared, ojos bajos, esperando,
sin solución apoplética.
—Vaya, vaya, —le dijo la señora Rita
dándole el sombrero y el bastón.
No tuvo más remedio. El barbero
metió la navaja en el estuche, empuñó la espada y salió
al combate. Damián suspiró; exteriormente siguió del mismo
modo, ojos clavados en el suelo, agobiado. La señora Rita le
tiró del mentón.
—Vamos a comer, déjese de
melancolías.
—¿Ud. cree que él consiga algo?
—Lo va a conseguir todo, —replicó la
señora Rita, muy segura de sí misma—. Ande, que la sopa se
está enfriando.
A pesar del genio alegre de la señora
Rita, y de su propio espíritu sencillo, Damián estuvo menos
alegre durante la comida que en la primera parte del día. No
confiaba en el carácter blando del padrino. Sin embargo,
comió bien; y, al finalizar, volvió a las pillerías de la
mañana. En la sobremesa, oyó un rumor de gente en la sala,
y preguntó si lo venían a prender.
—Deben ser la muchachas.
Se levantaron y pasaron a la sala. La
muchachas eran cinco vecinas que iban todas las tardes a
tomar café con la señora Rita, y allí se quedaban hasta
caer la noche.
Las discípulas, cuando terminaron de
comer, volvieron a los almohadones de trabajo. La señora
Rita presidía todo ese mujerío de casa y de fuera. El
susurro de los bolillos y el parlotear de las muchachas eran
ecos tan mundanos, tan ajenos a la Teología y el Latín, que
el joven se dejó llevar por ellos y se olvidó del resto.
Durante los primeros minutos, aún hubo de parte de las
vecinas cierta timidez; pero pasó enseguida. Una de ellas
cantó una «modinha» [canción popular urbana], al
son de la guitarra, tocada por la señora Rita, y la tarde
fue pasando rápidamente. Antes de que terminara la reunión,
la señora Rita le pidió a Damián que contase cierta
anécdota que le había agradado mucho. Era la que había
hecho reír a Lucrecia.
—Vamos, señor Damián, no se haga
rogar, que las muchachas se quieren ir. A ustedes les va a
gustar mucho.
Damián no tuvo otro remedio que
obedecer. A pesar del anuncio y la expectativa, que
contribuían a disminuir el chiste y su efecto, la anécdota
acabó entre las risas de la muchachas. Damián, satisfecho
de sí mismo, no se olvidó de Lucrecia y miró hacia ella,
para ver si reía también. La vio con la cabeza metida en el
almohadón para acabar la tarea. No reía; o habría reído
para adentro, como tosía.
Salieron las vecinas, y la tarde cayó
del todo. El alma de Damián se fue haciendo tenebrosa, antes
de la noche. ¿Qué estaría pasando? De tanto en tanto, iba
a espiar por la celosía, y volvía cada vez más desanimado.
Ni sombra del padrino. Seguro que el padre lo hizo callar,
mandó a llamar dos negros, fue a la policía a pedir un
«pedestre» [guardia que se encargaba de capturar esclavos fugitivos] y ahí venía
a apresarlo por la fuerza y llevarlo al seminario. Damián le
preguntó a la señora Rita si la casa no tendría salida por
los fondos; corrió a la huerta, y calculó que podía saltar
el muro. Quiso también saber si habría modo de huir a la Rua
da Vala [calle del Foso], o si
era mejor hablar con algún vecino que le hiciese el favor de
recibirlo. Lo peor era la batina; si la señora Rita le
pudiese conseguir una levita o un sobretodo viejo... La
señora Rita disponía justamente de una levita, recuerdo u
olvido de Juan Carneiro.
—Tengo una levita de mi difunto, —le
dijo ella, riendo—; ¿pero por qué está con esos sustos?
Todo se va a arreglar, descanse.
Finalmente, bien entrada la noche,
apareció un esclavo del padrino, con una carta para la
señora Rita. El asunto todavía no estaba resuelto; el padre
se puso furioso y quiso romperlo todo; gritó que no, señor,
que el gandul tenía que volver al seminario, o, si no, lo
metía en el Aljube [una cárcel para sacerdotes, que quedaban a disposición del obispo local] o
en el barco de prisioneros [“presiganga”, en el original: nombre que recibía un navío que recogía prisioneros y los mantenía en alta mar]. Juan Carneiro peleó mucho para conseguir que
el compadre no resolviera enseguida, que pasase la noche, y
meditase bien si era conveniente dar a la religión un sujeto
tan rebelde y vicioso. Explicaba en la carta que habló así
para asegurar el triunfo de la causa. No la tenía por
ganada; pero al día siguiente iría a ver al hombre, e
insistiría de nuevo. Concluía diciendo que el joven fuera a
la casa de él.
Damián terminó de leer la carta y
miró a la señora Rita. «No tengo otra tabla de
salvación», pensó. La señora Rita mandó a traer un
tintero de marfil, y en la media hoja de la misma carta
escribió esta respuesta: «Juancito, o tú salvas al
muchacho, o nunca más nos veremos». Cerró la carta con
lacre, y se la dio al esclavo, para que la llevase de prisa.
Volvió a reanimar al seminarista, que estaba otra vez lleno
de humildad y consternación. Le dijo que se tranquilizase,
que, desde ese momento, todo quedaba en manos de ella.
—¡Van a ver de lo que soy capaz!
¡No, que no estoy para bromas!
Era la hora de recoger los trabajos.
La señora Rita los examinó; todas las discípulas habían
terminado la tarea. Sólo Lucrecia estaba aún sobre el
almohadón, moviendo los bolillos, ya sin ver; la señora
Rita se acercó, vio que la tarea no estaba concluida, se
puso furiosa, y la agarró de una oreja.
—¡Ah! ¡pícara!
—¡Doña, doña! ¡Por el amor de
Dios! ¡Por Nuestra Señora que está en el cielo!
—¡Pícara! ¡Nuestra Señora no
protege a las vagas!
Lucrecia hizo un esfuerzo, se soltó
de las manos de la señora, y huyó hacia adentro; la señora
fue atrás y la agarró.
—¡Venga acá!
—¡Señora, perdóneme! —tosía la
negrita.
—No la perdono, no. ¿Dónde está la
vara?
Y volvieron a la sala, una apresada
por la oreja, debatiéndose, llorando y pidiendo; la otra
diciendo que no, que la iba a castigar.
—¿Dónde está la vara?
La vara estaba en la cabecera del
canapé, del otro lado de la sala. La señora Rita, no
queriendo soltar a la pequeña, le gritó al seminarista:
—Señor Damián, déme aquella vara,
¿me hace el favor?
Damián se quedó helado... ¡Cruel
instante! Una nube pasó frente a sus ojos. Sí, había
jurado apadrinar a la pequeña, que por su causa se había
retrasado en el trabajo...
—¡Déme la vara, señor Damián!
Damián se encaminó en dirección del
canapé. Entonces la negrita le pidió por lo más sagrado
que tuviera, por la madre, por el padre, por Nuestro
Señor...
—¡Ayúdeme, señorito!
La señora Rita, con la cara encendida
y los ojos desorbitados, exigía la vara, sin largar a la
negrita, ahora víctima de un ataque de tos. Damián se
sintió compungido; ¡pero él precisaba tanto salir del
seminario! Llegó hasta el canapé, tomó la vara y se la
entregó a la señora Rita.
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