Machado de Assis
(Rio de Janeiro, 1839-1908)


La causa secreta (1885)
(“A causa secreta”)
Originalmente publicado en Gazeta de Notícias (Rio de Janeiro, 1 de agosto de 1885)
Várias Histórias
(Río de Janeiro: H. Garnier, 1896, 282 págs.)



      Garcia, de pie, miraba y hacía restallar las uñas; Fortunato, en la mecedora, observaba el cielorraso; Maria Luísa, junto a la ventana, concluía un tejido. Hacía ya cinco minutos que ninguno de ellos decía nada. Habían hablado de la jornada, que fue excelente; de Catumbi, donde vivía el matrimonio Fortunato; y de un sanatorio, al que aludiremos más adelante. Como los tres personajes aquí presentes están ahora muertos y enterrados, es hora de contar la historia sin remilgos.
       También habían hablado de otra cosa, amén de aquellas tres, una cosa tan fea y grave que no les quedaron muchas ganas de referirse a la jornada, al barrio y al sanatorio. Toda la conversación al respecto resultó forzada. En este mismo momento, los dedos de Maria Luísa parecen trémulos aún, mientras que la cara de Garcia muestra una expresión de severidad poco habitual en él. En rigor, lo que ocurrió fue de naturaleza tal que para que se entienda es necesario remontarse al origen de la situación.
       Garcia se había recibido de médico el año anterior, 1861. En 1860, cuando aún estaba en la universidad, se encontró con Fortunato por primera vez, en la puerta del hospital Santa Casa; uno entraba cuando el otro salía. Le impresionó su figura; pero aun así, se la habría olvidado si no hubiese sido por un segundo encuentro, pocos días más tarde. Vivía en la calle Dom Manoel. Una de sus escasas distracciones era asistir al teatro São Januário, que estaba cerca, entre esa calle y la playa; iba una o dos veces por mes, y nunca encontraba allí más de cuarenta personas. Solo los más intrépidos osaban prolongar sus pasos hasta aquel rincón de la ciudad. Una noche, estando ya en su butaca, apareció Fortunato y se sentó a su lado.
       La obra era un melodrama, cosido a puñaladas, erizado de imprecaciones y remordimientos; sin embargo, Fortunato lo escuchaba con singular interés. En los pasajes dolorosos, su atención se redoblaba, los ojos iban ávidos de un personaje a otro, a punto tal que el estudiante sospechó que la pieza contenía reminiscencias personales de su vecino. Luego del drama vino una comedia, pero Fortunato no aguardó a que empezara y salió; Garcia salió detrás de él. Fortunato caminó por el callejón do Cotovelo y la calle São José hasta el Largo da Carioca. Iba despacio, cabizbajo, deteniéndose por momentos para darle un bastonazo a algún perro que dormía: el perro se quedaba aullando y él seguía su camino. En el Largo da Carioca se metió en un tílburi y continuó para el lado de la Plaza da Constituição. Garcia volvió a su casa sin enterarse de nada más.
       Transcurrieron algunas semanas. Una noche, eran ya las nueve, estaba en su casa cuando oyó un rumor de voces en la escalera; bajó enseguida de la buhardilla donde vivía al primer piso, ocupado por un empleado del arsenal de guerra. Era él a quien unos hombres conducían escalera arriba, todo ensangrentado. Su sirviente negro acudió a abrir la puerta; el hombre gemía, las voces eran confusas, la luz escasa. Depositado el herido en la cama, Garcia dijo que era necesario llamar al médico.
       —Ya está viniendo uno —respondió alguien.
       Garcia lo miró: era el mismo hombre del hospital Santa Casa y del teatro. Imaginó que sería pariente o amigo del herido, pero descartó la suposición cuando le oyó preguntar si aquel tenía familia o personas cercanas. El negro le dijo que no, y entonces fue él quien asumió la dirección del servicio, pidió a los extraños que se retirasen, les pagó a los portadores y dio las primeras órdenes. Al saber que Garcia era vecino y estudiante de medicina, le rogó que se quedase para ayudar al médico. Luego le contó lo que había sucedido.
       —Fue una pandilla de capoeiras. Yo venía del cuartel de Moura, adonde había ido a visitar a un primo, cuando oí un gran barullo y enseguida una aglomeración. Parece que hirieron también a un sujeto que pasaba por ahí y que entró por uno de esos callejones. Pero yo solo vi a este señor, que cruzaba la calle en el momento en el que uno de los capoeiras, rozándolo, le clavó el puñal. No cayó enseguida, dijo dónde vivía y, como era a dos pasos, me pareció mejor traerlo.
       —¿Lo conocía de antes? —preguntó Garcia.
       —No, nunca lo había visto. ¿Quién es?
       —Es un buen hombre, empleado del arsenal de guerra. Su apellido es Gouvêa.
       —No sé quién es.
       Al rato llegaron el médico y el subcomisario; se hicieron las curaciones y se tomaron los datos. El desconocido declaró llamarse Fortunato Gomes da Silveira y ser un rentista soltero de Catumbi. La herida fue diagnosticada como grave. Durante la curación, realizada con el auxilio del estudiante, Fortunato ofició de ayudante, sosteniendo la palangana, la vela y las vendas, sin perturbarse por nada y mirando fríamente al herido, que gemía mucho. Al final, conversó a solas con el médico, lo acompañó hasta el rellano de la escalera y le reiteró al subcomisario que estaba a disposición para ayudar en las investigaciones de la policía. Salieron los dos, mientras que él y el estudiante permanecieron en el cuarto.
       Garcia estaba atónito. Lo miró sentarse tranquilamente, estirar las piernas, meter las manos en las faltriqueras de los pantalones y fijar los ojos en el herido. Sus ojos eran claros, de color plúmbeo, se movían con lentitud y tenían una expresión dura, seca y fría. Cara flaca y pálida, con una estrecha franja de barba por debajo del mentón, de sien a sien, corta, pelirroja y rala. Tendría unos cuarenta años. De cuando en cuando, se daba vuelta hacia el estudiante y le preguntaba alguna cosa acerca del herido, al que enseguida volvía a mirar mientras el muchacho le respondía. La sensación que le daba al estudiante era de rechazo y al mismo tiempo de curiosidad; no podía negar que estaba asistiendo a un acto de extraña dedicación, y si era tan desinteresado como parecía, no quedaba otra opción que aceptar al corazón humano como un pozo de misterios.
       Fortunato se fue poco antes de la una; volvió en los días siguientes, pero hizo la curación rápidamente y, antes de que concluyese, desapareció sin decirle al homenajeado dónde vivía. Fue el estudiante quien le indicó su nombre, con la calle y el número.
       —No bien pueda salir iré a darle las gracias por el auxilio que me prestó —dijo el convaleciente.
       Seis días más tarde se precipitó hacia Catumbi. Fortunato lo recibió de mala gana, escuchó impaciente las palabras de agradecimiento, le respondió con hastío y terminó golpeando las borlas de la bata contra sus rodillas. Gouvêa, sentado frente a él en silencio, alisaba el sombrero con los dedos, alzando la vista de cuando en cuando, sin encontrar nada más para decir. Al cabo de diez minutos, pidió permiso para salir y se fue.
       —¡Cuidado con los capoeiras! —le dijo el dueño de casa, riendo.
       El pobre diablo partió de allí mortificado, humillado, masticando con dificultad el desdén, luchando por olvidarlo, explicárselo o perdonarlo, para que en el corazón solo quedase la memoria del favor recibido; pero el esfuerzo fue en vano. El resentimiento, huésped nuevo y exclusivo, ingresó y expulsó al favor, de modo que al desgraciado no le quedó más que trepar hasta la cabeza y refugiarse allí como una simple idea. Fue así como el propio benefactor infundió en este hombre el sentimiento de ingratitud.
       Todo esto asombró a Garcia. El muchacho poseía, en germen, la facultad de descifrar a los hombres, de descomponer los caracteres; amaba el análisis, y sentía el don, que decía ser supremo, de penetrar en muchos sustratos morales hasta tantear el secreto de un organismo. Picado por la curiosidad, tuvo ganas de visitar al hombre de Catumbi, pero advirtió que ni siquiera había recibido de su parte el ofrecimiento formal de ir a su casa. Precisaba por lo menos un pretexto y no se le ocurrió ninguno.
       Tiempo más tarde, cuando ya se había recibido y vivía en la calle Mata-cavalos, cerca de la calle Conde, encontró a Fortunato en una góndola; se lo cruzó también otras veces, y la frecuencia generó familiaridad. Un día Fortunato lo invitó a visitarlo ahí cerca, en Catumbi.
       —¿Sabe que estoy casado?
       —No sabía.
       —Me casé hace cuatro meses, aunque podría decir cuatro días. Venga a cenar con nosotros el domingo.
       —¿El domingo?
       —No invente excusas, no admito disculpas. Venga el domingo.
       Garcia fue allí el domingo. Fortunato le dio una buena cena, buenos cigarros y buena conversación, en compañía de la esposa, que era una mujer interesante. La estampa de él no había cambiado; los ojos seguían siendo las mismas láminas de estaño, duras y frías; los otros rasgos tampoco resultaban más atractivos que antes. Las atenciones, si no redimían a la naturaleza, otorgaban alguna compensación, lo cual no era poco. Maria Luísa era la que poseía ambos encantos, el de la personalidad y el de los modales. Era esbelta, garbosa, de ojos tiernos y sumisos; tenía veinticinco años, pero parecía no haber pasado los diecinueve. Garcia, la segunda vez que fue allí, percibió que entre ellos había alguna disonancia de carácter, poca o ninguna afinidad moral, y de parte de la mujer hacia su marido unos modos que trascendían el respeto y rayaban en la resignación y el temor. Un día en que estaban los tres juntos, Garcia le preguntó a Maria Luísa si se había enterado de las circunstancias en que él había conocido a su esposo.
       —No —respondió la muchacha.
       —Entonces oirá una buena acción.
       —No vale la pena —interrumpió Fortunato.
       —La señora ya verá si vale o no la pena —insistió el médico.
       Le contó el suceso de la calle Dom Manoel. La muchacha lo oyó sorprendida. Apáticamente extendió la mano y apretó la muñeca del marido, risueña y agradecida, como si acabara de descubrir que este tenía un corazón. Fortunato alzaba los hombros, pero no escuchaba con indiferencia. Al final contó él mismo la visita que le había hecho el herido, con todos los pormenores de su figura, gestos, las palabras constreñidas, los silencios, en suma, un despropósito. Se rio mucho al relatarlo, y no era una risa hipócrita. La hipocresía es evasiva y oblicua, mientras que su risa era jovial y franca.
       «Qué hombre singular», pensó Garcia.
       Maria Luísa quedó desconsolada con el escarnio de su marido, pero el médico le restituyó la satisfacción anterior refiriéndole otra vez la dedicación de este y sus extraordinarias cualidades de enfermero; tan buen enfermero, concluyó, que si algún día fundo un sanatorio, lo invitaré a que trabaje en él.
       —¿De verdad? —preguntó Fortunato.
       —¿De verdad qué?
       —¿De verdad lo de fundar un sanatorio?
       —De verdad nada, era una broma.
       —Pero sería factible; y para usted, que comienza con la clínica, creo que sería muy bueno. Tengo justamente una casa que va a quedar vacía, y sirve.
       Garcia se rehusó ese día y el siguiente, pero la idea se había metido en la cabeza del otro y fue imposible seguir negándose. En realidad, era un buen principio para él, y podía llegar a ser un buen negocio para ambos. Aceptó al fin, unos días más tarde, y para Maria Luísa fue una desilusión. Criatura nerviosa y frágil, padecía ya con la idea de que su marido tuviese que vivir en contacto con enfermedades humanas; pero no podía oponerse, y agachó la cabeza. El plan se trazó y cumplió a toda prisa. Y lo cierto es que Fortunato no volvió a ocuparse de ninguna otra cosa, ni en ese momento ni después. Una vez inaugurado el sanatorio, él mismo fue el administrador y el jefe de enfermeros, examinando y ordenando todo, compras y caldos, medicamentos y cuentas.
       Garcia pudo observar entonces que la dedicación al herido de la calle Dom Manoel no había sido casual, sino que estaba cimentada en la naturaleza misma de ese hombre. Lo veía colaborar como a ninguno de los ayudantes. No reculaba ante nada, ninguna molestia lo afligía ni repelía, sino que estaba siempre dispuesto para todo, a cualquier hora del día o de la noche. Todo el mundo se asombraba y aplaudía. Fortunato estudiaba, acompañaba las operaciones y era el único que se encargaba de los quemados.
       —Tengo mucha fe en los quemados —decía.
       La comunión de intereses estrechó los lazos de intimidad. Garcia empezó a frecuentar asiduamente la casa; cenaba allí casi todos los días, observando la persona y la vida de Maria Luísa, cuya soledad moral resultaba evidente. Y la soledad parecía duplicarle el encanto. Garcia empezó a sentir que algo lo agitaba cuando ella aparecía, cuando hablaba, cuando tejía silenciosa junto al borde de la ventana o tocaba en el piano canciones tristes. Poco a poco, el amor fue entrando en su corazón. Cuando lo notó, quiso expelerlo, para que entre él y Fortunato no hubiese otro lazo que el de la amistad, pero no pudo. Apenas si consiguió enclaustrarlo; Maria Luísa comprendió ambas cosas, el afecto y el silencio, pero no se dio por enterada.
       A principios de octubre tuvo lugar un incidente que develó aún más la situación de la muchacha a ojos del médico. Fortunato se había puesto a estudiar anatomía y fisiología, y entretenía las horas libres despedazando y envenenando gatos y perros. Como los chillidos de los animales aturdían a los convalecientes, mudó el laboratorio a la casa, por lo que quien tuvo que padecerlos fue la mujer, de constitución ya nerviosa. Un día no aguantó más y fue a ver al médico para pedirle que, como si fuese iniciativa de él, hiciese que su marido pusiera fin a esos experimentos.
       —Pero usted misma…
       Maria Luísa lo interrumpió sonriendo:
       —Me tratará como a una niña. Lo que yo quería era que usted, como médico, le dijese que eso me hace mal, y créame que lo hace…
       Garcia logró rápidamente que el otro terminase con sus estudios. Si fue a hacerlos a otra parte, nadie lo supo, pero tal vez fue el caso. Maria Luísa le agradeció al médico, tanto por ella como por los animales, que no podía ver padecer. Tosía de cuando en cuando; Garcia le preguntó si tenía algo, ella respondió que nada.
       —Déjeme tomarle el pulso.
       —No tengo nada.
       No le dio la muñeca y se retiró. Garcia se quedó preocupado. Consideraba, por el contrario, que ella podía tener algo, que era preciso mantenerla bajo observación y avisarle al marido a tiempo.
       Dos días más tarde —justo este en que los vemos ahora—, Garcia fue a cenar. En la sala le dijeron que Fortunato estaba en su despacho y se encaminó hacia allí; estaba llegando a la puerta en el momento en que emergía por ella Maria Luísa muy acongojada.
       —¿Qué pasó? —le preguntó.
       —¡El ratón! ¡El ratón! —exclamó la muchacha sofocada y alejándose.
       Garcia se acordó de haber oído el día anterior que Fortunato se había quejado de que un ratón le había sustraído un papel importante, pero estaba lejos de esperar lo que vio. Lo que vio fue a Fortunato sentado a la mesa que estaba en el centro del despacho, sobre la cual había puesto un plato con alcohol de uva. El líquido estaba en llamas. Entre el pulgar y el índice de la mano izquierda Fortunato sostenía un cordel, de cuya punta pendía el ratón atado por el rabo. En la derecha tenía una tijera. En el instante en que entró Garcia, Fortunato le estaba cortando al ratón una de las patas; enseguida bajó al infeliz hasta la llama, rápido, para no matarlo, y se dispuso a hacer lo mismo con la tercera pata, pues ya le había cortado antes la primera. Garcia se detuvo horrorizado.
       —¡Mátelo de una vez! —dijo.
       —Ya va.
       Y con una sonrisa única, reflejo de un alma satisfecha, algo que traducía la delicia íntima de sensaciones supremas, Fortunato le cortó la tercera pata al ratón e hizo por tercera vez el mismo movimiento hasta la llama. El mísero bicho se retorcía chillando, ensangrentado, chamuscado, sin terminar de morirse. Garcia apartó los ojos, luego volvió a mirar y alargó la mano como para impedir que continuase el suplicio, pero no llegó a hacerlo, pues ese hombre diabólico le daba miedo, con toda la brillante serenidad de su fisonomía. Faltaba la última pata; Fortunato la cortó con mucha lentitud, acompañando la tijera con los ojos; la pata cayó, y él se quedó observando al ratón ya medio cadáver. Al hundirlo por cuarta vez en la llama, le dio aún mayor rapidez al gesto, de modo de salvar, si se pudiese, algunos jirones de vida.
       Garcia, de frente, apenas si conseguía dominar la repugnancia del espectáculo, con el objetivo de fijarse bien en la cara del hombre. Ni rabia, ni odio; tan solo un vasto placer, sereno y profundo, como le daría a otro oír una bella sonata o contemplar una estatua divina, algo parecido a la pura percepción estética. Le pareció, y era verdad, que Fortunato se había olvidado por completo de su presencia. Siendo así, no había estado fingiendo, y debía ser aquello mismo. La llama se fue extinguiendo, tal vez el ratón guardaba aún un residuo de vida, sombra de sombra; Fortunato lo aprovechó para cortarle el hociquito y por última vez acercar la carne al fuego. Al final dejó caer el cadáver en el plato y apartó de sí toda esa mezcla de carne chamuscada y sangre.
       Al levantarse y encontrarse con el médico se sobresaltó. Entonces se mostró furioso con el animal, que le había comido el papel, pero era una cólera claramente fingida.
       «Castiga sin rabia —pensó el médico—, por la necesidad de encontrar una sensación de placer que solo le puede dar el dolor ajeno: ese es el secreto de este hombre».
       Fortunato destacó la importancia del papel, la pérdida que le significaba, pérdida de tiempo, es cierto, pero el tiempo le resultaba preciosísimo en este momento. Garcia se limitó a escucharlo sin decir nada, ni darle crédito. Recordaba los actos de Fortunato, graves y leves, y a todos les encontraba la misma explicación. Era el mismo trueque de teclas de la sensibilidad, un diletantismo sui generis, un Calígula en miniatura.
       Cuando Maria Luísa volvió al despacho, un rato después, el marido se acercó a ella riéndose, la tomó de las manos y le habló con mansedumbre:
       —¡Debilucha!
       Y girando hacia el médico:
       —¿Puede creer que casi se desmaya?
       Maria Luísa se defendió con temor, dijo que era nerviosa y mujer; luego fue a sentarse junto a la ventana con sus lanas y sus agujas y los dedos aún trémulos, tal cual la vimos al principio de esta historia. Como se recordará, después de hablar de otras cosas, los tres se quedaron callados, el marido sentado con la vista perdida en el cielorraso, el médico haciendo restallar las uñas. Poco después fueron a cenar, pero no fue una cena alegre. Maria Luísa cavilaba y tosía; el médico se preguntaba si la mujer no estaría expuesta a algún exceso en compañía de un hombre como ese. Apenas si era una posibilidad, pero el amor tornó esa posibilidad en certeza, tembló por ella y pensó en vigilarlos.
       Ella tosía y tosía, y no pasó mucho tiempo antes de que la molestia se quitase la máscara. Era la tuberculosis, vieja dama insaciable, que exprime la vida entera hasta dejar el carozo de los huesos. Fortunato recibió la noticia como un golpe; amaba de veras a su mujer, a su modo, estaba acostumbrado a ella y le costaba perderla. No ahorró esfuerzos, médicos, remedios, aires, todos los recursos y todos los paliativos. Pero fue en vano. La enfermedad era mortal.
       Durante los últimos días, en presencia de los supremos tormentos de la muchacha, el carácter del marido subyugó cualquier otra aflicción. Ya no se apartó más de su lado; fijó su mirada opaca y fría en aquella descomposición lenta y dolorosa de la vida, bebiendo una a una las aflicciones de la bella criatura, ahora delgada y transparente, devorada por la fiebre y consumida por la muerte. Egoísmo acérrimo, famélico de sensaciones, no le perdonó un solo minuto de agonía, ni los pagó con una sola lágrima, en público o en privado. Solo cuando ella expiró quedó aturdido. Volviendo en sí, vio que estaba solo otra vez.
       De noche, luego de que se fuera a acostar una pariente de Maria Luísa que la había ayudado durante su trance de muerte, quedaron en la sala Fortunato y Garcia velando el cadáver, ambos pensativos; como el marido estaba fatigado, el médico le dijo que descansase un poco.
       —Vaya a descansar, duerma una o dos horas, yo iré después.
       Fortunato salió, se recostó sobre el sofá de la salita contigua y se durmió al instante. Despertó veinte minutos más tarde, quiso dormirse de nuevo, cabeceó algunos minutos, hasta que se levantó y volvió a la sala. Caminó en puntas de pie para no despertar a la pariente, que dormía cerca. Al llegar a la puerta, se detuvo asombrado.
       Garcia se había acercado al cadáver, había levantado la mortaja y contemplado por unos segundos las facciones difuntas. Después, como si la muerte espiritualizase todo, se inclinó y la besó en la cabeza. Fue en ese momento cuando Fortunato llegó a la puerta. Se detuvo asombrado; no podía ser un beso de amistad, podía ser el epílogo de un libro adúltero. Nótese que no sentía celos; la naturaleza lo había hecho de tal modo que no estaba provisto de celos ni de envidia, pero sí de vanidad, que no está menos sujeta al resentimiento. Miró sorprendido, mordiéndose los labios.
       Entretanto, Garcia había vuelto a inclinarse para besar de nuevo al cadáver; y entonces no aguantó más. El beso estalló en sollozos, y los ojos no pudieron contener las lágrimas, que brotaron a borbotones, lágrimas de amor callado y de desesperación irremediable. Fortunato, desde la puerta en donde se había detenido, saboreó con calma esa explosión de dolor moral, que fue larga, muy larga, deliciosamente larga.




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