Machado de Assis
(Rio de Janeiro, 1839-1908)
Miss Dollar (1870)
(“Miss Dollar”)
Contos Fluminenses
(Río de Janeiro: Editora Garnier, 1870, 312 págs.)
I
Era conveniente para el relato que el lector permaneciera mucho tiempo sin saber quién era Miss Dollar. Pero por otro lado, sin la presentación de Miss Dollar, el autor se vería obligado a largas digresiones, que llenarían el papel sin hacer progresar la acción. No hay duda posible: voy a presentarles a Miss Dollar.
Si el lector es un muchacho propenso a la melancolía, se imaginará que Miss
Dollar es una inglesa pálida y delgada, escasa de carnes y de sangre, abriendo
a flor de rostro dos grandes ojos azules y sacudiendo al viento unas largas trenzas
rubias. O bien presumirá que la muchacha en cuestión debe ser vaporosa
e ideal como una creación de Shakespeare; debe ser la antítesis del roastbeef
británico, con que el Reino Unido nutre su libertad. Una Miss Dollar así debe
conocer al poeta Tennyson de memoria y leer a Lamartine en el original: si
sabe portugués, debe gozar con la lectura de los sonetos de Camões o los Cantos
de Gonçalves Dias. El té y la leche deben ser la alimentación de semejante
criatura, adicionándosele algunos bocadillos y bizcochos para salir al paso de
las urgencias del estómago. Su voz debe ser un murmullo de arpa eolia; su
amor un desmayo, su vida una contemplación, su muerte un suspiro.
La figura es poética, pero no es la de la heroína de este relato.
Supongamos que el lector no sea dado a estos devaneos y melancolías; en ese
caso imaginará, una Miss Dollar totalmente diferente de la otra. Esta vez será
una robusta americana, con las mejillas arrebatadas por la sangre, formas redondeadas,
ojos vivos y ardientes, mujer hecha, robusta y perfecta.
Amiga de la buena mesa y del buen trago, esta Miss Dollar preferirá un cuarto de cordero a una página de Longfellow, cosa naturalísima cuando el estómago
reclama, y nunca llegará a comprender la poesía del atardecer. Será una buena
madre de familia según la doctrina de algunos clérigos-maestros de la civilización,
es decir, fecunda e ignorante.
Ya no será del mismo parecer el lector que haya cruzado la segunda juventud
y vea entre sí una vejez sin recursos. Para él, la Miss Dollar verdaderamente
digna de algunas páginas sería una inglesa de cincuenta años, dotada de unas
mil libras esterlinas, y que, habiendo llegado al Brasil en busca de tema para escribir una novela, realizase un verdadero romance, casándose con el lector
en cuestión. Semejante Miss Dollar estaría incompleta si no tuviera anteojos
oscuros y un gran mechón de pelo gris en cada sien. Guantes de encaje blanco
y sombrero de lino en forma de calabaza, serían los retoques finales de este
magnífico de ultramar.
Más astuto que otros, acude un lector que dice que la heroína del relato no es
ni fue inglesa, sino brasileña por los cuatro costados, y que el nombre de Miss
Dollar responde simplemente al hecho de que la muchacha es rica.
El descubrimiento sería oportunísimo si fuera exacto; desgraciadamente ni
esta ni las otras apreciaciones lo son. La Miss Dollar del relato no es la niña
romántica ni la mujer robusta, ni la vieja literata, ni la brasileña rica. Falla esta
vez la proverbial perspicacia de los lectores: Miss Dollar es una perrita galga.
Seguramente, la índole de la heroína determinará que algunas personas pierdan
el interés por el relato. Error inexcusable. Miss Dollar, a pesar de no ser
más que una perrita galga, tuvo el honor de ver su nombre en los diarios,
antes de encontrar su lugar en este libro. El Diario del Comercio y el Correo Mercantil publicaron en la columna de los avisos las siguientes líneas reverberantes de promesas:
Se extravió una perrita galga, en la noche de ayer, 30. Responde al nombre
de Miss Dollar. Quien la haya encontrado y quiera llevarla a la calle de Mata-Cavalos Nº…., recibirá doscientos mil réis [moneda que circuló en Brasil en tiempos de la colonia y hasta la implantación del cruzeiro, que la reemplazó] de recompensa. Miss Dollar tiene un collar en el cuello cerrado por un candado en el que se leen las siguientes palabras: “De tout mon coeur” [en francés, “con todo mi corazón”].
Todos los que sentían necesidad apremiante de obtener los doscientos mil
réis y tuvieron la felicidad de leer aquel anuncio recorrieron con atención las
calles de Río de Janeiro, a ver si daban con la fugitiva Miss Dollar. Galgo que
aparecía a lo lejos era perseguido con tenacidad hasta que se verificara que
no era el animal buscado. Pero toda esta cacería de los doscientos mil réis
era completamente inútil, ya que, el día que salió el aviso, Miss Dollar estaba
alojada en la casa de un individuo que vivía en Cajueiros y que se dedicaba a
coleccionar perros.)
II
Cuáles eran las razones que indujeron al Doctor Mendonça a coleccionar perros, es cosa que nadie podía decir; unos opinaban que no se trataba de otra cosa que pasión por ese símbolo de la fidelidad o del servilismo; otros creían, más bien, que sintiéndose profundamente decepcionado por los hombres, Mendonça, encontró consuelo en la adoración de los perros.
Sean cuales fueran las razones, lo cierto es que nadie contaba con una colección más bonita y variada que él. Los había de todas las razas, tamaños y
colores. Los cuidaba como si fuesen sus hijos; si alguno se le moría se ponía
melancólico. Casi podría decirse que, en el espíritu de Mendonça, el perro
pesaba tanto como el amor, según una expresión célebre: sacad del mundo al
perro y el mundo será un yermo.
El lector superficial concluirá aquí que nuestro Mendonça era un hombre excéntrico. No lo era. Mendonça era un hombre común; le gustaban los perros
como a otros les gustan las flores. Sus perros eran sus rosas y violetas; los cultivaba con el mismo esmero. También le gustaban las flores; pero le agradaban
en tanto las viese en las plantas donde nacían: podar un jardín o enjaular un
canario le parecía idéntico atentado.
Era el Dr. Mendonça hombre de treinta y cuatro años, bien parecido, de modales
francos y distinguidos. Se había graduado en Medicina, durante un tiempo
atendió pacientes y su clínica ya había adquirido cierto prestigio cuando sobrevino
una epidemia en la capital. El Dr. Mendonça inventó un elixir contra la
enfermedad, y tan excelente era el elixir que el autor ganó un buen par de miles
de réis. Ahora ejercía la medicina como aficionado. Tenía cuanto necesitaba
para sí y su familia. La familia estaba integrada por los animales arriba citados.
En la inmemorable noche en que se extravió Miss Dollar, volvía Mendonça a su casa cuando tuvo la ventura de encontrar a la fugitiva en el Rocío. La perrita empezó a seguirlo y él, advirtiendo que el animal no tenía dueño visible,
lo llevó a Cajueiros.
Apenas llegó a su casa, examinó a la galga cuidadosamente. Miss Dollar era realmente una joya; tenía las formas estilizadas y graciosas de su hidalga raza;
los ojos castaños y aterciopelados parecían expresar la más completa felicidad
de este mundo… tan alegres y serenos eran. Mendonça la contempló y examinó
cuidadosamente. Leyó el dístico del candado que cerraba el collar y se
convenció finalmente que era un animal muy querido por parte de quien quiera
que fuese su dueño.
—Si no aparece el dueño me quedaré con ella− dijo él entregando a Miss Dollar al muchacho encargado de los perros.
El muchacho trató de darle de comer a la perrita mientras Mendonça planificaba
un buen futuro para la nueva huésped, cuya raza debía perpetuarse en la casa.
El plan de Mendonça duró lo que duran los sueños: el espacio de una noche.
Al día siguiente, leyendo los diarios, vio el aviso transcripto líneas arriba,
prometiendo doscientos mil réis a quien entregara la perrita extraviada. Su
pasión por los perros le dio la medida del dolor que debía padecer el dueño o
la dueña de Miss Dollar, ya que llegaba a ofrecer doscientos mil réis de gratificación a quien devolviese a la galga. Consecuentemente, decidió devolverla,
con enorme congoja de su corazón. Llegó a vacilar por algunos instantes; pero
al final vencieron los sentimientos de probidad y compasión, que eran el rasgo
definitivo de aquella alma. Y, como si le costase despedirse del animal, todavía
reciente en la casa, se dispuso a entregarlo personalmente, y para tal fin se
preparó. Almorzó, y después de averiguar bien si Miss Dollar lo había hecho
también, salieron ambos de casa en dirección a Mata-Cavalos.
En aquel tiempo, el Barón de Amazonas todavía no había logrado la independencia de las repúblicas platenses mediante la victoria del Riachuelo, nombre
con el cual más tarde la Cámara Municipal designo a la Rua de Mata-Cavalos.
Regía, por lo tanto, el nombre tradicional de la calle, que por lo demás no
respondía a nada específico.
La casa cuyo número aparecía indicado en el aviso tenía agradable aspecto
e indicaba cierta opulencia por parte de quien en ella vivía. Ya antes de que
Mendonça golpease las manos en el corredor, Miss Dollar, reconociendo el
lugar, empezó a saltar de alegría y a proferir unos sonidos contentos y guturales
que, si hubiese entre los perros literatura, debían conformar un himno de
acción de gracias.
Se acercó un muchachito a ver quién era; Mendonça dijo que venía a restituir
la perrita perdida. Se iluminó el rostro del jovencito, que corrió a anunciar la
buena nueva. Miss Dollar, aprovechando un descuido, se precipitó escaleras
arriba. Se disponía Mendonça a partir, pues ya estaba cumplida su tarea, cuando
el muchachito regresó para decirle que subiese y aguardase en el salón.
En el salón no había nadie. Hay quienes, contando en sus residencias con salas
elegantemente dispuestas, suelen dar a sus visitas tiempo suficiente para que
las puedan admirar, antes de ingresar en ellas para saludarlas. Es bien posible
que esa fuese la costumbre de los dueños de esa casa, pero en esa oportunidad
de muy otro modo ocurrieron las cosas, ya que apenas el médico traspuso la
puerta del corredor, se recostó, contra el marco de otra interior, una anciana
con Miss Dollar en los brazos y la alegría estampada en el rostro.
—Tenga la bondad de sentarse —dijo ella señalándole una silla a Mendonça.
—Me demoré lo menos que pude —dijo el médico sentándose—. Vine a traer la
perrita que está conmigo desde ayer…
—No se imagina la tristeza que causó en la casa la usencia de Miss Dollar.
—Lo imagino, señora; yo también amo a los perros, y si mi faltara alguno lo
sentiría profundamente. En cuanto a su perrita…
—¡Perdón!−interrumpió la anciana—; Miss Dollar no es mía, es de mi sobrina.
—¡Ah!...
—Aquí está ella.
Mendonça se incorporó en el preciso instante en que entraba a la sala la sobrina en cuestión. Era una muchacha que aparentaba unos veintiocho años, en
la plenitud de su belleza; una de esas mujeres que permitían prever una vejez
tardía e imponente. El vestido de seda oscura le daba singular realce al color
inmensamente blanco de su piel. Era juvenil el vestido, lo que aumentaba la
majestad del porte y de la estatura. El corpiño del vestido le cubría hasta el
cuello, pero se adivinaba por debajo de la seda un hermoso tronco de mármol
modelado por un escultor divino. Los cabellos castaños y naturalmente ondulados
estaban peinados con esa simplicidad casera, que es la mejor de todas
las modas conocidas; ornaban graciosamente su frente como una corona donada
por la naturaleza. La extrema blancura de la piel no presentaba el menor
matiz sonrosado que armonizara o contrastara con él. La boca era pequeña y
tenía una cierta expresión imperativa; pero el rasgo distintivo por excelencia
de aquel rostro, lo que más atrapaba la mirada de quien lo contemplase, eran
los ojos; imagínense dos esmeraldas nadando en leche.
Mendonça nunca había visto ojos verdes en toda su vida; dijéronle que existían
ojos verde, y él sabía de memoria, apropósito de ellos, unos versos célebres de
Gonçalves Dias; pero hasta entonces, tales ojos seguían siendo para él lo mismo
que el ave fénix de los antiguos. Un día, conversando con unos amigos a
propósito de esto, afirmaba que si alguna vez encontrase un par de ojos verdes
huiría de ellos con terror.
—¿Por qué?− le preguntó sorprendido uno de sus interlocutores.
—El verde es el color del mar —respondió Mendonça—, evito las tempestades
de uno; evitaré también las tempestades de los otros.
Yo dejo a criterio del lector todo pronunciamiento acerca de esta peculiaridad
de Mendonça, que por lo demás es preciosa en el sentido de Molière [se refiere al sentido que la palabra tiene en Las preciosas ridículas, de 1659, de Molière, donde queda asociada a lo excéntrico, raro, extraño, absurdo].
III
Mendonça saludó respetuosamente a la recién llegada, y esta, con un gesto, lo invitó a sentarse otra vez.
—Le agradezco infinitamente que me haya restituido este pobre animal, por el
que siento gran estima —dijo Margarita acomodándose en una silla.
—Y yo doy gracias a Dios por haberlo encontrado; podría haber caído en manos
que no lo devolviesen.
Margarita hizo un gesto a Miss Dollar, y la perrita, saltando del regazo de la anciana, fue hacia la muchacha; levantó las patas delanteras y las puso sobre las rodillas de la joven; Margarita y Miss Dollar intercambiaron una larga mirada de afecto. Mientras tanto, una de las manos de la muchacha jugaba con
una de las orejas de la galga, dándole así a Mendonça oportunidad de admirar
sus bellísimos dedos armados con uñas agudísimas.
Pero, si por un lado Mendonça sentía sumo placer de estar allí, advirtió que su demora podría resultar extraña y humillante. Parecía estar esperando la gratificación. Para escapar a esa interpretación lastimosa, sacrificó el placer de la
conversación y la contemplación de Margarita; se levantó diciendo:
—Bien, mi misión está cumplida…
—Pero… —interrumpió la vieja.
Mendonça comprendió la amenaza que implicaba la interrupción de la anciana.
—La alegría que restituí a esta casa —dijo él— es la mayor recompensa a la que
yo podía aspirar. Ahora les pido sepan disculparme…
Las dos mujeres comprendieron la intención de Mendonça; la muchacha le pagó
la cortesía con una sonrisa; y la anciana, reuniendo en el pulso cuantas fuerzas
le quedaban todavía en el cuerpo, estrechó con amistad la mano del muchacho.
Mendonça salió impresionado por la interesante Margarita. Notaba en ella,
principalmente, además de la belleza, que era de verdad notable, cierta severidad
triste en la mirada y en los gestos. Si así era el carácter de la muchacha,
los hechos coincidirían con la suposición del médico; si era, en cambio, el resultado de algún episodio de su vida, se trataba, entonces, de una página de
relato que debía ser descifrada con ojos hábiles. A decir verdad, el único defecto
que Mendonça le encontró fue el color de los ojos, no porque fuese feo,
sino porque él tenía prevención contra los ojos verdes. La prevención, cabe
aclararlo, era más literaria que de otra índole; Mendonça tenía la costumbre
de apegarse a frases que alguna vez dijera, y que, en este caso, fue la citada
líneas arriba, lo cual lo llenaba de prevención. No lo juzguen tonto: Mendonça
era un hombre inteligente, instruido y sensato; era, por lo demás, proclive a
los sentimientos románticos; pero, pese a ello, no hay duda que su buen talón
tenía nuestro Aquiles. Era hombre como los otros; otros Aquiles hay por ahí
que son de pies a cabeza un inmenso talón. El punto vulnerable de Mendonça
era ese: por amor a una frase era capaz de violentar sus afectos; sacrificaba una
situación por una oración bien construida.
Refiriendo a un amigo el episodio de la galga y el encuentro con Margarita,
Mendonça dijo que ella podría llegarle a gustarle si no tuviese los ojos verdes.
El amigo rió con cierto aire de sarcasmo.
—Pero doctor —dijo él— no comprendo esa prevención; yo he oído decir que los
ojos verdes son signos de almas buenas. Por lo demás, el color de los ojos nada
significa; lo esencial, en cambio, es su expresión. Pueden ser azules como el
cielo y pérfidos como el mar.
La observación de este amigo anónimo tenía la ventaja de ser tan política como
la de Mendonça. Por eso conmovió profundamente el ánimo del médico. No
permaneció este, sin embargo, como el asno Buridan entre el balde de agua y
la ración de cebada; el asno hubiera vacilado, Mendonça no dudó. Recordó de
pronto la lección del casuista Sánchez, y de los dos pareceres tomó el que le
pareció probable.
Algún lector grave encontrará pueril esta circunstancia de los ojos verdes y
esta controversia sobre su probable calidad. Probará con ello que tiene poca
experiencia del mundo. Los almanaques pintorescos citan hasta la saciedad mil
excentricidades y críticas de varones que la humanidad admira, ya por instruidos
en las letras, ya por valientes en las armas; y no por ello dejamos de admirar
a esos mismos varones. No quiera el lector abrir una excepción solo para encasillar en ella a nuestro doctor. Aceptémoslo con sus ridiculeces; ¿quién no la tiene? El ridículo es una especie de lastre que trae el alma cuando entra al
mar de la vida; algunos llevan a cabo toda la travesía sin otro tipo de carga.
Para contrarrestar estas debilidades, ya dije que Mendonça tenía cualidades
nada vulgares. Adoptando la opinión que le pareció más probable, que fue
la de su amigo, Mendonça se dijo a sí mismo que en las manos de Margarita
estaba tal vez la llave de su futuro. Diseñó, en ese sentido, un plan de felicidad;
una casa en un yermo, mirando hacia el mar de cara al occidente, a fin de
poder presenciar el espectáculo de la caída del sol. Margarita y él, unidos por
el amor y por la Iglesia, beberían allí, gota a gota, la taza entera de la celeste
felicidad. El sueño de Mendonça incluía otras particularidades que sería ocioso
mencionar aquí. Mendonça pensó en esto varios días, llegó a pasar algunas
veces por Mata-Cavalos, pero con tan poca fortuna que nunca vio a Margarita
ni a la tía; finalmente, renunció a la empresa y volvió a los perros.
La colección de perros era una verdadera galería de hombres ilustres. El más
estimado de ellos se llamaba Diógenes; había un galgo que respondía al nombre
de César; un perro de agua que se llamaba Nelson; Cornelia se llamaba una perrita ratonera, y Calígula un enorme mastín, verdadera esfinge del gran monstruo que produjo la sociedad romana. Cuando se encontraba entre toda
esa gente, ilustre por diferentes títulos, decía Mendonça que entraba en la historia;
así era cómo se olvidaba del resto del mundo.
IV
Se encontraba cierta vez Mendonça en la puerta del Carceller, donde acaba de tomar un helado en compañía de un individuo amigo suyo, cuando vio pasar un coche, y en él a dos damas que le parecieron las de Mata-Cavalos. Mendonça hizo un movimiento de asombro que no escapó a su amigo.
—¿Qué pasa? —le pregunto este.
—Nada; me pareció reconocer a esas señoras. ¿Alcanzaste a verlas, Andrade?
El coche había entrado por la Rua do Ouvidor, los dos hombres subieron por la misma calle. Poco después de la Rua da Quitanda, se detuvo el coche ante la puerta de un negocio, y las damas se apearon y entraron. Mendonça no las vio
salir, pero vio el coche y sospechó que era el de ellas. Apuró el paso sin decirle
nada a Andrade, que hizo lo mismo, por esa natural curiosidad que siente un
hombre cuando percibe algún secreto oculto.
Pocos instantes después estaban ante la puerta del negocio. Mendonça verificó
que, efectivamente, eran las dos damas de Mata-Cavalos. Entró decidido, con
aire de quien va a comprar algo, y se acercó a las señoras. La primera que lo
reconoció fue la tía. Mendonça la saludó respetuosamente. Ellas recibieron el
saludo con afabilidad. A los pies de Margarita estaba Miss Dollar, que gracias
a ese admirable olfato que la naturaleza concedió a los perros y a los cortesanos
de la fortuna, dio dos saltos de alegría apenas vio a Mendonça, llegando a
tocarle el estómago con las patas delanteras.
—Parece que Miss Dollar guarda un muy buen recuerdo de usted —dijo doña
Antonia (que así se llamaba la tía de Margarita).
—Creo que sí —respondió Mendonça, jugando con la galga y mirando a Margarita.
Justamente en ese momento entró Andrade.
—Recién ahora las reconozco —dijo él dirigiéndose a las mujeres.
Andrade estrechó la mano de las dos señoras, o mejor, estrechó la mano de
Antonia y los dedos de Margarita.
Mendonça no contaba con este encuentro, y le alegró tener a la mano el medio
para hacer íntimas las relaciones superficiales que tenía con la familia.
—Me gustaría —dijo él a Andrade— que me presentaras a estas señoras.
—¿Pero cómo? ¿No las conoces? —preguntó Andrade estupefacto.
—Nos conocemos sin conocernos —respondió sonriendo la vieja tía—; por ahora
quien lo presentó fue Miss Dollar.
Antonia refirió a Andrade la pérdida y la devolución de la perrita.
—Pues si es así —respondió Andrade— lo presento ya.
Hecha la presentación oficial, el cajero trajo a Margarita los objetos que ella había comprado, y las dos mujeres se despidieron de los muchachos pidiéndoles
que fuesen a visitarlas.
No cité ninguna palabra de Margarita en el transcurso del diálogo precedente
porque, a decir verdad, la muchacha solo dirigió tres a cada uno de los jóvenes.
—Que estén bien —les dijo ella ofreciendo las puntas de sus dedos y saliendo
para entrar en el carruaje.
Una vez a solas, salieron también los dos muchachos y se encaminaron por la
Rua do Ouvidor, ambos callados. Mendonça pensaba en Margarita; Andrade
pensaba en ganar la confianza de Mendonça. La vanidad tiene mil formas de
manifestarse, como el fabuloso Proteo. La vanidad de Andrade consistía en
creerse confidente de los otros; así presumía él obtener por obra de la confianza
lo que solo alcanzaba mediante la indiscreción. No le resultó difícil apoderarse
del secreto de Mendonça; antes de llegar a la esquina de la Rua dos Ourives,
Andrade ya sabía todo.
—¿Comprendes ahora —dijo Mendonça— por qué debo ir a su casa? Necesito
verla; quiero ver si consigo…
Mendonça se calló.
—¡Termina lo que estabas diciendo! —dijo Andrade—; si consigues ser amado.
¿Por qué no? Pero desde ya te digo que no será fácil.
—¿Por qué?
—Margarita ya rechazó cinco propuestas de matrimonio.
—Naturalmente, no amaba a los pretendientes —dijo Mendonça con el aire de
un geómetra que encuentra una solución.
—Amaba apasionadamente al primero —respondió Andrade— y no era indiferente
al último.
—Seguramente hubo algún malentendido.
—Tampoco. ¿Te sorprendes? Es lo que me ocurre. Es una muchacha extraña.
Si te crees con fuerzas como para ser el Colón de aquel mundo, lánzate al mar
con tu armada; pero cuídate de la rebelión de las pasiones, que suelen ser los
feroces marineros de estas travesías de descubrimiento.
Entusiasmado con esta alusión, histórica bajo su forma de alegoría, Andrade
miró a Mendonça, que, entregado como estaba a la evocación de la joven, no
prestó atención a la frase del amigo. Andrade se contentó con su propio sufragio
y sonrió con el mismo aire de satisfacción que debe tener un poeta cuando
escribe el último verso de un poema.
V
Días después, Andrade y Mendonça fueron a la casa de Margarita, y allá pasaron media hora entregados a una conversación ceremoniosa. Las visitas se repitieron; eran empero más frecuentes por parte de Mendonça que de Andrade. Doña Antonia se mostró más desenvuelta que Margarita; solo después de un tiempo, Margarita bajó del Olimpo del silencio en que habitualmente
se encerraba.
Era difícil dejar de hacerlo. Mendonça, si bien no era lo que se dice un asiduo frecuentador de tertulias, era un caballero perfectamente capaz de entretener
señoras que parecían mortalmente aburridas. El médico sabía piano y lo tocaba
agradablemente; su conversación era animada; sabía esas mil naderías que
entretienen generalmente a las señoras cuando ellas no desean o no pueden entrar
en el terreno elevado del arte, de la historia o de la filosofía. No fue difícil
para el muchacho establecer intimidad con la familia.
Tras las primeras visitas, supo Mendonça, por vía de Andrade, que Margarita
era viuda. Mendonça no reprimió un gesto de asombro.
—Pero tú me hablaste de un modo que creí que te referías a una mujer soltera
—dijo él al amigo.
—Es cierto que no me expliqué bien; las ofertas de casamiento que ella rechazó
fueron formuladas después que enviudó.
—¿Hace cuánto perdió el marido?
—Hace tres años.
—Todo se explica —dijo Mendonça después de un silencio— quiere mantenerse
fiel a la sepultura; es una Artemisa del siglo.
Andrade era escéptico con respecto a las Artemisas; sonrió ante la observación
del amigo, y, éste insistiese, replicó:
—Pero si yo ya te dije que ella amaba apasionadamente al primer pretendiente
y que no era indiferente al último.
—Entonces, no entiendo.
—Yo tampoco.
A partir de ese momento, Mendonça trató de cortejar asiduamente a la viuda;
Margarita recibió las primeras miradas de Mendonça con aire de tan supremo
desdén, que el muchacho estuvo a punto de abandonar la empresa; pero la viuda,
al mismo tiempo que parecía rechazar el amor, no le negaba estima, y lo
trataba con la mayor ternura del mundo siempre que él la miraba normalmente.
Amor desairado es amor multiplicado. Cada negativa de Margarita acrecentaba
la pasión de Mendonça. Ya ni prestaba atención al feroz Calígula ni al
elegante Julio César. Los dos esclavos de Mendonça empezaron a percibir la
profunda diferencia que había entre sus hábitos de hoy y los de otro tiempo.
Dedujeron enseguida que algo lo preocupaba. Se convencieron de ello cuando
Mendonça, habiendo llegado una vez a casa, le propinó un puntazo con su botín
al hocico de Cornelia, en un momento en que esta graciosa perrita, madre
de dos gracos ratoneros, celebraba la llegada del doctor.
Andrade no fue insensible al sufrimiento del amigo y se empeñó en consolarlo.
Todo consuelo en estos casos es tan deseable como inútil. Mendonça escuchaba
las palabras de Andrade y le confiaba todas sus penas. Andrade recordó
a Mendonça un excelente medio para eliminar la pasión: era el de alejarse de
su casa. A esto respondió Mendonça citando a Rochefoucauld:
“La ausencia atenúa las pasiones mediocres y desarrolla las grandes como el
viento apaga las velas y aviva las hogueras”.
La cita tuvo el mérito de cerrar la boca de Andrade, que creía tanto en la constancia
como en las Artemisas, pero que no quería contrariar la autoridad del
moralista, ni la resolución de Mendonça.
VI
Así transcurrieron tres meses. El cortejo de Mendonça no lograba avanzar un solo paso; pero la viuda no dejó de ser amable con él. Ese y no otro era el motivo principal por el cual el médico seguía a los pies de la insensible viuda; no le abandonaba la esperanza de vencerla.
Algún lector conspicuo estimará tal vez que más le hubiera valido a Mendonça
no ser tan asiduo frecuentador de la casa de una señora expuesta a las calumnias
del mundo. Pensó en eso el médico y consoló a su conciencia con la presencia
de un individuo, hasta aquí no mencionado por motivo de su insignificancia,
y que era nada menos que el hijo de doña Antonia y la hija de sus ojos. Se
llamaba Jorge este muchacho, que gastaba doscientos mil réis por mes, sin
ganarlos, gracias a la magnanimidad de la madre. Frecuentaba las peluquerías
en las que consumía más tiempo que una romana de la decadencia en manos
de sus siervas latinas. No había representación de importancia en el Alcázar [uno de los clubes más famosos de Río de Janeiro en donde se reunían los los hombres más adinerados de la ciudad, artistas, políticos, periodistas y literatos más ilustres de la época]
a la que no concurriese; montaba caballos de calidad y enriquecía con gastos
extraordinarios los bolsillos de algunas damas célebres y de varios parásitos
oscuros. Usaba guantes de la letra E y botas número 36, dos cualidades de
las que se jactaba ante todos sus amigos, que no bajaban del número 40 y la
letra H. La presencia de ese gentil pimpollo salvaba, a juicio de Mendonça, la
situación. Mendonça quería dar esta satisfacción al mundo, o sea, a la opinión
de los ociosos de la ciudad. ¿Pero bastaría eso para tapar la boca de los ociosos?
Margarita parecía indiferente a las interpretaciones de la sociedad como a la
asiduidad del muchacho. ¿Sería ella indiferente a todo lo demás en este mundo?
No; amaba a su madre, adoraba a Miss Dollar, le gustaba la buena música
y leía novelas. Se vestía bien, sin ser rigurosa en cuestiones de moda; no era
aficionada a los valses; a lo sumo bailaba alguna cuadrilla en los saraos a los
que era invitada. No hablaba mucho, pero se expresaba bien. Sus modos eran
graciosos y vivaces, pero sin impostación ni picardía.
Cuando Mendonça aparecía por allí, Margarita lo recibía con visible satisfacción.
El médico se ilusionaba siempre, a pesar de estar acostumbrado a estas
manifestaciones. De hecho, a Margarita le encantaba la presencia del muchacho, pero no parecía concederle importancia suficiente como para contentar su corazón.
Le complacía verlo como complace ver un lindo día, sin morir de amores
por el sol.
No era posible soportar demasiado tiempo la situación en la que se encontraba el médico. Cierta noche, mediante un esfuerzo del que hasta aquel momento no se
hubiera considerado capaz, Mendonça dirigió a Margarita esta pregunta indiscreta:
—¿Fue feliz con su marido?
Margarita frunció el ceño con asombro y clavó sus ojos en los del médico, que
parecían prolongar tácitamente la pregunta.
—Si —dijo ella al cabo de unos instantes.
Mendonça no dijo nada; no contaba con aquella respuesta. Confiaba de más en
la intimidad que reinaba entre ambos; y quería descubrir por algún medio la
causa de la insensibilidad de la viuda. Falló el cálculo; Margarita permaneció
seria durante algún tiempo; la llegada de doña Antonia le evitó a Mendonça
una situación incómoda. Poco después Margarita estaba recompuesta y la conversación
volvió a ser animada e íntima como siempre. La llegada de Jorge amplió aún más la animación de la charla; doña Antonia, con ojos y oídos de madre, creía que su hijo era el muchacho más encantador del mundo; pero lo cierto es que no había en la cristiandad espíritu más frívolo. La madre se reía de todo cuanto el hijo decía; el hijo colmaba, él solo, el espacio de toda la conversación, refiriendo anécdotas y repitiendo dichos y hechos del Alcázar. Mendonça veía todos esos aspectos del muchacho y lo soportaba con resignación
evangélica.
La entrada de Jorge, al animar la charla, aceleró el transcurso de las horas; a las diez se retiró el médico, acompañado por el hijo de doña Antonia, que salía
a cenar. Mendonça rechazó la invitación que le hizo, y se despidió de él en la
Rua do Conde, esquina de la do Lavradio.
Esa misma noche resolvió Mendonça dar un golpe decisivo; resolvió escribirle
una carta a Margarita. Si ya era una iniciativa temeraria para quien conociese
el carácter de la viuda, con los precedentes mencionados era una locura. Sin
embargo, el médico no vaciló en recurrir al papel, confiando en que allí diría las cosas de mejor manera que hablando. La carta fue escrita con febril impaciencia;
al día siguiente, apenas terminado el almuerzo, Mendonça guardó la carta
dentro de un volumen de George Sand, y lo envió con un mensajero a Margarita.
La viuda rompió el envoltorio de papel que cubría el volumen y puso el libro
sobre la mesa de la sala; media hora después volvió para leerlo. Apenas lo
abrió, la carta cayó a sus pies. La abrió y leyó lo siguiente:
Sea cual fuere la causa de su comportamiento esquivo, lo respeto, no me rebelo contra él. Pero si no me es dado rebelarme, ¿tampoco me será permitido quejarme? Habrá Ud. comprendido mi amor, del mismo modo que yo he comprendido su indiferencia; pero por mayor que sea esa indiferencia, está lejos de compararse con el amor profundo e imperioso que se apoderó de mi corazón cuando ya más lejos me creía de estas pasiones de los primeros años.
Nada le diré a los desvelos y las lágrimas, las esperanzas y los desencantos,
páginas tristes de este libro que el destino pone en las manos del hombre para
que dos almas lo lean. Todo ello le es indiferente.
No me atrevo a interrogarla sobre los motivos de su conducta evasiva en relación a mí; ¿pero por qué motivos se extiende esa conducta esquiva a tantos
más que a mí? En la edad de pasiones ferviente, ornada por el cielo con una
belleza rara, ¿por qué motivo quiere esconderse del mundo y negar a la naturaleza
y el corazón sus incontestables derechos? Perdóneme el atrevimiento
de la pregunta; me encuentro frente a un enigma que mi corazón desearía descifrar.
Pienso a veces que un gran dolor la atormenta y quisiera ser el médico
de su corazón; ambicionaba, confieso, restaurarle alguna ilusión perdida.
Quiero creer que no hay ofensa en esta ambición.
Si, empero, esa conducta evasiva denota tan solo un sentimiento de orgullo
legítimo, perdóneme haber osado escribirle cuando sus ojos expresamente me
lo prohibieron. Deshágase de esta carta que nada puede valerle como recuerdo
ni mucho menos servirle como arma.
Esta, la frase fría y medida, no expresaba el fuego del sentimiento. Sin embargo,
no habrá escapado al lector la sinceridad y la simplicidad con que Mendonça
pedía una explicación que Margarita probablemente no podía dar.
Cuando Mendonça dijo a Andrade que le había escrito a Margarita, el amigo
del médico se largó a reír a carcajadas.
—¿Hice mal? —preguntó Mendonça.
—Echaste todo a perder. Los otros pretendientes empezaron también con cartas;
fue justamente el certificado de defunción de sus aspiraciones amorosas.
—Paciencia —dijo Mendonça encogiendo los hombros con aparente resignación—
por lo demás, me agradaría que me dejaras de compararme a sus pretendientes;
yo no soy un pretendiente en el sentido que lo son ellos.
—¿No querías casarte con ella?
—Sin duda, si fuese posible —respondió Mendonça.
—Pues eso era lo que los otros querían; si pudieras te casarías y entrarías en la tranquila posesión de lo que cupiese en herencia y que asciende a más de cien
contos [equivalían a diez mil réis]. Si me refiero a los pretendientes, mi querido, no es para ofenderte, ya que uno de los cuatro pretendientes rechazados fui yo.
—¿Tú?
—Así es; pero no te preocupes, no fui el primero, ni siquiera el último.
—¿Le escribiste?
—Como los otros; y como ellos, no obtuve respuesta, o sea, obtuve una: que me
devolviera la carta. Por lo tanto, ya que le escribiste, espera el resto; verás si lo
que te digo es o no exacto. Estás perdido, Mendonça; hiciste muy mal.
Andrade tenía esta costumbre de no omitir ninguno de los colores sombríos de
una situación, con el pretexto de que a los amigos se les debe la verdad. Pintado
el cuadro, se despidió de Mendonça y se alejó.
Mendonça regresó a su casa, donde pasó la noche desvelado.
VII
Se equivocó Andrade; la viuda respondió a la carta del médico. La carta de ella
se limitó a esto:
Le perdono todo; no le perdonaré si me vuelve a escribir. Mi esquivez no tiene ninguna causa; es una cuestión de temperamento.
El sentido de la carta era todavía más lacónico que la expresión. Mendonça la
leyó muchas veces, tratando de completarla; pero fue trabajo perdido.
Algo, sin embargo, no tardó él en concluir: algún conflicto oculto era el motivo por el cual Margarita se negaba al casamiento; después concluyó otra cosa:
Margarita le perdonaría una segunda carta si él se la escribiese.
La vez siguiente que Mendonça fue a Mata-Cavalos se sintió incómodo pensando de qué modo debía dirigirse a Margarita; la viuda disipó su molestia,
tratándolo como si nada hubiese ocurrido. Mendonça no tuvo ocasión de aludir
a las cartas debido a la presencia de doña Antonia; cosa que agradeció, porque
no sabía lo que le diría en el momento en que se quedaran a solas.
Días después, Mendonça le escribió una segunda carta a la viuda y la hizo
llegar por la misma vía que la primera. La carta le fue devuelta sin respuesta.
Mendonça se arrepintió de haber desobedecido la orden de la muchacha y resolvió,
de una vez por todas, no volver más a la casa de Mata-Cavalos. No se
sentía con ánimos como para aparecer por allí, ni juzgaba conveniente estar
junto a una persona que amaba sin esperanza.
Al cabo de un mes, no se había disipado en él ni siquiera una partícula del
sentimiento que nutría por la viuda. La amaba con idéntico ardor. La ausencia,
como él había pensado, intensificó su amor, como el viento atiza un incendio.
Inútilmente leía o buscaba distraerse sumergiéndose en la vida agitada de Río
de Janeiro; empezó a escribir un estudio sobre la teoría del oído, pero la pluma
se le escapaba en dirección al corazón, y en el escrito que resultó se mezclaron
los nervios y los sentimientos. Gozaba por entonces de notable nombradía el
libro de Renan sobre la obra de Jesús; Mendonça abarrotó su estudio con todos
los trabajos publicados al respecto y entró a investigar profundamente el
misterioso drama de Judea. Hizo cuanto pudo para absorber su espíritu en el
tema y olvidar a la esquiva Margarita; le resultó imposible.
Una mañana apareció en su casa el hijo de doña Antonia; lo traían dos motivos:
preguntarle por qué no había vuelto por Mata-Cavalos y mostrarle unos
pantalones nuevos. Mendonça aprobó los pantalones y se disculpó como pudo
por su ausencia, diciendo que andaba atareado. Jorge no era un alma capaz de
comprender la verdad oculta por debajo de una palabra convencional; viendo
a Mendonça sumergido en un mar de libros y folletos, le preguntó si estaba
estudiando para ser diputado. ¡Jorge era capaz de creer que para ser diputado
había que estudiar!
—No —respondió Mendonça.
—Lo cierto es que mi prima también anda todo el día entre libros y no creo que
pretenda ingresar a la Cámara.
—¿Tu prima?
—Así es. Créeme: no hace otra cosa. Se encierra en su habitación y se pasa los
días leyendo.
Informado por Jorge, Mendonça supuso que Margarita era nada menos que
una mujer de letras, alguna modesta poeta que olvidaba el amor de los hombres
en los brazos de las musas. La suposición era gratuita e hija de un espíritu
ciego por un amor como el de Mendonça. Hay varias razones para leer mucho
sin tener comercio con las musas.
—Pero fíjate que mi prima nunca leyó tanto; ahora se le dio por hacerlo de esa
manera —dijo Jorge sacando de la cigarrera un magnifico habano de tres centavos
y ofreciendo otro a Mendonça—. Prueba esto —prosiguió él— fúmalo y
dime si hay alguien que venda los cigarros que vende Bernardo.
Consumidos los cigarros, Jorge se despidió del médico llevándose la promesa
de que este iría a la casa de doña Antonia tan pronto como pudiese.
Al cabo de quince días, Mendonça volvió a Mata-Cavalos.
Encontró en la sala a Andrade y a doña Antonia, que lo recibieron con vivas.
Mendonça parecía, en efecto, salir de una tumba: había adelgazado y empalidecido.
La melancolía imprimía a su rostro una expresión de mayor abatimiento.
Aludió a excesos de trabajo y se puso a conversar alegremente como
antes. Pero esa alegría, como se comprende, era forzada. Al cabo de un cuarto de hora, la tristeza se apoderó otra vez de su rostro. Durante ese lapso, Margarita
no apareció en la sala; Mendonça, que hasta entonces no había preguntado
por ella, no sé por qué razón, viendo que ella no aparecía, preguntó si estaba
enferma. Doña Antonia le respondió que Margarita estaba un poco indispuesta.
La indisposición de Margarita duró unos tres días; era un simple dolor de cabeza, que su primo atribuyó a su excesiva dedicación a la lectura.
Al cabo de unos días más, doña Antonia fue sorprendida por un comentario de
Margarita; la viuda quería pasar una temporada en el campo.
—¿Te disgusta la ciudad? —preguntó la buena anciana.
—Un poco —respondió Margarita – quisiera pasar un par de meses en el campo.
Doña Antonia no podía negar nada a la sobrina; estuvo de acuerdo en ir al
campo y empezaron los preparativos. Mendonça se enteró del viaje estando en
el Rocío, mientras por allí paseaba una noche; se lo dijo Jorge que se hallaba
en camino hacia el Alcázar. Para el muchacho esa decisión era una fortuna
porque lo libraba de la única obligación que todavía le restaba en este mundo,
que era la de ir a cenar con la madre.
A Mendonça no lo sorprendió en absoluto la resolución; cualquier decisión de
Margarita empezaba a parecerle factible.
Cuando volvió a su casa encontró una nota de doña Antonia concebida en estos
términos:
Nos vamos afuera unos meses; espero que venga a despedirse de nosotras antes
de que partamos. Salimos el sábado; yo quisiera encargarle algo.
Mendonça bebió un té y se dispuso a dormir. No pudo. Quiso leer; no lo logró. Al rato, salió. Insensiblemente, dirigió sus pasos hacia Mata-Cavalos. La casa de doña Antonia estaba cerrada y silenciosa; evidentemente ya estaban durmiendo. Mendonça dio algunos pasos más junto a la verja del jardín adyacente a la casa. Desde donde se encontraba podía ver la ventana de la habitación de Margarita, poco elevada, y que daba al jardín. Adentro había luz; naturalmente, Margarita estaba despierta. Mendonça sintió que su corazón le latía con una fuerza desconocida. De pronto, en su espíritu surgió una sospecha. No hay corazón crédulo que no tenga desfallecimientos de este tipo; pero, por lo demás, ¿sería errónea su sospecha? Mendonça, sin embargo, no tenía ningún derecho
a la viuda; había sido rechazado categóricamente. Si alguna obligación tenía
era la de la retirada y en silencio.
Mendonça quiso mantenerse dentro de los límites que le habían sido asignados;
la puerta abierta del jardín podía responder a un olvido por parte de los
sirvientes. El médico puso todo su empeño en pensar que todo aquello era
fortuito y, haciendo un esfuerzo, se alejó del lugar. Unos metros más allá se
detuvo y recapacitó: había un demonio que lo empujaba a transponer aquella
puerta. Mendonça volvió y entró con precaución.
Había dado apenas unos pasos cuando se enfrentó con Miss Dollar que empezó a ladrar; parece que la galga había logrado salir de la casa sin ser advertida.
Mendonça la acarició y la perrita pareció reconocer al médico, porque cambió
los ladridos por agasajos. En la pared del cuarto de Margarita se dibujó una
sombra de mujer; era la viuda que se aproximaba a la ventana para ver la causa
del alboroto. Mendonça se escondió como pudo en unos arbustos que crecían
junto a la verja; no viendo a nadie, Margarita volvió a entrar.
Transcurridos algunos minutos, Mendonça salió del lugar en que se encontraba
y se dirigió hacia el lado de la ventana de la viuda. Miss Dollar lo acompañó. Si bien allí el jardín era más alto, ahora no podía ver el aposento de la muchacha.
La perrita, apenas llegaron a ese sitio, trepó ágilmente a una escalera de piedra
que comunicaba el jardín con la casa; la puerta del cuarto de Margarita quedaba
justamente en el corredor en el que desembocaba la escalera; la puerta estaba
abierta. El muchacho imitó a la perrita; subió los seis peldaños de piedra
lentamente; cuando puso el pie en el último oyó a Miss Dollar que saltaba en
la habitación y venía a ladrar a la puerta como avisándole a Margarita que se
aproximaba un extraño.
Mendonça dio un paso más. Pero en ese momento cruzó el jardín un esclavo
que acudía a los ladridos de la perrita; el esclavo examinó el jardín y, no viendo
a nadie, se retiró. Margarita se acercó a la ventana y preguntó qué ocurría;
el esclavo se lo explicó u la tranquilizó diciéndole que no había nadie.
Justamente cuando ella salía de la ventana, aparecía en la puerta la figura de
Mendonça. Margarita se estremeció nerviosa, se puso más pálida de lo que ya
era; después, concentrando en los ojos el monto total de indignación que puede
tener un corazón, le preguntó con voz temblorosa:
—¿Qué hace aquí?
Fue en ese momento, y solo entonces, que Mendonça reconoció toda la bajeza
de su procedimiento, o para decirlo con más exactitud, la profunda alucinación
de su espíritu. Le pareció ver en Margarita a la figura de su propia conciencia,
reprobándole tamaña indignidad. El pobre muchacho no trató de disculparse;
su respuesta fue sencilla y verdadera.
—Sé que cometí una acción infame —dijo él—, no tenía ningún motivo para
hacerlo; estaba loco; ahora me doy cuenta de la magnitud de mi mal. No le
pido que me disculpe, doña Margarita; no merezco su perdón; merezco solo
su desprecio: ¡adiós!
—Comprendo, señor —dijo Margarita—, quiere persuadirme por la fuerza del descrédito público cuando no puede obligarme por el corazón. No es de caballeros.
—¡Oh, no!... le juro que esa no fue mi intención…
Margarita cayó en una silla; parecía llorar. Mendonça dio un paso para entrar,
ya que hasta entonces no se había movido de la puerta; Margarita alzó los ojos
cubiertos de lágrimas y, con un gesto imperioso, le indicó que saliese.
Mendonça obedeció; ni el uno ni el otro durmieron esa noche. Ambos se curvaban
bajo el peso de la vergüenza; pero, para honra de Mendonça, el suyo era
mayor que el de ella, ya que el dolor de la muchacha estaba lejos de alcanzar
la intensidad del remordimiento del médico.
VIII
Al día siguiente estaba Mendonça fumando un puro tras otro, de esos que reservaba para las ocasiones especiales, cuando un carruaje se detuvo ante la puerta de su casa. Minutos después se apeaba de él la madre de Jorge. La visita, al médico, le pareció de mal agüero. Pero apenas la anciana hubo entrado, su recelo se disipó.
—Creo —dijo doña Antonia— que mi edad me permite visitar a un hombre soltero.
Mendonça trató de responder a la broma con una sonrisa pero no pudo. Invitó
a la buena señora a sentarse, y se sentó él también esperando que ella le explicase
los motivos de la visita.
—Ayer le escribí —dijo ella— para que fuese a verme hoy; preferí venir hasta
aquí, temiendo que por algún motivo no se decidiese usted a ir a Mata-Cavalos.
—¿Quería encargarme algo?
—En absoluto —respondió la anciana sonriendo—, le hablaba de un encargo
como podría haberlo hecho de cualquier otra cosa; lo que deseo es informarlo.
—¿Informarme?
—¿Sabe quién tuvo que guardar reposo hoy?
—¿Doña Margarita?
—Así es; amaneció un poco decaída; dijo que pasó una mala noche. Yo creo
que sé cuál es la razón de ello —agregó doña Antonia sonriendo con picardía
a Mendonça.
—¿Y cuál le parece que es la razón? —preguntó el médico.
—¿Acaso no se da cuenta?
—No.
—Margarita lo ama.
Mendonça se levantó de la silla como impulsado por un resorte. La declaración
de la tía de la viuda era tan inesperada que al muchacho le pareció estar soñando.
—Lo ama —repitió doña Antonia.
—No creo —respondió Mendonça tras un silencio—. Ha de ser un engaño suyo.
—¡Engaño! —dijo la anciana.
Doña Antonia le contó a Mendonça que, intrigada por las vigilias de Margarita,
quiso conocer su causa y descubrió en la habitación de la muchacha un diario de impresiones, escrito por ella, a imitación de no sé cuántas heroínas de novelas; ahí había leído la verdad que acababa de decirle.
—¿Pero si me ama —observó Mendonça, sintiendo que un mundo de esperanzas
inundaba su alma—, si me ama, por qué rechaza mi corazón?
—El diario lo explica, se lo aseguro. Margarita fue infeliz en su matrimonio; el marido no aspiró a otra cosa que a gozar de su riqueza; Margarita adquirió la certeza de que nunca sería amada por lo que ella era sino por los bienes que poseía; atribuye a la codicia todo amor que despierta. ¿Se da cuenta?
Mendonça protestó, desconfiado.
—Es inútil que insista —dijo doña Antonia—, yo creo en la sinceridad de su
afecto; hace ya mucho que lo percibí; pero ¿cómo convencer a un corazón
desconfiado?
—No lo sé.
—Ni yo —dijo la anciana—, pero para eso vine hasta aquí; le ruego que vea qué
puede hacer para que mi Margarita vuelva a ser feliz, si es que en algo puede
influir el amor que usted le tiene.
—Creo que es imposible…
Mendonça estuvo tentado de contar a doña Antonia el episodio de la víspera;
pero se arrepintió a tiempo.
Doña Antonia se fue poco después.
La situación de Mendonça, que por un lado se había vuelto más clara, por otro
era más compleja que antes. Todavía era posible intentar algo antes del episodio
de la habitación; pero tras él, Mendonça consideraba imposible lograr nada.
La indisposición de Margarita duró dos días, al final de los cuales la viuda
abandonó la cama y la primera cosa que hizo fue escribir a Mendonça pidiéndole
que fuese a verla.
A Mendonça la invitación le sorprendió profundamente y concurrió de inmediato
a la casa de la muchacha.
—Después de lo que sucedió hace tres días —le dijo Margarita—, comprenderá
usted que no puedo permanecer expuesta a la maledicencia… Usted dice que me ama: pues bien, nuestro casamiento es inevitable.
¡Inevitable! La palabra amargó al médico, que por lo demás no podía negarse a una medida conciliatoria. Recordaba, al mismo tiempo, que era amado; y si
bien esa idea le sonreía a su espíritu, otra venía a disipar ese instantáneo placer,
y era la desconfianza que Margarita nutría a su respecto.
—Estoy a sus órdenes —respondió él.
Se sorprendió doña Antonia la prontitud con que se resolvió el casamiento,
cuando Margarita se lo anunció ese mismo día. Supuso que el muchacho había
realizado un milagro. Tiempo después notó que los novios tenían más cara de
entierro que de casamiento. Interrogó a la sobrina acerca de ello; obtuvo una
respuesta evasiva.
Fue modesta y reservada la ceremonia del casamiento. Andrade ofició de padrino, doña Antonia de madrina; Jorge le habló en el Alcázar a un cura amigo
suyo para que celebrara la ceremonia.
Doña Antonia quiso que la pareja residiera con ella. Cuando Mendonça estuvo
a solas con Margarita le dijo:
—Me casé contigo para salvar tu reputación; no quiero forzar por la fatalidad
de las circunstancias a un corazón que no me pertenece. Seré solo y siempre tu
amigo; hasta mañana.
Salió Mendonça después de este speech, dejando a Margarita vacilante entre la opinión que tenía de él y la impresión que produjeron sus recientes palabras.
No había situación más singular que la de estos cónyuges separados por una
quimera. El día más hermoso se convertía para ellos en un día de desgracia
y soledad; la formalidad del casamiento fue simplemente el preludio del divorcio
más completo. Menos escepticismo por parte de Margarita, más caballerosidad
por parte del muchacho, hubieran evitado el desenlace sombrío de
aquella comedia del corazón. Vale más imaginar que describir las torturas de
aquella noche de casados.
Pero aquello que el espíritu del hombre no logra derrotar, ha de vencerlo el
tiempo, a quien cabe la razón final. El tiempo persuadió a Margarita de que su
suspicacia era gratuita; y, coincidiendo con él su corazón, pudo consumarse el
casamiento recientemente celebrado.
Andrade ignoró todo esto; cada vez que encontraba a Mendonça, lo llamaba
Colón del amor; tenía Andrade la manía de toda persona a quien las ideas se
le ocurren trimestralmente; apenas daba con alguna más o menos ingeniosa, la
repetía hasta la saciedad.
Los dos esposos son todavía novios y prometen serlo hasta la muerte. Andrade
se metió en la diplomacia y se perfila como uno de los luceros de nuestra
representación internacional. Jorge sigue siendo un incurable farrista; doña
Antonia se prepara para despedirse del mundo.
En cuanto a Miss Dollar, causa indirecta de todos estos sucesos, un día, al salir a la calle, fue atropellada por un carruaje; falleció poco después. Margarita no pudo retener algunas lágrimas por la noble perrita; el cuerpo fue enterrado en la quinta familiar, a la sombra de un naranjo; cubre la sepultura una lápida con esta simple inscripción: A Miss Dollar.
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