Machado de Assis
(Rio de Janeiro, 1839-1908)
Teoría del fanfarrón (1881)
(Diálogo)
(“Teoria do Medalhão (Dialogo)”)
[Otro título en español: “Teoría del figurón”]
Originalmente publicado en Gazeta de Notícias (18 de diciembre de 1881)
Papéis Avulsos
(Río de Janeiro: Lombaerts & C., 1882, 304 págs.)
—¿Tienes sueño?
—No, señor.
—Ni yo; conversemos un poco. Abre la ventana. ¿Qué horas son?
—Las once.
—Ya se fue el último invitado de nuestra modesta cena. Así que has llegado, mi
querido muchacho, a tus veintiún años. Hace veintiún años, el día 5 de agosto
de 1854, venías tú a la luz un chiquillo insignificante, y ahora ya eres un hombre,
largos bigotes, varios enredos amorosos…
—Papá…
—No seas melindroso y hablemos como dos amigos. Cierra esa puerta; voy a decirte cosas impresionantes. Siéntate y conversemos. Veintiún años, algunas pólizas,
un diploma, puedes entrar al parlamento, a la magistratura, al periodismo, a la agricultura, a la industria, al comercio, a las letras o a las artes. Hay infinitas
carreras delante de ti. Veintiún años, mi muchacho, forman apenas la primera
sílaba de nuestro destino. Los mismos Pitt y Napoleón, a pesar de precoces,
no fueron todos a los veintiún años, mas cualquiera que sea la profesión que
escojas, mi deseo es que llegues a ser grande e ilustre, o por lo menos notable;
que te levantes por encima de la oscuridad común. La vida, Janjão, es una gran
lotería; los premiados son pocos, los malogrados incontables, y con los suspiros
de una generación se amansan las esperanzas de otra. Así es la vida; no hay
plegarias ni maldiciones que valgan, solo cabe aceptar las cosas como son, con
sus cargas y tropiezos, glorias y descréditos, y seguir adelante.
—Sí, señor.
—Sin embargo, así como es de buen tino guardar un pan para la vejez, así también es de buena práctica social conocer más de un oficio ante la posibilidad
de que los otros fallen, o no compense suficientemente el esfuerzo de nuestra
ambición. Es esto lo que te aconsejo hoy, día de tu mayoría de edad.
—Se lo agradezco, créamelo, pero, ¿podría usted decirme cuál es ese oficio
eventual?
—Ninguno me parece más útil y adecuado que el de fanfarrón. Ser fanfarrón
fue el sueño de mis años mozos; me faltó, empero, las instrucciones de un padre,
y acabo como ves, sin más consuelo y estímulo moral que el de depositar
en ti mis esperanzas. Óyeme bien, mi querido hijo, óyeme y entiende. Eres
joven, tienes, naturalmente, el ardor, la exuberancia, los impulsos propios de
tu edad; no los rechaces pero modéralos, de modo que a los cuarenta y cinco
años puedas entrar francamente en el régimen del aplomo y la mesura. El sabio
que dijo: “la gravedad es un misterio del cuerpo”, definió la compostura
del fanfarrón. No confundas esa gravedad con aquella otra que, aunque resida
en el aspecto, es un puro reflejo o emanación del espíritu; esa es del cuerpo,
tan solo del cuerpo, una señal de la naturaleza o una expresión de la vida. En
cuanto a la edad de cuarenta y cinco años…
—Es verdad, ¿por qué cuarenta y cinco años?
—No es, como puedes suponer, un límite arbitrario, hijo del puro capricho;
es la edad en que normalmente se produce el fenómeno. Generalmente, el
auténtico fanfarrón comienza a manifestarse entre los cuarenta y cinco y los cincuenta años, aun cuando haya algunos ejemplos entre los cincuenta y cinco y los sesenta, pero estos son raros. Los hay también de cuarenta años, y otros más precoces, de treinta y cinco y de treinta; no son, sin embargo comunes. Ni hablar de los veinticinco: semejante madrugar es privilegio del genio.
—Entiendo.
—Vayamos a lo principal. Una vez ingresado en la carrera debes poner todo tu
cuidado en las ideas que habrás de nutrir tanto para uso ajeno como propio. Lo
mejor será no tenerlas absolutamente; cosa que entenderás bien, imaginando,
por ejemplo, a un actor imposibilitado de usar uno de sus brazos. Él puede,
mediante un artificio milagroso, disimular su defecto a los ojos de la platea,
pero lo mejor sería disponer de los dos. Lo mismo ocurre con las ideas; se puede,
con violencia, ahogarlas, esconderlas hasta la muerte; pero ni esa habilidad
es tan común, ni un esfuerzo tan constante convendría al ejercicio de la vida.
—Pero quién le dice a usted que yo…
—Tú, hijo mío, si no me engaño, pareces dotado de la perfecta inopia mental,
conveniente al uso de este noble oficio. No me refiero tanto a la fidelidad con
que repites en una reunión las opiniones oídas en una esquina, y viceversa,
porque ese hecho aun cuando indique cierta carencia de ideas, bien puede no
ser más que una traición de la memoria. No, me refiero al gesto correcto y perfilado
con que sueles exponer con franqueza tus simpatías o antipatías acerca
del corte de un chaleco, las dimensiones de un sombrero, el crujir o el suave
deslizar de las botas nuevas. He aquí un síntoma elocuente, he ahí una esperanza.
Sin embargo, pudiendo ocurrir que, con los años, lleguen a agobiarte
algunas ideas propias, urge equipar debidamente el espíritu. Las ideas, por su
naturaleza, son espontáneas y súbitas; por más que las sufrimos, ellas irrumpen
y se precipitan. De allí la precisión con que el vulgo, cuyo olfato extremadamente
delicado, distingue al fanfarrón cabal de aquel que no lo es.
—Presumo que así sea, pero un obstáculo así es invencible.
—No lo es; hay un medio: consiste en recurrir a un régimen debilitante; leer
compendios de retórica, oír ciertos discursos, etcétera. El voltarete, el dominó, y el whist [en inglés, es un juego de cartas, en el que se utiliza una baraja francesa y se enfrentan dos parejas de jugadores] son remedios aprobados. El whist tiene incluso la rara ventaja de habituar al silencio, que es la forma extrema de la circunspección. No digo lo mismo de la natación, de la equitación y de la gimnasia, si bien ellas hacen reposar el cerebro; pero, por lo mismo que favorecen su descanso, les restituyen las fuerzas y el dinamismo perdidos. El billar, en cambio, es excelente.
—¿Cómo así? ¿No es también un ejercicio temporal?
—No digo que no, pero hay cosas en que la observación desmiente a la teoría.
Si te recomiendo especialmente el billar es porque las estadísticas más escrupulosas
muestran que las tres cuartas partes de los frecuentadores del taco
suelen estar de acuerdo en todo. El paseo por las calles, especialmente por
aquellas que estimulan la distracción e inducen a detenerse de tramo en tramo,
es utilísimo, siempre y cuando no las recorras solo, porque la soledad es fábrica
de ideas, y el espíritu abandonado a sí mismo, aun en medio de la multitud,
puede sentirse propenso a semejante actividad.
—¿Pero y si yo no encuentro el amigo adecuado y dispuesto a salir conmigo?
—No importa; te queda el valeroso recurso de mezclarte con los vagabundos,
junto a los cuales todo el polvo de la soledad se disipa. Las librerías, sea a causa
de la atmósfera del lugar o por cualquier otra razón que se me escapa, no son
propicias a nuestro fin; es, no obstante, conveniente entrar de vez en cuando a
ella, no digo a escondidas, sino expuesto a la vista de todos. Puedes resolver
la dificultad de un modo simple: ve allí a hablar de una noticia de momento,
del chiste de la semana, de un contrabando, de una calumnia, de un cometa, de
cualquier cosa, siempre que no prefieras interrogar directamente a los lectores
de las bellas crónicas de Mazade; 75 por ciento de esos estimables caballeros
te repetirán las mismas opiniones y semejante monotonía es enormemente
saludable. Con este régimen, durante ocho, diez, dieciocho meses – supongamos
dos años – reduces el intelecto, por más pródigo que sea, a la sobriedad,
a la disciplina, al equilibrio común. Nada digo del vocabulario, ya que todo lo
que a él atañe está subentendido en el uso de las ideas; ha de ser naturalmente
simple, tibio, apocado, sin notar resplandecientes, sin colores estridentes…
—¡Pero esto es del diablo! Eso de no poder adornar el estilo de vez en cuando…
—Puedes hacerlo; puedes emplear unas cuantas figuras expresivas, la hidra de
Lerna, por ejemplo, la cabeza de Medusa, el tonel de las Danaides, y las alas de
Ícaro, y otras, que románticos, clásicos y realistas emplean sin decoro, cuando las necesitan. Sentencias latinas, dichos históricos, versos célebres, sentencias
jurídicas, máximas, es aconsejable lucirlos en los discursos de sobremesa, de
felicitación o de agradecimiento. Caveant, consules [en latín, que velen los cónsules] es un excelente cierre
para un artículo político; diré lo mismo del Si vis pacem para bellum [en latín, si quieres la paz, prepara la guerra]. Algunos
suelen renovar el sabor de una cita intercalándola con una frase inédita,
original y bella, pero no te recomiendo ese artificio; sería desnaturalizar su
gracia anticuada. Mejor que todo eso, empero, que al fin de cuentas no pasa
de mero adorno, son las frases hechas, las locuciones convencionales, las fórmulas
consagradas por loa años, incrustadas en la memoria individual y colectiva.
Esas fórmulas tienen la ventaja de no obligar a los otros a un esfuerzo
inútil. No las enumero ahora, pero lo haré por escrito. Por lo demás, el mismo
oficio te irá enseñando los elementos de ese difícil arte de pensar lo pensado.
En cuanto a la utilidad de un sistema como este, basta figurarse una hipótesis.
Se promulga una ley, se la ejecuta, no produce efecto, subsiste el mal. He
ahí una cuestión que puede estimular las curiosidades desocupadas, motivar
una investigación pedante, inducir a un acopio fastidioso de documentos y
observaciones, análisis de causas probables, causas ciertas, causas posibles,
un estudio infinito de las aptitudes del sujeto reformado, de la naturaleza del
mal, de la manipulación del remedio, de las circunstancias de la aplicación;
materia, en fin, para todo un andamiaje de palabras, conceptos y desvaríos. Tú
puedes ahorrar a tus semejantes todo ese discurso confuso diciendo simplemente:
¡Antes de las leyes, reformemos las costumbres! Y esta frase sintética,
transparente, límpida, tomada al patrimonio común, resuelve más rápido el
problema, penetra en los espíritus como un chorro súbito de sol.
—Empiezo a notar, padre, que usted condena toda y cualquier aplicación de
procesos modernos.
—Entendámonos. Condeno la aplicación, celebro la nomenclatura. Lo mismo
digo de toda la reciente terminología científica: debes memorizarla. Teniendo
en cuenta que el rasgo peculiar del fanfarrón debe ser una cierta actitud propia
del dios Término, y que las ciencias son obras del movimiento humano, conviene,
ya que tendrás que ser un fanfarrón en el futuro, que tomes las armas
de su tiempo. Y una de dos: o ellas serán usadas y divulgadas dentro de treinta
años, o se conservarán nuevas; en el primer caso, te pertenecen por derecho propio; en el segundo, puedes presumir esgrimiéndolas, para mostrar que también
son tuyos los atributos del pintor. De a poco, con el tiempo, irás sabiendo
a qué leyes, casos y fenómenos responde toda esa terminología; porque el
método de interrogar a los propios maestros y portavoces de la ciencia, en sus
libros, estudios y memorias, además de tedioso y cansador, acarrea el peligro
de la inoculación de ideas nuevas, y es radicalmente falso. Agrega a esto que
el día en que vengas a enseñorearte del espíritu de aquellas leyes y fórmulas,
serás probablemente llevado a emplearlas con tamaña mesura, como la costurera
–vivaz y muy de moda−, que, según un poeta clásico,
Cuanto más paño tiene, más ahorra el corte
Y menor es el montón en que alardean los retazos;
Y este fenómeno, tratándose de un fanfarrón, no tendría nada de científico.
—¡Increíble! ¡Es una profesión difícil!
—Y aún no llegamos al punto esencial.
—Vayamos al punto, entonces.
—No te he hablado aún de los beneficios de la publicidad. La publicidad es una
dama coqueta y distinguida, que debes seducir mediante pequeñas atenciones,
golosinas, cojines, cosas menudas, que más que atrevimiento y ambición, expresan
la constancia del efecto. Que Don Quijote solicite sus favores mediante
acciones heroicas o costosas es una fatalidad propia de este ilustre lunático. El
verdadero fanfarrón adopta otra política. Lejos de inventar un Tratado Científico
de la Crianza de los Corderos, compra un cordero y se lo ofrece a sus
amigos en forma de una cena, cuya realización no puede pasar desapercibida a
sus conciudadanos. Una noticia trae la otra; cinco, diez, veinte veces ponen tu
nombre ante los ojos del mundo. Comisiones o diputaciones para felicitar a un
agraciado, a un benemérito, a un visitante extranjero, suelen dar lugar a singulares
distinciones, de igual modo los agasajos ofrecidos a hermandades y asociaciones
diversas, sean mitológicas, cinegéticas o coreográficas. Los sucesos
de cierto orden, aunque de poca monta, pueden merecer destacarse siempre
que pongan de relieve tu persona. Me explico. Si te caes de un coche, sin otro
daño que el susto, es útil divulgarlo a los cuatro vientos, no por el hecho en sí,
que es insignificante, sino para lograr que se recuerde un nombre que goza de
consenso general. ¿Te das cuenta?
—Perfectamente.
—Se trata de una publicidad constante, barata, fácil, de todos los días; pero hay otra. Sea cual fuere la teoría de las artes, es indudable que el sentimiento de la
familia, la amistad personal y la estima pública incitan a la reproducción de los
rasgos de un hombre amado o benemérito. Nada impide que seas objeto de una
distinción semejante, principalmente si la sagacidad de los amigos no encuentra
rechazo de tu parte. En tal caso no solo las reglas de la más vulgar aconsejan
aceptar el retrato o el busto, como sería inapropiado impedir que los amigos lo
expusiesen en recinto público. De esta manera, el nombre queda vinculado a la
persona; quienes hayan leído tu reciente discurso (supongamos) en la sección inaugural
de la Unión de Peluqueros, reconocerán en la compostura de las facciones
del autor de esta obra grave, en quien la “palanca del progreso” y el “sudor
del trabajo” vencen a los “colmillos hambrientos” de la miseria. En el caso de
que una comisión lleve a tu casa el retrato, debes recibir el obsequio con un discurso
lleno de gratitud y un vaso de agua: es de buen uso, razonable y honesto.
Invitarás entonces a los mejores amigos, a los parientes y, si fuera posible, una o
dos personas representativas. Más aún. Si ese día es un día de gloria o regocijo,
no veo cómo podrás, decentemente, negar un lugar en tu mesa a los reporters de
los periódicos. En todo caso, si las obligaciones de esos ciudadanos les impiden
concurrir, puedes ayudarlos de cierta manera, redactando tú mismo la noticia de
la fiesta; y, si llevado por tal o cual escrúpulo, por lo demás comprensible, no
quieras con tu propia mano anexar tu nombre a los calificativos dignos de él,
encarga la redacción de la noticia a algún amigo o pariente.
—Le aseguro que lo que usted me enseña no es nada fácil.
—Ni yo digo que lo sea. Es difícil, demanda tiempo, mucho tiempo, lleva años,
paciencia, trabajo ¡y felices de quienes logran entrar en la tierra prometida! A
aquellos que allí no llegan, los devora la oscuridad. ¡Pero los que triunfan! Tú
triunfarás, créeme. Verás caer las murallas de Jericó al son de las trompetas
sagradas. Solo entonces podrás decir que has alcanzado tu meta. Comienza
hoy mismo tu etapa de ordenamiento indispensable, de figura obligada, de
rótulo. Se acabó la necesidad de propiciar ocasiones, comisiones, cofradías;
ellas vendrán por ti con su aire pesado y crudos de sustantivos desadjetivados,
y tú serás el adjetivo de esas oraciones opacas, el odorífero de las flores, el
añilado de los cielos, el solícito de los ciudadanos, el novedoso y suculento de los relatos. Y ser eso es lo principal, porque el adjetivo es el alma del idioma, su porción idealista y metafísica. El sustantivo es la realidad desnuda y cruda, es el naturalismo del vocabulario.
—¿Y cree usted que ese arduo oficio es suficiente para todos los déficits de la vida?
—Ciertamente; no queda excluida ninguna otra actividad
—¿Ni la política?
—Ni la política. Todo el secreto está en no infringir las reglas y obligaciones
capitales. Puedes pertenecer a cualquier partido, liberal o conservador, republicano
o ultramontano, con el único requisito de que no atribuyas ningún contenido especial a esos vocablos, y le reconozcas únicamente la utilidad del Shibboleth [proviene del relato bíblico en el que su pronunciación sirvió para identificar a los miembros de la tribu de Efraím; señala una práctica que identifica a los miembros de un grupo, como si fuera una “clave secreta”] bíblico.
—Si llego al parlamento, ¿puedo ocupar la tribuna?
—Puedes y debes hacerlo; es una manera de convocar la atención pública. En
cuanto al contenido de los discursos, puedes elegir: o los negocios menudos
o la metafísica política; opta, sin embargo, por la metafísica. Los negocios
menudos, cabe confesarlo, no contradicen aquel aburrimiento de buen tono
propio de un fanfarrón consumado; pero, si puedes, elige la metafísica: es más
fácil y atractiva. Supongamos que se trata de saber por qué motivo la séptima
compañía de infantería fue trasladada de Uruguayana a Canguçú; escuchará
únicamente el Ministro de Guerra, quien te explicará en diez minutos las
razones de ese acto. No ocurrirá lo mismo con la metafísica. Un discurso de
metafísica política apasiona naturalmente a los partidos y al público, incita a
los apartes y a las respuestas. Y además no obliga a pensar y descubrir. En esta
área de los acontecimientos humanos ya está todo resuelto, formulado, rotulado,
encajonado; no cabe otra cosa que proveer las alforjas de la memoria.
En ningún caso, sea cual fuera la orientación que tomes, debe trascender los
límites de una envidiable vulgaridad.
—Haré lo que pueda. ¿Nada de imaginación, verdad?
—Ninguna; más bien haz circular el rumor de que semejante don es insignificante.
—¿Ninguna filosofía?
—Entendámonos: en el papel y en la retórica, algo; en la realidad, nada. “Filosofía de la historia”, por ejemplo, es una locución que debes emplear con
frecuencia, pero te prohíbo que llegues a otras conclusiones que no sean las ya
encontradas por otros. Escápale a todo lo que pueda oler a reflexión, originalidad,
etcétera.
—¿También a la risa?
—¿Cómo a la risa?
—Sí, quiero decir: conviene quedarse serio, muy serio…
—No exageremos. Tienes un genio chispeante, placentero, no deberás refrenarlo
ni eliminarlo; puedes bromear y reír de vez en cuando. Fanfarrón no significa
melancólico. Un ser grave puede tener sus momentos de expansión alegre.
Solo que… y esto es muy delicado…
—Dígame—.
—No debes recurrir a la ironía; ese gesto de la boca, lleno de misterios, inventado por algún griego de la decadencia, contraído por Luciano, transmitido a
Swift y Voltaire, mueca propia de los escépticos y descarados. No más vale
recurrir a la burla, a nuestra buena burla amiga, regordeta, franca, sin rebujos
ni velos, que se mete en la cara de los otros, estalla como una palmada,
hace saltar la sangre en las venas y reventar de risa los tiradores. Usa burla.
¿Qué es esto?
—Media noche.
—¿Media noche? Entras a tus veintidós años, mi muchacho; ya eres definitivamente mayor de edad. Vamos a dormir, que es tarde. Rumia bien lo que te
dije, hijo mío. Guardando las proporciones, la charla de esta noche bien vale
lo que El Príncipe de Maquiavelo. Vamos a dormir.
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