Machado de Assis
(Rio de Janeiro, 1839-1908)


La chinela turca (1875)
(“A chinela turca”)
Originalmente publicado en A Época (nº 1, 14 de noviembre de 1875)
Papéis Avulsos
(Río de Janeiro: Lombaerts & C., 1882, 304 págs.)



      Observad al licenciado Duarte. Acaba de componer el más tieso y correcto nudo de corbata que se diera en aquel año de 1850, y le anuncian en este momento la visita del mayor Lopo Alves. Advertid que es de noche, y son ya más de las nueve. Duarte se estremeció; tenía dos razones para hacerlo. La primera era que el mayor, y esto en cualquier circunstancia imaginable, era uno de los sujetos más cargantes de su tiempo. La segunda era que Duarte terminaba ahora de vestirse para ir a admirar en un baile la más fina cabellera rubia y los ojos más azules y pensativos que este clima nuestro, tan avaro en esos tesoros, hubiera producido jamás. Hacía una semana que se había iniciado aquel noviazgo. Su corazón, dejándose atrapar entre el giro de los valses, delegó en sus ojos, de color castaño, una declaración en regla que ellos transmitieron puntualmente a la muchacha, diez minutos antes de la cena, recibiendo favorable respuesta poco después del chocolate. Tres días más tarde estaba ya en camino la primera carta, y por el giro que llevaban las cosas no sería de extrañar que, antes de finalizar el año, estuviesen ambos camino de la iglesia. En estas circunstancias, la llegada de Lopo Alves era una verdadera calamidad. Viejo amigo de la familia, compañero de su difunto padre en el ejército, el mayor era sin duda merecedor de todos los respetos. Imposible no recibirlo o tratarlo con frialdad. Había por fortuna una circunstancia atenuante: el mayor estaba emparentado con Cecilia, la joven de los ojos azules; en caso de necesidad, era un voto seguro a favor de sus intenciones.
       Duarte se echó encima un batín y se dirigió a la sala, donde Lopo Alves, con un rollo de papel debajo del brazo y la mirada perdida en el aire, parecía totalmente desapercibido de la entrada del licenciado.
       —¿Qué buenos vientos lo traen a Catumbí a estas horas? —preguntó Duarte, dando a su voz la expresión de placer que aconsejaban, no sólo el interés personal, sino también los buenos modales.
       —No me atrevo a asegurar si el viento que me trae es bueno o es malo —respondió el mayor sonriendo por entre el espeso bigote gris—; lo que sí puedo asegurar es que es un viento vigoroso. ¿Piensa salir?
       —Voy hasta Río Largo.
       —Ya veo; piensa ir a casa de la viuda Meneses. Mi mujer y las niñas ya deben estar allá: yo iré más tarde, si puedo. Aún es temprano, ¿verdad?
       Lopo Alves sacó su reloj y vio que eran las nueve y media de la noche. Acariciándose el bigote, se puso de pie, dio algunos pasos por la sala, volvió a sentarse y dijo:
       —Voy a darle una noticia que ciertamente no espera. Sepa usted que he escrito... he escrito un drama.
       —¡Un drama! —exclamó el licenciado.
       —¿Qué quiere usted? Desde niño padezco de achaques literarios. Ni siquiera el servicio militar logró curarme; fue apenas un paliativo. El mal ha regresado con la intensidad de los primeros tiempos. No me queda más remedio que aceptarlo, y dejar a la naturaleza que siga su curso...
       Duarte recordó que, en efecto, el mayor le habló alguna vez de ciertos discursos inaugurales, dos o tres elegías y un buen número de artículos que había escrito con ocasión de las Campañas de Río de La Plata. Pero hacía muchos años que Lopo Alves había dejado en paz los soldados rioplanteses y los difuntos; nada hacía suponer que la enfermedad volviese, y más aún encarnada en un drama. El licenciado hubiera tenido mayores bases para explicarse el asunto, de haber sabido que Lopo Alves, hacía de esto algunas semanas, había asistido a la representación de una pieza ultraromántica; la obra le gustó mucho, y le dio la idea de enfrentarse él mismo a las luces de la escena. No entró el mayor en estas minucias necesarias, y el licenciado se quedó ignorante de las causas de la explosión dramática del militar. Ni las supo, ni le importó averiguarlas. Alabó las facultades creativas del mayor, habló calurosamente de la ambiciosa vocación que lo llevaría sin duda al triunfo escénico, prometió que lo recomendaría a algunos amigos suyos, periodistas del Correo Mercantil, y sólo se detuvo en seco, palideciendo, cuando vio que el mayor, temblando de felicidad, se disponía a abrir el rollo de papel que llevaba consigo.
       —Le agradezco sus buenas intenciones —dijo Lopo Alves—, y acepto el obsequio que acaba de hacerme; antes, sin embargo, voy a pedirle otro. Sé que es usted inteligente y culto; quiero que me diga con franqueza lo que piensa de mi trabajo. No busco elogios, exijo franqueza y franqueza ruda. Si piensa que no es bueno, dígamelo sin temor.
       Duarte intentó apartar de sí aquel cáliz de amargura; pero era pedir lo imposible. Consultó melancólicamente su reloj, que señalaba las nueve y cincuenta y cinco minutos, mientras el mayor auscultaba amorosamente las ciento ochenta páginas del manuscrito.
       —No nos tomará mucho tiempo —dijo—, sé muy bien lo que se siente cuando se es joven y está por delante la perspectiva de una fiesta. No tema, que aún tendrá tiempo para bailar dos o tres valses con ella, si es que hay una ella, o con ellas. ¿No cree que estaríamos mejor en su gabinete?
       Para el licenciado resultaba indiferente el lugar del suplicio; accedió al deseo de su huésped. Este, sintiéndose como en casa, ordenó al criado que no dejase entrar a nadie. El verdugo no quería testigos. La puerta del gabinete se cerró; Lopo Alves se ubicó al lado de la mesa, frente al licenciado, quien hundió su cuerpo y su aflicción en una enorme poltrona de damasco, decidido a no pronunciar palabra para llegar lo más pronto posible al final.
       El drama se dividía en siete cuadros. Esta información produjo escalofríos en el oyente. No había nada de nuevo en aquellas ciento ochenta páginas, con excepción de la caligrafía del autor. Lo demás era la fiel reproducción de todos los asuntos, caracteres, ficelles y hasta estilo del más típico romanticismo desgreñado. Lopo Alves pensaba haber escrito algo original, pero en realidad no había hecho más que acumular ocurrencias ajenas. En otras circunstancias, la lectura de la obra hubiera servido para un buen rato de diversión. Ya desde el primer cuadro, especie de prólogo, hacían su aparición una niña raptada, un envenenamiento, dos encapuchados, la punta de un puñal y un alud de adjetivos no menos afilados que el puñal. En el segundo cuadro se narraba la muerte de uno de los encapuchados, que debía resucitar en el tercero, ir a prisión en el quinto, y dar muerte al tirano en el séptimo. Junto a la muerte ficticia del encapuchado, el segundo cuadro contenía también un nuevo rapto de la niña, ya convertida en una muchacha de diecisiete años, un monólogo que parecía durar el mismo lapso, y el robo de un testamento.
       Eran casi las once cuando terminó la lectura del segundo cuadro. Duarte contenía con esfuerzo la ira; ya era imposible la visita a Río Largo. No es arriesgado suponer que, si en aquel momento el mayor hubiese caído muerto, Duarte habría dado gracias a la Providencia. El carácter del licenciado no daba pie para tanta ferocidad; pero la lectura de un mal libro es capaz de producir fenómenos aún más terribles. Añádase que, mientras ante los ojos carnales del licenciado aparecía en toda su espesura la melena de Lopo Alves, resplandecían en su alma los hilos de oro que adornaban el hermoso rostro de Cecilia; veía sus ojos azules, su tez blanca y rosada, el gesto delicado y gracioso, su presencia borrando todas las otras damas que debían estar ahora en el salón de la viuda Meneses. Imaginaba ese cuadro, y oía mentalmente la música, las voces, el sonar de los pasos y el roce de las sedas. Mientras tanto la voz gangosa de Lopo Alves iba desgranando cuadros y diálogos, con la impasibilidad de una convicción inconmovible.
       Volaba el tiempo, y el escucha había perdido ya la cuenta de los cuadros leídos. Hacía rato que habían sonado las doce de la noche; el baile estaba perdido. De repente, Duarte vio que el mayor enrollaba de nuevo el manuscrito, se ponía de pie, componía la figura, clavaba en él unos ojos rencorosos, y salía arrebatadamente de la habitación. Duarte intentó llamarlo, pero el asombro le negaba la voz y el movimiento. Cuando logró recobrarse, alcanzó a oír apenas el taconeo seco y colérico del dramaturgo en las piedras de la calzada.
       Se asomó a la ventana; nada vio ni oyó; autor y drama habían desaparecido.
       —¿Por qué no se le habrá ocurrido esto antes? —dijo suspirando.
       No había tenido tiempo aquel suspiro de abrir las alas y volar por la ventana abierta, en procura de Río Largo, cuando el criado del licenciado vino a anunciarle la visita de un hombre bajo y gordo.
       —¡A esta hora! —exclamó Duarte.
       —A esta hora —replicó el hombre bajo y gordo, entrando en la habitación—. A esta hora o a cualquier hora, puede la policía entrar en la casa de un ciudadano, cuando se trata de aclarar un delito grave.
       —¡Un delito!
       —Creo que me conoce...
       —No tengo ese honor.
       —Soy funcionario de la policía.
       —¿Y qué tengo yo que ver con eso? ¿De qué delito se trata?
       —Poca cosa: un robo. Usted está acusado de haber sustraído una chinela turca. Aparentemente la dicha chinela no tiene valor alguno. Pero hay chinelas y chinelas. Todo depende de las circunstancias.
       El hombre acompañó estas palabras con una risa sarcástica, clavando en el licenciado una mirada de inquisidor. Duarte no conocía siquiera la existencia del objeto robado. Supuso que se trataba de una confusión de nombres, y no dio importancia a la injuria irrogada a su persona, y de algún modo a su clase, al llamarlo culpable de ratería. Así lo expresó al funcionario de la policía, agregando que, de cualquier modo, era injustificable que viniese a importunarle a semejante hora.
       —Habrá de perdonarme —dijo el representante de la autoridad—. La chinela en cuestión vale algunas decenas de contos de réis; está adornada con finísimos diamantes que la tornan singularmente preciosa. No es turca sólo por la forma, sino también por su origen. Su dueña, que es una de nuestras patricias más viajeras, estuvo hace cerca de tres años en Egipto, en donde la adquirió de un judío. La historia que este alumno de Moisés contó acerca de aquel producto de la industria musulmana, es en verdad milagrosa, y, a mi modo de ver, completamente falsa. Pero no viene al caso relatarla. Lo importante es que ha sido robada, y que la policía ha recibido una denuncia en contra de usted.
       A esta altura de su discurso, el hombre se aproximó a la ventana; Duarte tuvo la sospecha de que podía tratarse de un loco o de un ladrón. No tuvo tiempo de pensar mucho en esa posibilidad, porque al cabo de algunos segundos vio entrar cinco hombres armados, que lo ataron por las muñecas y lo empujaron escaleras abajo, sin hacer caso de sus gritos ni de sus repulsas. En la calle aguardaba un coche donde lo metieron a la fuerza. Allí lo esperaba ya el hombre bajo y gordo, en compañía de un sujeto alto y delgado; entre los dos lo hicieron sentar en el fondo del vehículo. Se oyó el restallar del látigo del cochero, y el coche partió a toda prisa.
       —¡Ajá! —dijo el hombre gordo—. Así que usted pensaba que podía impunemente robar chinelas turcas, enamorar damitas rubias, y hasta tal vez casarse con ellas... y por si fuera poco reírse del género humano.
       Al oír aquella alusión a la dama de sus pensamientos, Duarte sintió un escalofrío. Se trataba, por lo que parecía, de la venganza de algún rival despechado. ¿O aquella alusión habría sido casual, sin relación alguna con la historia del robo? Duarte se perdió en una maraña de conjeturas, mientras el coche seguía su marcha a todo galope. Al cabo de un rato, arriesgó una observación.
       —Cualesquiera que sean los crímenes de que se me acusa, supongo que la policía...
       —No somos de la policía —interrumpió fríamente el hombre flaco.
       —¡Ah!
       —Este caballero y yo formamos un par. Con usted, formaremos una terna. Ahora bien, una terna no es mejor que un par; no, de ninguna manera. Una pareja es lo ideal. ¿Supongo que no ha comprendido lo que le digo?
       —No, señor.
       —Ya lo entenderá a su tiempo.
       Duarte se resignó a la espera, se encerró en el silencio, encogió el cuerpo, y dejó que siguieran su curso el coche y la aventura. Cinco minutos después se detenían los caballos.
       —Llegamos —dijo el hombre gordo.
       Diciendo esto sacó un pañuelo del bolsillo y se lo extendió al licenciado para que se vendase los ojos. Duarte se negó, pero el hombre flaco le advirtió que era más prudente obedecer que resistirse. No resistió el licenciado; se ató el pañuelo y bajó del coche. Poco después oyó el crujir de una puerta; dos personas —probablemente las mismas que lo habían acompañado en el viaje—, lo tomaron de las manos y lo guiaron por una infinidad de corredores y escaleras. Mientras caminaba alcanzaba a percibir voces desconocidas, palabras sueltas, frases truncas. Al fin se detuvieron; alguien le ordenó que se sentara y se descubriera los ojos. Duarte obedeció; pero, al quitarse la venda, no había ya nadie a su lado.
       Se hallaba en un amplio salón, muy iluminado, amoblado con elegancia y opulencia. Acaso era excesiva la abundancia de adornos; con todo, no cabía duda que quien los había elegido era persona de buen gusto. Había bronces, lacas, alfombras, espejos; un infinito acopio de objetos, en fin, que llenaban materialmente el recinto y mostraban a las claras su factura de primera clase. La visión de aquel ambiente hizo volver la serenidad al ánimo del licenciado; no era probable que fuese ésta una morada de ladrones.
       El joven se reclinó indolentemente en la otomana... ¡En la otomana! Esta circunstancia le trajo a la memoria el comienzo de su aventura y el robo de la chinela. Unos minutos de reflexión le convencieron de que el asunto de la dichosa chinela se hacía cada vez más problemático. Ahondando en el terreno de las conjeturas, creyó vislumbrar una explicación nueva y definitiva. La chinela no era más que una pura metáfora; simbolizaba el corazón de Cecilia, que él había robado, y era ése el delito por el cual quería castigarle el supuesto rival. Seguramente a esto aludían las palabras misteriosas del hombre flaco: el par es mejor que el trío; una pareja es lo ideal.
       —Sin duda se trata de eso —concluyó Duarte—; ¿pero quién será ese pretendiente derrotado?
       En ese momento se abrió una puerta al fondo del salón y negreó la sotana de un cura de tez blanca y cabeza calva. Duarte se levantó como impulsado por un resorte. El sacerdote atravesó lentamente la sala, le dio su bendición al pasar por su lado, y fue a perderse en otra puerta que se abría en la pared del frente. El licenciado se quedó inmóvil, contemplando estupefacto la segunda puerta con todos sus sentidos paralizados. Lo inesperado de aquella aparición confundió totalmente sus teorías anteriores respecto de la aventura. No tuvo tiempo, sin embargo, de razonar una nueva explicación, porque la primera puerta se abrió de nuevo dando paso a otra figura; se trataba esta vez del hombre flaco, que fue directamente hacia él y lo invitó a seguirlo. Duarte no opuso resistencia. Salieron por una tercera puerta, y, atravesando algunos corredores más o menos iluminados, fueron a desembocar en otro salón, que sólo podía considerarse como tal por la presencia de dos candelabros de plata. Los candelabros estaban colocados sobre una ancha mesa. A la cabecera de ella se encontraba un hombre ya casi viejo, de unos cincuenta y cinco años; era una figura atlética, de abundante cabellera y poblada barba.
       —¿Me conoce? —preguntó el viejo, una vez que Duarte hubo entrado en la habitación.
       —No, señor.
       —Ni es necesario. Lo que aquí vamos a hacer dispensa totalmente la necesidad de cualquier presentación. Sabrá en primer lugar que el robo de la chinela fue un simple pretexto...
       —¡Ah, sin duda! —interrumpió Duarte.
       —Un simple pretexto —continuó el otro—, para poder traerlo a nuestra casa. La chinela nunca fue robada, jamás salió de las manos de su dueña. Juan Rufino, ve a buscarla.
       El hombre flaco salió, y el viejo explicó entretanto al licenciado que la famosa chinela no tenía diamante alguno, ni había sido comprada a ningún judío de Egipto; era turca, sí, tal como se lo habían dicho, y un milagro de pequeñez. Duarte escuchó las explicaciones, y luego, haciendo acopio de todas sus fuerzas, preguntó resueltamente:
       —Señor, ¿me dirá usted de una vez qué quieren de mí y para qué estoy en esta casa?
       —Pronto lo sabrá —respondió tranquilamente el viejo.
       La puerta se abrió y apareció el hombre flaco con la chinela en su mano. Duarte, invitado a acercarse a la luz, pudo verificar que la pequeñez era realmente milagrosa. Estaba hecha de finísimo damasco; en la base del pie, prensada y forrada en seda azul, brillaban dos letras bordadas en oro.
       —Chinela de niño, ¿no cree usted? —dijo el viejo.
       —Supongo que sí.
       —Pues supone mal; pertenece a una muchacha.
       —Así será; nada tengo que ver con eso.
       —¡Perdón!, tiene mucho que ver, porque usted se va a casar con la dueña.
       —¡Casar! —exclamó Duarte.
       —Ni más ni menos. Juan Rufino, ve a buscar a la dueña de la chinela.
       El hombre flaco salió y regresó poco después. Haciéndose a un lado de la puerta, levantó la cortina y dio paso a una mujer que se dirigió al centro del salón. No era una mujer, era una sílfide, una visión de poeta, una criatura divina. Era rubia; tenía los ojos azules, como los de Cecilia, extáticos, unos ojos que buscaban el cielo o que parecían vivir en él; los cabellos, un tanto desordenados, le creaban en derredor de la cabeza una especie de resplandor de santa; santa solamente, no mártir, porque la sonrisa que le temblaba en los labios era una sonrisa de bienaventuranza, como pocas veces habrá existido sobre la tierra. Un vestido blanco, de finísima muselina, le ceñía castamente el cuerpo, cuyas formas sin embargo dejaba entrever, concediendo poco a los ojos pero mucho a la imaginación.
       Un joven como nuestro licenciado no pierde nunca la compostura, ni siquiera en situaciones como aquella. Duarte, al ver a la muchacha, se arregló el traje, retocó su corbata e hizo una ceremoniosa cortesía, a la que ella respondió con tanta gentileza y gracia que la aventura comenzó a parecer mucho menos aterradora.
       —Mi querido doctor, ésta es la novia.
       La muchacha bajó los ojos; Duarte respondió que no tenía deseos de casarse.
       —Tres cosas va a hacer usted ahora mismo —continuó impasiblemente el viejo—: la primera, casarse; la segunda, escribir su testamento; la tercera, tragarse cierta droga de Levante...
       —¡Veneno! —interrumpió Duarte.
       —Ese es el nombre vulgar; yo le doy otro: pasaporte al cielo.
       Duarte estaba pálido y frío. Quiso decir algo, y no pudo. Ni un gemido siquiera lograba brotarle del pecho. Se hubiera desplomado en tierra de no haber allí cerca cierta silla en la que se dejó caer.
       —Usted —continuó el viejo—, es dueño de una pequeña fortuna de ciento cincuenta contos. Esta perla será su heredera universal. Juan Rufino, ve a buscar al sacerdote.
       El cura entró, el mismo cura calvo que había dado su bendición al joven poco antes; entró y se encaminó de inmediato hacia él, murmurando solemnemente un pasaje de Nehemías o cualquier otro profeta menor; tomándolo de una mano, le dijo:
       —¡Levántate!
       —¡No!, ¡no quiero!, ¡no me casaré!
       —¿Ni con estas razones? —dijo el viejo desde la mesa, apuntándole con una pistola.
       —¿Se trata de un asesinato?
       —Usted lo ha dicho; la diferencia está en el género de muerte; o violenta con esto, o suave con la droga. ¡Elija!
       Duarte sudaba y temblaba. Quiso levantarse y no pudo. Las rodillas le batían una contra otra. El cura se le arrimó al oído, y le dijo en voz baja:
       —¿Quieres huir?
       —¡Ah, sí! —exclamó el joven, no con palabras, que podían ser escuchadas, sino con una mirada en la que puso toda la poca fuerza que aún le restaba.
       —¿Ves aquella ventana? Está abierta; abajo hay un jardín. Arrójate sin miedo.
       —¡Oh, padre! —susurró el licenciado.
       —No soy padre, soy teniente del ejército. No digas nada.
       La ventana estaba semiabierta; a través de ella alcanzaba a verse una franja de cielo, ya medio claro. Duarte no vaciló, y reuniendo todas sus fuerzas, dio un salto desde el sitio donde estaba y cayó encomendándose a la misericordia divina. La altura no era mucha y la caída fue pequeña; el joven se levantó rápidamente, pero el hombre gordo, que estaba en el jardín, le cerró el paso.
       —¿Cómo es eso? —preguntó riendo.
       Duarte no respondió; apretó los puños, golpeó con ellos violentamente el pecho del hombre, y echó a correr por el jardín. El hombre no cayó; sintió apenas una fuerte sacudida; y, una vez repuesto de la sorpresa, se lanzó en persecución del fugitivo. Comenzó entonces una carrera vertiginosa. Duarte iba saltando cercos y muros, esquivando canteras, tropezando casi con árboles que una y otra vez se atravesaban en su carrera. El sudor le caía a raudales, respiraba con agitación, y comenzaba poco a poco a perder el aliento; una de sus manos estaba herida, la camisa salpicada del rocío de las hojas; dos veces estuvo a punto de ser atrapado; la chaqueta se le había quedado prendida en una maraña de espinos. Por fin, cansado, herido, jadeante, fue a caer en los peldaños de piedra de una casa que había en medio del último trecho del jardín que había atravesado.
       Miró hacia atrás; no vio a nadie; su perseguidor no lo había seguido hasta allí. No obstante, podía aparecer en cualquier momento; Duarte se enderezó con dificultad, subió los cuatro escalones que aún le faltaban, y entró en la casa, cuya puerta, abierta, daba a una sala pequeña y baja.
       Había allí un hombre, que leía un ejemplar del Diario del Comercio, y que no pareció advertir su llegada. Duarte se tumbó sobre un sillón. Clavó los ojos en el hombre. Era el mayor Lopo Alves.
       El mayor, empuñando el periódico, cuyas dimensiones se iban volviendo cada vez más exiguas, exclamó de repente:
       —¡Ángel del cielo, estás vengado! Fin del último cuadro.
       Duarte miró al mayor, a la mesa, a las paredes, se frotó los ojos y respiró profundamente.
       —¡Y bien!, ¿qué le pareció?
       —¡Ah!, ¡excelente! —respondió el licenciado, levantándose.
       —Pasiones fuertes, ¿eh?
       —Fortísimas. ¿Qué horas son?
       —Dieron las dos ahora mismo.
       Duarte acompañó al mayor hasta la puerta, aspiró el aire con fuerza, se palpó el cuerpo, y se aproximó a la ventana. Nada se sabe de lo que pensó durante los primeros minutos; pero, al cabo de un cuarto de hora, he aquí lo que decía para sus adentros:
       —Ninfa, dulce anilla, fantasía inquieta y fértil, tú me salvaste de una pieza abominable con un sueño original, cambiaste mi tedio por una pesadilla: fue un buen negocio. Un buen negocio y una gran lección: me probaste que muchas veces el mejor drama está en el espectador y no en el escenario.




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