Prosper Merimée
(París, Francia, 1803 - Cannes, Francia, 1870)


Visión de Carlos XI (1829)
(“Vision de Charles XI”)
Originalmente publicado en Revue de Paris (26 de julio de de 1829);
Mosaïque
(París: H. Fournier Jeune, Libraire, 1833, 440 págs.), págs. 33-50.



     There are more things in heav’n and earth, Horatio, than are dreamt of in your philosophy.
                  SHAKESPEARE, Hamlet


      Uno se burla de las visiones y de las apariciones sobrenaturales; algunas, no obstante, están tan bien documentadas que, si uno se negara a creerlas, se vería obligado, para ser consecuente, a rechazar en masa todos los testimonios históricos. Un atestado, perfectamente redactado, acompañado de las firmas de cuatro testigos dignos de fe, garantiza la autenticidad del hecho que voy a narrarles. Añadiré que la predicción contenida en ese atestado era conocida y citada mucho antes de que los acontecimientos sucedidos en nuestros días hayan parecido cumplirla.
       Carlos XI, padre del famoso Carlos XII, era uno de los monarcas más déspotas, uno de los más sabios que haya tenido Suecia. Restringió los monstruosos privilegios de la nobleza, abolió el poder del senado, y convirtió en leyes su propia voluntad; en una palabra, cambió la constitución de su país, que antes de él era oligárquico, y obligó a los Estados a entregarle la autoridad absoluta. Era, por lo demás, un hombre ilustrado, valiente, muy ligado a la religión luterana, de carácter inflexible, frío, positivista, completamente desprovisto de imaginación. Acababa de perder a su esposa Ulrica Eleonora. Aunque su dureza hacia esta princesa hubiera acelerado, según dicen, su muerte, él la estimaba y pareció más impresionado por su muerte de lo que habría podido esperarse de un corazón tan seco como el suyo. Después de este acontecimiento se hizo aún más sombrío y taciturno que antes, y se entregó al trabajo con tal ahinco que ponía de manifiesto la necesidad que sentía de alejar de su mente algunas ideas penosas.
       Al final de una velada de otoño se encontraba sentado, en bata y en zapatillas, ante un gran fuego encendido en su gabinete del palacio de Estocolmo. Tenía junto a él a su chambelán, el conde Brahe, al que honraba con su amistad, y al médico Baumgarten quien, dicho sea de paso, presumía de agnóstico y quería que se dudara de todo, excepto de la medicina. Esa noche el rey lo había mandado venir para consultarle acerca de no sé qué indisposición. La velada se prolongaba y el rey, en contra de su costumbre, no les daba a entender, dándoles las buenas noches, que era hora de retirarse. Con la cabeza inclinada y los ojos clavados en los tizones, guardaba un profundo silencio, aburrido de su compañía, pero temiendo, sin saber por qué, quedarse solo. El conde Brahe se había percatado ya de que su presencia no era muy agradable y en numerosas ocasiones había expresado el temor de que Su Majestad tuviera necesidad de reposo, pero un gesto del rey lo había retenido en su sitio. A su vez el médico habló del perjuicio que causan las vigilias a la salud; pero Carlos les respondía entre dientes: “Quédense, aún no tengo ganas de dormir”. Entonces intentaron diversos temas de conversación que se agotaban todos a la segunda o tercera frase. Parecía evidente que Su Majestad se encontraba de mal humor y, en semejante circunstancia, la posición de un cortesano era bastante delicada. El conde Brahe, sospechando que la tristeza del rey procedía de la añoranza que sentía por la pérdida de su esposa, contempló durante algún rato el retrato de la reina colgado en el gabinete, y luego exclamó con un gran suspiro: “¡Qué acertado es este retrato! Miren esa expresión a la vez tan majestuosa y tan dulce…”
       —¡Bah! —respondió bruscamente el rey, que creía oír un reproche cada vez que se pronunciaba ante él el nombre de la reina—. ¡Ese retrato es demasiado favorecedor! La reina era fea. —Luego, enfadado interiormente por su brusquedad, se levantó y dio una vuelta alrededor de la habitación para ocultar una emoción que le hacía enrojecer. Se detuvo ante la ventana que daba al patio. La noche era oscura y la luna se encontraba en cuarto creciente.
       El palacio donde residen hoy los reyes de Suecia no estaba aún acabado, y Carlos XI, que era quien lo había iniciado, ocupaba entonces el antiguo palacio situado en el extremo del Ritterholm que mira al lago Mälar. Era un gran edificio en forma de herradura. El gabinete del rey se encontraba en uno de los extremos, más o menos enfrente de la gran sala donde se reunían los Estados cuando debían recibir alguna comunicación de la corona. Las ventanas de esta sala parecían estar en ese momento iluminadas por una luz intensa. Eso le pareció extraño al rey. Supuso en un primer momento que el resplandor era producido por la antorcha de algún criado. Pero ¿qué habían ido a hacer a esta hora en una sala que desde hacía mucho tiempo no había sido abierta? Además, la luz era demasiado intensa como para provenir de una única antorcha. Se podría atribuir a un incendio; pero no se veía humo, los cristales no estaban rotos, no se escuchaba ningún ruido; todo hacía pensar que se trataba de una iluminación. Carlos miró esas ventanas durante un rato sin hablar. Mientras tanto el conde Brahé, extendiendo una mano hacia el cordón de una campanilla, se disponía a llamar a un paje para enviarlo a reconocer la causa de aquella singular claridad; pero el rey lo detuvo. “Quiero ir personalmente a esa sala” —dijo. Y al concluir esas palabras, se le vio palidecer, y su rostro expresó una especie de terror religioso. Pese a todo salió con paso firme; el chambelán y el médico lo siguieron llevando cada uno una vela encendida.
       El portero, que era el encargado de las llaves, estaba ya acostado. Baumgarten fue a despertarlo y le ordenó, de parte del rey, que abriera al instante las puertas de la sala de Estados. La sorpresa de este hombre fue grande al oír esta orden inesperada; se vistió a la carrera y alcanzó al rey con su manojo de llaves. Primero abrió la puerta de una galería que servía de antecámara o de pasillo a la sala de Estados. El rey entró; pero ¡cuál no sería su asombro al ver las paredes completamente cubiertas de negro!
       —¿Quién ha dado orden de decorar así esta sala? —preguntó con tono de cólera—. “Señor, nadie que yo sepa, —respondió el portero, completamente turbado—. La última vez que mandé barrer la galería estaba revestida de madera de roble como siempre ha estado… Ciertamente estos cortinajes no proceden del guardamuebles de Su Majestad”. El rey, marchando con paso rápido, había llegado a los dos tercios de la galería. El conde y el portero lo seguían de cerca; el médico Baumgarten iba un poco detrás, dividido entre el temor de permanecer solo y el de exponerse a las consecuencias de una aventura que se anunciaba de una manera bastante extraña.
       —¡No vayáis más lejos, Señor! —exclamó el portero—. Juro por mi alma que ahí dentro hay brujería. A estas horas… y después de la muerte de la reina, vuestra graciosa esposa…, se dice que ella se pasea por esta galería… ¡Que Dios nos proteja!
      —¡Deteneos, Señor! —exclamaba por su parte el conde—. ¿No escucháis el ruido que sale de la sala de Estados? ¡Quién sabe a qué peligros se expone Su Majestad!
       —Señor, —decía Baumgarten cuya vela acababa de ser apagada por un soplo de viento—, permitid al menos que vaya a buscar a una veintena de alabarderos.
       —Entremos, —dijo el rey con voz firme deteniéndose ante la puerta de la gran sala—; y tú, portero, abre rápidamente esta puerta”. Él la empujó con el pie, y el ruido, repetido por el eco de las bóvedas, resonó en la galería como un cañonazo.
       El portero temblaba tanto que la llave golpeaba la cerradura sin que lograra hacerla entrar. “¡Un soldado veterano que tiembla! —dijo Carlos encogiéndose de hombros—. ¡Vamos, conde, ábranos esa puerta!”
       —Señor, —contestó el conde retrocediendo un paso— que Su Majestad me ordene marchar delante de la boca de un cañón danés o alemán, yo obedeceré sin dudar; pero es al infierno al que Vos queréis que desafíe.
      El rey arrancó la llave de las manos del portero. “Veo bien, —dijo con tono despectivo—, que he de hacerlo yo mismo”; y antes de que su séquito hubiera podido impedírselo, había abierto la gruesa puerta de roble, y había entrado en la gran sala pronunciando estas palabras: “Con la ayuda de Dios”. Sus tres acólitos, impulsados por la curiosidad, más fuerte que el miedo, o tal vez avergonzados por abandonar a su rey, entraron con él.
       La gran sala estaba iluminada por una infinidad de antorchas. Unos cortinajes negros habían reemplazado a la antigua tapicería de personajes. A lo largo de las paredes se veían dispuestas en orden, como de costumbre, las banderas alemanas, danesas o moscovitas, trofeos de los soldados de Gustavo Adolfo. En medio de la sala se veían los estandartes suecos, cubiertos de crespones fúnebres. Una asamblea inmensa ocupaba los bancos. Las cuatro órdenes del Estado, se encontraban cada una en su fila. Todos estaban vestidos de negro, y esta multitud de rostros humanos, que parecían luminosos sobre un fondo oscuro, deslumbraban de tal forma los ojos, que ninguno de los cuatro testigos de esta escena extraordinaria pudo encontrar en este gentío un rostro conocido. Así como un actor situado frente a un público numeroso no ve nada más que una masa confusa, en la que sus ojos no pueden distinguir a un solo individuo. Sobre el trono elevado desde donde el rey acostumbraba a arengar a la asamblea, vieron un cadáver ensangrentado, revestido con los atributos de la realeza. A su derecha, un niño, de pie y con la corona puesta, se apoyaba sobre el trono. Estaba revestido con el manto de ceremonia que llevaban los antiguos Administradores de Suecia, antes de que Vasa la convirtiera en reino. Frente al trono, numerosos personajes con actitud grave y austera, revestidos con largas túnicas negras, y que parecían jueces, estaban sentados delante de una mesa sobre la que se veían grandes volúmenes infolio y algunos pergaminos. Entre el trono y los bancos de la asamblea había un tajón cubierto con un crespón negro y al lado descansaba un hacha.
       Nadie, en esta asamblea sobrehumana, pareció percatarse de la presencia de Carlos y de los tres personajes que lo acompañaban. A su entrada, no oyeron al principio nada más que un murmullo confuso, en medio del cual el oído no podía percibir palabras articuladas; luego, el más anciano de los jueces con túnicas negras, el que parecía desempeñar las funciones de presidente, se levantó, golpeó tres veces con la mano sobre un infolio abierto ante él. Inmediatamente después se hizo un profundo silencio. Unos jóvenes de buen aspecto, ricamente ataviados y con las manos atadas a la espalda, entraron en la sala por la puerta opuesta a la que acababa de abrir Carlos XI. Marchaban con la cabeza alta y la mirada firme. Detrás de ellos, un hombre robusto, revestido de una casaca de cuero marrón, sujetaba el extremo de las cuerdas que les ataban las manos. El que iba en primer lugar, y que parecía el más importante de los prisioneros, se detuvo en mitad de la caja, delante del tajón, que miró con soberbio desdén. Al mismo tiempo, el cadáver pareció temblar con un movimiento convulsivo y una sangre fresca y bermeja brotó de su herida. El joven se arrodilló, tendió la cabeza, el hacha brilló en el aire y cayó enseguida ruidosamente. Un arroyo de sangre salpicó el estrado y se confundió con la del cadáver; y la cabeza, rebotando varias veces sobre el pavimento enrojecido, rodó hasta los pies de Carlos, que tiñó de sangre.
       Hasta ese momento la sorpresa lo había dejado mudo; pero al contemplar este horrible espectáculo, “su lengua se soltó”; dio algunos pasos hacia el estrado y, dirigiéndose a la figura revestida del manto de Administrador, pronunció valientemente la fórmula bien conocida: Si vienes de parte de Dios, habla; si vienes de parte del Otro, déjanos en paz.
       El fantasma le respondió lentamente y con un tono solemne: “Rey Carlos, esta sangre no correrá durante tu reinado… (aquí la voz se hizo más confusa), sino cinco reinados después. ¡Maldita, maldita, maldita sea la sangre de Vasa!”
       Entonces las formas de los numerosos personajes de esta asombrosa asamblea empezaron a difuminarse y no parecían ya sino sombras coloreadas, poco después desaparecieron por completo; las antorchas fantásticas se apagaron, y las de Carlos y su séquito no iluminaron sino las antiguas tapicerías, ligeramente movidas por el viento. Se oyó después, durante algún rato, un ruido bastante melodioso, que uno de los testigos comparó al murmullo del viento en las hojas y otro al sonido que producen las cuerdas de una harpa al romperse en el momento en que se afina el instrumento. Todos estuvieron de acuerdo respecto a la duración de la aparición, que juraron haber visto alrededor de diez minutos. Los cortinajes negros, la cabeza cortada, los regueros de sangre que manchaban el suelo, todo había desaparecido al mismo tiempo que los fantasmas; sólo la zapatilla de Carlos conservó una mancha roja, que bastaría para haberle recordado las escenas de esta noche si éstas no se hubieran grabado intensamente en su memoria.
       De regreso a su gabinete, el rey mandó escribir el relato de lo que había visto, hizo que lo firmaran sus acompañantes y lo firmó él mismo. Pese a las precauciones que se tomaron para ocultar el contenido de este documento al público, no tardó mucho en ser conocido, incluso en vida de Carlos XI; aún existe, y hasta el momento presente, nadie ha osado poner en duda su autenticidad. El final es magnífico: “Y si lo que acabo de narrar —dice el rey— no es la exacta verdad, renuncio a cualquier esperanza de una vida mejor, que puedo haber merecido por algunas buenas acciones y sobre todo por mi celo en trabajar por la felicidad de mi pueblo y por defender la religión de mis antepasados”.
       Ahora, si se recuerda la muerte de Gustavo III y el juicio de Anckarström, su asesino, se encontrará más de una relación entre este acontecimiento y las circunstancias de esta singular profecía: El joven decapitado en presencia de los Estados designaría a Anckarström. El cadáver coronado sería Gustavo III. El niño, su hijo y sucesor, Gustavo Adolfo IV. El anciano, por fin, sería el duque de Sudermania, tío de Gustavo Adolfo IV, que fue regente del reino, y luego rey tras la deposición de su sobrino.




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