Prosper Merimée
(París, Francia, 1803 - Cannes, Francia, 1870)


Carmen (1845)
(“Carmen”)
Los primeros tres capítulos fueron originalmente publicados
en Revue des Deux Mondes (1 de octubre 1845);
Carmen [Arsène Guillot / L’Abbé Aubain]
(París: Michel Lévy Frères, 1846 [1847], 363 págs.), págs. 1-180.



La mujer es hiel. Pero tiene dos buenos momentos: uno en el lecho, el otro en la muerte.
                                    PALADAS


I

      Siempre había sospechado que los geógrafos no saben lo que dicen cuando sitúan el campo de batalla de Munda en el país de los Bastuli-Pœni, cerca de la moderna Monda, a unas dos leguas al norte de Marbella. Según mis propias conjeturas sobre el texto del autor anónimo de Bellum Hispaniense, y algunos datos recopilados en la excelente biblioteca del duque de Osuna, creía que había que buscar en los alrededores de Montilla el lugar memorable donde, por última vez, César se jugó el todo por el todo contra los campeones de la república. Encontrándome en Andalucía a comienzos del otoño de 1830, hice una excursión bastante larga para aclarar las dudas que aún me quedaban. Una memoria, que publicaré próximamente, no dejará ya, así lo espero, la menor duda en el ánimo de los arqueólogos de buena fe. En espera de que mi disertación resuelva al fin el problema geográfico del que están pendientes todos los eruditos europeos, deseo contaros una breve historia que no prejuzga nada sobre la interesante cuestión del emplazamiento de Munda.
       Había alquilado un guía y dos caballos en Córdoba, y había emprendido la búsqueda con los Comentarios de César y algunas camisas como único equipaje. Cierto día, vagando por la parte elevada de la llanura de Cachena, extenuado por el cansancio, muerto de sed, abrasado por un sol de plomo, estaba mandando al diablo con toda mi alma a César y a los hijos de Pompeyo, cuando divisé, bastante lejos del sendero por el que transitaba, una pequeña zona de césped verde sembrado de juncos y cañas. Esto me indicaba la proximidad de un manantial. Efectivamente, al acercarme, vi que el supuesto césped era un terreno pantanoso donde se perdía un arroyo, que provenía, al parecer, de una estrecha garganta entre dos altos contrafuertes de la sierra de Cabra. Supuse que remontando la corriente hallaría agua más fresca, menos sanguijuelas y ranas, y quizá algo de sombra en mitad de los peñascos. Al entrar en la garganta, mi caballo relinchó, y otro caballo, que yo no podía ver, le respondió inmediatamente. Apenas hube dado un centenar de pasos cuando la garganta, ensanchándose de pronto, me mostró una especie de circo natural perfectamente sombreado por la altura de las escarpaduras que lo rodeaban. Era imposible encontrar un lugar que prometiera al viajero una parada más agradable. Al pie de unos riscos cortados a pico, el manantial se precipitaba borboteando, y caía en una cuenca pequeña tapizada de arena blanca como la nieve. Cinco o seis bellas carrascas, siempre al abrigo del viento y refrescadas por el manantial, crecían en los bordes y lo cubrían con su frondosa sombra; por fin, alrededor de la fuente, una hierba fina, lustrosa, ofrecía un lecho mejor que el que se hubiera encontrado en cualquier posada en diez leguas a la redonda.
       No me correspondía el honor de haber descubierto tan bello lugar. En él se encontraba ya un hombre descansando, que estaba durmiendo, sin duda, cuando llegué. Despertado por los relinchos, se había levantado y se había acercado a su caballo, el cual había aprovechado el sueño de su amo para darse un banquete de hierba por los alrededores. Era un joven gallardo, de estatura media, pero de aspecto robusto, de mirada sombría y altanera. Su tez, que había podido ser bella, se le había puesto, por la acción del sol, más oscura que el pelo. Con una mano sujetaba el ronzal de su cabalgadura, con la otra, un trabuco de cobre. Confesaré que, en el primer momento, el trabuco y el aspecto huraño de su dueño me sorprendieron un poco; pero no creía ya en los bandoleros, a fuerza de oír hablar de ellos y no encontrarlos jamás. Además, había visto a tantos honrados cortijeros armarse hasta los dientes para ir al mercado, que la presencia de un arma de fuego no me autorizaba a poner en duda la moralidad del desconocido. —“Y además —me decía a mí mismo— ¿qué haría él con mis camisas y mis Comentarios de Elzévir?”. Saludé, pues, al hombre del trabuco con un movimiento familiar de cabeza, y le pregunté sonriendo si había turbado su sueño. Sin responderme, me miró de arriba a abajo; después, como satisfecho de su examen, miró con la misma atención a mi guía, que se acercaba. Vi a éste palidecer y detenerse, dando muestras de un terror evidente. “¡Mal encuentro!”, me dije. Pero la prudencia me aconsejó inmediatamente no manifestar ninguna inquietud. Me apeé; dije al guía que desembridara, y, arrodillándome en la orilla del manantial, sumergí en él la cabeza y las manos; después bebí un buen trago, echado de bruces, como los malos soldados de Gedeón. Observaba mientras tanto a mi guía y al desconocido. El primero se acercaba de mala gana; el otro parecía no tener malas intenciones hacia nosotros, pues había dejado de nuevo en libertad a su caballo, y el trabuco, que al principio mantenía horizontal, estaba ahora dirigido hacia el suelo.
       Como no creí que debía molestarme por el poco caso que parecía hacerse de mi persona, me tumbé en la hierba, y con tono desenfadado pregunté al hombre del trabuco si llevaba mechero. Al mismo tiempo sacaba mi petaca de cigarros puros. El desconocido, sin hablar, rebuscó en el bolsillo, cogió su mechero, y se apresuró a darme fuego. Evidentemente se humanizaba; pues se sentó frente a mí, aunque sin dejar su arma. Una vez encendido mi cigarro, escogí el mejor de los que me quedaban y le pregunté si fumaba.
       “Sí, señor”, respondió. Eran las primeras palabras que articulaba y observé que no pronunciaba la s como los andaluces, de donde saqué en conclusión que era un viajero como yo, sólo que menos arqueólogo.
       —Encontrará éste bastante bueno —le dije, ofreciéndole un verdadero puro regalía de La Habana.
       Me hizo una ligera inclinación de cabeza, encendió su cigarro en el mío, me dio la gracias con otro movimiento de cabeza, y se puso a fumar manifestando gran placer.
       —¡Ah! —exclamó, dejando escapar lentamente su primera bocanada por la boca y la nariz— ¡cuánto tiempo hacía que no había fumado!
       En España, un cigarro ofrecido y aceptado establece relaciones de hospitalidad, como en Oriente compartir el pan y la sal. Mi hombre se mostró más hablador de lo que yo había esperado. Por otra parte, aunque dijo que era vecino del partido de Montilla, parecía conocer la comarca bastante mal. No sabía el nombre del maravilloso valle en el que nos encontrábamos; no podía nombrar ningún pueblo de los alrededores; por fin, cuando le pregunté si había visto por la zona muros destruidos, anchas tejas con rebordes o piedras esculpidas, confesó que nunca había prestado atención a esas cosas. En cambio, se mostró experto en materia de caballos. Criticó el mío, lo cual no era difícil; después me hizo la genealogía del suyo, que procedía de la famosa remonta de Córdoba: animal noble, en efecto, tan resistente a la fatiga según su dueño, que una vez había recorrido treinta leguas en un día, al galope o al trote largo. En medio de su parrafada, el desconocido se detuvo bruscamente, como sorprendido y enfadado por haber hablado demasiado. “Es que me urgía llegar pronto a Córdoba, —continuó, un poco desconcertado—. Debía requerir a los jueces para un proceso…”. Mientras hablaba, miraba a Antonio, mi guía, que bajaba los ojos.
       La sombra y el manantial me agradaron tanto que me acordé de las lonchas de excelente jamón que mis amigos de Montilla habían metido en las alforjas del guía. Le pedí que las trajera, e invité al forastero a participar en la improvisada colación. Si no había fumado desde hacía mucho tiempo, me pareció verosímil que no hubiera comido desde hacía cuarenta y ocho horas por lo menos. Devoraba como un lobo hambriento. Pensé que mi encuentro había sido providencial para el pobre diablo. Mi guía, sin embargo, comía poco, bebía aún menos, y no hablaba una palabra, pese a que desde el comienzo de nuestro viaje se hubiera revelado como un parlanchín sin igual. La presencia de nuestro huesped parecía molestarlo, y una cierta desconfianza los alejaba al uno del otro, sin que yo adivinase claramente la causa.
       Las últimas migas de pan y de jamón habían desaparecido ya; habíamos fumado cada uno un segundo cigarro; mandé al guía que embridara los caballos, e iba a despedirme de mi nuevo amigo, cuando éste me preguntó dónde pensaba pasar la noche.
       Antes de que yo hubiera prestado atención a una seña de mi guía, había respondido que iba a la venta del Cuervo.
       —Mal alojamiento para una persona como usted, caballero… Allí voy, y, si usted me permite acompañarlo, haremos el camino juntos.
       —Con mucho gusto —dije, subiéndome al caballo. Mi guía, que me sujetaba el estribo, me hizo una nueva seña con los ojos. Respondí encogiéndome de hombros, como para asegurarle que estaba absolutamente tranquilo, y nos pusimos en camino.
       Las señas misteriosas de Antonio, su inquietud, algunas palabras que se le habían escapado al desconocido, sobre todo su carrera de treinta leguas, y la explicación poco plausible que había dado, habían formado ya mi opinión respecto a mi compañero de viaje. No dudé de que se trataba de un contrabandista, o tal vez de un ladrón, pero ¿qué me importaba? Conocía bastante el carácter español como para estar muy seguro de que no tenía nada que temer de un hombre que había comido y fumado conmigo. Su presencia era incluso una protección segura contra cualquier mal encuentro. Además, estaba muy satisfecho de saber lo que es un bandolero. No se ven todos los días, y hay un cierto encanto en encontrarse junto a un ser peligroso, sobre todo cuando se le nota apacible y domesticado.
       Esperaba conducir poco a poco al desconocido a hacerme confidencias, y, a pesar de los guiños del guía, orienté la conversación hacia los ladrones de caminos. Por supuesto, hablando de ellos con respeto. Había entonces en Andalucía un bandolero famoso, llamado José María, cuyas correrías estaban en boca de todos. “¿Y si estuviera junto a José María?”, me decía a mí mismo… Conté las historias que sabía de ese héroe, todas en su honor, desde luego, y expresé claramente mi admiración por su valor y su generosidad.
       —José María no es más que un truhán —dijo fríamente el desconocido.
       “¿Se hace justicia, o es un exceso de modestia por su parte?”, me decía mentalmente; pues a fuerza de examinar a mi acompañante, había llegado a aplicarle la descripción de José María, que había leído expuesta en las puertas de muchas poblaciones de Andalucía. “Sí, es él… Pelo rubio, ojos azules, boca grande, hermosos dientes, manos pequeñas; camisa fina, chaqueta de terciopelo con botones de plata, polainas de piel blanca, caballo bayo… ¡No cabe duda! Pero respetemos su incógnito”.
       Llegamos a la venta. Era tal y como me la había descrito, es decir, una de las más miserables que yo había encontrado hasta entonces. Una gran sala servía de cocina, comedor y dormitorio. Sobre una piedra plana, se encendía el fuego en medio de la habitación, y el humo salía por un agujero hecho en el techo, o más bien se detenía, formando una nube a unos cuantos pies del suelo. A lo largo de la pared, se veían extendidas en el suelo cinco o seis mantas viejas de mulos; eran las camas de los viajeros. A veinte pasos de la casa o más bien de la única sala que acabo de describir, se levantaba una especie de cobertizo que servía de cuadra. En esta encantadora vivienda no había más seres humanos, al menos de momento, que una vieja y una niña de diez a doce años, las dos del color del hollín y vestidas con harapos horribles. “¡Esto es lo que queda —me dije— de la población de la antigua Munda Bœtica! ¡Oh, César! ¡Oh, Sexto Pompeyo! ¡Qué sorprendidos quedaríais si volvierais a este mundo!”.
       Al ver a mi compañero, la vieja dejó escapar una exclamación de sorpresa. “¡Ah! ¡señor don José!” exclamó.
       Don José frunció el ceño y levantó la mano con un gesto de autoridad que paró inmediatamente a la vieja. Me volví hacia mi guía, y, con una seña imperceptible, le di a entender que no tenía nada que revelarme respecto al hombre con el que iba a pasar la noche. La cena fue mejor de lo que esperaba. Nos sirvieron, en una mesita de un pie de altura, un gallo viejo guisado con arroz y muchos pimientos, después pimientos en aceite y para terminar gazpacho, especie de ensalada de pimientos. Tres platos tan condimentados nos obligaron a recurrir frecuentemente a una bota de vino de Montilla que encontramos delicioso. Después de haber comido, al ver una bandurria colgada en la pared —en España hay bandurrias por todas partes—, pregunté a la niña que nos servía si sabía tocar.
       —No —respondió—; pero don José ¡toca tan bien!
       —Tenga la amabilidad —le dije— de cantarme algo; me gusta con pasión su música nacional.
       —No puedo negarle nada a un señor tan amable que me da tan excelentes cigarros —exclamó don José con semblante de buen humor; y pidiendo la bandurria, cantó acompañándose con ella. Su voz era ruda, pero agradable; la melodía melancólica y extraña; en cuanto a la letra, no comprendí ni una palabra.
       —Si no me equivoco —le dije— no es una canción española lo que acaba de cantar usted. Se parece a los zorcicos, que he oído en las Provincias y la letra debe de estar en vasco.
       —Sí —respondió don José, con tono sombrío. Dejó la bandurria en el suelo, y, cruzado de brazos, se puso a contemplar el fuego que se apagaba, con una singular expresión de tristeza. Iluminado por una lámpara colocada sobre la mesita, su rostro, noble y feroz a la vez, me recordaba al Satán de Milton. Como él, quizá, mi compañero pensaba en el hogar que había abandonado, en el exilio en que había incurrido por una falta. Traté de reanimar la conversación, pero él no respondió, absorto en sus tristes pensamientos. La vieja se había acostado ya en un rincón de la sala, tras una manta agujereada, colgada en una cuerda. La niña la había seguido a este retiro reservado al bello sexo. Entonces mi guía, levantándose, me invitó a seguirle a la cuadra; pero al oírle don José, como despertado de repente, le preguntó con un tono brusco dónde iba.
       —A la cuadra —respondió el guía.
       —¿Para qué? los caballos tienen pienso. Acuéstate aquí, el señor te lo permitirá.
       —Temo que el caballo del señor esté enfermo; quisiera que el señor lo viera; tal vez sepa lo que hay que hacerle.
       Era evidente que Antonio quería hablarme a solas; pero yo no quería que don José empezara a sospechar, y, en el punto en que estábamos, me pareció que la mejor decisión era manifestar la mayor confianza. Respondí pues a Antonio que no entendía nada de caballos y que tenía ganas de dormir. Don José lo siguió a la cuadra, de donde regresó solo enseguida. Me dijo que el caballo no tenía nada, pero que mi guía lo consideraba un animal tan valioso que lo estaba frotando con la chaqueta para hacerle transpirar, y que iba a pasar la noche en esa agradable ocupación. Mientras tanto, yo me había echado sobre las mantas de mulos, cuidadosamente envuelto en el abrigo, para no tocarlas. Después de haberme pedido perdón por la libertad que se tomaba al colocarse a mi lado, don José se acostó delante de la puerta, no sin antes haber renovado el cebo del trabuco, que tuvo la precaución de colocar bajo las alforjas que le servían de almohada. Cinco minutos después de habernos dado las buenas noches, uno y otro estábamos profundamente dormidos.
       Me creía bastante fatigado para poder dormir en semejante alojamiento; pero, al cabo de una hora, picores muy desagradables interrumpieron mi primer sueño. En cuanto comprendí la causa, me levanté, persuadido de que era preferible pasar el resto de la noche a la intemperie que bajo ese inhospitalario techo. Andando de puntillas, llegué a la puerta, pasé por encima del lecho de don José, que dormía el sueño de los justos, y lo hice tan bien que salí de la casa sin que se despertara. Al lado de la puerta había un banco ancho de madera; me eché en él, y me las arreglé lo mejor que pude para acabar la noche. Iba a cerrar los ojos por segunda vez, cuando me pareció ver pasar delante mí la sombra de un hombre y la de un caballo, marchando uno y otro sin hacer el menor ruido. Me incorporé y creí reconocer a Antonio. Sorprendido de verlo fuera de la cuadra a esa hora, me levanté y fui a su encuentro. Como me había visto desde el primer instante, se paró.
       —¿Dónde está? —me preguntó en voz baja.
       —En la venta; duerme; no tiene miedo de las chinches. ¿Por qué, pues, se lleva usted ese caballo?
       Me di cuenta entonces de que, para no hacer ruido al salir del cobertizo, había envuelto cuidadosamente los cascos del animal con los restos de una manta vieja.
       —¡Por Dios, hable usted más bajo! —me dijo Antonio—. Usted no sabe quién es ese hombre. Es José Navarrro, el bandido más famoso de Andalucía. Durante todo el día le he estado haciendo señas que usted no ha querido comprender.
       —Bandido o no, ¿qué me importa? —respondí—; no nos ha robado, y apostaría que no tiene gana de hacerlo.
       —Muy bien; pero hay doscientos ducados para quien lo entregue. Sé de un puesto de lanceros a legua y media de aquí, y antes de que sea de día, traeré a unos cuantos fuertes mocetones. Habría cogido su caballo, pero es tan arisco que nadie, salvo Navarro, puede acercarse a él.
       —¡Váyase al diablo! —le dije—. ¿Qué mal le ha hecho ese pobre hombre para denunciarlo? Además, ¿está seguro de que es el bandolero que dice usted?
       —Completamente seguro; hace un rato, me ha seguido hasta la cuadra y me ha dicho: “Parece que me conoces; si dices a ese buen señor quien soy, te salto la tapa de los sesos”. Quédese, señor, quédese con él; usted no tiene nada que temer. Mientras sepa que está usted aquí, no desconfiará de nada.
       Mientras hablábamos, nos habíamos alejado bastante de la venta por lo que en ella no se podían oír las herraduras. Antonio había librado al caballo, en un abrir y cerrar de ojos, de los harapos con los que le había envuelto los cascos; se disponía a montar en él. Intenté retenerlo con ruegos y amenazas.
       —Señor, soy un pobre diablo —me decía—; no se pueden despreciar doscientos ducados, sobre todo cuando se trata de librar al país de semejante elemento. Pero esté atento; si el Navarro se despierta, cogerá de un salto el trabuco, y ¡pobre de usted! Yo estoy demasiado lejos para volverme atrás; arrégleselas usted como pueda.
       El granuja había montado ya; espoleó y lo perdí pronto de vista en la oscuridad.
       Estaba muy enfadado con mi guía y algo inquieto. Tras un instante de reflexión, me decidí y regresé a la venta. Don José dormía aún, reparando sin duda en ese momento las fatigas y las vigilias de muchas jornadas arriesgadas. Me vi obligado a sacudirlo rudamente para despertarlo. No olvidaré jamás la feroz mirada y el movimiento que hizo para agarrar el trabuco, que, como medida de precaución, yo había alejado un poco de su lecho.
       —Señor —le dije— le pido perdón por despertarlo; pero tengo que hacerle una pregunta tonta: ¿le agradaría ver llegar aquí a media docena de lanceros?
       Se puso en pie de un salto, y con voz terrible:
       —¿Quién se lo ha dicho a usted? —me preguntó.
       —No importa de dónde viene la noticia, con tal de que sea cierta.
       —Su guía me ha traicionado, pero me las pagará. ¿Dónde está?
       —No lo sé… En la cuadra, creo…, pero alguien me ha dicho…
       —¿Quién le ha dicho?… La vieja no puede ser…
       —Alguien que no conozco… Ni una palabra más, ¿tiene usted, sí o no, motivos para no esperar a los soldados? Si los tiene, no pierda el tiempo, si no, buenas noches, y le pido perdón por haber interrumpido su sueño.
       —¡Ah! ¡su guía! ¡su guía! Había desconfiado de él desde el principio… pero… ¡le ajustaré las cuentas!… Adiós, señor. Dios le pague el favor que le debo. No soy tan malo del todo como usted cree… sí, existe aún en mí algo que merece la compasión de un caballero… Adiós, señor… Lo único que siento es no poder corresponderle.
       —En pago al favor que le he hecho, prométame, Don José, no sospechar de nadie, no pensar en la venganza. Tenga estos cigarros para el camino. ¡Buen viaje! —Le tendí la mano.
       Me la estrechó sin responder, tomó el trabuco y las alforjas, y después de haber dicho algunas palabras a la vieja en una jerga que no pude comprender, corrió al cobertizo. Unos instantes después, lo oía galopar por el campo.
       En cuanto a mí, me tumbé de nuevo en el banco, pero no me volví a dormir. Me preguntaba si había obrado bien al salvar de la horca a un ladrón, y tal vez homicida, sólo porque había comido con él jamón y arroz a la valenciana. ¿No había traicionado a mi guía que defendía la causa de las leyes? ¿no lo había expuesto a la venganza de un malvado? ¡Pero los deberes de la hospitalidad!… Prejuicio de salvaje, decía para mis adentros; tendré que responder de todos los crímenes que el bandido va a cometer… Sin embargo, ¿es un prejuicio ese instinto de la conciencia que se resiste a todos los razonamientos? Quizá, en la delicada situación en que me encontraba, no podía salir de ella sin remordimientos. Me debatía aún en la mayor incertidumbre respecto a la moralidad de mi acción, cuando vi aparecer media docena de jinetes con Antonio que, prudentemente, se mantenía en la retaguardia. Fui hacia ellos y les advertí que el bandolero había huido hacía más de dos horas. La vieja, interrogada por el cabo, respondió que conocía al Navarro, pero que, como vivía sola, jamás se habría atrevido a arriesgar su vida denunciándolo. Añadió que su costumbre, cuando venía a esta casa, era marcharse siempre a mitad de la noche. En cuanto a mí, tuve que ir a mostrar el pasaporte a algunas leguas de allí y a firmar una declaración ante un alcalde, tras lo cual se me permitió reanudar mis investigaciones arqueológicas. Antonio me guardaba rencor, al sospechar que era yo quien le había impedido ganar los doscientos ducados. Sin embargo, nos separamos en Córdoba como buenos amigos; allí, le di una gratificación tan grande como el estado de mis finanzas podía permitírmelo.


II

      Pasé en Córdoba algunos días. Me habían informado sobre cierto manuscrito de la biblioteca de los dominicos, donde encontraría datos interesantes sobre la antigua Munda. Muy bien acogido por los amables Padres, permanecía durante el día en su convento, y por la noche me paseaba por la ciudad. En Córdoba, al atardecer, hay muchos ociosos paseando por la margen derecha del Guadalquivir. Se respira allí las emanaciones de una tenería que conserva aún la antigua fama de la zona en el curtido de cueros; pero, en cambio, se goza de un espectáculo que tiene su importancia. Unos minutos antes del ángelus, se reúne a la orilla del río un gran número de mujeres, debajo del paseo, que está bastante elevado. Ni un solo hombre se atrevería a mezclarse con ellas. Tan pronto como el ángelus suena, se considera que es de noche. Al dar la última campanada, todas esas mujeres se desnudan y entran en el agua. Entonces se oyen gritos, risas, un alboroto infernal. Desde lo alto del paseo, los hombres contemplan a las bañistas, abren los ojos como platos pero no ven gran cosa. Sin embargo, esas formas blancas e inciertas que se dibujan en el azul oscuro del río, estimulan los espíritus poéticos, y, con un poco de imaginación, no es difícil representarse a Diana y a sus ninfas en el baño, sin que haya que temer la suerte de Acteón.— Me han contado que unos cuantos granujas cierto día pagaron a escote para untar al campanero de la catedral, con el fin de que tocara el ángelus veinte minutos antes de la hora oficial. Aunque era aún pleno día, las ninfas del Guadalquivir no dudaron, y fiándose más del ángelus que del sol, con tranquilidad de conciencia se dispusieron a bañarse, de la manera más simple, como siempre. Yo no estaba allí. En mis tiempos, el campanero era incorruptible y el crepúsculo poco claro, y sólo un gato habría podido distinguir a la más vieja vendedora de naranjas de la modistilla más bonita de Córdoba.
       Una tarde, a la hora en que ya no se ve nada, estaba yo fumando apoyado en el pretil del paseo, cuando una mujer, tras subir la escalera que conduce al río vino a sentarse cerca de mí. Tenía en el pelo un gran ramo de jazmines, cuyos pétalos exhalan de noche un olor embriagador. Estaba vestida con sencillez, quizá pobremente, toda de negro, como la mayor parte de las modistillas por la noche. Las mujeres elegantes no van de negro más que por la mañana; por la noche, se visten a la francesa. Al llegar cerca de mí, la bañista dejó deslizarse sobre los hombros la mantilla que le cubría la cabeza, y, en la oscura claridad que cae de las estrellas, observé que era menuda, joven, bien proporcionada, y que tenía los ojos muy grandes. Arrojé inmediatamente el cigarro. Comprendió ese detalle de una cortesía muy francesa, y se apresuró a decirme que le gustaba mucho el olor del tabaco, y que también ella fumaba, cuando encontraba papelitos muy suaves. Por fortuna, tenía algunos de éstos en la petaca, y me apresuré a ofrecérselos. Se dignó tomar uno, y lo encendió en el extremo de una cuerda ardiendo que un niño nos llevó a cambio de una moneda. Mezclando el humo, charlamos tanto tiempo la bella bañista y yo, que nos quedamos casi solos en el paseo. Creí no ser indiscreto proponiéndole ir a tomar helados a la nevería. Tras un modesto titubeo, aceptó; pero antes de decidirse, quiso saber qué hora era. Hice sonar mi reloj, cuya música pareció extrañarle mucho. “¡Qué inventos tienen en sus países, señores extranjeros! ¿De qué país es usted, señor? ¿Sin duda, inglés?
       —Francés, y su seguro servidor. ¿Y usted, señorita, o señora, es probablemente de Córdoba?
       —No.
       —Al menos, es usted andaluza. Me parece reconocerlo en el habla suave.
       —Si usted reconoce tan bien el acento de la gente, debe adivinar fácilmente de dónde soy.
       —Creo que es de la tierra de Jesús, a dos pasos del Paraíso. (Había aprendido esta metáfora, que designa a Andalucía, de mi amigo Francisco Sevilla, picador muy conocido).
       —¡Bah! el paraíso… la gente de aquí dice que no está hecho para nosotros.
       —Entonces, debe ser mora, pues, o…, me detuve, sin atreverme a decir: judía.
       —¡Vamos, vamos! usted ve claramente que soy gitana; ¿quiere que le diga la bají [la buenaventura]? ¿Ha oído usted hablar de la Carmencita? Soy yo.
       Yo era entonces, hace quince años de esto, un incrédulo tal que no retrocedí de pánico al verme junto a una hechicera. “¡Bueno! —me dije—; la semana pasada, cené con un salteador de caminos, vayamos hoy a tomar helados con una sierva del diablo. En los viajes, hay que verlo todo”. Tenía además otro motivo para cultivar su trato. Al salir del colegio, lo confieso con vergüenza, perdí algún tiempo estudiando las ciencias ocultas, e incluso varias veces intenté conjurar al espíritu de las tinieblas. Curado desde hacía mucho tiempo de la pasión por semejantes investigaciones, no dejé de conservar una cierta curiosidad por todas las supersticiones, y me alegraba saber hasta dónde había llegado el arte de la magia entre los gitanos.
       Mientras charlábamos, habíamos llegado a una nevería y nos habíamos sentado junto a una mesita alumbrada por una vela encerrada en un globo de vidrio. Tuve entonces tiempo suficiente para observar a mi gitana mientras algunas buenas gentes, que tomaban helados, se pasmaban al verme en semejante compañía.
       Dudo mucho que la señorita Carmen fuera de raza pura, al menos era infinitamente más bonita que todas las mujeres de su casta que yo haya encontrado jamás. Para que una mujer sea bella, dicen los españoles que es necesario que reúna treinta síes, o, si se prefiere, que se pueda definir por medio de diez adjetivos, cada uno aplicable a tres partes de su persona. Por ejemplo, debe tener tres cosas negras: los ojos, los párpados y las cejas; tres finas: los dedos, los labios y los cabellos, etc. Consúltese a Brantôme para el resto. Mi gitana no podía aspirar a tantas perfecciones. El cutis, por lo demás perfectamente terso, se acercaba mucho al tono del cobre. Los ojos eran oblicuos, pero admirablemente rasgados; los labios, un poco gruesos, pero bien trazados, dejaban ver unos dientes más blancos que almendras sin piel. Sus cabellos, quizá algo gruesos, eran negros, con reflejos azulados como ala de cuervo, largos y brillantes. Para no cansarles con una descripción demasiado prolija, les diré en suma que por cada defecto reunía una cualidad que sobresalía quizá con más fuerza por el contraste. Era una belleza extraña y salvaje, un rostro que al principio extrañaba, pero que no se podía olvidar. Sus ojos, sobre todo, tenían una expresión voluptuosa y feroz a la vez que no he encontrado después en ninguna mirada humana. Ojo de gitano, ojo de lobo, es un dicho español que denota buena observación. Si no tienen ustedes tiempo de ir al “Jardin des Plantes” para estudiar la mirada de un lobo, observen a su gato cuando está acechando a un gorrión.
       Es evidente que habría resultado ridículo dejarse echar la buenaventura en un café. Por ello rogué a la hermosa hechicera que me permitiera acompañarla a su domicilio; consintió sin dificultad, pero quiso comprobar una vez más el paso del tiempo, y me pidió de nuevo que hiciera sonar mi reloj.
       —¿Es de verdad de oro? —dijo, observándolo con excesiva atención.
       Cuando nos pusimos de nuevo en marcha, era completamente de noche; la mayor parte de las tiendas estaban cerradas y las calles casi desiertas. Atravesamos el puente del Guadalquivir, y al final de la barriada nos detuvimos ante una casa que no tenía precisamente apariencia de palacio. Nos abrió un niño. La gitana le dijo unas palabras en una lengua desconocida para mí, que supe después era romaní o chipicalé, el idioma de los gitanos. El niño desapareció inmediatamente, dejándonos en una habitación bastante amplia, amueblada con una mesita, dos taburetes y un cofre. No debo olvidar una jarra de agua, un montón de naranjas y un manojo de cebollas.
       Cuando nos quedamos solos, sacó del cofre una baraja que parecía muy usada, un imán, un camaleón disecado, y algunos otros objetos necesarios para su arte. Después dijo que me hiciera con una moneda el signo de la cruz en la mano izquierda, y las ceremonias mágicas comenzaron. Es inútil contarles sus predicciones, y, en cuanto a su manera de actuar, era evidente que no se trataba de una medio hechicera.
       Desafortunadamente, enseguida fuimos interrumpidos. La puerta se abrió de pronto violentamente, y un hombre, embozado hasta los ojos con una capa parda, entró en la habitación, apostrofando a la gitana de forma poco amable. Yo no comprendía lo que decía, pero el tono de la voz indicaba que estaba de muy mal humor. La gitana al verlo, no manifestó ni sorpresa ni cólera, sino que corrió a su encuentro y, con una volubilidad extraordinaria, le dirigió algunas frases en la misteriosa lengua de la que se había servido en mi presencia. La palabra payo repetida frecuentemente, era la única que yo podía comprender. Sabía que los gitanos designan así a todos los hombres extraños a su raza. Suponiendo que se trataba de mí, me esperaba una explicación delicada; yo había agarrado ya la pata de uno de los taburetes y silogizaba en mi interior para adivinar el momento preciso en que convendría tirarlo a la cabeza del intruso. Éste dio un brusco empujón a la gitana, y avanzó hacia mí; después, retrocediendo un paso:
       —¡Ah, señor, es usted! —dijo.
       Lo miré, y reconocí a mi amigo don José. En ese momento, sentí un poco no haber dejado que lo colgaran.
       —¡Hombre! ¡es usted, amigo! —exclamé, riendo con la mayor naturalidad que pude—; ha interrumpido usted a la señorita en el momento en que me anunciaba cosas muy interesantes.
       —¡La misma de siempre! Pero esto se va a acabar, —dijo entre dientes, mirándola ferozmente.
       Mientras tanto, la gitana seguía hablándole en su lengua. Se animaba poco a poco. Sus ojos se inyectaban de sangre y se ponía terrible, las facciones se contraían, golpeaba el suelo con el pie. Me pareció que le urgía vivamente a hacer algo ante lo que él dudaba. Yo creía comprender demasiado bien de qué se trataba, viéndola pasar una y otra vez rápidamente su manita bajo la barbilla. Estaba tentado de creer que se trataba de cortar un cuello, y tenía mis sospechas de que ese cuello fuera el mío.
       A todo ese torrente de elocuencia, don José no respondió más que con dos o tres palabras pronunciadas rápidamente. Entonces la gitana le lanzó una mirada de profundo desprecio; después se sentó como una turca en un rincón de la habitación, escogió una naranja, la peló y se puso a comérsela.
       Don José me tomó del brazo, abrió la puerta y me condujo a la calle. Dimos unos doscientos pasos en el silencio más absoluto. Después, extendiendo la mano:
       —Siga derecho —dijo— y encontrará el puente.
       Enseguida me dio la espalda y se alejó rápidamente. Volví a mi alojamiento algo avergonzado y de bastante mal humor. Lo peor fue que, al desnudarme, me di cuenta de que me faltaba el reloj. Diversas consideraciones me impidieron ir a reclamarlo al día siguiente, o solicitar al señor corregidor que tuviera a bien mandar a buscarlo. Terminé el trabajo sobre el manuscrito de los dominicos y partí para Sevilla. Después de varios meses de viajes errando por Andalucía, quise volver a Madrid y tuve que pasar de nuevo por Córdoba. No tenía intención de detenerme allí mucho tiempo, porque había tomado ojeriza a esta bella ciudad y a las bañistas del Guadalquivir. Sin embargo, volver a ver a algunos amigos y hacer algunos encargos debía retenerme por lo menos tres o cuatro días en la antigua capital de los príncipes musulmanes. Nada más aparecer de nuevo en el convento de los dominicos, uno de los padres, que había mostrado siempre gran interés por mis investigaciones sobre el emplazamiento de Munda, me acogió con los brazos abiertos, exclamando:
       —¡Alabado sea el nombre del Señor! Sea bienvenido mi querido amigo. Todos lo dábamos por muerto, y quien le habla ha rezado muchos Padrenuestros y Avemarías, que no lamento, por la salvación de su alma. ¿Así que no ha sido asesinado? porque robado sí sabemos que lo ha sido.
       —¿Cómo es eso? —le pregunté un poco sorprendido.
       —Sí, ya sabe usted, ese bello reloj de repetición que usted hacía sonar en la biblioteca, cuando le decíamos que era la hora de ir al coro. Pues bien, se ha recuperado y se lo devolverán.
       —El caso es —interrumpí, un poco desconcertado— que yo lo había extraviado…
       —El tunante está encerrado, y, como se sabía que era hombre capaz de pegarle un tiro a un cristiano por quitarle una moneda, temimos que lo hubiera matado. Iré con usted a ver al corregidor y haremos que le devuelvan su bello reloj. Y luego, ¡no deje de decir en su país que en España la justicia sabe cumplir con su obligación!
       —Le confieso —le dije— que preferiría perder el reloj antes que declarar ante la justicia para que ahorquen a un pobre diablo, sobre todo porque… porque…
       —¡Oh!, no se inquiete usted; está bien recomendado, y no lo pueden ahorcar dos veces. Cuando digo ahorcar, me equivoco. Su ladrón es hidalgo; le darán garrote pasado mañana sin remisión. Comprenderá usted que un robo más o menos no cambiará en nada su situación. ¡Por Dios, si sólo hubiera robado! pero ha cometido varios homicidios, a cual más horrible.
       —¿Cómo se llama?
       —Se le conoce en la región con el nombre de José Navarro; pero tiene otro apellido vasco, que ni usted ni yo conseguiremos pronunciar jamás. Por cierto, es un hombre digno de ver, y usted, a quien le gusta conocer las singularidades del país, no debe desaprovechar la ocasión de saber cómo salen de este mundo los tunantes en España. Está en capilla, y el padre Martínez lo conducirá a usted allí.
       El dominico insistió tanto en que viese los preparativos del “ahorcamiento tan bonito” que no pude negarme. Fui a ver al preso, provisto de un mazo de cigarros que, esperaba yo, debían hacerle disculpar mi indiscreción.
       Me llevaron junto a don José, en el momento en que estaba comiendo. Me saludó con la cabeza bastante fríamente, y me agradeció cortésmente el regalo que le llevaba. Después de contar los cigarros del mazo que había puesto en sus manos, escogió unos cuantos, y me devolvió el resto, indicándome que no necesitaba coger más.
       Le pregunté si, con algún dinero o mediante recomendación de mis amigos, podría yo conseguir algún alivio a su suerte. Primero se encogió de hombros sonriendo con tristeza; inmediatamente, cambiando de idea, me rogó encargar una misa por la salvación de su alma.
       —¿Querría usted —añadió tímidamente— querría usted encargar otra por una persona que lo ha ofendido?
       —Desde luego, amigo mío —le dije—; pero nadie, que yo sepa, me ha ofendido en este país.
       Me tomó la mano y la apretó con semblante grave. Tras un silencio, continuó:
       —¿Podría pedirle otro favor?… Cuando vuelva a su país, quizá pase usted por Navarra, al menos pasará por Vitoria, que no está muy lejos.
       —Sí, ciertamente pasaré por Vitoria; pero no es imposible que dé un rodeo para ir a Pamplona, y, en atención a usted, creo que haría ese rodeo con mucho gusto.
       —Pues bien, si va usted a Pamplona, verá allí más de una cosa que le interesará… Es una bella ciudad… Le daré esta medalla (me mostraba una medallita de plata que llevaba al cuello), la envolverá en un papel… —se detuvo un instante para contener la emoción— y se la entregará o hará que se la entreguen a una buena mujer cuyas señas le daré.
       —Dirá usted que he muerto, pero no dirá cómo.
       Prometí hacer el encargo. Volví a verlo al día siguiente, y lo pasé en buena parte con él. Me enteré por sus propios labios de las tristes aventuras que se van a leer.


III

      —Nací —dijo— en Elizondo, en el valle de Baztán. Me llamo don José Lizarrabengoa, y usted conoce lo bastante España, caballero, como para que mi apellido le diga al instante que soy vasco y cristiano viejo. Si me pongo el don, es porque tengo derecho a ello, y si estuviera en Elizondo le enseñaría mi genealogía en un pergamino. Quisieron que fuera sacerdote, y me pusieron a estudiar, pero yo apenas sacaba provecho. Me gustaba demasiado el juego de la pelota, y eso es lo que me ha perdido. Cuando jugamos a la pelota, nosotros los navarros, nos olvidamos de todo. Un día que había ganado yo, un muchacho de Álava se metió conmigo; cogimos nuestras makilas [los palos ferrados de los vascos] y lo vencí también; pero esto me obligó a marcharme del país. Encontré a unos dragones y me alisté en el regimiento de Almansa, en caballería. La gente de nuestras montañas aprende pronto el oficio militar. Ascendí enseguida a cabo, y me habían prometido hacerme sargento cuando, para desdicha mía, me pusieron de guardia en la fábrica de tabacos de Sevilla. Si ha ido usted a Sevilla, habrá visto ese gran edificio, extramuros, cerca del Guadalquivir. Me parece estar viendo todavía la puerta y el cuerpo de guardia al lado. Los españoles, cuando están de servicio, juegan a las cartas o duermen; yo, como buen navarro, trataba siempre de estar ocupado. Estaba haciendo una cadena de alambre de latón, para sujetar la baqueta. De repente, los camaradas dicen: “La campana está tocando; las chicas van a volver al trabajo”. Sabrá, señor, que hay de cuatrocientas a quinientas mujeres empleadas en la fábrica. Son las que lían los cigarros en una gran sala, donde los hombres no entran sin un permiso del Veinticuatro, porque cuando hace calor, se aligeran de ropa, sobre todo las jóvenes. A la hora en que las obreras vuelven después de comer, muchos jóvenes van a verlas pasar y se las dicen de todos los colores. Pocas de ellas rehúsan una mantilla de tafetán, y los aficionados a esa pesca no tienen más que agacharse para coger el pez. Mientras los otros miraban, yo permanecía en mi banco, cerca de la puerta. Era joven entonces; siempre estaba pensando en mi tierra, y no creía que hubiera chicas guapas sin faldas azules y sin trenzas cayéndoles por los hombros [los trajes ordinarios de las aldeanas de Navarra y de las provincias Vascongadas; nota del autor]. Además, las andaluzas me daban miedo; no estaba aún acostumbrado a su manera de comportarse: siempre de broma, jamás una palabra en serio. Así pues, tenía yo la nariz en la cadena, cuando oigo a unos ciudadanos que decían: “¡Ahí está la gitanilla!”. Levanté los ojos y la vi. Era un viernes, nunca lo olvidaré. Vi a esa Carmen que usted conoce, en cuya casa lo encontré hace algunos meses.
       Llevaba una falda roja muy corta que dejaba ver unas medias de seda blancas con más de un agujero, y bonitos zapatos de tafilete rojo, anudados con cintas de color de fuego. Apartaba la mantilla para descubrir los hombros y un gran ramo de casia que sobresalía de la camisa. Tenía también una flor de casia en la comisura de los labios y avanzaba balanceándose sobre las caderas como una potranca de la remonta de Córdoba. En mi región, una mujer con ese traje habría obligado a la gente a persignarse. En Sevilla, todos echaban algún piropo atrevido a su figura; respondía a cada uno, mirando dulcemente con el rabillo del ojo, con el puño en la cadera, descarada como una auténtica gitana que era. Al principio no me agradó, y reanudé mi trabajo; pero ella, como suelen hacer las mujeres y los gatos, que no vienen cuando se les llama y vienen cuando no se les llama, se paró delante de mí y me dirigió la palabra: “Compadre, —me dijo a la manera andaluza—, ¿quieres darme la cadena para colgar las llaves de mi caja fuerte?
       —Es para colgar la aguja del fusil —respondí.
       —¡La aguja! —exclamó riendo—. ¡Ah! ¡El señor hace encaje, porque necesita agujas [juego de palabras: épinglette, aguja para limpiar el oído de las antiguas armas de fuego, y épingles, alfileres]! —Todos los que allí estaban se echaron a reír, y noté que me ponía colorado, y que era incapaz de responder—. ¡Vamos, corazón mío —continuó ella— hazme siete alnas de encaje negro para una mantilla, alfilerero de mi alma! —Y cogiendo la flor de casia que tenía en la boca, me la lanzó, con un movimiento del pulgar, justo entre los dos ojos. Señor, me produjo el efecto de una bala que me alcanzaba… No sabía dónde meterme, me quedé inmóvil como un pasmarote. Cuando hubo entrado en la fábrica, vi que la flor de casia se había caído al suelo entre mis pies; no sé lo que me pasó, pero la recogí sin que mis camaradas se dieran cuenta y la guardé cuidadosamente en la guerrera. ¡Primera tontería!
       Dos o tres horas después, aún estaba pensando en ello, cuando llega al cuerpo de guardia un portero jadeante y con la cara demudada. Nos dice que en la gran sala de cigarros habían asesinado a una mujer y que era preciso enviar a la guardia. El sargento me ordena tomar dos hombres e ir a ver. Tomo a mis hombres y subo. Imagine usted, señor, que entro en la sala y encuentro en primer lugar a trescientas mujeres en camisa, o poco menos, todas gritando, vociferando, gesticulando, haciendo un estruendo que no dejaría oír a Dios tronar. A un lado había una, patas arriba, cubierta de sangre, con una X en la cara que acababan de hacerle de dos cuchilladas. Frente a la herida, socorrida por las mejores del grupo, veo a Carmen agarrada por cinco o seis comadres. La mujer herida gritaba: “¡Confesión! ¡confesión! ¡me muero!”. Carmen no decía nada; apretaba los dientes y movía los ojos como un camaleón. “¿Qué ocurre?” pregunté. Me las vi y me las deseé para saber lo que había pasado, porque todas las obreras me hablaban a la vez. Al parecer, la mujer herida se había jactado de tener dinero suficiente en el bolsillo como para comprar un burro en la feria de Triana. “¡Vaya! —dijo Carmen, que tenía la lengua larga— ¿no te basta con una escoba?”. La otra, ofendida por la alusión, quizá porque se sentía sospechosa con ese objeto, le responde que no entendía de escobas, por no tener el honor de ser gitana ni ahijada de Satanás, pero que la señorita Carmencita conocería muy pronto a su burro, cuando el señor corregidor la llevara a pasear con dos lacayos por detrás para espartarle las moscas.
       —“Pues yo —dijo Carmen— te voy a hacer bebederos de moscas en la mejilla, y quiero pintarte en ella un jabeque”. —E inmediatamente, ¡zas! ¡zas! con el cuchillo de cortar la punta de los cigarros comienza a dibujarle en la cara cruces de San Andrés.
       El caso estaba claro; cogí a Carmen por un brazo: “Hermana —le dije cortésmente— tiene que seguirme”. Me lanzó una mirada como si me reconociera; pero dijo con tono resignado: “Vamos. ¿Dónde está mi mantilla?”. Se la puso por la cabeza de manera que no se le veía más que uno solo de sus grandes ojos, y siguió a mis dos hombres, mansa como un cordero. Llegados al cuerpo de guardia, el sargento dijo que la cosa era grave, y que había que llevarla a la cárcel. Era yo también quien debía conducirla. La puse entre dos dragones, y yo iba detrás como un cabo debe hacer en esas circunstancias. Nos pusimos en camino hacia la ciudad. En un primer momento, la gitana guardó silencio; pero en la calle de las Sierpes, —usted la conoce, merece perfectamente el nombre por las revueltas que da—, en la calle de las Sierpes, empieza por dejar caer la mantilla sobre los hombros para mostrarme su palmito engatusador, y, volviéndose hacia mí tanto como podía, me dice:
       —¿Adónde me lleva, mi oficial?
       —A la cárcel, pobre niña —le respondí lo más suavemente que pude, como un buen soldado debe hablar a un preso, sobre todo si es mujer.
       —¡Ay! ¿qué será de mí? Tenga compasión, señor oficial. ¡Es usted tan joven, tan amable!… —Después, en tono más bajo—: Déjeme escapar —dijo— yo le daré un trozo de barlachí, que hará que todas las mujeres se enamoren de usted.
       La barlachí, señor, es una piedra imán, con la cual los gitanos afirman que se hacen inmumerables sortilegios cuando uno sabe usarla. Haga beber a una mujer una pizca de esa piedra rallada en un vaso de vino blanco, y no se le resiste más. Le respondí lo más seriamente que pude:
       —No estamos aquí para decir tonterías; hay que ir a la cárcel, es la consigna, no hay más remedio.
       Nosotros, los del país vasco, tenemos un acento por el que nos reconocen fácilmente los españoles; en cambio, no hay uno solo de ellos que pueda aprender a decir ni siquiera bai, jauna [sí, señor]. Así pues, Carmen no tuvo dificultad en adivinar que yo procedía de las Provincias vascongadas. Sabrá usted, señor, que los gitanos, al no ser de ningún país, viajan constantemente, hablan todas las lenguas, y la mayor parte están en su casa en Portugal, en Francia, en las Provincias, en Cataluña, en todas partes; incluso con los moros y con los ingleses se entienden. Carmen sabía el vascuence bastante bien.
       —Laguna, ene bihotzarena [buenos días, camarada], camarada de mi corazón —me dijo ella de repente—, ¿es usted paisano?
       Nuestra lengua, señor, es tan hermosa, que, cuando la oímos en tierra extraña, nos hace estremecer… “Quisiera tener un confesor de las Provincias”, añadió el bandolero en tono más bajo. Continuó después de una pausa:
       —Soy de Elizondo —respondí a Carmen en vascuence, muy emocionado al oírla hablar en mi lengua.
       —Yo soy de Etxalar, —dijo ella—. (Es un pueblo a cuatro horas del mío). Unos gitanos me trajeron a Sevilla. Trabajaba en la fábrica para ganar lo necesario con que volver a Navarra, al lado de mi pobre madre que sólo me tiene a mí por sostén, y un pequeño barratzea[cercado, jardín] con veinte manzanos de sidra. ¡Ah! ¡si estuviera en mi tierra ante la montaña blanca! Me han insultado porque no soy de esta región de fulleros, vendedores de naranjas podridas; y esas bribonas se han puesto todas contra mí porque les he dicho que todos sus jacques de Sevilla, con sus navajas, no asustarían a un muchacho de los nuestros con su boina azul y su makila. Camarada, amigo mío, ¿no hará usted nada por una paisana?
       Mentía, señor, siempre ha mentido. No sé si esa chica ha dicho en su vida una sola verdad; pero cuando hablaba, la creía; era más fuerte que yo. Chapurreaba el vascuence y la creí navarra; sólo sus ojos y su boca y su tez revelaban que era gitana. Yo estaba loco, no prestaba atención a nada. Pensaba que, si a unos españoles se les hubiera ocurrido hablar mal de mi tierra, les habría rajado la cara, como ella acababa de hacer con su compañera. En una palabra, estaba como borracho; empezaba a decir tonterías y estaba a punto de hacerlas.
       —Si le empujara y se cayera usted, paisano —continuó ella en vascuence— no serían esos dos reclutas castellanos quienes me detendrían…
       Sinceramente, olvidé la consigna, lo olvidé todo y contesté:
       —Pues bien, amiga mía, paisana, inténtelo, y que Nuestra Señora de la Montaña la ayude. En ese momento, pasábamos ante una de esas callejuelas estrechas como hay tantas en Sevilla. De repente, Carmen se vuelve y me da un puñetazo en el pecho. Me dejé caer de espaldas. De un salto, pasa por encima de mí y echa a correr, dejando ver ¡un par de piernas!… Se dice piernas de vasco: las suyas valían tanto como otras cualquiera… tan ligeras como bien torneadas. Me levanto inmediatamente; pero pongo la lanza atravesada, interceptando la calle, de tal forma que al comenzar la persecución mis compañeros se detuvieron en un primer momento. Después, eché yo mismo a correr y ellos detrás de mí; pero ¡alcanzarla!… ¡no había peligro, con las espuelas, los sables y las lanzas! En menos tiempo que el que empleo en decírselo, la fugitiva había desaparecido. Además, todas las comadres del barrio favorecían la huida, y se burlaban de nosotros, indicándonos un camino equivocado. Después de varias idas y venidas, tuvimos que volver al cuerpo de guardia, sin un recibo del director de la prisión.
       Mis hombres, para no ser castigados, dijeron que Carmen me había hablado en vascuence; y no parecía muy natural, a decir verdad, que un puñetazo de una chiquilla hubiera tirado al suelo tan fácilmente a un robusto mocetón. Todo ello pareció oscuro, o más bien, demasiado claro. Al salir de guardia fui degradado y enviado un mes al calabozo. Era mi primer castigo desde que estaba en el servicio. ¡Adiós a los galones de sargento que creía haber logrado!
       Mis primeros días de calabozo transcurrieron tristemente. Al hacerme soldado, había imaginado que llegaría por lo menos a oficial. Longa, Mina, paisanos míos, son precisamente capitanes generales; Chapalangarra, que es un negro como Mina, y refugiado igual que él en su país, Chapalangarra era coronel, y yo he jugado a la pelota veinte veces con su hermano, que era un pobre diablo como yo. Ahora me decía a mí mismo: “Todo el tiempo que has servido sin un arresto, es tiempo perdido. Has manchado tu hoja de servicios; para volver a gozar de la consideración de tus jefes, tendrás que trabajar diez veces más que cuando empezaste como recluta. ¿Y por qué he hecho que me arresten? Por una tunante de gitana que se ha burlado de mí, y que, en estos momentos, estará robando en algún rincón de la ciudad”. Sin embargo, no podía evitar pensar en ella. ¿Lo creería usted, señor? las medias de seda agujereadas que me enseñó enteras al huir, las tenía constantemente ante los ojos. Miraba a la calle a través de los barrotes del calabozo, y, entre todas las mujeres que pasaban, no veía a una sola comparable a ese demonio de chica. Y además, a pesar mío, olía la flor de casia que me había lanzado y que, ya seca, seguía conservando su buen olor… ¡Si existen hechiceras, esta chica era una de ellas!
       Un día, entra el carcelero y me da un pan de Alcalá. “Tenga —dice— se lo envía su prima”. Cogí el pan, muy extrañado, pues no tenía ninguna prima en Sevilla. “Tal vez se trate de un error”, pensé mirando el pan; pero estaba tan apetitoso, olía tan bien, que, sin preocuparme de saber de dónde venía y a quién iba destinado, decidí comérmelo. Al querer cortarlo, la navaja chocó con algo duro. Miro, y encuentro una pequeña lima inglesa, introducida en la masa antes de cocer el pan. Había también en el pan una moneda de oro de dos piastras. Entonces ya no había duda: era un regalo de Carmen. Para la gente de su raza, la libertad lo es todo, y prenderían fuego a una ciudad para ahorrarse un día de prisión. Además, la comadre era fina, y con ese pan nos burlábamos de los carceleros. En una hora, el barrote más grueso estaba serrado con la limita; y con la moneda de dos piastras, cambiaba en el primer ropavejero el capote del uniforme por un traje de paisano. Imagina usted fácilmente que un hombre que en numerosas ocasiones había cogido aguiluchos de los nidos en nuestros riscos, no se apuraba mucho por saltar a la calle desde una ventana a menos de treinta pies de altura; pero no quería escaparme. Aún conservaba mi honor de soldado, y desertar me parecía un crimen. Pero me conmovió esa prueba de que era recordado. Cuando se está en prisión, gusta pensar que se tiene fuera a alguien que se interesa por uno. La moneda de oro me desagradaba un poco, me habría gustado mucho devolverla; pero ¿dónde encontrar a mi acreedora? no me parecía fácil.
       Después de la ceremonia de degradación, creía que ya no me quedaba nada más por sufrir; pero me faltaba tragarme aún una humillación: fue al salir del calabozo, cuando se me ordenó entrar de servicio y me pusieron de facción como simple soldado. No puede usted figurarse lo que un hombre digno siente en semejante ocasión. Creo que me habría dado lo mismo ser fusilado. Al menos avanza uno solo, delante del pelotón; se siente uno algo; todo el mundo lo mira.
       Me pusieron de facción a la puerta del coronel. Era un joven rico, bondadoso, al que le gustaba divertirse. Todos los oficiales jóvenes iban a su casa, y muchos civiles, también mujeres, actrices, según se decía. Por lo que a mí respecta, me parecía que toda la ciudad se había dado cita a su puerta para mirarme. He aquí que llega el coche del coronel con el ayuda de cámara en el pescante. ¿Y a quién veo apearse?… a la gitanilla. Esta vez estaba adornada como un relicario, engalanada, emperifollada, repleta de oro y cintas. Un vestido de lentejuelas, zapatos azules también de lentejuelas, y por todas partes flores y cintas. Llevaba un pandero en la mano. Había otras dos gitanas con ella, una joven y otra vieja. Siempre van acompañadas de una vieja; luego, un viejo con una gitarra, gitano también, para tocar y hacerles bailar. Usted sabe que es una diversión frecuente hacer venir gitanos a las reuniones de sociedad, para que bailen la romalí, su danza, y muchas veces otra cosa.
       Carmen me reconoció, e intercambiamos una mirada. No sé, pero en ese momento, yo habría querido estar a cien pies bajo tierra. “Agur laguna [buenos días, camarada] —dijo—. Mi oficial, ¡estás haciendo guardia como un recluta!”. Y antes de que yo encontrara algo que contestar ella estaba ya dentro de la casa.
       Todo el mundo estaba en el patio, y, a pesar de la multitud, yo veía casi todo lo que ocurría a través de la reja. Oía las castañuelas, el pandero; las risas y los bravos; a veces distinguía su cabeza cuando saltaba con el pandero. Oía también a unos oficiales que decían infinidad de cosas que me ruborizaban. No sabía lo que ella respondía. A partir de aquel día, creo, empecé a quererla de veras; pues tres o cuatro veces me vino a la cabeza la idea de entrar en el patio y asestar un sablazo en el vientre a todos esos mequetrefes que la requebraban. Mi suplicio duró una hora larga; después los gitanos salieron, y se fueron en el coche. Carmen, al pasar, me miró con los ojos que usted sabe, y me dijo por lo bajo: “Paisano, cuando a uno le gusta el buen pescado frito, va a comerlo a Triana, a casa de Lillas Pastia”. Ligera como un cabrito, se lanzó dentro del carruaje, el cochero arreó las mulas, y todo el alegre grupo se fue no sé dónde.
       Usted adivina sin duda que al salir de guardia fui a Triana; pero antes me afeité y me cepillé como para un día de desfile. Ella estaba en la casa de Lillas Pastia, un viejo vendedor de pescado frito, gitano, negro como un moro, a cuyo establecimiento iban muchos ciudadanos a comer esa fritura, sobre todo, creo, desde que Carmen había establecido allí su cuartel general.
       —Lillas —dijo ella en cuanto me vio— hoy ya no hago nada más. Mañana será otro día. Vamos, paisano, vámonos a pasear.
       Se cubrió la cara con la mantilla, y henos aquí en la calle, sin saber yo adónde iba.
       —Señorita —le dije— creo que tengo que darle las gracias por un presente que me envió cuando estaba en el calabozo. Me comí el pan; la lima me servirá para afilar la lanza y la conservo como recuerdo de usted; pero el dinero, aquí está.
       —¡Vaya! ha guardado el dinero, —exclamó con grandes carcajadas—. Bueno, mejor es así, pues estoy mal de fondos; pero ¿qué importa? perro que anda no muere de hambre [Chuquel sos pirela Cocal terela, proverbio gitano: perro que marcha, hueso encuentra]. Vamos, gastémoslo todo en comer. Me agasajas.
       Habíamos tomado el camino de Sevilla. A la entrada de la calle de las Sierpes, compró una docena de naranjas, que me hizo poner en mi pañuelo. Un poco más lejos compró pan, salchichón y una botella de manzanilla; después entró en una confitería. Allí, echó en el mostrador la moneda de oro que yo le había devuelto, otra más que tenía ella en el bolsillo, con alguna calderilla; por último, me pidió todo lo que yo tuviera. No tenía más que una moneda y algunos cuartos, que le di, muy avergonzado de no tener más. Creí que quería llevarse toda la tienda. Escogió todo lo mejor y más caro que había, yemas, turrón, frutas confitadas, hasta que duró el dinero. Fue necesario que yo llevara todo eso en bolsas de papel. Quizá conozca usted la calle del Candilejo, donde hay una cabeza del rey don Pedro el Justiciero. Ésta debería haberme inspirado algunas reflexiones. Nos detuvimos en esa calle ante una casa vieja. Entró en el pasadizo y llamó en la planta baja. Una gitana, verdadera sierva de Satán, vino a abrirnos. Carmen le dijo unas palabras en romaní. Primeramente, la vieja gruñó. Para calmarla, Carmen le dio dos naranjas y un puñado de caramelos y permitió que probara el vino. Después le puso el manto sobre los hombros y la condujo a la puerta, que atrancó con un madero. En el momento en que nos quedamos solos, se puso a bailar y a reír como una loca, cantando: “Tú eres mi rom, yo soy tu romí [rom, marido; romi, mujer.]”. Yo estaba en medio de la habitación, cargado con todas sus compras, sin saber dónde ponerlas. Echó todo al suelo y se me colgó del cuello, diciéndome: “¡Yo pago mis deudas!, ¡yo pago mis deudas! Es la ley de los calé [calé; femenino, calí; plural, calés: negro, nombre que dan los gitanos en su lengua]”. ¡Ah! ¡señor! aquel día, aquel día… cuando pienso en él, olvido el de mañana.
       El bandolero se calló un instante; luego, después de haber encendido de nuevo el cigarro, continuó:
       Pasamos juntos todo el día, comiendo, bebiendo y lo demás. Cuando hubo comido caramelos como un niño de seis años, echó unos puñados en la jarra de agua de la vieja. “Es para hacerle sorbete”, decía. Aplastaba yemas tirándolas contra la pared. “Para que las moscas nos dejen tranquilos”, decía… No hay broma ni desatino que no hiciera. Le dije que querría verla bailar; pero ¿dónde encontrar unas castañuelas? Inmediatamente coge el único plato de la vieja, lo rompe en pedazos, y ahí la tiene usted bailando la romalí, haciendo sonar los trozos de loza tan bien como si hubiera tenido castañuelas de ébano o de marfil. No se aburría uno junto a esta chica, se lo aseguro. Llegó el anochecer, y oí los tambores que tocaban retreta.
       —Es necesario que vaya al cuartel a pasar lista —le dije.
       —¿Al cuartel? —dijo con tono de desprecio—; ¿luego eres un negro que te dejas mandar a la baqueta? Eres un verdadero canario, por el uniforme [los dragones españoles iban vestidos de amarillo] y por el carácter. ¡Bah! Tienes un corazón de polluelo. Me quedé, resignado de antemano a la prevención. Por la mañana, ella fue la primera que habló de separarnos. “Escucha, Joseíto —dijo—; ¿te he pagado? No te debía nada, según nuestra ley, porque eres un payo, pero eres un chico guapo y me has gustado. Estamos en paz. Buenos días”.
       Le pregunté cuándo volvería a verla.
       “Cuando seas menos bobo”, respondió riendo. Después, en tono más serio: “¿Sabes, hijo mío, que creo que te quiero un poco? Pero esto no puede durar. Perro y lobo no hacen buenas migas a la larga. Tal vez si adoptaras la ley de Egipto, me gustase convertirme en tu romí. Pero son tonterías; eso no puede ser. ¡Bah! muchacho, créeme, has escapado bien. Encontraste al diablo, sí, al diablo; no siempre es negro, y no te ha retorcido el cuello. Estoy vestida de lana, pero no soy cordero [proverbio gitano: me dicas uriarda de jorpoy, bus ni sino braco]. Ve a poner una vela a tu majarí [la Santa Virgen]; se la ha ganado. Vamos, una vez más, adiós. No pienses ya en Carmencita o hará que te cases con una viuda de patas de madera [la horca, que es viuda del último ahorcado].”
       Mientras hablaba, quitaba el madero que atrancaba la puerta, y una vez en la calle se cubrió con la mantilla, y me volvió la espalda.
       Tenía razón. Yo habría sido sensato no pensando más en ella; pero, después de esta jornada en la calle del Candilejo ya no podía pensar en otra cosa. Me paseaba durante todo el día, esperando encontrarla. Solicitaba noticias de ella a la vieja y al vendedor de pescado frito. Una y otro respondían que se había marchado a Laloré [la (tierra) roja], que es como llaman a Portugal. Hablaban así probablemente siguiendo instrucciones de Carmen, pero no tardé en saber que mentían. Algunas semanas después de mi jornada en la calle del Candilejo, estuve de facción en una de las puertas de la ciudad. A poca distancia de esa puerta había una brecha abierta en la muralla; trabajaban en ella durante el día y, por la noche, había un centinela para impedir el paso a los contrabandistas. Durante el día vi pasar y volver a pasar a Lillas Pastia ante el cuerpo de guardia, y hablar con algunos de mis camaradas; todos lo conocían y conocían aún mejor sus pescaditos y sus buñuelos. Se acercó a mí y me preguntó si tenía noticias de Carmen.
       —No —le dije.
       —Pues bien, compadre, las tendrá.
       Y no se equivocaba. Por la noche me pusieron de centinela en la brecha. En cuanto el cabo se retiró, vi venir hacia mí a una mujer. El corazón me decía que era Carmen. Sin embargo grité: “¡Largo! ¡No se puede pasar!
       —No se haga el malo —me dijo— dándose a conocer.
       —¡Cómo! ¡usted aquí Carmen!
       —Sí, paisano. Hablemos poco, pero hablemos bien. ¿Quieres ganarte un duro? Va a venir gente con unos fardos; déjalos pasar.
       —No —respondí—. Debo impedirles pasar; es la consigna.
       —¡La consigna! ¡la consigna! No pensabas en ella en la calle del Candilejo.
       —¡Ah! —respondí, completamente trastornado por el solo recuerdo—, aquello sí valía la pena olvidar la consigna; pero no quiero dinero de contrabandistas.
       —¡Bueno! si no quieres dinero, ¿quieres que vayamos a comer otra vez a casa de la vieja Dorotea?
       —¡No! —dije, medio ahogado por el esfuerzo que estaba haciendo—. No puedo.
       —Muy bien. Si eres tan severo, sé a quien dirigirme. Propondré a tu oficial ir a casa de Dorotea. Tiene aspecto de ser buen chico y pondrá de centinela a un tipo que no vea más que lo que tenga que ver. Adiós, canario. Me reiré a gusto el día en que la consigna sea ahorcarte.
       Tuve la debilidad de llamarla, y prometí dejar pasar a toda la gitanería, si fuera necesario, con tal de obtener la única recompensa que deseaba. Me juró inmediatamente cumplir su palabra al día siguiente, y corrió a prevenir a sus amigos, que estaban a dos pasos. Eran cinco, Pastia uno de ellos, todos bien cargados de mercancías inglesas. Carmen estaba ojo avizor. Debía avisar con las castañuelas en el momento en que divisara la ronda, pero no tuvo necesidad de hacerlo. En un instante, los contrabandistas hicieron su trabajo.
       Al día siguiente, fui a la calle del Candilejo. Carmen se hizo esperar, y llegó de bastante mal humor. “No me gusta la gente que se hace de rogar —dijo—. Me hiciste un favor más grande la primera vez, sin saber si ganarías algo en ello. Ayer, has regateado conmigo. No sé por qué he venido, porque ya no te quiero. Toma, vete, ahí tienes un duro por tu trabajo”. Faltó poco para que no le tirara la moneda a la cara, y me vi obligado a hacer un violento esfuerzo sobre mí mismo para no golpearla. Después de haber discutido durante una hora, me marché furioso. Vagué un rato por la ciudad, yendo de acá para allá, como un loco; al final entré en una iglesia, y, colocándome en el rincón más oscuro, lloré amargamente. De repente, oigo una voz: “¡Lágrimas de dragón! Las quiero para hacer un filtro con ellas”. Levanto los ojos: Carmen estaba frente a mí. “Y bien, paisano, ¿está todavía enfadado conmigo? —me dijo—. Es necesario, pues, que le quiera aunque esté resentida, porque desde que usted se ha ido de mi lado, no sé lo que me pasa. ¡Veamos! ahora soy yo quien te pregunta si quieres ir a la calle del Candilejo”. Así pues, hicimos las paces; pero Carmen tenía un humor como el tiempo en nuestra tierra. La tormenta no está jamás tan cerca en nuestras montañas como cuando brilla el sol. Me había prometido volver a verme otra vez en casa de Dorotea, pero no fue. Y Dorotea me dijo de nuevo que había marchado a Laloré para asuntos de Egipto.
       Sabiendo ya por experiencia a qué atenerme sobre ese tema, buscaba a Carmen por todas partes donde creía que podía estar, y pasaba veinte veces diarias por la calle del Candilejo. Una tarde, estaba yo en casa de Dorotea, a la que tenía casi amaestrada convidándola de vez en cuando a alguna copa de anís, cuando entró Carmen seguida de un joven, teniente de nuestro regimiento. “Vete”, me dijo ella, en vascuence. Me quedé estupefacto, con el corazón lleno de rabia. “¿Qué haces aquí?, me dijo el teniente. ¡Lárgate, fuera de aquí!”. Yo no podía dar un paso; estaba como tullido. El oficial, airado, viendo que no me retiraba y que ni siquiera me había quitado el gorro, me agarró por el cuello del uniforme y me sacudió rudamente. No sé lo que le dije. Sacó la espada y yo desenvainé. La vieja me agarró por el brazo, y el teniente me dio un golpe en la frente, cuya señal conservo todavía. Retrocedí y de un codazo tiré a Dorotea de espaldas; después, como el teniente me perseguía, le puse la punta del arma en el cuerpo y se la clavó de parte a parte. Entonces, Carmen apagó la lámpara y dijo a Dorotea en su lengua que huyese. Yo mismo escapé a la calle, y me eché a correr sin saber hacia dónde. Me parecía que alguien me seguía. Cuando volví en mí, vi que Carmen no se había separado de mi lado. “¡Canario, bobo!— me dijo—; no sabes hacer más que tonterías. Por eso te he dicho que te traeré mala suerte. Bueno, hay remedio para todo, cuando se tiene por amiga a una flamenca de Roma [término de caló que designa las gitanas: la nación de los Romi o de los casados, nombre que se dan los gitanos]. Empieza por ponerte en la cabeza este pañuelo, y tira ese cinturón. Espérame en este pasadizo. Vuelvo dentro de dos minutos”. Desapareció, y me trajo inmediatamente una manta de rayas que había ido a buscar no sé dónde. Hizo que me quitara el uniforme y que me pusiera la manta por encima de la camisa. De esa guisa, y con el pañuelo con el que me había vendado la herida de la cabeza, me parecía bastante a un campesino valenciano, como los que hay en Sevilla, que vienen a vender su horchata de chufas. Después me llevó a una casa semejante a la de Dorotea, al final de una callejuela. Entre ella y otra gitana me lavaron, me hicieron una cura mejor que la hubiera podido realizar un cirujano jefe, y me dieron a beber no sé qué; por último, me pusieron en un colchón y me dormí.
       Probablemente estas mujeres habían mezclado con la bebida alguna de esas drogas soporíferas, de las que tienen el secreto, porque no me desperté hasta muy tarde al día siguiente. Tenía un fuerte dolor de cabeza y algo de fiebre. Pasó algún tiempo hasta que vino a mi mente el recuerdo de la terrible escena en la que había participado la víspera. Después de haberme hecho la cura, Carmen y su amiga, ambas en cuclillas junto a mi colchón, intercambiaron algunas palabras en chipicalé, como si se tratara de una consulta de médicos. Luego, ambas me aseguraron que estaría curado pronto, pero que tenía que abandonar Sevilla lo antes posible; pues si me cogían allí, allí sería fusilado sin remisión. “Amigo mío —me dijo Carmen—, es preciso que hagas algo; ahora que el rey ya no te da ni arroz ni bacalao, tienes que pensar en ganarte la vida. Eres demasiado tonto para robar a pastesas [ostilar o, paslesa es robar con destreza, hurtar sin violencia], pero eres ágil y fuerte: si tienes coraje, vete a la costa, y hazte contrabandista. ¿No te he prometido que te ahorcarán? Es preferible eso a ser fusilado. Por lo demás, si sabes arreglártelas, vivirás como un príncipe, tanto tiempo como los miñones y los carabineros tarden en echarte mano”.
       Fue de esta halagüeña manera como ese diablo de chica me mostró la nueva carrera a la que ella me destinaba, la única, en verdad, que me quedaba, ahora que había incurrido en la pena de muerte. Señor, ¿cómo se lo diré? me convenció sin esforzarse mucho. Me parecía que me unía a ella más íntimamente por esta vida azarosa y en rebeldía. Desde ese momento, creí haberme asegurado su amor. Había oído hablar frecuentemente de algunos contrabandistas que recorrían Andalucía, montados en un buen caballo, con el trabuco en la mano y su amante a la grupa. Me veía ya trotando por montes y valles con la encantadora gitana detrás de mí. Cuando le hablaba de eso, se partía de risa, y me decía que nada hay tan hermoso como una noche pasada en el campamento, cuando cada rom se retira con su romí bajo su tienda pequeña formada con tres aros, cubiertos por una manta.
       —Si te tengo alguna vez en la montaña —le decía— estaré seguro de ti. Allí, no hay ningún teniente para compartir conmigo.
       —¡Ah! estás celoso —respondía—. Peor para ti ¿Cómo eres tan tonto? ¿No ves que te quiero, puesto que no te he pedido dinero jamás?
       Cuando hablaba así me daban ganas de estrangularla.
       Para resumir, señor, Carmen me proporcionó un traje de paisano, con el cual salí de Sevilla sin ser reconocido. Fui a Jerez con una carta de Pastia para un vendedor de anís, en cuyo establecimiento se reunían contrabandistas. Me presentó a esa gente, cuyo jefe, apodado el Dancaire, me aceptó en su banda. Salimos para Gaucín, donde encontré a Carmen, que me había dado cita allí. En las correrías, ella servía de espía a nuestra gente, y jamás lo hubo mejor. Volvía de Gibraltar y ya había acordado con un patrón de navío el embarque de mercancías inglesas que debíamos recoger en la costa. Fuimos a esperarlas cerca de Estepona, después ocultamos una parte de ellas en la montaña; cargados con el resto, fuimos a Ronda. Carmen nos había precedido. Ella fue también quien nos indicó el momento de entrar en la ciudad. Ese primer viaje y algunos otros después fueron positivos. La vida de contrabandista me gustaba más que la de soldado; hacía regalos a Carmen. Tenía dinero y una amante. No tenía remordimientos, pues, como dicen los gitanos: sarna con gusto no pica[sarapia sal pesquital, ne punzara]. En todas partes éramos bien recibidos; mis compañeros me trataban bien, e incluso me manifestaban consideración. La razón era que yo había matado a un hombre, y había algunos de ellos que no tenían semejante hazaña sobre su conciencia. Pero lo que más me gustaba de mi nueva vida, era que veía a Carmen con frecuencia. Ella me mostraba más amistad que nunca; ante los camaradas, sin embargo, no manifestaba ser mi amante; e incluso me había hecho jurar con todo tipo de juramentos no decirles nada sobre ella. Yo era tan débil ante esa criatura, que obedecía todos sus caprichos. Por otra parte, era la primera vez que se mostraba ante mí con la reserva de una mujer honesta, y yo era bastante simple para creer que se había corregido de verdad de sus maneras de antaño.
       Nuestra banda, compuesta de ocho o diez hombres, no se reunía más que en los momentos decisivos, y generalmente estábamos dispersos o de dos en dos, de tres en tres, en las ciudades y en los pueblos. Cada uno fingía tener un oficio: éste era calderero, aquél chalán; yo era vendedor de mercería, pero no me mostraba casi por los lugares grandes a causa del mal asunto de Sevilla. Un día, o más bien una noche, nuestra cita era en la parte de abajo de Vejer. El Dancaire y yo nos encontramos allí antes que los otros. Parecía muy alegre. “Vamos a tener un camarada más —me dijo—. Carmen acaba de realizar una de sus mejores hazañas. Acaba de lograr que escape su rom del presidio de Tarifa”. Yo comenzaba ya a comprender el caló, que hablaban casi todos mis camaradas y la palabra rom me causó un sobresalto. “¡Cómo! ¡su marido! entonces, ¿está casada? —pregunté al capitán.
       —Sí —respondió—, con García el Tuerto, un gitano tan astuto como ella. El pobre muchacho estaba en un penal. Carmen ha seducido tan bien al cirujano del presidio, que ha obtenido la libertad de su rom. ¡Ah! esta chica vale su peso en oro. Hace dos años que intentaba la evasión. No había logrado nada, hasta que se les ha ocurrido cambiar al cirujano jefe. Con éste parece que ha encontrado pronto el medio de entenderse”. Puede usted imaginarse el placer que me produjo esta noticia. Pronto vi a García el Tuerto; era el monstruo más horrible criado por los gitanos: negro de piel y más negro de alma, era el mayor criminal que he encontrado en mi vida. Carmen vino con él; y cuando lo llamaba su rom delante de mí, había que ver los ojos que me ponía y sus gestos cuando García volvía la cabeza. Yo estaba indignado y no le hablé durante toda la noche. Por la mañana habíamos hecho los bultos y ya estábamos de camino, cuando nos percatamos de que una docena de jinetes nos venían pisando los talones. Los fanfarrones andaluces que no hablaban más que de matar a diestro y siniestro, pusieron enseguida una cara que daba lástima. Fue un sálvese quien pueda general. El Dancaire, García, un muchacho bien parecido de Écija llamado el Remendado y Carmen no perdieron la cabeza. Los demás habían abandonado los mulos y se habían dejado caer por los barrancos, donde los caballos no podían seguirlos. No podíamos quedarnos con las caballerías, y nos apresuramos a desatar lo mejor del botín, y a cargarlo sobre los hombros, después tratamos de escapar a través de las rocas por las pendientes más abruptas. Echábamos los bultos por delante de nosotros, y los seguíamos lo mejor que podíamos, deslizándonos sobre los talones. Mientras tanto, el enemigo nos disparaba, era la primera vez que oía silbar las balas, y no me impresionó demasiado. Cuando se está delante de una mujer, no hay mucho mérito en burlarse de la muerte. Escapamos todos menos el pobre Remendado, que recibió una descarga en los riñones. Arrojé el fardo y traté de cogerlo. “¡Imbécil! —me gritó García— ¿qué vamos a hacer con una carroña? remátalo y no pierdas las medias de algodón”. “Déjalo, déjalo” —me gritaba Carmen. La fatiga me obligó a soltarlo un momento, al abrigo de una roca. García avanzó y le disparó el trabuco en la cabeza. “Muy listo sería quien lo reconociera ahora”, dijo, mirando el rostro que doce balas habían despedazado.
       —Señor, ésta es la hermosa vida que he llevado. Por la noche, nos encontramos entre la maleza, agotados de fatiga, sin nada que comer y arruinados por la pérdida de los mulos. ¿Qué hizo este infernal García? sacó una baraja del bolsillo, y se puso a jugar con el Dancaire a la luz de una hoguera que encendieron. Mientras tanto, yo estaba echado, mirando las estrellas, pensando en el Remendado, y diciéndome que me daría igual estar en su lugar. Carmen estaba en cuclillas cerca de mí y tocaba de vez en cuando las castañuelas, canturreando. Después, acercándose como para hablarme al oído, me besó, casi a pesar mío, dos o tres veces. “Eres el diablo”, —le decía. “Sí”, —me respondía.
       Después de algunas horas de reposo, se fue a Gaucín, y a la mañana siguiente un cabrerillo vino a traernos pan. Permanecimos allí todo el día, y nos acercamos a Gaucín por la noche. Esperábamos noticias de Carmen. No llegaba nada. De día, vemos a un mulero que conducía a una mujer bien vestida, con una sombrilla, y una chiquilla que parecía su sirvienta. Nos dice García: “¡Ahí tenemos dos mulas y dos mujeres que San Nicolás nos envía; preferiría cuatro mulas; pero no importa, con éstas resuelvo mi problema!”. Cogió el trabuco y bajó hacia el sendero, ocultándose en los matorrales. El Dancaire y yo lo seguíamos a poca distancia. Cuando estuvimos próximos, nos presentamos y gritamos al mulero que parara. La mujer, al vernos, en vez de asustarse, y nuestro aspecto habría bastado para ello, soltó una gran carcajada. “¡Ah!, ¡los lilipendís que me toman por una erasñí [¡qué imbéciles esos, que me toman por una señora!]!”. Era Carmen, pero tan disfrazada, que no la habría reconocido si habla en otra lengua. Saltó de la mula y charló con el Dancaire y García durante algún tiempo en voz baja; después, me dijo: “Canario, nos volveremos a ver antes de que seas ahorcado. Me voy a Gibraltar para los negocios de Egipto. Pronto oiréis hablar de mí”. Nos separamos después de que ella nos hubo indicado un lugar donde podríamos encontrar cobijo por unos días. Esta chica era la providencia de nuestra banda. Recibimos pronto algún dinero que nos envió y un aviso que para nosotros valía más: era que, tal día, dos milores ingleses partirían, e irían de Gibraltar a Granada por tal camino. A buen entendedor, pocas palabras bastan. Llevaban hermosas y buenas guineas. García quería matarlos, pero el Dancaire y yo nos opusimos. Les quitamos solamente el dinero y los relojes, además de las camisas, que nos hacían mucha falta.
       Señor, se convierte uno en rufián sin darse cuenta. Una chica bonita te hace perder la cabeza, se pelea uno por ella, ocurre una desgracia, hay que vivir en el monte, y de contrabandista acaba uno en ladrón sin pensarlo. Nos pareció que no eran seguros para nosotros los alrededores de Gibraltar, después del asunto de los milores, y nos adentramos en la serranía de Ronda.
       —Usted me habló de José María; mire, es allí donde lo conocí. Llevaba con él a su amante durante sus correrías. Era una muchacha bonita, seria, modesta, de buenos modales; jamás una palabra malsonante, y ¡una abnegación!… Él, en cambio, la hacía muy desgraciada. Andaba siempre corriendo detrás de todas, la maltrataba y además algunas veces le daba por ponerse celoso. Una vez, le asestó un navajazo. Pues bien, ella lo quería más por ello. Las mujeres están hechas así, sobre todo las andaluzas. Aquélla estaba orgullosa de la cicatriz que tenía en el brazo y la mostraba como la cosa más bella del mundo. ¡Y además, para colmo, José María era el peor camarada!… En una correría que hicimos, se las arregló tan bien que se quedó con todo el botín, y nosotros con los golpes y las dificultades del asunto. Pero reanudo mi historia. Ya no oíamos hablar de Carmen. El Dancaire dijo: “Es preciso que uno de nosotros vaya a Gibraltar para tener noticias de ella; debe de haber preparado algún negocio. Yo iría de buena gana, ¡pero soy demasiado conocido allí”. El Tuerto dijo: “A mí también me conocen, ¡he hecho allí tantas jugarretas a los cangrejos! y, como no tengo más que un ojo, es difícil disfrazarme.
       —¿Así que tengo que ir yo? dije a mi vez, encantado con la sola idea de volver a ver a Carmen; veamos, ¿qué hay que hacer?”. Los otros me dijeron: “Da lo mismo que te embarques o que pases por San Roque, como prefieras, y cuando estés en Gibraltar, pregunta en el puerto dónde vive una vendedora de chocolate que se llama la Rollona; cuando la hayas encontrado, sabrás por ella lo que allí pasa”. Convinimos que saldríamos los tres hacia la sierra de Gaucín, que dejaría allí a mis dos compañeros, y yo iría a Gibraltar como vendedor de fruta. En Ronda, un hombre de los nuestros me facilitó un pasaporte; en Gaucín, me entregaron un burro: lo cargué de naranjas y melones y me puse en camino. Una vez en Gibraltar, comprobé que conocían bien allí a la Rollona, pero había muerto o se había ido a finibus terrae [a galeras, a todos los diablos], y su desaparición explicaba, en mi opinión, por qué habíamos perdido el medio de comunicarnos con Carmen. Dejé el burro en una cuadra, y, cogiendo las naranjas, iba por la ciudad para venderlas, pero, de hecho, para ver si encontraba alguna cara conocida. Allí hay mucha canalla de todos los países del mundo, y es la torre de Babel, pues no se logra dar diez pasos en una calle sin oír hablar otras tantas lenguas. Veía mucha gente de Egipto, pero apenas me atrevía a fiarme de ellos; yo los tanteaba y ellos me tanteaban a mí. Suponíamos bien que éramos unos tunantes; lo importante era saber si éramos de la misma banda. Después de dos días transcurridos en paseos inútiles, no había sabido nada ni de la Rollona, ni de Carmen, y pensaba volver junto a mis camaradas, después de haber hecho algunas compras, cuando paseándome por una calle, al atardecer, oigo una voz de mujer que me dice desde una ventana: “¡Naranjero!…”. Levanto la cabeza, y veo a Carmen en un balcón, acodada con un oficial de uniforme rojo, charreteras doradas, pelo rizado y aspecto de gran milord. Por lo que a ella respecta, estaba magníficamente vestida: un chal por los hombros, un peinecillo de oro, toda de seda; la buena pieza, ¡siempre la misma!, se partía de risa. El inglés, chapurreando el español, me gritó que subiera, que la señora quería naranjas; y Carmen me dijo en vascuence: “Sube y no te extrañes de nada”. Viniendo de ella, nada efectivamente debía extrañarme. No sé si tuve más alegría que pesar al volver a encontrarla. Había en la puerta un criado inglés alto, empolvado, que me condujo a un magnífico salón. Inmediatamente Carmen me dijo en vascuence: “Tú no sabes una palabra de español, tú no me conoces”. Después, volviéndose hacia el inglés: “Ya se lo decía yo, enseguida me he dado cuenta de que era vasco; va usted a oír una lengua muy rara. Qué aspecto de bobo tiene ¿verdad? Parece un gato sorprendido en una despensa.
       —Y tú, le dije en mi lengua, tienes aspecto de una tunanta desvergonzada y me dan unas ganas enormes de rajarte la cara delante de tu galán.
       —¡Mi galán!, dijo, ¡vaya! ¿lo has adivinado tú solo? ¿Y estás celoso de este imbécil? Eres aún más ingenuo que antes de nuestros encuentros en la calle del Candilejo. ¿No ves, tonto, que estoy haciendo en este momento los negocios de Egipto, y de la manera más brillante? Esta casa es mía, las guineas del cangrejo serán mías; lo manejo a mi antojo; lo llevaré al sitio de donde no saldrá jamás.
       —Y yo —le dije— si sigues haciendo los negocios de Egipto de esta manera, haré que no vuelvas a empezar más.
       —¡Ah! ¡claro que sí! ¿Eres acaso mi rom para mandar en mí? Al Tuerto le parece bien, ¿qué tienes tú que ver en ello? ¿No deberías estar más que contento por ser el único que pueda llamarse mi minchorro [mi amante, mi capricho]?
       —¿Qué es lo que dice? —preguntó el inglés.
       —Dice que tiene sed y que echaría un trago gustosamente —respondió Carmen. Y se dejó caer en un canapé echándose a reír por su traducción.
       Señor, cuando aquella chica se reía no había forma de hablar razonablemente. Todo el mundo reía con ella. Aquel inglés alto también se echó a reír, como el imbécil que era, y mandó que me trajeran algo de beber.
       Mientras bebía: “¿Ves esa sortija que lleva en el dedo?, —dijo ella—; si tú quieres, te la regalaré”.
       Respondí: “Daría un dedo de la mano por tener a tu milord en el monte, cada uno empuñando una makila.
       —¿Makila? ¿qué quiere decir eso? —preguntó el inglés.
       —Makila —dijo Carmen, riéndose sin parar— es una naranja. ¿No es una palabra muy graciosa para una naranja? Dice que querría hacerle comer a usted una makila.
       —¿Sí? —dijo el inglés—. ¡Pues bien!, trae mañana más makila”. Mientras hablábamos, el criado entró y dijo que la cena estaba preparada. Entonces el inglés se llevantó, me dio una piastra y ofreció a Carmen el brazo, como si no pudiera andar sola. Carmen, riéndose aún, me dijo: “Muchacho, no puedo invitarte a cenar; pero mañana, en cuanto oigas el tambor para pasar revista, ven aquí con naranjas. Encontrarás una habitación mejor amueblada que la de la calle del Candilejo y verás si sigo siendo tu Carmencita. Y además hablaremos de los asuntos de Egipto”. No respondí nada, y estaba en la calle cuando el inglés me gritaba: “¡Traiga mañana makila!” y yo oía las carcajadas de Carmen.
       Salí sin saber qué hacer, apenas dormí y por la mañana me encontraba tan irritado contra la traidora que había resuelto marcharme de Gibraltar sin volver a verla; pero, al primer redoble de tambor, desapareció todo mi coraje: cogí mi cesta de naranjas y acudí a casa de Carmen. La celosía estaba entreabierta y vi sus grandes ojos negros que me acechaban. El criado empolvado me hizo pasar inmediatamente; Carmen lo mandó a hacer un recado, y en el momento en que estuvimos solos, lanzó una de sus risas de cocodrilo y se me echó al cuello. Jamás la había visto tan guapa. Adornada como una Virgen, perfumada… muebles tapizados de seda, cortinas bordadas… ¡Ah!… y yo vestido como lo que era, como un ladrón. “¡Minchorro! —decía Carmen— me dan ganas de romper aquí todo, prender fuego a la casa y huir a la sierra”. ¡Qué ternezas!… y después, ¡qué risas!… y bailaba y desgarraba sus volantes: ni un mono hizo jamás más piruetas, muecas, travesuras. Cuando recobró la seriedad: “Escucha —dijo— se trata de Egipto. Quiero que me lleve a Ronda, donde tengo una hermana monja… (Aquí nuevas carcajadas). Pasamos por un sitio que haré que te digan. Caéis sobre él: ¡desplumado! Lo mejor sería que os lo carguéis; pero, añadió con una sonrisa diabólica que tenía en ciertos momentos, sonrisa que nadie entonces deseaba imitar, ¿sabes lo que habría que hacer? Que el Tuerto aparezca primero. Vosotros os quedáis un poco detrás; el cangrejo es valiente y diestro: tiene buenas pistolas… ¿Comprendes?…”. Se detuvo con una nueva carcajada, que me hizo estremecer.
       —No —le dije—: odio a García, pero es un camarada. Quizá un día te libre de él, pero arreglaremos las cuentas a la manera de mi país. Yo sólo soy gitano por casualidad; y, para algunas cosas seré siempre navarro fino, como dice el proverbio.
       Contestó: “Eres un estúpido, un bobo, un verdadero payo. Eres como el enano que se cree grande cuando ha logrado escupir lejos [proverbio gitano: or esorgié de or narsichislé, sin chismar lachinguel, las hazañas de un enano son escupir lejos]. No me quieres, ¡vete!”.
       Cuando me decía: “¡Vete!”, no podía irme. Prometí marcharme, volver junto a mis camaradas y esperar al inglés; ella, por su parte, me prometió estar mala hasta el momento de salir de Gibraltar para Ronda. Permanecí dos días más en Gibraltar. Tuvo la audacia de venir a verme disfrazada a la posada. Me marché; yo tenía también mi plan. Volví para la cita, sabiendo el lugar y la hora en que el inglés y Carmen debían pasar. Encontré al Dancaire y a García esperándome. Pasamos la noche en un bosque, junto a una hoguera de piñas, que ardían de maravilla. Propuse a García jugar a las cartas. Aceptó. En la segunda partida le dije que estaba haciendo trampas; se echó a reír. Le arrojé las cartas a la cara. Quiso coger el trabuco; lo pisé y le dije: “Dicen que sabes manejar la navaja como el mejor jaque de Málaga, ¿quieres probar conmigo?”. El Dancaire quiso separarnos. Yo había dado dos o tres puñetazos a García. La ira lo había envalentonado; sacó su navaja y yo la mía. Ambos dijimos al Dancaire que nos dejara el campo libre y juego limpio. Vio que no había manera de detenernos y se apartó. García estaba ya doblado en dos como un gato dispuesto a lanzarse sobre un ratón. Sostenía el sombrero con la mano izquierda para parar los golpes, con la navaja adelantada. Es la guardia andaluza. Yo me puse a la navarra, derecho frente a él, levantado el brazo izquierdo, avanzada la pierna izquierda, la navaja a lo largo del muslo derecho. Me sentía más fuerte que un gigante. Se lanzó hacia mí como una flecha; giré sobre el pie izquierdo y ya no encontró nada ante sí; pero yo lo alcancé en la garganta y la navaja la atravesó de tal manera que mi mano se encontró bajo su mentón. Giré la hoja con tanta fuerza que se rompió. Todo había acabado. La hoja salió de la herida lanzada por un borbotón de sangre del grosor de un brazo. Cayó de bruces, rígido como una estaca. “¿Qué has hecho?, me dijo el Dancaire.
       —Escucha, le dije: no podíamos vivir juntos. Amo a Carmen y quiero ser el único. Además, García era un bellaco, y me acuerdo de lo que le hizo al pobre Remendado. Ya no somos más que dos, pero somos buenos muchachos. Vamos, ¿me aceptas por amigo hasta la muerte?”, el Dancaire me tendió la mano. Era un hombre de cincuenta años. “¡Al diablo con los amoríos!, exclamó. Si le hubieras pedido a Carmen, él te la habría vendido por una piastra. No somos más que dos, ¿cómo nos apañaremos mañana? —Déjame hacer a mí solo, le respondí. Ahora me río del mundo entero”.
       Enterramos a García y nos fuimos a poner el campamento a doscientos pasos más lejos. Al día siguiente, Carmen y su inglés pasaron con dos muleros y un criado. Dije al Dancaire: “Yo me encargo del inglés. Asusta tú a los otros, no están armados”. El inglés era valiente. Si Carmen no le hubiera empujado el brazo, me habría matado. En resumen, aquel día reconquisté a Carmen y lo primero que le dije es que estaba viuda. Cuando supo cómo había ocurrido: “Siempre serás un lilipendí, me dijo. García debía haberte matado. Tu guardia navarra no es más que una tontería y él ha mandado al otro mundo a más hábiles que tú. Había llegado su hora. La tuya llegará:
       —Y la tuya, respondí, si no eres para mí una verdadera romí.
       —Muy bien, dijo; he visto más de una vez en los posos de café que debíamos acabar nuestros días juntos. ¡Bah! El tiempo dirá”. Y tocó las castañuelas como hacía siempre que quería apartar alguna idea inoportuna.
       Uno no se da cuenta cuando habla de sí mismo. Todos esos detalles le aburren a usted, sin duda, pero acabo enseguida. La vida que llevábamos duró bastante tiempo. El Dancaire y yo nos habíamos asociado con algunos camaradas más fieles que los primeros, y nos dedicábamos al contrabando, y también a veces, hay que confesarlo, echábamos el alto en el camino real, pero en último extremo, y cuando no podíamos hacer otra cosa. Por lo demás, no maltratábamos a los viajeros y nos limitábamos a quitarles el dinero. Durante algunos meses estuve contento de Carmen; continuaba siendo útil para nuestras operaciones, informándonos sobre los buenos golpes que podríamos dar. Estaba unas veces en Málaga, otras en Córdoba, otras en Granada; pero a una palabra mía, lo dejaba todo, y venía a encontrarse conmigo en una venta aislada, incluso en el campamento. Solamente una vez, en Málaga, surgió un problema. Supe que le había echado el ojo a un negociante muy rico, con el que se proponía probablemente volver a empezar la broma de Gibraltar. A pesar de todo lo que pudo decirme el Dancaire para detenerme, partí y entré en Málaga en pleno día. Busqué a Carmen y me la llevé inmediatamente. Tuvimos un agrio altercado. “¿Sabes, me dijo, que desde que eres mi verdadero rom, te quiero menos que cuando eras mi minchorro? No quiero ser maltratada y mucho menos mandada. Lo que quiero es ser libre y hacer lo que me plazca. No me agotes la paciencia. Si me fastidias, encontraré a algún muchacho complaciente que te haga lo que tú has hecho al tuerto”. El Dancaire nos reconcilió; pero nos habíamos dicho cosas por las que estábamos resentidos el uno con el otro y ya no nos tratábamos como antes. Poco después sucedió una desgracia. La tropa nos sorprendió. Mataron al Dancaire y a dos de mis camaradas; apresaron a otros dos. Yo fui herido gravemente, y, a no ser por mi buen caballo, habría caído en manos de los soldados. Extenuado de fatiga, con una bala en el cuerpo, fui a ocultarme en un bosque con el único compañero que me quedaba. Al apearme del caballo, perdí el conocimiento y creí que iba a reventar en la maleza como una liebre que ha recibido una perdigonada. Mi camarada me trasladó a una gruta que conocíamos, y después fue a buscar a Carmen. Estaba en Granada y acudió inmediatamente. Durante quince días, no se apartó de mí ni un instante. No durmió; me cuidó con una destreza y unas atenciones que jamás ha tenido una mujer para con el hombre más querido. En cuanto pude sostenerme en pie, me llevó a Granada con el mayor sigilo. Las gitanas encuentran en todas partes refugios seguros, y pasé más de seis semanas en una casa a dos puertas del corregidor que me buscaba. Más de una vez, mirando detrás de una contraventana, lo vi pasar. Me restablecí al fin; pero en mi lecho de dolor había reflexionado mucho, y proyectaba cambiar de vida. Hablé a Carmen de marcharnos de España, y tratar de vivir honradamente en el Nuevo Mundo. Se burló de mí. “No estamos hechos para plantar coles, dijo; nuestro destino es vivir a costa de los payos. Mira, he concertado un negocio con Natham Ben-Joseph de Gibraltar. Tiene telas de algodón que sólo esperan por ti para pasar. Sabe que estás vivo. Cuenta contigo. ¿Qué dirían nuestros corresponsales de Gibraltar si faltaras a tu palabra?”. Me dejé arrastrar y reanudé mi deshonrosa vida.
       Mientras estaba oculto en Granada, hubo corridas de toros a las que Carmen asistió. Al volver, me habló mucho de un picador muy diestro llamado Lucas. Sabía el nombre de su caballo, y cuánto le costaba la chaquetilla bordada. No le di importancia. Juanito, el camarada que me quedaba, me dijo unos días después que había visto a Carmen con Lucas en un comercio del Zacatín. Eso comenzó a alarmarme. Pregunté a Carmen cómo y por qué había conocido al picador. “Es un muchacho, —dijo— con quien se puede hacer negocio. Cuando el río suena, agua o piedras lleva. Ha ganado 1.200 reales en las corridas. Una de dos: o bien hay que conseguir ese dinero, o bien, como es buen jinete y un chico valiente, se le puede hacer de nuestra banda. Tal y tal han muerto, tienes que reemplazarlos. Tómalo contigo.
       —No quiero —respondí— ni su dinero, ni su persona, y te prohíbo hablar con él. “Ten cuidado —me dijo—; cuando se me desafía a no hacer algo, está hecho inmediatamente”. Por fortuna, el picador partió para Málaga y yo me dispuse a pasar las telas de algodón del judío. Tuve mucho que hacer en esa expedición, también Carmen, y olvidé a Lucas; quizá ella lo olvidó también, al menos de momento. Por entonces, señor, lo encontré a usted, primero cerca de Montilla y después en Córdoba. No le hablaré de nuestra última entrevista. Quizá sepa usted de ella mucho más que yo. Carmen le robó el reloj; también quería el dinero y, sobre todo, esa sortija que lleva en el dedo y que, según ella, es un anillo mágico que le interesaba mucho poseer. Tuvimos una disputa violenta, y le pegué. Ella palideció y lloró. Era la primera vez que la veía llorar y me produjo un terrible efecto. Le pedí perdón, pero estuvo enfurruñada durante todo un día y cuando partí de nuevo para Montilla, no quiso besarme.— Estaba apesadumbrado, cuando tres días después, vino a buscarme con aspecto risueño y alegre como un pinzón. Todo estaba olvidado, y parecíamos enamorados de hacía dos días. En el momento de separarnos me dijo: “Hay una fiesta en Córdoba, voy a ir a verla, y después sabré la gente que sale de allí con dinero, y te lo diré”. La dejé partir. Una vez solo, pensé en esa fiesta y en el cambio de humor de Carmen: “Puesto que se ha reconciliado la primera —me dije— tiene que haberse vengado ya”. Un campesino me dijo que había toros en Córdoba. Me hierve la sangre, y, como loco, me marcho y voy a la plaza. Me mostraron a Lucas, y, reconocí a Carmen en el banco junto a la barrera. Me bastó verla un minuto para estar seguro de lo que pensaba. En el primer toro, Lucas gallardeó como yo había previsto. Arrancó la divisa del toro y se la llevó a Carmen, quien al instante se la colocó en el pelo. El toro se encargó de vengarme. Lucas fue derribado con el caballo sobre el pecho, y el toro encima de los dos. Miré hacia Carmen: ya no estaba en su sitio. No podía salir de donde estaba y me vi obligado a esperar el final de la corrida. Entonces me fui a la casa que usted conoce, y permanecí allí toda la tarde y una parte de la noche, sin moverme. Carmen volvió hacia las dos de la mañana, y se quedó un poco sorprendida al verme. “¡Vente conmigo!, le dije.
       —Muy bien, dijo, ¡vámonos!”. Fui a coger el caballo, la puse en la grupa, y caminamos todo el resto de la noche sin decirnos una sola palabra. De día, nos paramos en una venta aislada, bastante cerca de una ermita pequeña. Allí le dije a Carmen:
       —Escucha: lo olvido todo. No te hablaré de nada; pero júrame una cosa: que vas a seguirme a América y que allí permanecerás tranquila.
       —No, —dijo con tono enfadado— no quiero ir a América. Estoy bien aquí.
       —Es porque estás cerca de Lucas; pero piénsalo bien, si se cura, no será para llegar a viejo. A fin de cuentas, ¿por qué echarle a él la culpa? Estoy cansado de matar a todos tus amantes; te mataré a ti.
       Me miró fijamente con su mirada salvaje, y me dijo:
       —Siempre he pensado que me matarías. La primera vez que te vi, acababa de encontrar a un cura en la puerta de mi casa. Y esta noche, al salir de Córdoba, ¿no lo has visto? Una liebre ha cruzado el camino entre las patas del caballo. Está escrito.
       —Carmencita —pregunté— ¿ya no me quieres?
       No respondió nada. Estaba sentada en una estera, con las piernas cruzadas, y hacía rayas con el dedo en la tierra.
       —Cambiemos de vida Carmen, —le dije, en tono de súplica—. Vámonos a vivir a algún sitio donde no estemos separados nunca. Sabes que, no lejos de aquí, tenemos ciento veinte onzas enterradas bajo una encina… Además, tenemos aún fondos en casa del judío Ben-Joseph.
       Se sonrió, y me dijo:
       —Primero yo, después tú. Sé perfectamente que así debe ocurrir.
       —Reflexiona —continué—; estoy al límite de la paciencia y del ánimo; decídete o decidiré yo. La dejé y fui a pasearme por la parte de la ermita. Encontré al ermitaño rezando. Esperé a que terminara sus oraciones; me habría gustado rezar, pero no podía. Cuando se levantó, fui hacia él. “Padre, —le dije— ¿quiere usted rezar por alguien que está en gran peligro?
       —Rezo por todos los afligidos —dijo.
       —¿Puede decir una misa por un alma que quizá comparezca ante su Creador?
       —Sí, —respondió, mirándome fijamente. Y como había algo extraño en mi aspecto, quiso hacerme hablar:
       —Me parece que lo he visto antes —dijo.
       Dejé una piastra sobre el banco.
       —¿Cuándo dirá usted la misa? —le pregunté.
       —Dentro de media hora. El hijo del ventero de allá va a venir a ayudar. Dígame joven, ¿no tiene usted algo en la conciencia que lo atormenta? ¿quiere usted escuchar los consejos de un cristiano?
       Yo estaba a punto de llorar. Le dije que volvería y me marché deprisa. Fui a echarme en la hierba hasta que oyera la campana. Entonces me acerqué, pero permanecí fuera de la capilla. Cuando acabó la misa, volví a la venta. Esperaba que Carmen hubiese huido; habría podido coger mi caballo y marcharse… pero la encontré. Ella no quería que se pudiera decir que tenía miedo de mí. Durante mi ausencia, había deshecho el dobladillo de su vestido para quitar de él el plomo. Ahora estaba ante una mesa, mirando en un barreño lleno de agua el plomo que había fundido, y que acababa de echar en ella. Estaba tan ocupada con su magia que, al principio, no se percató de mi regreso. Unas veces cogía un trozo de plomo y le daba vueltas por todos los lados con aspecto triste, otras cantaba alguna de esas canciones mágicas que invocan a María Padilla, la amante de don Pedro, que fue, según se dice, la Barí Crallisa o gran reina de los gitanos [se acusa a doña María de Padilla de haber hechizado al rey don Pedro; una tradición popular cuenta que habla regalado a la reina Blanca de Borbón un cinturón de oro, que apareció a los ojos fascinados del rey como una serpiente viva; de allí la repugnancia que este mostró siempre por la desgraciada princesa— nota del autor].
       —Carmen —le dije— ¿quiere venir conmigo?
       Se levantó, tiró el lebrillo y se puso la mantilla por la cabeza como dispuesta a partir. Me trajeron el caballo, montó en la grupa y nos alejamos.
       —Así que —le dije, después de haber caminado un trecho— ¡Carmen mía!, quieres seguirme, ¿no es eso?
       —Te sigo a la muerte, sí, pero no viviré más contigo.
       Estábamos en una garganta solitaria; detuve el caballo. “¿Es aquí?” —dijo— y se apeó de un salto. Se quitó la mantilla, la echó a los pies, y permaneció inmóvil con el puño en la cadera, mirándome fijamente.
       —Quieres matarme, lo veo claro —dijo—; está escrito, pero no me harás ceder.
       —Te lo ruego —le dije— sé razonable. ¡Escúchame! todo el pasado está olvidado. Sin embargo, lo sabes bien, eres tú quien me ha perdido; es por ti por quien me he convertido en ladrón y homicida. ¡Carmen! ¡Carmen mía! déjame salvarte y salvarme contigo.
       —José —respondió— me pides un imposible. Ya no te amo; tú me amas todavía y por eso quieres matarme. Aún podría perfectamente decirte alguna mentira; pero no quiero tomarme esa molestia. Todo ha acabado entre nosotros. Puesto que eres mi rom, tienes derecho a matar a tu romí, pero Carmen será siempre libre. Nació calé, morirá calé.
       —¿Quieres pues a Lucas? —le pregunté.
       —Sí, lo he querido, como a ti, un instante, quizá menos que a ti. Ahora ya no amo nada, y me odio por haberte amado.
       Me eché a sus pies, tomé sus manos, las regué de lágrimas. Le recordé todos los momentos de felicidad que habíamos pasado juntos. Le ofrecí seguir siendo salteador de caminos para agradarle. Todo, señor, todo; le ofrecí todo, con tal de que accediera a quererme aún.
       Me dijo: “Quererte aún, es imposible. No quiero vivir contigo”. El furor se adueñaba de mí. Saqué la navaja. Me habría gustado que tuviera miedo y me pidiera clemencia, pero esa mujer era un demonio.
       —¡Por última vez! —grité— ¿quieres seguir conmigo?
       —¡No! ¡No! ¡No! —dijo, golpeando el suelo con el pie, y se quitó del dedo una sortija que yo le había regalado, y la tiró a la maleza.
       La herí dos veces. Era la navaja del Tuerto, que había cogido después de romper la mía. Cayó al segundo navajazo, sin gritar. Creo estar viendo aún sus grandes ojos mirarme fijamente; luego se nublaron y se cerraron. Quedé anonadado más de una hora ante el cadáver. Recordé después que Carmen me había dicho frecuentemente que le gustaría ser enterrada en un bosque. Cavé una fosa con el cuchillo y la deposité en ella. Durante mucho tiempo estuve buscando la sortija y al fin la encontré. La puse junto a ella en la fosa, con una crucecita. Tal vez haya cometido un error. Después monté en mi caballo, galopé hasta Córdoba y me entregué en el primer cuerpo de guardia. Dije que había matado a Carmen; pero no he querido decir dónde estaba el cuerpo. El ermitaño era un hombre santo. Ha rezado por ella. Ha dicho una misa por su alma… ¡Pobre niña! Los calé son los culpables por haberla educado así.


IV

      España es uno de los países donde se encuentran aún hoy en mayor número esos nómadas dispersos por toda Europa y conocidos con los nombres de bohémiens, gitanos, gypsies, zigeuner, etc. La mayor parte residen, o más bien llevan vida errante en las provincias del sur y del este, en Andalucía, Extremadura y el reino de Murcia; hay muchos en Cataluña. Estos últimos pasan frecuentemente a Francia. Se les encuentra en todas las ferias del sur. Los hombres ejercen de ordinario los oficios de chalán, veterinario y esquilador de mulos; a ello unen la industria de arreglar calderos y utensilios de cobre, sin hablar del contrabando y otras prácticas ilícitas. Las mujeres dicen la buenaventura, mendigan y venden toda clase de drogas inocuas o no.
       Los rasgos físicos de los gitanos son más fáciles de distinguir que de describir, y cuando se ha visto a uno solo, se reconocería entre mil a un individuo de esta raza. La fisonomía, la expresión, es, sobre todo, lo que los separa de los pueblos que habitan en el mismo país. Su tez es muy morena, siempre más oscura que la de las gentes entre las que viven. De ahí el nombre de calé, los negros, con el que ellos se designan con frecuencia. Sus ojos, sensiblemente oblicuos, bien rasgados, muy negros, están sombreados por pestañas largas y espesas. Su mirada sólo puede compararse a la de una fiera. En ella se manifiestan al mismo tiempo la audacia y la timidez, y a este respecto sus ojos revelan bastante bien el carácter de esta raza, astuta, atrevida, pero que teme naturalmente los golpes como Panurgo. En su mayoría, los hombres, además de esbeltos y ágiles, tienen buena planta; no creo haber visto ni a uno solo con exceso de peso. En Alemania [me ha parecido que los gitanos alemanes, por más comprendan perfectamente la palabra calé, no gustan de ser llamados de esta suerte. Llámanse entre sí Romané th,ave, nota del autor], las gitanas son frecuentemente muy guapas; la belleza, sin embargo, es muy rara entre las gitanas de España. Cuando son muy jóvenes, pueden pasar por agradables feúchas; pero una vez que son madres se ponen repelentes. La suciedad de ambos sexos es increíble, y quien no ha visto el cabello de una matrona gitana, difícilmente se hará idea de él, incluso imaginándose las crines más ásperas, más grasientas, más llenas de polvo. En algunas ciudades grandes de Andalucía, las jóvenes, un poco más agradables que las otras, cuidan más su aspecto. Ésas van a bailar por dinero danzas que se parecen mucho a las que se prohíben en nuestros bailes públicos de carnaval. El señor Borrow, misionero inglés, autor de dos obras muy interesantes sobre los gitanos españoles, que él se había propuesto convertir con cargo a la Sociedad Bíblica, asegura que no hay precedentes de que una gitana haya tenido jamás debilidad alguna por un hombre extraño a su raza. Me parece que hay mucha exageración en los elogios que hace de su castidad. En primer lugar, la mayoría se encuentra en el caso de la fea de Ovidio: Casta quam nemo rogavit. En cuanto a las guapas, son como todas las españolas, difíciles en la elección de amantes. Hay que agradarles, hay que merecerlas. El señor Borrow cita como prueba de su virtud un rasgo que hace honor a la suya, sobre todo a su ingenuidad. Un hombre inmoral, conocido suyo, ofreció inútilmente, según él, varias onzas a una gitana guapa. Un andaluz a quien conté esta anécdota, afirmó que ese hombre inmoral habría tenido más éxito mostrando dos o tres piastras, y que ofrecer onzas de oro a una gitana, era un medio de persuadir tan malo como prometer un millón o dos a una moza de posada. Sea lo que fuere, es cierto que las gitanas muestran una abnegación extraordinaria por sus maridos. No hay peligro ni miserias que no desafíen para socorrerlos en sus necesidades. Uno de los nombres que los gitanos se dan, romé o los esposos, me parece que atestigua el respeto de la raza por el estado de casado. En general, puede decirse que su virtud principal es el patriotismo, si se puede llamar así a la fidelidad que observan en sus relaciones con los individuos del mismo origen que ellos, la solicitud en ayudarse mutuamente, el secreto inviolable que se guardan en los asuntos comprometedores. Por lo demás, en todas las asociaciones secretas y fuera de la ley se observa algo parecido.
       He visitado, hace unos meses, una horda de gitanos establecidos en los Vosgos. En la choza de una anciana, la más vieja de la tribu, había un gitano ajeno a la familia, víctima de una enfermedad mortal. Este hombre había abandonado el hospital donde estaba bien cuidado, para ir a morir entre sus compatriotas. Desde hacía trece semanas estaba en cama, alojado por sus anfitriones, y mucho mejor tratado que los hijos o los yernos que vivían en la misma casa. Tenía un buen lecho de paja y de musgo con sábanas bastante blancas, mientras que el resto de la familia, compuesta por once personas, se acostaba en tablas de tres pies de longitud. Ésa es su hospitalidad. La misma mujer, tan humana para su huésped, me decía ante el enfermo: Singo, singo, homte hi mulo. “Dentro de poco, dentro de poco, tiene que morir”. Después de todo, la vida de estas gentes es tan miserable que el anuncio de la muerte no tiene nada de terrible para ellos.
       Un rasgo sobresaliente del carácter de los gitanos es su indiferencia en materia de religión; no es que sean agnósticos o escépticos. No han hecho jamás profesión de ateísmo. Al contrario, su religión es la del país en el que habitan; pero la cambian cuando cambian de patria. Las supersticiones que, entre los pueblos incultos sustituyen a los sentimentos religiosos, les son igualmente ajenas. De hecho, es la razón de que existan supersticiones en gentes que viven generalmente de la credulidad de los demás. Sin embargo, he observado en los gitanos españoles un horror singular a tener contacto con un cadáver. Son pocos los que aceptarían llevar un muerto al cementerio por dinero.
       He dicho que la mayor parte de las gitanas se dedican a decir la buenaventura. Lo hacen muy bien. Pero lo que para ellas es una fuente de grandes beneficios es la venta de encantamientos y filtros amorosos. No sólo usan patas de sapos para fijar los corazones veleidosos, o polvo de piedra imán para hacerse amar de los insensibles; sino que hacen, cuando es necesario, poderosos conjuros que obligan al diablo a prestarles ayuda. El año pasado, una española me contaba la siguiente historia: Pasaba un día por la calle de Alcalá, muy triste y preocupada; una gitana, en cuclillas en la acera, le gritó: “Hermosa señora mía, su amante la ha traicionado”. Era verdad. “¿Quiere que lo haga volver con usted?”. Se comprende con qué alegría fue aceptada la proposición, y qué confianza debía inspirar la persona que adivinaba así, con una simple mirada, los secretos íntimos del corazón. Como habría sido imposible ponerse a hacer sortilegios en la calle más frecuentada de Madrid, acordaron una cita para el día siguiente. “Nada más fácil que hacer volver al infiel a sus pies, —dijo la gitana—. ¿Tendría usted un pañuelo, un chal o una mantilla que él le haya regalado?”. Le entregó un pañuelo de seda. “Ahora cosa usted con seda carmesí, una piastra en una punta del pañuelo.
       —En otra punta, cosa media piastra; una peseta aquí; una moneda de dos reales, ahí. Después hay que coser, en el centro, una moneda de oro. Un doblón sería lo mejor”. Cosió el doblón y todo lo demás. “Ahora deme el pañuelo, voy a llevarlo al Campo Santo cuando suene medianoche. Venga usted conmigo, si quiere ver una bonita escena de diablos. Le prometo que desde mañana volverá a ver al que ama”. La gitana se fue sola al Campo Santo, porque había mucho miedo a los diablos para acompañarla. Adivinen si la pobre amante abandonada ha vuelto a ver el pañuelo y al infiel.
       A pesar de la miseria y de la especie de adversión que inspiran, los gitanos gozan, sin embargo, de cierta consideración entre la gente poco ilustrada y presumen mucho de ello. Se consideran raza superior en cuanto a la inteligencia y desprecian cordialmente al pueblo que los acoge. “Los gentiles son tan bobos, me decía una gitana de los Vosgos, que no tiene ningún mérito engañarlos. El otro día, una campesina me llama en la calle, entro en su casa. La estufa humeaba y me pide un sortilegio para hacerla tirar bien. Primero, hago que me dé un buen trozo de tocino. Después, me pongo a decir entre dientes unas palabras en romaní. “Eres boba, decía yo, has nacido boba, boba morirás Cuando estuve cerca de la puerta, le dije en buen alemán: La manera infalible para impedir que la estufa humee, es no encenderla. Y puse pies en polvorosa”.
       La historia de los gitanos es todavía un enigma. Se sabe con certeza que las primeras bandas, muy poco numerosas, aparecieron en el este de Europa, hacia comienzos del siglo XV; pero no se puede decir ni de dónde vienen, ni por qué han venido a Europa y, lo que es más extraordinario, se ignora, cómo se han multiplicado en poco tiempo, de manera tan prodigiosa, en muchas comarcas muy alejadas unas de otras. Los gitanos mismos no han conservado ninguna tradición sobre su origen, y si la mayor parte de ellos habla de Egipto como de su patria primitiva, es porque han adoptado una leyenda sobre ellos, difundida desde muy antiguo.
       La mayoría de los orientalistas que han estudiado la lengua de los gitanos, creen que son originarios de la India. Efectivamente, parece que un gran número de raíces y muchas formas gramaticales del romaní se encuentran en idiomas derivados del sánscrito. Se comprende que en sus largas peregrinaciones, los gitanos han adoptado muchas palabras extranjeras. En todos los dialectos del romaní hay gran cantidad de palabras griegas. Por ejemplo: cocalé, hueso, de χόχχαλου; petal, herradura, de πεταλου; carfí, clavo, de αρφί, etc. Hoy los gitanos tienen casi tantos dialectos diferentes como hordas hay de su raza, separadas unas de otras. En todas partes hablan más fácilmente la lengua del país que habitan que su propio idioma, el cual apenas usan más que para poder conversar libremente delante de extraños. Si se compara el dialecto de los gitanos de Alemania y el de los españoles, incomunicados entre sí desde hace siglos, se reconoce una gran cantidad de palabras comunes; pero la lengua original por todas partes, aunque en grados diferentes, se ha alterado notablemente por el contacto con lenguas más cultas, que estos nómadas se han visto obligados a emplear. El alemán, por un lado, y el español, por otro, han modificado de tal manera el fondo primitivo del romaní, que a un gitano de la Selva Negra le sería imposible conversar con uno de sus hermanos andaluces, aunque les baste intercambiar algunas frases para reconocer que hablan ambos un dialecto derivado del mismo idioma. Algunas palabras de uso muy frecuente son comunes, creo, a todos los dialectos; así, en todos los vocabularios que he podido ver: Pañí quiere decir agua; maró, pan; maas, carne; lon, sal.
       Los nombres de los números son en todas partes más o menos los mismos. El dialecto alemán me parece mucho más puro que el dialecto español, porque ha conservado numerosas formas gramaticales primitivas, mientras que los gitanos han adoptado las del castellano. Algunas palabras, sin embargo, son excepción, lo que atestigua la antigua comunidad de lenguaje. Los pretéritos del dialecto alemán se forman añadiendo ium al imperativo, que es siempre la raíz del verbo. En el romaní español todos los verbos se conjugan siguiendo el modelo de los verbos castellanos de la primera conjugación. Del infinitivo jamar, comer, debería salir regularmente jamé, comí; de lillar, tomar, debería salir lillé, tomé. Algunos gitanos viejos dicen, sin embargo, excepcionalmente: jayón, lillón. No conozco otros verbos que hayan conservado esta antigua forma.
       Al mismo tiempo que expongo mis limitados conocimientos de la lengua romaní debo anotar algunas palabras del argot francés que nuestros ladrones han tomado de los gitanos. Los misterios de París han enseñado a esta distinguida sociedad que chourín quería decir cuchillo. Es puro romaní; thourí es una de las palabras comunes a todos los dialectos. El señor Vidocq llama al caballo grès: es también palabra gitana gras, gres, graste, gris. Añadan aún la palabra romanichel, con la cual el argot parisiense designa a los gitanos. Es la corrupción de romané tchavé, muchachos gitanos. Pero una etimología de la que me siento muy orgulloso, es la de frimousse, cara, rostro, palabra que todos los colegiales emplean o empleaban en mis tiempos. En primer lugar, observen que Oudin en su curioso diccionario escribía en 1640 firlimousse. Ahora bien, firla, fila, en romaní quiere decir rostro, mui tiene la misma significación, es exactamente os de los latinos. La combinación firlamui ha sido comprendida inmediatamente por un gitano purista, y la creo conforme al genio de su lengua.
       Y ya es bastante para dar a los lectores de Carmen una idea favorable sobre mis estudios de romaní. Terminaré con este proverbio, que viene a propósito: En rotuñí pandá nasti abela marchá: En boca cerrada no entran moscas.



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