Prosper Merimée
(París, Francia, 1803 - Cannes, Francia, 1870)


Federigo (1829)
(“Federigo”)
Originalmente publicado en Revue de Paris, Vol. 17 (15 de noviembre de 1829);
Mosaïque
(París: H. Fournier Jeune, Libraire, 1833, 440 págs.), págs. 167-210.



      Había una vez un joven señor llamado Federigo, guapo, de buena planta, cortés y bondadoso, pero de costumbres muy disolutas, pues amaba en exceso el juego, el vino y las mujeres, sobre todo el juego; no se confesaba jamás y no frecuentaba las iglesias si no era para ir a buscar en ellas ocasiones de pecado. Y ocurrió que Federigo, después de haber arruinado en el juego a doce hijos de familia (que se hicieron después malandrines y perecieron sin confesión en un combate encarnecido con los condotieros del rey) perdió a su vez, en menos de nada, todo lo que había ganado, y todo su patrimonio, salvo una pequeña casa de campo, donde fue a ocultar su miseria tras las colinas de Cava.
       Tres años habían transcurrido desde que vivía en soledad, cazando durante el día, y haciendo por la noche su partida de tresillo con el aparcero. Un día que acababa de volver a su casa después de una cacería, la más fructífera que hubiera hecho hasta entonces, Jesucristo, seguido de sus santos apóstoles, vino a llamar a su puerta y le pidió alojamiento. Federigo, que tenía un alma generosa, estuvo encantado de ver llegar a sus invitados en un día en el que tenía sobradamente con qué agasajarlos. Mandó entrar pues a los peregrinos en su casa, les ofreció con la mejor gracia del mundo, mesa y cubierto, y les rogó que le perdonaran si no los trataba según su categoría, pues lo cogían desprevenido. Nuestro Señor, que sabía a qué atenerse respecto a la oportunidad de su visita, perdonó a Federigo esa pequeña muestra de vanidad tomando en consideración su actitud acogedora.
       —Nos contentaremos con lo que tiene —le dijo—, pero mande preparar la cena lo más antes posible, pues es tarde, y éste tiene mucha hambre —añadió señalando a San Pedro.
       Federigo no se lo hizo repetir, y, queriendo ofrecer a sus invitados algo más que el producto de su caza, ordenó al aparcero que matara el último cabrito, que fue de inmediato colocado en el asador.
       Cuando la cena estuvo lista y la compañía a la mesa, Federigo sólo tenía un pesar y era que su vino no fuera de la mejor calidad.
       —Señor —le dijo a Jesucristo:

Sire, je voudrais que mon vin fût meilleur;
Néanmoins, tel qu’il est, je l’offre de grand coeur


      Después de lo cual, Nuestro Señor que había probado el vino dijo a Federigo:
       —¿De qué se queja?, su vino es perfecto; me fío de este hombre —indicando con el dedo al apóstol San Pedro.
       San Pedro, después de haberlo probado, lo declaró excelente (proprio stupendo), y rogó a su anfitrión que bebiera con él.
       Federigo, que tomaba todo eso como pura cortesía, hizo caso al apóstol; pero ¡cuál no sería su sorpresa al encontrar que este vino era mucho mejor que ninguno de los que él había degustado en los tiempos en que disponía de su gran fortuna! Reconociendo por ese milagro la presencia del Salvador, se levantó de inmediato considerándose indigno de comer en tan santa compañía; pero Nuestro Señor le ordenó que volviera a sentarse, lo que hizo sin demasiados remilgos. Después de la cena, en la que fueron servidos por el aparcero y su mujer, Jesucristo se retiró con sus apóstoles a la habitación que le habían preparado. En cuanto a Federigo, que se había quedado a solas con el aparcero, echó su partida de tresillo, como de costumbre, bebiéndose lo que quedaba del vino milagroso.
       Al día siguiente, los santos viajeros se encontraban reunidos en la planta baja con el dueño de la vivienda, cuando Jesucristo le dijo a Federigo:
       —Estamos muy satisfechos de la acogida que nos has dispensado y queremos recompensarte. Pide tres deseos, a tu elección, y te serán concedidos; pues todo poder nos ha sido otorgado en el cielo, en la tierra y en los infiernos.
       Entonces Federigo sacando de su bolsillo una baraja de cartas que llevaba siempre consigo dijo:
       —Señor, haced que yo gane siempre que juegue con estas cartas.
       —¡Que así sea! —dijo Jesucristo (Ti sia concesso)
       Pero San Pedro que se encontraba junto a Federigo, le dijo en voz baja:
       —¿En qué estas pensando, desgraciado pecador? Debías pedirle al Señor la salvación de tu alma.
       —Eso me inquieta poco — respondió Federigo.
       —Tienes aún dos deseos que obtener —dijo Jesucristo.
       —Señor —continuó el anfitrión— puesto que tenéis tanta bondad, por favor, haced que cualquiera que suba al naranjo que da sombra a mi puerta, no pueda bajar de él sin mi permiso.
       —¡Que así sea! —dijo Jesucristo.
       Al oír esas palabras, el apóstol San Pedro, dándole un codazo a su vecino, le dijo:
       —Desgraciado pecador, ¿no temes el infierno reservado para tus fechorías? Pide pues al Señor un lugar en su santo paraíso; todavía estás a tiempo…
       —No hay prisa —respondió Federigo alejándose del apóstol; y Nuestro Señor preguntó:
       —¿Cuál es tu tercer deseo?
       —Quiero, —contesto aquél— que quien se siente en esta banqueta, al amor de la lumbre, no pueda levantarse de ella sino con mi permiso.
       Nuestro Señor, que atendió este deseo como los dos primeros, se marchó con sus discípulos.
       El último apóstol no había salido aún de la vivienda cuando Federigo, deseoso de probar la eficacia de sus cartas, llamó a su aparcero y jugó una partida de tresillo con él sin mirar siquiera su juego. La ganó de calle, lo mismo que la segunda y la tercera. Seguro entonces de su éxito, se marchó a la ciudad, se hospedó en la mejor posada, donde alquiló la habitación más bonita. Como la noticia de su llegada se había difundido con rapidez, sus antiguos compañeros de libertinaje vinieron en tropel para hacerle una visita.
       —Te creíamos perdido para siempre —exclamó don Giuseppe—; se decía que te habías hecho ermitaño.
       —Y tenían razón —respondió Federigo.
       —¿En qué diablos has pasado el tiempo desde hace tres años que no te hemos visto? —preguntaron a la vez todos los demás.
       —Rezando, mi muy queridos hermanos —contestó Federigo, con voz devota—; y he aquí mis Horas —añadió mientras sacaba de su bolsillo la baraja de cartas que había conservado cuidadosamente.
       Esta respuesta provocó una risa general y cada uno quedó convencido de que Federigo había restablecido su fortuna en algún país extranjero a expensas de jugadores menos expertos que éstos con los que se encontraba ahora, y que ardían en deseos de arruinarlo por segunda vez. Algunos querían, sin esperar más, llevarlo a una mesa de juego; pero Federigo, que les pidió que retrasaran la partida hasta la noche, hizo pasar a toda la compañía a una sala en la que, por orden suya, habían preparado un exquisito banquete, que fue perfectamente acogido. Esa cena fue más alegre que la de los apóstoles: es cierto que no se bebió nada más que malvasía y lacrima-Christi, pero los invitados, excepto uno, no conocían un vino mejor.
       Antes de la llegada de sus invitados, Federigo se había provisto de un juego de cartas exactamente igual que el primero, con el fin de poder, si era necerario, cambiarlo por el otro, y, al perder una partida de cada tres o cuatro, alejar toda sospecha del espíritu de sus adversarios. Había guardado una baraja a la derecha y otra a la izquierda.
       Después de cenar, y una vez que la noble banda se hubo sentado en torno al tapete verde, Federigo puso primero sobre la mesa las cartas profanas, fijó las apuestas en una suma razonable para toda la duración de la sesión. Queriendo entonces tomarle gusto al juego, y conocer la medida de su fuerza, jugó lo mejor que pudo las dos primeras partidas, y perdió la una y la otra, no sin cierto despecho secreto. Mandó luego que trajeran vino, y aprovechó el momento en que los ganadores brindaban por sus triunfos pasados y futuros, para retomar con una mano las cartas profanas y sustituirlas con la otra por las bendecidas.
       Cuando comenzó la tercera partida, Federigo, que no prestaba atención a su juego, tuvo tiempo de observar el de los demás, y encontró que hacían trampas. Este descubrimiento le causó gran placer. A partir de ese momento podía vaciar a conciencia los bolsillos de sus adversarios. Su ruina había sido consecuencia de su fraude, y no de su buen juego o de su suerte. Podía pues concebir una mejor opinión de su fuerza relativa, opinión justificada por los éxitos anteriores. La autoestima (pues ¿a qué no se agarra ésta?), la certeza de la venganza y la de la ganancia, son tres sentimientos muy dulces para el corazón de un hombre. Federigo los sintió todos a la vez; pero pensando en su fortuna pasada, se acordó de los doce hijos de familia a costa de los cuales él se había enriquecido; y, persuadido de que aquellos jóvenes eran los únicos jugadores honestos con los que se había relacionado, se arrepintió, por vez primera, de los triunfos que había tenido sobre ellos. Una nube sombría siguió en su rostro a los rayos de alegría que se abrían camino y lanzó un profundo suspiro al ganar la tercera partida.
       Ésta fue seguida de otras muchas, de las que Federigo se arregló para ganar el mayor número posible, de manera que recogió en esta primera velada con qué pagar la cena y un mes de alquiler de su habitación. Era todo lo que quería por ese día. Sus compañeros, contrariados, prometieron al marcharse, que regresarían al día siguiente.
       El día después y los siguientes, Federigo supo ganar y perder tan a propósito, que en poco tiempo adquirió una fortuna considerable, sin que nadie sospechara la verdadera causa. Entonces, dejó la posada para irse a vivir a un gran palacio donde, de vez en cuando, daba magníficas fiestas. Las mujeres más bellas se disputan una de sus miradas; los vinos más exquisitos cubrían cada día su mesa, y el palacio de Federigo tenía fama de ser el centro de todos los placeres.
       Al cabo de un año de juego discreto, resolvió hacer completa su venganza, dejando secos a los principales señores del país. Con este fin, y después de haber convertido en piedras preciosas la mayor parte de su oro, les invitó con ocho días de antelación a una gran fiesta, para la que contrató los mejores músicos, saltimbanquis, etc., y que debía terminarse con una partida de las sustanciosas. Los que no disponían de dinero lo pidieron prestado a los judíos; los demás trajeron lo que tenían, y todo fue arrebatado. Federigo se marchó por la noche con su oro y sus diamantes.
       A partir de ese momento, se propuso no jugar a tiro cierto nada más que con los jugadores tramposos, encontrándose lo suficientemente hábil como para salir del paso con los demás. Recorrió así todas las ciudades de la tierra, jugando por todas partes, ganando siempre, y consumiendo en cada lugar lo más exquisito de lo que aquel país producía.
       Sin embargo, el recuerdo de sus doce víctimas se le venía a la memoria sin cesar y amargaba sus alegrías. Un día decidió que las salvaría o que se perdería con ellas.
       Tras haber adoptado esta resolución, partió hacia los infiernos con un bastón en la mano y un saco al hombro, sin más escolta que su galga favorita, que se llamaba Marchesella. Llegó a Sicilia, subió al monte Gibel, y enseguida bajó por el volcán, tan por debajo del pie de la montaña que ésta misma se eleva por encima del Piamonte. Desde allí, para ir a casa de Plutón, hay que cruzar un patio guardado por Cerbero. Federigo lo cruzó sin dificultad, mientras que Cerbero se entretenía con su galga, y llegó a llamar a la puerta de Plutón.
       Cuando lo llevaron a su presencia:
       —¿Quién eres? —preguntó el dios del abismo.
       —Soy el jugador Federigo.
       —Y ¿qué diablos vienes a hacer aquí?
       —Plutón, —contestó Federigo—, si consideras que el primer jugador de la tierra es digno de echar contigo una partida de tresillo, he aquí lo que te propongo: jugaremos tantas partidas como quieras; si pierdo una sola, habrás adquirido legítimamente mi alma, como todas las que pueblan tus estados; pero, si gano, tendré derecho a elegir entre ellas una por cada partida ganada y llevármela conmigo.
       —De acuerdo —dijo Plutón, y pidió una baraja de cartas.
       —Aquí hay una —dijo inmediatamente Federigo sacando de su bolsillo la baraja milagrosa, y comenzaron a jugar.
       Federigo ganó la primera partida, y le pidió a Plutón el alma de Stefano Pagani, una de las doce que quería salvar. Le fue entregada inmediatamente y, después de haberla recibido, la introdujo en su saco. Ganó también la segunda partida, la tercera, y así hasta doce, haciendo que le entregaran cada vez y metiendo en su saco una de las almas por las que estaba interesado. Cuando completó la docena, ofreció a Plutón la posibilidad de seguir jugando.
       —Con mucho gusto —dijo Plutón (que sin embargo se aburría de perder)—; pero salgamos un instante; no sé que olor fétido acaba de esparcirse por aquí.
       Sólo buscaba un pretexto para deshacerse de Federigo; pues apenas se encontraba éste fuera con su saco y sus almas, Plutón, gritó con todas sus fuerzas que cerraran la puerta.
       Federigo, después de haber atravesado el patio de los infiernos, sin que Cerbero prestara atención, hasta tal punto estaba entretenido con su galga, volvió a la cima del monte Gibel. Llamó después a Marchesella, que no tardó en unirse a él, y descendió hacia Mesina, más feliz por su conquista espiritual de lo que jamás había estado por ningún otro triunfo mundano. Cuando llegó a Mesina, se embarcó para regresar a tierra firme y terminar su carrera en su antigua casa de campo.


* * *

      (A algunos meses de eso, Marchesella parió una camada de pequeños monstruos, algunos de los cuales tenían hasta tres cabezas. Todos fueron arrojados al agua).

* * *

      Al cabo de treinta años (Federigo tenía setenta), la Muerte entró en su casa y le advirtió de que pusiera su conciencia en orden, porque había llegado su hora.
       —Estoy listo —dijo el moribundo—; pero antes de llevarme ¡oh Muerte!, dame, te lo ruego, un fruto del árbol que da sombra a mi puerta. Es un pequeño capricho, después moriré contento.
       —Si no necesitas nada más que eso —dijo la Muerte—, estoy de acuerdo en satisfacerte; —y se subió al naranjo para coger una naranja. Pero, cuando quiso descender, no pudo hacerlo porque Federigo se lo impedía.
       —¡Ah! Federigo, me has engañado, —exclamó—; ahora estoy en tu poder; devuélveme la libertad y te prometo diez años más de vida.
       —¡Diez años! ¡vaya cosa! —dijo Federigo—. Si quieres descender, amiga mía, será necesario que seas más generosa.
       —Te daré veinte.
       —¡Estás de broma!
       —Te daré treinta.
       —No has alcanzado aún ni la tercera parte.
       —¿Quieres pues vivir un siglo?
       —Exactamente, querida.
       —Federigo, no eres razonable.
       —¡Qué quieres! Me gusta vivir.
       —Vale, cien años —dijo la muerte—, puesto que hay que pasar por esto —e inmediatamente después pudo bajar.
       Tan pronto como ella se marchó, Federigo se levantó en un estado de salud perfecto, y comenzó una nueva vida con la fuerza de un joven y la experiencia de un viejo. Todo lo que se sabe de esta nueva existencia es que continuó satisfaciendo todas sus pasiones, y particularmente sus apetitos carnales, haciendo algo de bien cuando se presentaba la ocasión, pero sin pensar en su salvación mucho más que durante su primera vida.
       Cuando pasaron los cien años, la Muerte vino de nuevo a llamar a su puerta, y le encontró en la cama.
       —¿Estás listo? —le preguntó.
       —He mandado llamar a mi confesor —respondió—; siéntate junto al fuego hasta que venga. Sólo espero la absolución para lanzarme contigo a la eternidad.
       La Muerte, que era buena persona, fue a sentarse en la banqueta, y esperó una hora entera sin ver llegar al sacerdote. Empezando por fin a aburrirse, le dijo:
       —Viejo, ¿por segunda vez, no has tenido tiempo de ponerte en gracia, después de un siglo que no nos hemos visto?
       —Tenía, a fe mía, otras muchas cosas que hacer —dijo el viejo con una sonrisa burlona.
       —¡Pues bien! —contestó la Muerte indignada de su impiedad— ya no te queda nada más que un minuto de vida.
       —¡Bah! —dijo Federigo, mientras ella intentaba en vano levantarse—, sé por experiencia que eres muy acomodaticia como para no concederme aún algunos años de tregua.
       —¡Algunos años, miserable! —y hacía inútiles esfuerzos para alejarse de la chimenea.
       —Sí, sin duda; pero, esta vez, no seré muy exigente, y, como no me atrae mucho la vejez, me contentaré con cuarenta años para mi tercera vida.
       La Muerte vio que estaba retenida sobre la banqueta, como antaño sobre el naranjo por una fuerza sobrenatural; pero, en su furor, no quería conceder nada.
       —Conozco un medio para hacerte razonable —dijo Federigo—. Y mandó que echaran tres leños al fuego. La llama llenó en un momento la chimenea, de suerte que la Muerte se encontraba en un suplicio.
       —¡Piedad! ¡Piedad! —exclamó sintiendo que se quemaban sus viejos huesos—; te prometo cuarenta años de salud.
       Al oír esas palabras, Federigo deshizo el encantamiento, y la Muerte se fue huyendo, medio asada.
       Al cabo del plazo, regresó a buscar a su hombre, que la esperaba a pie firme, con un saco al hombro.
       —Por esta vez, tu hora ha llegado —le dijo entrando bruscamente—; no hay posibilidad de retroceder. Pero ¿qué quieres hacer con ese saco?
       —Contiene las almas de doce jugadores amigos míos, que en otros tiempos libré del infierno.
       —¡Que allí regresen contigo! —dijo la Muerte; y agarrando a Federigo por los cabellos, se lanzó por los aires, voló hacia el Sur, y se introdujo con su presa en los abismos del monte Gibel. Cuando llegó a las puertas del infierno, llamó tres veces.
       —¿Quién es? —dijo Plutón.
       —Federigo, el jugador, —respondió la Muerte.
       —No abráis, —gritó Plutón que recordó de inmediato las doce partidas que había perdido—; ese granuja despoblaría mi imperio.
       Como Plutón se negaba a abrir, la Muerte transportó a su prisionero hasta las puertas del purgatorio; pero el ángel de guardia le prohibió la entrada, después de haber reconocido que él se encontraba en pecado mortal. Fue necesario pues, por fuerza, y contra la voluntad de la Muerte, que detestaba a Federigo, dirigir el convoy hacia las regiones celestiales.
       —¿Quién eres? —dijo San Pedro a Federigo, cuando la Muerte lo hubo depositado a la entrada del paraíso.
       —Vuestro antiguo anfitrión —respondió éste—, el que os agasajó antaño con el producto de su caza.
       —¿Cómo te atreves a presentarte aquí en el estado en que te encuentras? —exclamó San Pedro—. ¿No sabes que el cielo está cerrado a personas como tú? ¡Qué! ¡No eres ni siquiera digno del purgatorio y quieres un lugar aquí!
       —San Pedro —dijo Federigo— ¿es así como yo os recibí cuando vinisteis con vuestro divino maestro, hace unos ciento ochenta años, a pedirme hospitalidad?
       —Todo eso está muy bien, —contestó San Pedro con tono gruñón, aunque emocionado—; pero no puedo decidir por mi cuenta dejarte entrar. Voy a informar a Jesucristo de tu llegada; veremos qué dice Él.
       Cuando Nuestro Señor fue avisado, vino a la puerta del paraíso y encontró a Federigo de rodillas ante el umbral, con sus doce almas, seis a cada lado. Entonces, dejándose ganar por la compasión:
       —Por tí, vale —le dijo a Federigo—; pero a esas doce almas que el infierno reclama, no podré en conciencia, dejarlas entrar.
       —¡Pues qué! Señor —dijo Federigo-, ¿cuando tuve el honor de recibiros en mi casa, no estabais acompañado de doce viajeros que yo acogí, como a Vos, lo mejor que me fue posible?
       —No hay manera de resistir a este hombre —dijo Jesucristo—. Entrad, dado que ya estáis aquí; pero no presumáis de la gracia que os he hecho; sería un mal ejemplo.




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