La dorada manzana del eterno deseo
Smešné lásky (1969)
Martin
Martin sabe hacer lo que yo no sé. Detener a cualquier mujer en cualquier calle. Tengo que decir que desde que conozco a Martin, y hace ya mucho tiempo que le conozco, he sacado de esta habilidad suya considerable provecho, porque no me gustan las mujeres en menor medida que a él, pero carezco de su descabellada osadía. En cambio, el error de Martin consistía en que la denominada detención de la mujer se convertía a veces para él en un virtuosismo, en un fin en sí mismo, con el que frecuentemente todo terminaba. Por eso solía decir, no sin cierta amargura, que parecía un delantero que le pasa generosamente balones seguros a su compañero de juego, para que éste meta luego goles fáciles y recoja una gloria fácil.
El lunes de aquella semana, por la tarde, después de trabajar, le estaba esperando en un café de la Plaza de Wenceslao mientras examinaba un grueso libro sobre la antigua cultura etrusca. La Biblioteca Universitaria había tardado varios meses en tramitar el préstamo del libro desde Alemania y aquel día, cuando por fin me lo entregaron, me lo llevé como si fuera una reliquia, y en realidad me alegró bastante que Martin me hiciese esperar y me diese la oportunidad de hojear el ansiado libro en la mesa del café.
Cada vez que pienso en las viejas culturas de la Antigüedad, siento nostalgia. Quizá se trate, entre otras cosas, de una nostálgica envidia por la desmayada y dulce lentitud de la historia de entonces: la época de la antigua cultura egipcia duró varios miles de años; la época de la antigüedad griega, casi un milenio. En este sentido, la vida individual de los seres humanos imita la historia de los seres humanos; al comienzo está sumergida en una inmóvil lentitud y luego, poco a poco, se va acelerando cada vez más. Martin cumplió hace precisamente dos meses los cuarenta.
Empieza la historia
Fue él quien interrumpió mi meditación. Apareció de pronto junto a la puerta de cristal del café y se dirigió hacia mí, haciendo gestos y movimientos expresivos en dirección a una de las mesas, en la cual, junto a una taza de café, destacaba una mujer. Sin dejar de mirarla se sentó junto a mí y dijo:
—¿Qué te parece?
Me sentí avergonzado; estaba realmente tan concentrado en mi grueso volumen que hasta entonces no me había fijado en la chica; tuve que reconocer que era guapa. Y en ese momento la chica irguió el pecho y llamó al señor de la pajarita negra para decirle que quería la cuenta.
—¡Paga tú también! —me ordenó Martin.
Pensábamos que íbamos a tener que correr tras la chica, pero por suerte se detuvo en el guardarropa. Había dejado allí la bolsa de la compra, y la encargada tuvo que sacarla de quién sabe dónde antes de ponerla delante de la chica en el mostrador. La chica le dio a la encargada un par de monedas de diez céntimos y en ese momento Martin me arrancó de la mano mi libro alemán.
—Mejor lo ponemos aquí —dijo con audaz naturalidad y metió cuidadosamente el libro en la bolsa de la chica.
La chica puso cara de sorpresa pero no supo qué decir.
—En la mano se lleva muy mal —añadió Martin y, al ver que la chica se disponía a cargar con la bolsa, me echó en cara que no sabía comportarme.
La joven era enfermera en el hospital de un pueblo, al parecer estaba en Praga sólo de paso y tenía prisa por llegar a la estación de autobuses de Florenc. Bastó un breve paseo hasta la parada del tranvía para que nos dijéramos todo lo esencial y nos pusiéramos de acuerdo en que el sábado iríamos a B. a visitar a aquella simpática joven quien, como Martin apuntó significativamente, seguro que tendría alguna guapa compañera de trabajo.
El tranvía se aproximaba, le di la bolsa a la joven y ella se dispuso a sacar el libro; pero Martin lo impidió con un gesto galante; ya iremos el sábado a buscarlo, así la señorita mientras tanto... La joven sonreía confusa, el tranvía se la llevaba y nosotros movíamos los brazos en señal de despedida.
No hay nada que hacer, el libro que yo había ansiado durante tanto tiempo estaba de pronto lejos de mí, en manos desconocidas; realmente era un fastidio; pero una especie de rapto se ocupó de proporcionarme rápidamente alas con las que me elevé felizmente por encima de todo aquello.
Martin se puso inmediatamente a pensar en el modo de justificar su ausencia durante la tarde y la noche del sábado ante su jovencísima esposa (porque, en efecto, tiene una mujer muy joven; y lo que es peor: está enamorado de ella; y lo que es aún peor: le tiene miedo; y lo que es aún muchísimo peor: tiene miedo de perderla).
Un registro con éxito
Pedí prestado para nuestra excursión un bonito Fiat, y el sábado a las dos de la tarde me detuve delante de la casa de Martin; Martin ya me estaba esperando y partimos. Era julio y hacía un calor horrible.
Queríamos llegar a B. cuanto antes, pero al pasar por un pueblo vimos a dos chicos en bañador, con el pelo mojado, y detuve el coche. El lago estaba realmente cerca, a pocos metros, al final del pueblo. Ya no duermo tan bien como antes, la noche anterior había estado dando vueltas en la cama hasta las tres de la mañana por quién sabe qué preocupaciones; necesitaba refrescarme; Martin estaba de acuerdo.
Nos pusimos los bañadores y nos lanzamos al agua. Yo me sumergí y nadé rápidamente hasta la orilla opuesta. En cambio, Martin no hizo más que remojarse, se echó un poco de agua encima y volvió a salir. Cuando regresé nadando desde la otra orilla, me lo encontré en un estado de intensa concentración. Junto a la orilla alborotaba un grupo de niños, un poco más allá jugaban al balón los jóvenes del pueblo, pero Martin estaba concentrado en la airosa figura de una chica que estaba a unos quince metros, de espaldas a nosotros, mirando el agua casi sin moverse.
—Mira —dijo Martin.
—Miro.
—Y ¿qué dices?
—¿Qué debería decir?
—¿No sabes lo que deberías decir?
—Tenemos que esperar a que se dé la vuelta —opiné.
—No nos hace ninguna falta esperar a que se dé la vuelta. Lo que me enseña de este lado es más que suficiente.
—Como quieras —protesté—, pero por desgracia no tenemos tiempo de hacer nada.
—¡Por lo menos registrar, registrar! —dijo Martin y se dirigió a un chiquillo que se estaba poniendo unos pantalones cortos un poco más allá—: Niño, haz el favor, ¿sabes cómo se llama aquella chica? —y señaló a la muchacha que, con extraña apatía, seguía en la misma posición.
—¿Aquélla?
—Sí, aquélla.
—Esa no es de por aquí —dijo el chiquillo.
Martin se dirigió a una niña de unos doce años que estaba tomando el sol justo al lado:
—Niña, ¿no sabes quién es aquella chica que está junto a la orilla?
La niñita se puso de pie obediente:
—¿Aquélla?
—Sí, aquélla.
—Esa es Manka...
—¿Manka? ¿Y qué más?
—Manka Panku... de Traplice...
Y la chica seguía junto al agua, de espaldas a nosotros. Ahora se había agachado a buscar el gorro de baño y, cuando volvió a enderezarse, poniéndoselo en la cabeza, Martin ya estaba a mi lado y me decía:
—Es una tal Manka Panku, de Traplice. Podemos seguir viaje.
Ya estaba completamente tranquilo, contento y evidentemente no pensaba más que en lo que nos quedaba de viaje.
Un poco de teoría
A esto le llama Martin registro. Parte de sus ricas experiencias, que le hicieron llegar a la conclusión de que no es tan difícil seducir a una chica como, si tenemos unas elevadas exigencias cuantitativas en este sentido, conocer siempre a una cantidad suficiente de chicas a las que hasta ahora no hemos seducido.
Por eso afirma que es necesario siempre, en cualquier sitio y en cualquier situación, llevar a cabo un amplio registro, es decir apuntar, en un libro de notas o en la memoria, los nombres de las mujeres que han llamado nuestra atención y con las que alguna vez podríamos contactar.
El contacto ya es un nivel más elevado de actividad e implica que establecemos con determinada mujer una relación, que la conocemos, que logramos tener acceso a ella.
Si uno disfruta mirando hacia atrás para vanagloriarse, pone el acento en los nombres de las mujeres amadas; pero si mira hacia delante, hacia el futuro, debe preocuparse, sobre todo, de tener a suficientes mujeres registradas y contactadas.
Por encima del contacto sólo existe ya un único nivel de actividad, el último, y quisiera señalar, para hacerle justicia a Martin, que aquellos que sólo persiguen este último nivel son hombres míseros y primitivos que me recuerdan a los jugadores de fútbol de pueblo, que se precipitan irreflexivamente hacia la portería del adversario, olvidando que lo que conduce al gol (y a muchos goles más) no es la simple voluntad alocada de disparar, sino, ante todo, un juego preciso y honesto en el medio campo.
—¿Crees que irás alguna vez a Traplice? —le pregunté a Martin cuando volvimos a ponernos en marcha.
—Eso nunca se sabe... —dijo Martin.
—En todo caso —dije esta vez yo—, el día empieza bien.
El juego y la Necesidad
Llegamos al hospital de B. de muy buen humor. Eran casi las tres y media. Llamamos a nuestra enfermera desde el teléfono de recepción. Bajó al cabo de un rato con la gorra puesta y la bata blanca; noté que se ruborizaba y lo consideré un buen síntoma.
Martin tomó rápidamente la palabra y la chica nos comunicó que a las siete terminaba su turno y que debíamos esperarla a esa hora frente al hospital.
—¿Ya habló con la señorita compañera suya? —le preguntó Martin y la chica hizo un gesto afirmativo.
—Vendremos las dos.
—Bien —dijo Martin—, pero no podemos colocar aquí al amigo ante un hecho consumado que él desconoce.
—Bueno —dijo la chica—, podemos ir a verla. Bozena está en Medicina Interna.
Atravesamos lentamente el patio del hospital y yo dije tímidamente:
—¿Aún tiene aquel libro grueso?
La enfermera asintió con un gesto y añadió que además estaba allí mismo, en el hospital. Se me quitó un peso de encima e insistí en que lo primero que debíamos hacer era ir a buscarlo.
Naturalmente a Martin le pareció incorrecto que diese tan descaradamente prioridad al libro en lugar de a la mujer que me iba a ser enseñada, pero yo no podía evitarlo.
Reconozco que lo pasé muy mal durante los días en los que el libro sobre la cultura de los etruscos estuvo lejos de mi vista. Sólo gracias a una gran disciplina interior pude soportarlo sin rechistar, porque no quería, por ningún motivo, estropear el Juego, que representa para mí un valor que desde pequeño he aprendido a respetar, supeditándole todos mis intereses personales.
Mientras yo me reencontraba emocionado con mi libro, Martin continuaba la conversación con la enfermera y había logrado ya que la chica le prometiera pedirle prestada para la noche a un compañero suyo una casa de recreo junto al cercano lago Hoter. Todos estábamos encantados, así que por fin nos encaminamos, cruzando el patio del hospital, hacia un pequeño edificio verde en el que estaba la sección de Medicina Interna.
En ese preciso momento se dirigían hacia nosotros una enfermera y un médico. El médico era un sujeto ridículo, altísimo y con las orejas muy separadas, que me llamó la atención, sobre todo porque en ese momento nuestra enfermera me dio un codazo: me reí. Después de cruzarnos con ellos, Martin se volvió hacia mí:
—Vaya suerte que tienes. No te mereces una chica tan preciosa.
Me dio vergüenza reconocer que sólo había mirado al médico alto, de modo que elogié la belleza de la chica. Por otra parte, no se trataba de una actitud hipócrita. Y es que confío más en el buen gusto de Martin que en el mío, porque sé que su buen gusto se basa en un interés mucho mayor que el mío. Aprecio la objetividad y el orden en todo, también en las cuestiones amorosas, y por lo tanto me fío más de un conocedor que de un aficionado.
Alguien podría considerar una hipocresía el que me denomine aficionado, yo, un hombre divorciado que está relatando precisamente una de sus (al parecer nada infrecuentes) aventuras. Y sin embargo: soy un aficionado. Podría decirse que yo juego a algo que Martin vive. A veces tengo la sensación de que mi vida poligámica no procede más que de la imitación de otros hombres; no niego que en esta imitación he hallado placer. Pero no puedo evitar la sensación de que en ese placer sigue habiendo algo completamente libre, lúdico y revocable, algo como lo que caracteriza por ejemplo las visitas a las galerías de arte o a los paisajes desconocidos y que no está en modo alguno sometido al imperativo incondicional que intuía en la vida erótica de Martin. Era precisamente la presencia de ese imperativo incondicional lo que hacía crecer ante mis ojos la estatura de Martin. Me daba la impresión de que los juicios que él emitía sobre una mujer, los pronunciaba la Naturaleza misma, la mismísima Necesidad.
Un rayo de hogar
Cuando salimos del hospital, Martin subrayó lo bien que nos estaba yendo todo, y luego añadió:
—Claro que por la noche tendremos que darnos prisa. Quiero estar a las nueve en casa.
Me quedé de piedra:
—¿A las nueve? ¡Eso quiere decir salir de aquí a las ocho! ¡Entonces hemos hecho el viaje para nada! ¡Creí que teníamos toda la noche libre!
—¿Para qué quieres perder el tiempo?
—¿Pero qué sentido tiene hacer este viaje para una hora? ¿Qué pretendes conseguir de las siete a las ocho?
—Todo. Ya viste que conseguí una casa, así que todo puede ir rodado. Sólo dependerá de ti, de que actúes con suficiente decisión.
—¿Y me puedes decir por qué tienes que estar a las nueve en casa?
—Se lo he prometido a Jirina. Ha cogido la costumbre de jugar a las cartas todos los sábados antes de acostarse.
—¡Dios mío! —suspiré.
—Jirina ha vuelto a tener ayer problemas en la oficina, ¿cómo voy a privarla de esta pequeña satisfacción de los sábados? Ya lo sabes: es la mejor mujer que jamás he tenido. Además —añadió—, tú también estarás contento de llegar a Praga con toda la noche por delante.
Comprendí que era inútil protestar. Los temores de Martin con respecto a la tranquilidad de su mujer no podían ser acallados en modo alguno, y su fe en las infinitas posibilidades eróticas de cada hora y cada minuto era inconmovible.
—Vamos —dijo Martin—, ¡nos quedan tres horas hasta las siete! ¡No perdamos el tiempo!
El engaño
Tomamos por el amplio camino del parque local, que servía de paseo a los habitantes de la ciudad. Observamos a las parejas de chicas que pasaban a nuestro lado o estaban sentadas en los bancos, pero no nos satisfacieron sus cualidades.
Martin saludó a dos de ellas, les dio conversación y hasta concertó una cita, pero yo sabía que no lo hacía en serio. Era el denominado contacto de entrenamiento, que Martin ejercitaba de vez en cuando para no perder la forma.
Abandonamos el parque y nos internamos por las calles, que irradiaban el vacío y el aburrimiento propios de una ciudad pequeña.
—Vamos a beber algo, tengo sed —le dije a Martin.
Encontramos un edificio encima del cual había un cartel: CAFETERÍA. Entramos, pero no era más que un autoservicio; una sala con las paredes de azulejos que rezumaban frialdad; nos acercamos al mostrador, le pedimos a una señora desagradable dos vasos de agua coloreada y nos los llevamos a una mesa que estaba manchada de salsa y nos invitaba a marcharnos de allí cuanto antes.
—No lo tengas en cuenta —dijo Martin—, la fealdad tiene en nuestro mundo su función positiva. Nadie quiere pasar mucho tiempo en ningún sitio, la gente se da prisa por irse de todas partes y así se logra el ritmo de vida deseado. Pero nosotros no nos dejaremos provocar. Aquí, en la tranquilidad de este horrendo local, podemos hablar de muchas cosas —le dio un sorbo a su limonada y me preguntó—: ¿Ya contactaste con la médica?
—Por supuesto —le dije.
—¿Y qué tal está? ¡Descríbemela con todo detalle!
Le describí a la médica. No me dio mucho trabajo a pesar de que la médica en cuestión no existía. Sí. Puede que eso me haga quedar mal, pero es así: me la inventé.
Juro que no lo hice por motivos espúreos, para quedar bien ante Martin, o para tomarle el pelo. Me inventé a la médica simplemente porque no fui capaz de hacer frente a la insistencia de Martin.
Las exigencias que tenía Martin con respecto a mi actividad eran inmensas. Martin estaba convencido de que yo conocía todos los días a mujeres nuevas. Me veía de un modo distinto a como yo era en realidad y, si le hubiese dicho la verdad, que en toda la semana no sólo no había conquistado a ninguna mujer nueva, sino que ni siquiera me había topado con ninguna, me habría considerado un hipócrita.
Por eso me había visto obligado, hace cosa de una semana, a fingir el registro de una médica. Martin se alegró y me incitó a contactarla. Y ahora controlaba mis progresos.
—¿Y a qué nivel está? ¿Está al nivel de... —cerró los ojos y se puso a cazar entre las tinieblas algún modelo comparable; entonces se acordó de una amiga común—: ...está al nivel de Marketa?
—Es muy superior —dije.
—No me digas —se asombró Martin.
—Está al nivel de tu Jirina.
Su propia mujer era para Martin el más elevado de los modelos. Martin se quedó muy feliz con mis noticias y se puso a soñar.
Un contacto con éxito
En ese momento entró en la sala una chica con pantalones de pana y anorak. Fue hasta el mostrador, esperó a que le sirvieran una limonada y fue a bebérsela. Se detuvo junto a la mesa que estaba al lado de la nuestra, se llevó el vaso a los labios y se puso a beberla sin sentarse.
Martin se volvió hacia ella:
—Señorita —dijo—, somos de fuera y tenemos una pregunta que hacerle...
La chica sonrió. Era bastante guapa.
—Tenemos mucho calor y no sabemos qué hacer.
—Vayan a bañarse.
—Ese es precisamente el problema. No sabemos dónde puede uno bañarse en este sitio.
—En este sitio no hay donde bañarse.
—¿Cómo es posible?
—Hay una piscina, pero está vacía desde hace un mes.
—¿Y el río?
—Lo están dragando.
—Entonces, ¿adónde van a bañarse?
—Únicamente al lago de Hoter, pero está por lo menos a siete kilómetros.
—Eso no es nada, tenemos coche, basta con que nos guíe.
—Con que sea nuestra guía —dije.
—Y nuestro norte —añadió Martin.
—Nuestra estrella polar —dije yo.
—Con este calor será más bien una estrella tropical —me corrigió Martin.
—Pues yo diría que la señorita es por lo menos de cinco estrellas.
—En todo caso es usted nuestra constelación y debería acompañarnos —dijo Martin.
La chica se había quedado confundida por nuestra charlatanería y al final dijo que estaría dispuesta a ir, pero que le quedaba algo por hacer y después tendría que pasar a buscar el bañador; que la esperásemos justo dentro de una hora en aquel mismo sitio.
Estábamos contentos. La veíamos alejarse, moviendo estupendamente el trasero y haciendo ondear sus rizos negros.
—Ves —dijo Martin—, la vida es breve. Tenemos que aprovechar cada minuto.
Elogio de la amistad
Volvimos al parque. Una vez más observamos las parejas de chicas sentadas en los bancos; incluso había casos en los que alguna de las muchachas era guapa; pero nunca era guapa también su vecina.
—Esto responde a una especie de curioso principio —le dije a Martin—, la mujer fea espera lograr algo del esplendor de su amiga más guapa; la amiga guapa, a su vez, espera reflejarse con mayor esplendor si la fea le sirve de telón de fondo; de ahí se desprende que nuestra amistad se vea sometida a continuas pruebas. Y yo aprecio precisamente que nunca dejemos la elección al desarrollo de los acontecimientos o, incluso, a la competición mutua; entre nosotros la elección siempre es cosa de amabilidad; nos ofrecemos la chica más bonita como dos señores pasados de moda que nunca pueden entrar a un sitio por la misma puerta, porque no están dispuestos a admitir que uno de ellos entre el primero.
—Sí —dijo Martin emocionado—. Eres un amigo estupendo. Ven, vamos a sentarnos un rato, me duelen los pies.
Así que nos sentamos agradablemente reclinados, con la cara expuesta a los rayos del sol, dejando que el mundo diese vueltas alrededor de nosotros sin prestarle atención.
La chica vestida de blanco
De pronto Martin se incorporó (movido evidentemente por algún sensor secreto) y miró fijamente hacia el solitario camino del parque. Avanzaba hacia nosotros una chiquilla vestida de blanco. Ya a distancia, cuando aún no podían identificarse con seguridad ni las proporciones del cuerpo ni los rasgos de la cara, se notaba en ella un especial encanto, difícilmente discernible; una especie de pureza o de ternura.
Cuando la chiquilla estuvo ya bastante cerca de nosotros vimos que era muy joven, algo entre una niña y una jovencita, y aquello nos produjo de pronto un estado de absoluta excitación, de modo que Martin se levantó de un salto del banco:
—Señorita, soy Milos Forman, director de cine; tiene que ayudarnos.
Extendió su mano y la chiquilla se la estrechó con una mirada infinitamente asombrada.
Martin hizo un movimiento con la cabeza señalándome a mí y dijo:
—Este es mi cameraman.
—Ondricek —dije dándole la mano a la muchacha.
La chiquilla hizo una reverencia.
—Nos encontramos en una situación embarazosa. Estoy buscando exteriores para mi película; tenía que esperarnos aquí nuestro asistente, que conoce bien el sitio, pero el asistente no ha llegado, así que estamos ahora pensando cómo hacer para orientarnos en esta ciudad y en sus alrededores. Aquí el camarada cameraman no para de estudiarlo en este grueso libro alemán, pero ahí, desgraciadamente, no va a encontrar nada.
La alusión al libro que no había podido leer en toda la semana de pronto me irritó:
—Es una lástima que usted mismo no tenga mayor interés por este libro —ataqué a mi director—. Si durante la preparación de sus películas estudiase como corresponde y no dejase el estudio en manos de los cámaras, es posible que sus películas no fuesen tan superficiales y no hubiese en ellas tantas cosas absurdas... Perdone —me dirigí a la chiquilla pidiéndole disculpas—, no es nuestra intención darle a usted la lata con los problemas de nuestro trabajo; es que se trata de una película histórica que se va a referir a la cultura etrusca en Bohemia...
—Sí —dijo la chica.
—Es un libro muy interesante, fíjese —le entregué el libro a la chiquilla, que lo cogió con una especie de temor religioso y, al ver que ése era mi deseo, lo hojeó brevemente.
—Por aquí cerca tiene que estar el castillo de Pchacek —continué—, que era el centro de los etruscos checos... pero ¿cómo podríamos llegar hasta allí?
—Está muy cerca —dijo la chiquilla y se le iluminó la cara porque su perfecto conocimiento del camino de Pchacek le había brindado un poco de tierra firme en medio de la oscura conversación que manteníamos con ella.
—¿Sí? ¿Conoce el sitio? —preguntó Martin fingiendo un gran alivio.
—¡Por supuesto! —dijo la chiquilla—: ¡No está a más de una hora de camino!
—¿A pie? —preguntó Martin.
—Sí, a pie —dijo la chiquilla.
—Pero tenemos coche —dije yo.
—¿No le gustaría ser nuestro guía? —dijo Martin, pero yo no continué con el habitual ritual de chistes, porque tengo mayor instinto sicológico que Martin y me di cuenta de que ponernos a bromear nos habría perjudicado y que nuestra única arma en este caso era la más absoluta seriedad.
—Señorita, no quisiéramos abusar de su tiempo —dije—, pero si fuera tan amable de enseñarnos algunos sitios que estamos buscando, nos haría un gran favor, y le quedaríamos muy agradecidos.
—Claro que sí —dijo la chiquilla volviendo a hacer una inclinación con la cabeza—, yo encantada... Pero es que... —y hasta ese momento no nos habíamos dado cuenta de que llevaba en la mano una bolsa de malla y dentro de ella dos lechugas— tengo que llevarle la lechuga a mamá; pero está muy cerca de aquí y en seguida estaría de vuelta...
—Por supuesto que hay que llevarle a mamá la lechuga a tiempo y en perfecto estado —dije—, aquí estaremos esperándole.
—Sí. No tardaré más de diez minutos —dijo la chiquilla, volvió a hacernos otra inclinación de cabeza y se alejó con esforzada prisa.
—¡Vaya por dios! —dijo Martin y se sentó.
—Estupendo, ¿no?
—Desde luego. Por esto sí que soy capaz de sacrificar a nuestras dos enfermeras.
Los peligros del exceso de fe
Pero pasaron diez minutos, un cuarto de hora, y la chiquilla no regresaba.
—No temas —me consolaba Martin—. Si hay algo seguro es que volverá. Nuestra actuación fue totalmente convincente y la chiquilla estaba entusiasmada.
Yo también era de la misma opinión, de modo que seguimos esperando y nuestro deseo de volver a ver a aquella chiquilla de aspecto infantil aumentaba a cada minuto que pasaba. Mientras tanto se nos pasó la hora acordada para nuestro encuentro con la chica del pantalón de pana, pero estábamos tan concentrados en nuestra blanca jovencita que ni siquiera se nos ocurrió levantarnos.
Y el tiempo transcurría.
—Oye Martin, creo que ya no vendrá —dije por fin.
—¿Cómo te lo puedes explicar? Si esa chiquilla creía en nosotros como en Dios.
—Sí —dije—, y ésa fue nuestra desgracia. Nos creyó demasiado.
—¿Y qué? ¿Acaso querías que no nos creyese?
—Probablemente hubiera sido mejor. El exceso de fe es el peor aliado —aquella idea me entusiasmó; empecé a divagar—: Cuando crees en algo al pie de la letra, terminas por exagerar las cosas ad absurdum. El verdadero partidario de determinada política nunca se toma en serio sus sofismas, sino tan sólo los objetivos prácticos que se ocultan tras estos sofismas. Las frases políticas y los sofismas no están, naturalmente, para que la gente se los crea; su función es más bien la de servir de disculpa compartida, establecida de común acuerdo; los ingenuos que se los toman en serio terminan antes o después por descubrir las contradicciones que encierran, se rebelan y al final acaban vergonzosamente como herejes y traidores. No, el exceso de fe nunca trae nada bueno y no sólo a los sistemas políticos o religiosos; ni siquiera a un sistema como el que nosotros queríamos emplear para conquistar a la chiquilla.
—Me parece que ya no te entiendo —dijo Martin.
—Es bastante comprensible: para esta chiquilla éramos sólo dos señores serios e importantes.
—¿Y entonces por qué no nos hizo caso?
—Porque creía demasiado en nosotros. Le dio a su mamá la lechuga y en seguida se puso a hablarle de nosotros entusiasmada: de la película histórica, de los etruscos en Bohemia y la mamá...
—Ya, lo demás ya me lo imagino... —me interrumpió Martin levantándose del banco.
La traición
Por lo demás, el sol ya se estaba poniendo lentamente sobre los tejados de la ciudad; había refrescado levemente y estábamos tristes. Fuimos por si acaso a mirar al autoservicio para ver si por algún error nos esperaba la chica del pantalón de pana. Naturalmente no estaba. Eran las seis y media. Nos dirigimos hacia el coche, con la repentina sensación de dos personas que han sido desterradas de una ciudad extraña y de sus placeres; decidimos que no nos quedaba otro remedio que recluirnos en el espacio extraterritorial de nuestro propio coche.
—¡Pero bueno! —me gritó Martin en el coche—. ¡No pongas esa cara de entierro! ¡No hay ningún motivo para eso! ¡Lo principal aún nos espera!
Tenía ganas de objetar que para lo principal apenas nos había quedado una hora, por culpa de Jirina y su partida de cartas, pero preferí callar.
—Además —prosiguió Martin—, el día ha sido provechoso: el registro de aquella chica de Traplice, el contacto de la señorita del pantalón de pana; ¡no ves que ya tenemos el terreno preparado, no ves que ya no hace falta más que pasar otra vez por aquí!
No protesté. En efecto, el registro y el contacto habían sido realizados estupendamente. Hasta ahí todo era perfecto. Pero en ese momento me puse a pensar que, durante el último año, Martin, aparte de incontables registros y contactos, no había llegado absolutamente a nada que valiese la pena.
Lo miré. Sus ojos relucían como siempre con el brillo del deseo; en aquel momento sentí que le tenía aprecio a Martin y que también le tenía aprecio a la enseña bajo la cual se pasaba la vida marchando: la enseña del eterno acoso a las mujeres.
Pasó el tiempo y Martin dijo:
—Son las siete.
Nos detuvimos a unos diez metros de la puerta del hospital, de modo que yo pudiese vigilar con toda seguridad por el retrovisor a las personas que salían.
Seguía pensando en aquella enseña. Y también en que, con cada año que pasaba, lo que cada vez importaba menos de aquel acoso a las mujeres eran las mujeres, y lo que cada vez importaba más era el acoso en sí. Siempre que se trate de antemano de una persecución vana, es posible perseguir diariamente a cualquier cantidad de mujeres y convertir así este acoso en un acoso absoluto.
Llevábamos cinco minutos esperando. Las chicas no aparecían.
Aquello no me intranquilizaba en lo más mínimo. Al fin y al cabo, daba absolutamente lo mismo que viniesen o no. Aunque viniesen, ¿íbamos a poder en una sola hora ir con ellas hasta una casa de recreo alejada, entrar en confianza, hacerles el amor y a las ocho despedirnos amablemente y marcharnos? No, en el momento en que Martin limitó nuestras disponibilidades de tiempo a las ocho de la tarde, desplazó (como tantas otras veces) toda esta aventura al terreno del juego; jugábamos a engañarnos a nosotros mismos.
Pasaron diez minutos. Por la puerta no salía nadie.
Martin estaba indignado y casi gritaba:
—Les doy otros cinco minutos. ¡No esperaré más!
Martin ya no es joven, seguí reflexionando. Ama con total fidelidad a su mujer. Vive de hecho en el más ordenado de los matrimonios. Esa es la realidad. Y por encima de esa realidad (y al mismo tiempo que ella) continúa la juventud de Martin, inquieta, alegre y extraviada, una juventud convertida sólo en un juego, incapaz de traspasar ya los límites de su campo de juego, de llegar hasta la vida misma y convertirse en realidad. Y como Martin es un ciego caballero de la Necesidad, transformó sin darse cuenta sus aventuras en un inofensivo Juego: sigue poniendo en ellas todo el entusiasmo de su alma.
Bien, me dije. Martin es prisionero de su propio engaño, pero ¿y yo? ¿Y yo? ¿Por qué le ayudo yo en este ridículo juego? ¿Por qué yo, sabiendo que todo esto es un engaño, finjo igual que él? ¿No resulto así aún más ridículo que Martin? ¿Por qué tengo que poner en este momento cara de estar ante una aventura amorosa, sabiendo que lo más que me espera es una hora absolutamente inútil con unas chicas extrañas e indiferentes?
En ese momento vi por el espejo a dos mujeres jóvenes que aparecieron por la puerta del hospital. Desde lejos se notaba ya el brillo del maquillaje y el carmín; iban vestidas con llamativa elegancia y su retraso estaba evidentemente relacionado con su cuidado aspecto. Miraron a su alrededor y se dirigieron hacia nuestro coche.
—Martin, no hay nada que hacer —dije ocultando la presencia de las chicas—. Ya pasó el cuarto de hora. Vamos —y apreté el acelerador.
La contricción
Salimos de B., dejamos atrás las últimas casas y entramos en un paisaje de prados y bosquecillos, sobre cuyas cumbres caía un sol enorme.
Íbamos en silencio.
Yo pensaba en Judas Iscariote, de quien un ingenioso autor dice que traicionó a Jesús precisamente porque creía ilimitadamente en él: estaba impaciente por ver el milagro con el que Jesús pondría en evidencia ante todos los judíos su poder divino; por eso lo entregó, para provocarlo y hacerlo actuar de una vez: lo traicionó porque deseaba acelerar su triunfo.
Vaya, me dije, yo en cambio he traicionado a Martin precisamente porque había dejado de creer en él (y en su poder divino como mujeriego); soy una vergonzosa mezcla de Judas Iscariote y Tomás, a quien llamaban «el incrédulo». Sentí cómo mi culpabilidad hacía crecer dentro de mí mis sentimientos hacia Martin y cómo su enseña del eterno acoso (a la que se oía flamear sobre nosotros) me ponía nostálgico hasta hacerme llorar. Empecé a echarme en cara mi precipitada actuación. ¿Acaso yo mismo seré capaz de despedirme con mayor facilidad de esos ademanes que para mí significan la juventud? ¿Y podré entonces hacer al menos otra cosa que imitarlos y tratar de encontrar para esta nada razonable actividad un sitio seguro en mi razonable vida? ¿Qué importa si todo es un juego vano? ¿Qué importa si lo sé? ¿Acaso dejaré de jugar sólo porque sea vano?
La dorada manzana del eterno deseo
Estaba sentado a mi lado y lentamente se iba disipando su malhumor.
—Oye —me dijo—, esa médica ¿es verdaderamente de tanta categoría?
—Ya te lo dije. Está al nivel de tu Jirina.
Martin me hizo más preguntas. Tuve que volver a describírsela. Después dijo:
—A lo mejor después me la podrías pasar, ¿no?
Intenté que resultara creíble:
—Puede que sea difícil. Le molestaría que seas amigo mío. Es de principios firmes...
—Es de principios firmes... —dijo Martin con tristeza y se veía que le daba pena.
No quería hacerlo sufrir.
—A no ser que ocultase que te conozco —dije—. Podrías hacerte pasar por otra persona.
—¡Magnífico! Por ejemplo por Forman, como hoy.
—Los directores de cine no le gustan. Prefiere más bien a los deportistas.
—¿Por qué no? —dijo Martin—. Todo es posible —y al cabo de un momento ya estábamos en pleno debate.
El plan estaba cada vez más claro y al cabo de un rato ya se balanceaba ante nosotros, en medio de la niebla que comenzaba a caer, como una manzana hermosa, madura, esplendorosa.
Permítanme que con cierto énfasis la denomine la manzana dorada del eterno deseo.
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