Mark Twain
[Samuel Langhorne Clemens]
(Florida, Missouri, 1835 - Redding, Connecticut, 1910)


Los McWilliams y el timbre de alarma contra ladrones (1882)
(“The McWilliamses And The Burglar Alarm”)
Originalmente publicado en Harper’s Christmas, 1882, un suplemento ilustrado
de la revista Harper’s Monthly;
The Mysterious Stranger And Other Stories
(Nueva York: Harper & Brothers, 1916)



      La conversación fue derivando, de una manera suave y agradable, del tiempo a las cosechas, de las cosechas a la literatura, de la literatura al cotilleo y del cotilleo a la religión; pero de pronto dio un salto al azar y aterrizó en las alarmas contra ladrones. Entonces fue cuando el señor McWilliams demostró tener algún sentimiento. Siempre que observo esa señal en el ánimo de este hombre, caigo en la cuenta de lo que significa, me sumo en el silencio y le doy la oportunidad de quitarse una carga del corazón. Contó, pues, con emoción mal dominada:

       Yo no concedo a los timbres de alarma contra ladrones ni un solo céntimo de valor, señor Twain, pero que ni un solo céntimo, y le diré a usted la razón. Cuando estábamos terminando nuestra casa, descubrimos que nos había sobrado un poco de dinero, porque el fontanero no se había enterado. Yo era partidario de dedicarlo a iluminar con él a los paganos, no sé qué me había dado a mí en ese tiempo por los paganos, pero mi señora dijo que no, que teníamos que comprar un aparato de alarma contra ladrones. Yo me resigné a ese «compromiso». Quiero decirle a usted que siempre que yo deseo una cosa, y mi señora desea otra, y nos resolvemos por la de mi señora (cosa que ocurre siempre), ella dice que hemos llegado a un compromiso. Pues bien, vino el del aparato desde Nueva York, nos lo instaló, nos cobró trescientos veinticinco dólares y nos dijo que ya podíamos dormir tranquilos. Y, en efecto, tranquilos dormimos algún tiempo, digamos un mes. Pasado ese plazo, una noche, percibí olor a humo de tabaco y me levanté a ver lo que pasaba. Encendí una vela, y, al ir a bajar las escaleras, me tropecé con un ladrón que salía de uno de los cuartos cargado con una canasta de cacharros de hojalata, que él había confundido en la oscuridad con plata de ley. El hombre estaba fumando una pipa. Yo le dije:
       —Amigo mío, en esta habitación no se puede fumar.
       El hombre me contestó que él era forastero y que no podía esperar que conociese las normas de la casa, que había estado en muchas otras tan buenas como esta y hasta entonces nadie lo había censurado. Y agregó que, por propia experiencia, nunca había pensado que esa clase de normas se aplicaran también a los ladrones. Yo le dije:
       —Si es así, fume usted, aunque opino que otorgar a un ladrón un privilegio que se niega incluso a un obispo es una señal elocuente de la depravación de los tiempos. Pero, dejando todo esto a un lado, ¿me quiere usted decir qué es eso de entrar en esta casa de manera furtiva y clandestina sin hacer sonar el timbre de la alarma contra ladrones?
       Se quedó confuso y avergonzado, y me contestó con turbación:
       —Le pido a usted mil perdones. Ignoraba que tuviesen tal aparato contra ladrones. De haberlo sabido, lo habría disparado. Le ruego que no hable del caso donde puedan oírlo mis padres, que son ancianos y débiles, y quizá este descarado y temerario quebrantamiento de uno de los sagrados convencionalismos de nuestra civilización cristiana podría romper con demasiada violencia el frágil puente que cuelga oscuramente entre la pálida y evanescente actualidad de la hora presente y la profundidad solemne y grandiosa de las eternidades. ¿Tendría usted dificultad en darme fuego?
       Yo le dije:
       —Esos sentimientos lo honran, pero si me lo permite, le diré que la metáfora no es su fuerte. Deje usted a su muslo, esta clase de cerillas solo se encienden en el rascador de la caja, y aun así se encienden muy pocas veces, si mi experiencia vale de algo. Pero, volviendo al asunto: ¿cómo entró usted?
       —Por una ventana del segundo piso —me contestó con tranquilidad.
       Rescaté los cubiertos de hojalata a precio de casa de empeños, deduciendo el coste de publicidad, di al ladrón las buenas noches, cerré la ventana después que él hubo salido y me dirigí a comisaría para poner una denuncia. A la mañana siguiente mandamos llamar al hombre de la alarma contra ladrones. Cuando vino nos dio por explicación que el timbre no se disparó porque solo estaba conectada con el primer piso. Aquello era idiota a todas luces: lo mismo da entrar en combate sin armadura alguna que llevar resguardadas solo las piernas. El técnico conectó el segundo piso con la alarma, nos cobró trescientos dólares y se largó. Al poco tiempo tropecé una noche, en el tercer piso, con un ladrón, en el momento en que se disponía a bajar por una escalera cargado con un surtido de artículos de mi propiedad. Mi primer impulso fue romperle la cabeza con un taco de billar; pero el segundo fue abstenerme, porque el ladrón estaba entre el bastidor de los tacos y yo. Sin duda alguna este segundo impulso era el más razonable, de modo que decidí seguirlo y llegué a un «compromiso». Rescaté mis bienes a la tarifa de antes, después de una rebaja del diez por ciento por el empleo de la escalera, que era mía. Al día siguiente llamamos de nuevo al técnico, conectó el aparato con el tercer piso y nos cobró trescientos dólares.
       Para entonces, el cuadro anunciador había adquirido dimensiones formidables. Tenía cuarenta y siete etiquetas, en cada una de las cuales estaba escrito el nombre de los distintos cuartos y chimeneas, y ocupaba el espacio de un armario común. El gongo de llamada era del tamaño de una palangana, y estaba colocado encima de la cabecera de nuestra cama. Había también un cable que iba desde la casa a las habitaciones del cochero, en las cuadras, y otro magnífico gongo junto a la cabecera de su cama.
       Podríamos ya estar tranquilos a no ser por un defecto. Todas las mañanas, a las cinco, la cocinera abría la puerta de la cocina para dedicarse a sus tareas, ¡y se disparaba la alarma! La primera vez que ocurrió pensé que había llegado por fin el día del Juicio. Y eso no lo pensé dentro de la cama, no, lo pensé fuera, porque el primer efecto que produce aquel gongo terrible es el de dispararlo a usted a través de la casa, aplastarlo contra la pared y enroscarle y retorcerlo como una araña encima de una estufa, hasta que alguien cierra la puerta de la cocina. Lo cierto, lo indiscutible, es que no hay nada remotamente comparable al horrendo estrépito que produce aquel gongo. Pues bien, semejante catástrofe ocurría con regularidad todas las mañanas a las cinco, y nos quitaba tres horas de sueño. Tenga usted en cuenta que, cuando aquel aparato lo despertaba a uno, no se limitaba a hacerlo por partes, sino de arriba abajo, incluida la conciencia, de modo que ya podía usted calcular sus dieciocho horas de estar bien despierto, dieciocho horas de estar en vela de la manera más inconcebible que uno ha estado en vela en su vida. Nos ocurrió en cierta ocasión que un forastero se murió en nuestras manos, y dejamos nuestra habitación para reposo de su cadáver hasta la mañana siguiente. ¿Creerá usted que aquel extranjero esperó al día del Juicio Final? No, señor, a las cinco de la mañana se puso en pie de la manera más rápida y más natural. Yo estaba convencido de que lo haría; estaba perfectamente seguro. Aquel hombre cobró su seguro de vida y desde entonces ha vivido feliz, porque se presentaron pruebas abundantes de que su muerte había sido completa y verdadera.
       Bueno, debido a esa pérdida diaria de sueño, poco a poco nos acercábamos a mejor vida, de modo, pues, que hicimos venir otra vez al técnico, que tiró un cable hasta el exterior de la puerta y colocó allí un interruptor, lo que daba ocasión a que Thomas, el mayordomo, cometiese un ligero error: desconectaba la alarma por la noche cuando él se retiraba a dormir, y la volvía a conectar al alba, justo a tiempo para que la cocinera abriese la puerta de la cocina y proporcionase al gongo la oportunidad de dispararnos por toda la casa y de romper, en ocasiones, una ventana valiéndose de alguno de nosotros. Al final de una semana reconocimos que aquel interruptor era un engaño y una trampa. Descubrimos también que durante todo ese tiempo se había estado alojando en la casa una cuadrilla de ladrones, no precisamente para robar, porque ya era poco lo que nos habían dejado, sino para ocultarse de la policía, que les pisaba los talones. Ellos pensaron con astucia que a los detectives no se les ocurriría jamás que una tribu de ladrones se acogiese al santuario de una casa protegida con esa ostentación por el aparato de alarma más imponente y complicado que había en toda América.
       Nueva llamada al técnico. Esta vez tuvo una idea deslumbrante: modificó el aparato de manera que al abrir la puerta de la cocina ya no saltaba la alarma. La idea era espléndida, y así nos la cobró. Pero ya barruntará usted cuál fue el resultado. Yo conectaba todas las noches el aparato al acostarme, ya sin fiarme de la frágil memoria de Thomas. En cuanto se apagaban las luces de la casa, los ladrones entraban por la puerta de la cocina y desconectaban la alarma sin esperar a que la cocinera entrase por la mañana. Ya comprenderá usted lo molesto de nuestra situación. Durante meses y meses no nos fue posible tener un invitado porque no disponíamos en la casa de una sola cama libre: todas estaban ocupadas por ladrones.
       Hasta que yo ingenié un remedio propio. El técnico acudió a nuestra llamada y tiró bajo tierra otro cable hasta las cuadras. Allí colocó una llave, de manera que el cochero pudiera encender y apagar el timbre conectando y desconectando la corriente. La cosa funcionó de maravilla, y tuvimos una temporada de tranquilidad, durante la cual nos dedicamos otra vez a traer invitados y a disfrutar de la vida.
       Pero, al poco tiempo, aquel incontenible aparato se inventó otro caprichito. Cierta noche de invierno fuimos lanzados fuera de la cama por la música repentina de aquel horrible gongo, y cuando nos acercamos renqueando al tablero anunciador y encendimos la lámpara, vimos que se iluminaba la bombilla que indicaba «cuarto de los niños». Mi señora se desmayó en el acto, y a mí estuvo a punto de ocurrirme lo mismo. Agarré mi escopeta de perdigones y esperé a que llegase el cochero mientras el gongo alborotaba de un modo espantoso. Yo estaba seguro de que el gongo del cochero lo habría arrancado también de la cama, y que en cuanto lograra vestirse se presentaría con su escopeta. Cuando me pareció que era el momento justo, me arrastré hasta el cuarto de al lado del de los niños, miré por la ventana y distinguí la vaga silueta del cochero en la explanada de debajo, en la posición de «presenten armas», esperando su oportunidad. Entonces me metí de un salto en el cuarto de los niños y disparé, y en aquel mismo instante abrió fuego también el cochero, apuntando a la roja llama de mi escopeta. Ni él ni yo dimos al ladrón, pero dejé inválida a una niñera, y él me arrancó todo el pelo de la parte posterior de la cabeza. Encendimos el gas y llamamos por teléfono a un cirujano. No encontramos por ninguna parte rastro del ladrón, y tampoco ninguna ventana abierta. Había un cristal roto, pero era el que había recibido el disparo del cochero. Aquello sí que resultaba un bello misterio: ¡la alarma que se dispara espontáneamente, sin que ande por allí ladrón alguno!
       El técnico acudió, como de costumbre, a nuestra llamada, y nos explicó que se trataba de una «falsa alarma». Aseguró que aquello se arreglaba en un periquete. Repasó la conexión de la ventana del cuarto de los niños, nos cobró una cantidad sustanciosa y se largó.
       No hay pluma estilográfica que sea capaz de describir lo que las falsas alarmas nos hicieron sufrir durante los tres años siguientes. Los tres primeros meses yo corría armado con mi escopeta hacia la habitación que marcaba el anunciador, y el cochero lo hacía por fuera con su armamento, para apoyarme. Pero jamás descubrimos nada a que pudiéramos abrir fuego, porque las ventanas se encontraban muy bien cerradas y aseguradas. En todas las ocasiones llamábamos al técnico y él repasaba la instalación de la ventana en particular, de manera que se mantuviese tranquila cosa de una semana, y siempre tenía buen cuidado de enviarnos una factura como la siguiente:


Cable
2,15 $
Enchufe
0,75 $
Dos horas de trabajo
1,50 $
Cera
0,47 $
Cinta
0,34 $
Tornillos
0,15 $
Recarga de batería
0,98 $
Tres horas de trabajo
2,25 $
Cuerda
0,02 $
Tocino
0,66 $
Crema para las manos
1,25 $
Cincuenta muelles
2,00 $
Billetes de ferrocarril
7,25 $
TOTAL
19,77 $

      Por último, ocurrió una cosa completamente natural, después de llevarnos trescientos o cuatrocientos chascos con aquellas falsas alarmas: ya no les hicimos caso. Sí, cuando el gongo me lanzaba contra cualquier pared de la casa, yo me limitaba a levantarme, examinaba tranquilamente el cuadro anunciador, tomaba nota de la habitación que marcaba y volvía a acostarme como si nada hubiese ocurrido. Además, dejaba la habitación de la falsa alarma desconectada y ya no hacía venir al técnico. No hay, pues, que decir que con el curso del tiempo quedaron sin conectar a la alarma todas las habitaciones de mi casa y la máquina quedó al fin fuera de servicio.
       Durante el tiempo en que carecí de esa protección ocurrió la mayor de todas las calamidades. Una noche se metieron en casa unos ladrones y se llevaron la alarma contra robos. Sí, señor, con todo su aparejo: cargaron con ella, sin dejar un solo tornillo, con sus resortes, campanas, gongos, batería y todo; se llevaron ciento cincuenta millas de cable de cobre y se largaron con el aparato sin dejar seña ni rastro, sin que quedase siquiera un indicio al que jurar, quiero decir, por el que jurar.
       Nos costó Dios y ayuda recuperar el aparato, pero por fin lo conseguimos, pagando. La casa de alarmas dijo que lo que ahora debíamos hacer era ponerlo en perfecto funcionamiento, agregarle sus nuevos muelles patentados para las ventanas a fin de hacer imposibles las falsas alarmas, y su nuevo reloj patentado, que desconectaba y conectaba mañana y noche el aparato sin intervención personal de nadie. Aquello parecía una buena idea. Nos aseguraron que lo dejarían todo terminado en diez días. Se pusieron manos a la obra y nosotros nos fuimos de vacaciones de verano. Trabajaron un par de días, y se fueron también de vacaciones, después de lo cual los ladrones se establecieron en nuestra casa y empezaron las suyas. Cuando regresamos en otoño, encontramos la casa tan vacía como un depósito de cerveza en un lugar donde han estado trabajando los pintores. Amueblamos de nuevo, y llamamos al técnico a toda prisa. Llegó, terminó su trabajo y dijo:
       —Pues bien: este reloj está dispuesto de manera que conecta la alarma todas las noches a las diez, y la desconecta todas las mañanas a las cinco cuarenta y cinco. Todo lo que hay que hacer es darle cuerda una vez por semana y él se encarga de lo demás, sin que haya que intervenir en nada.
       Después de lo cual pasamos tranquilos una temporada de tres meses. La factura, como es natural, fue prodigiosa, y yo había dicho que no la pagaría hasta que el aparato demostrase en la práctica que no tenía el menor fallo. El plazo de prueba estipulado era de tres meses. Así pues, la pagué, y al mismo día siguiente el aparato armó a las diez de la mañana un estrépito de diez mil enjambres de abejas. Di una vuelta de doce horas a las manecillas, de acuerdo con lo que marcaban las instrucciones, y se apagó la alarma. Pero por la noche hubo otra complicación y tuve que adelantarlas, una vez más, doce horas, a fin de que quedase de nuevo conectado el aparato. Aquel absurdo duró una o dos semanas, hasta que el técnico acudió y colocó un reloj nuevo. Durante los tres años siguientes venía cada tres meses y lo cambiaba. Pero resultaba siempre un fracaso. Todos los relojes tenían el mismo defecto perverso: conectaban la alarma durante el día y no por la noche, y si uno forzaba las cosas, los relojes lo deshacían en cuanto volvías la espalda.
       Y esta es la historia de la alarma contra ladrones, con todo cuanto ocurrió, sin atenuaciones y sin malicia. Sí, señor, y cuando yo llevaba ya viviendo nueve años con ladrones y manteniendo en todo ese tiempo un aparato costosísimo de alarma para protegerlos a ellos, no a mí, pero a mis expensas (porque jamás conseguí que ellos contribuyesen con un condenado centavo), me limité a decir a mi señora que ya estaba harto de semejante clase de patraña. De modo, pues, que con su pleno consentimiento, lo desmonté todo, lo vendí a cambio de un perro, y al perro lo maté de un tiro. Señor Twain, ignoro lo que usted pensará del asunto, pero mi opinión es que esta clase de aparatos se fabrican solo en interés de los ladrones de casas. Sí, señor, porque estas alarmas reúnen en sí mismas todo lo que hay de molesto en un incendio, en un motín y en un harén, sin que tengan ninguna de las ventajas compensadoras, ninguna en absoluto, que suelen acompañar a esas cosas. Adiós, aquí termino.



Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar