Alfred de Musset
(París, Francia, 1810 – París, 1857)


Historia de un mirlo blanco (1842)
(“Histoire d’un Merle blanc”)
Histoire d'un Merle blanc. Suite de dix vignettes sur bois...
(París: Hetzel, 1842, 2 vols.);
Histoire d'un Merle blanc (Scènes de la vie privéee des animaux)
(París: Blanchard, 1853);
Contes
(París: Charpentier, Libraire-Éditeur, 1854, 372 págs., págs. 185-224.)



I

      ¡Qué glorioso, y qué penoso es ser en este mundo un mirlo [ave paseriforme, común en parques y bosques, de plumaje oscuro, negro en el macho y pardo en la hembra] excepcional! No soy un pájaro fabuloso, el señor Buffon me ha descrito. Pero, desgraciadamente, soy raro y muy difícil de encontrar. ¡Ojalá fuera completamente imposible de encontrar!
       Mi padre y mi madre eran dos buenos individuos que vivían, desde hacía años, al fondo de un viejo jardín aislado del Marais. Era una pareja ejemplar. Mientras mi madre, instalada en un tupido arbusto, ponía regularmente tres veces al año y incubaba somnolienta con un fervor patriarcal, mi padre, aún muy limpio y petulante pese a su edad, picoteaba alrededor de ella, le traía hermosos insectos que atrapaba delicadamente por el extremo de la cola para no inspirarle repugnancia a su mujer y, al anochecer, si hacía buen tiempo, no dejaba jamás de obsequiarla con una canción que alegraba a todo el vecindario. Jamás una querella, jamás el menor nubarrón turbó aquella plácida unión.
       Apenas vine al mundo, y por primera vez en su vida, mi padre empezó a manifestar mal humor. Aunque yo no fuera aún sino de un gris sospechoso, no reconocía en mí ni el color, ni el aspecto de su numerosa prole.
       —¡Qué sucio es este hijo! —decía a veces mirándome de través—; se diría que este chiquillo va a revolcarse en todos los yesones y en todos los montones de barro que se encuentra, para estar siempre tan feo y enfangado.
       —¡Eh, Dios mío! —contestaba mi madre siempre hecha una bola en una vieja escudilla de la que había hecho su nido— ¿no ve, amigo mío, que es propio de su edad? Usted mismo, ¿no fue un encantador granuja? Deje que nuestro mirlito crezca, y ya verá como será hermoso; es uno de los mejores que he puesto.
       Pese a encargarse de mi defensa, mi madre no se engañaba; veía crecer mi fatal plumaje, que le parecía una monstruosidad; pero hacía lo que todas las madres que se aferran con frecuencia a sus hijos, por el hecho de ser maltratados por la Naturaleza, como si fuera culpa suya, o como si rechazaran por anticipado la injusticia de la suerte que recaerá sobre ellos.
       Cuando llegó el momento de mi primera muda, mi padre se fue poniendo pensativo y me miraba atentamente. Mientras que mis plumas fueron cayendo, aún me trató con bastante bondad e incluso me dio de comer al verme tiritar casi desnudo en un rincón; pero tan pronto como mis alas ateridas empezaron a cubrirse de plumón, a cada pluma que veía nacer, entraba en un estado de ira tal que temí que me desplumara para el resto de mis días. Desgraciadamente, yo no tenía espejo; ignoraba la causa de aquel furor, y me preguntaba por qué el mejor de los padres se mostraba tan inhumano conmigo.
       Un día en que un rayo de sol y mi plumaje incipiente me habían alegrado el corazón —pese a mí mismo—, para mi desgracia, me puse a cantar cuando revoloteaba por una alameda. A la primera nota que escuchó, mi padre saltó en el aire como un cohete.
       —¿Qué estoy oyendo? —exclamó— ¿así es como canta un mirlo? ¿así canto yo? ¿eso es cantar?
       Y, dejándose caer cerca de mi madre, dijo con el más terrible aplomo:
       —¡Desgraciada! ¿quién ha puesto en tu nido?
       Al oír estas palabras, mi madre indignada se arrojó de su escudilla, no sin hacerse daño en una pata; quiso hablar, pero los sollozos la ahogaban y cayó al suelo casi desmayada. La ví a punto de expirar y, asustado y temblando de miedo, me arrojé a las rodillas de mi padre.
       —¡Oh, padre mío! —le dije— si canto desafinado y si estoy mal vestido, que mi madre no sea castigada por ello. ¿Es culpa suya si la Naturaleza me ha negado una voz como la de usted? ¿Es culpa suya si no tengo el mismo hermoso pico amarillo que usted, y su hermoso traje negro a la francesa, que le dan el aspecto de un fabriquero comiéndose una tortilla? Si el Cielo ha hecho de mí un monstruo, y si alguien debe pagar por ello, ¡que al menos yo sea el único desdichado!
       —No se trata de eso —dijo mi padre—; ¿qué significa la forma absurda con la que acabas de permitirte cantar? ¿quién te ha enseñado a cantar así, en contra de todas las costumbres y todas las reglas?
       —¡Ah! señor, —contesté humildemente— he cantado como he podido, me sentía alegre porque hace un buen día, pero tal vez haya comido demasiadas moscas.
       —¡En mi familia no se canta así! —prosiguió mi padre fuera de sí—. Hace siglos que cantamos de padres a hijos y, cuando dejo oír mi voz durante la noche, entérate bien, hay en el primer piso un anciano señor y en la buhardilla una joven obrera que abren sus ventanas para escucharme cantar. ¿No basta con tener ante mis ojos el horrible color de tus absurdas plumas que te hacen parecer enharinado como un payaso de feria? Si yo no fuera el más pacífico de los mirlos, ya te habría dejado desnudo cien veces, ni más ni menos que un pollo de corral listo para ser espetado.
       —¡Pues bien! —exclamé sublevado por la injusticia de mi padre—. Así son las cosas, señor, ¡que no quede por eso!, desapareceré de su presencia, libraré sus ojos de esta desgraciada cola blanca, de la que me tira a lo largo de todo el día. Me iré, señor, huiré; otros muchos hijos consolarán su vejez, dado que mi madre pone tres veces al año; me iré lejos de usted a ocultar mi miseria y tal vez —añadí sollozando— tal vez encuentre en el huerto del vecino o sobre los canalones algunas lombrices o algunas arañas para nutrir mi triste existencia.
       —¡Como gustes! —contestó mi padre lejos de enternecerse por mi discurso—; ¡que no te vea más! Tú no eres mi hijo; tú no eres un mirlo.
       —¿Y entonces qué soy, señor, dígame?
       —No lo sé, pero desde luego tú no eres un mirlo.
       Tras estas aterradoras palabras, mi padre se alejó a paso lento. Mi madre se levantó tristemente y, cojeando, fue a acabar de llorar dentro de su escudilla. Por lo que a mí respecta, confundido y desolado, emprendí vuelo lo mejor que pude, y como lo había anunciado, fui a colocarme sobre el canalón de una casa próxima.


II

      Mi padre tuvo la crueldad de dejarme durante muchos días en aquella mortificante situación. Pero pese a su violencia, tenía buen corazón, y por las miradas indirectas que me echaba, yo veía claramente que le habría gustado perdonarme y llamarme; mi madre, sobre todo, levantaba hacia mí sin cesar unos ojos llenos de ternura y, a veces, incluso se arriesgaba a llamarme con un gritito lastimero; pero mi horrible plumaje blanco les inspiraba, a su pesar, una repugnancia y un espanto para los que —lo vi claro— no había remedio.
       —¡Yo no soy un mirlo! —me repetía—; y, efectivamente, cuando me espulgaba por la mañana y me miraba en el agua del canalón, no veía sino demasiado claro hasta qué punto me diferenciaba de mi familia. ¡Oh, cielo! —repetía también— ¡díme pues qué es lo que soy!
       Cierta noche que llovía a mares, iba a dormirme extenuado de hambre y pena, cuando vi posarse cerca de mí un pájaro más mojado, más pálido y más delgado de lo que yo creía posible. Era más o menos de mi color, por lo que pude juzgar a través de la lluvia que nos inundaba; apenas tenía sobre el cuerpo plumas suficientes como para vestir un gorrión, y era más grueso que yo. En un primer momento me pareció un pájaro pobre y necesitado; pero, pese a la tormenta que maltrataba su frente casi rapada, conservaba una expresión de altivez que me encantó. Le hice, modestamente, una gran reverencia, a la que respondió con un picotazo que estuvo a punto de tirarme del canalón. Al ver que me rascaba una oreja y me retiraba compungido sin tratar de responderle en su mismo lenguaje:
       —¿Quién eres? —me preguntó con una voz tan ronca como calvo era su cráneo.
       —¡Ah!, señor, —contesté temiendo una segunda estocada— no sé. Creía ser un mirlo pero me han convencido de que no lo soy.
       La singularidad de mi respuesta y mi expresión de sinceridad le interesaron. Se acercó a mí e hizo que le contara mi historia, lo que hice con toda la tristeza y toda la humildad adecuadas a mi posición y al horrible tiempo que hacía.
       —Si fueras un palomo mensajero como yo —me dijo después de haberme escuchado— las simplezas que tanto te afligen no te inquietarían ni un segundo. Nosotros viajamos, ésa es nuestra vida, y tenemos amores, pero yo no sé quién es mi padre. Hender el aire, atravesar el espacio, ver a nuestros pies los montes y las llanuras, respirar el aire mismo de los cielos, y no las exhalaciones de la tierra, correr como una flecha hacia un objetivo marcado que no se nos escapa jamás, ése es nuestro placer y nuestra existencia. Hago más trayecto en un día que un hombre puede hacer en diez.
       —Bajo palabra, señor —le dije algo envalentonado— usted es un pájaro bohemio.
       —Ésa es otra de las cosas de las que no me preocupo en absoluto —contestó—. Yo no tengo país; sólo conozco tres cosas: los viajes, mi mujer y mis hijos. Donde está mi mujer está mi patria.
       —Pero, ¿qué es lo que lleva colgado al cuello? Parece un viejo papillote arrugado.
       —Son papeles importantes, —contestó pavoneándose—; voy a Bruselas, y le llevo al célebre banquero *** una noticia que va a hacer bajar la renta un franco con setenta y ocho céntimos.
       —¡Dios Santo! —exclamé— ¡qué hermosa existencia la suya! y Bruselas debe ser una ciudad digna de ver, estoy seguro. ¿No podría llevarme con usted? Puesto que no soy un mirlo, tal vez sea un pichón.
       —Si lo fueres —me contestó— me habrías devuelto el picotazo que te di hace un rato.
       —Pues bien, señor, se lo devolveré; no discutamos por tan poca cosa. He aquí que la mañana surge y la tormenta se calma. Por favor, ¡permítame acompañarlo! Estoy perdido; no tengo a nadie en el mundo; si me rechaza no me queda más que ahogarme en este canalón.
       —Está bien, ¡en marcha!, sígueme si puedes.
       Lancé la última mirada hacia el jardín en el que dormía mi madre. Una lágrima brotó de mis ojos; el viento y la lluvia se la llevaron. Abrí mis alas y partí.


III

      Mis alas, ya lo he dicho, no eran aún muy robustas. Mientras que mi conductor iba como el viento, yo jadeaba a su lado; aguanté durante un rato, pero pronto sentí una perturbación tan intensa, que me creí a punto de desfallecer.
       —¿Queda mucho aún? —pregunté con voz débil.
       —No, —contestó— estamos en el Bourget; sólo nos quedan setenta leguas que recorrer.
       Intenté retomar ánimos pues no quería parecer una gallina mojada, y seguí volando un cuarto de hora más; pero, al final, estaba rendido.
       —Señor —balbucí de nuevo— ¿no podríamos detenernos un instante? Tengo una horrible sed que me atormenta, y si nos posáramos sobre un árbol...
       —¡Vete al diablo! ¡tú no eres más que un mirlo! —me contestó airado el palomo. Y, sin dignarse volver la cabeza, prosiguió su endiablado viaje. Yo por mi parte, aturdido y sin vista, me caí en un trigal.
       Ignoro cuánto tiempo duró mi desmayo. Cuando recuperé el conocimiento, lo primero que se me vino a la memoria fue la última frase del palomo mensajero: “Tú no eres más que un mirlo” —me había dicho—. ¡Oh, mi padres queridos, —pensé— estaban equivocados! Regresaré junto a ustedes; me reconocerán como verdadero y legítimo hijo, y me devolverán mi lugar en ese bonito montón de hojas que está por debajo de la escudilla de mi madre.
       Hice un esfuerzo para levantarme, pero la fatiga del viaje y el dolor que sentía por la caída, me paralizaron todos los miembros. Tan pronto como me incorporé sobre mis patas, el desfallecimiento se apoderó de mí y caí sobre un costado. El horrible pensamiento de la muerte se presentaba ya a mi espíritu, cuando, entre acianos y amapolas, vi venir hacia mí, andando de puntillas, a dos encantadoras personas. Una era una pequeña urraca muy bien moteada y extremadamente coqueta, y la otra una tórtola de color de rosa. La tórtola se detuvo a unos pasos de distancia, con expresión de pudor y compasión por mi infortunio; pero la urraca se acercó dando saltitos de la forma más agradable del mundo.
       —¡Ah, Dios mío!, pobre niño, ¿qué está haciendo ahí? —me preguntó con voz alegre y melodiosa.
       —¡Ay!, señora marquesa —contesté, porque me pareció que debía ser marquesa por lo menos— soy un pobre diablo viajero que su postillón ha dejado en el camino, y estoy a punto de morir de hambre.
       —¡Virgen Santa!, ¿qué está diciendo? —contestó.
       E inmediatamente se puso a buscar aquí y allá entre los arbustos que nos rodeaban, yendo y viniendo a un lado y a otro, trayéndome gran cantidad de bayas y frutas, con las que formó un montoncito cerca de mí, mientras continuaba con sus preguntas.
       —Pero ¿quién es usted? ¿de dónde viene? ¡Su aventura es algo increíble! Y ¿adónde iba usted? ¡Viajar solo tan joven! porque usted acaba de hacer su primera muda... ¿A qué se dedican sus padres? ¿de dónde son? ¿cómo lo dejan viajar es este estado? ¡Es como para poner las plumas de punta en la cabeza!
       Mientras ella hablaba, yo me había incorporado un poco de lado y comía con gran apetito. La tórtola permanecía inmóvil, mirándome con expresión de piedad. Sin embargo, observó que yo volvía la cabeza con languidez y comprendió que tenía sed. Una gota de la lluvia caída durante la noche permanecía sobre un murajes; recogió tímidamente esta gota en su pico y me la trajo aún fresca. Es evidente, que si yo no hubiera estado tan enfermo, una persona tan reservada no se habría permitido hacer algo semejante.
       Yo no sabía aún lo que es el amor, pero mi corazón latía intensamente. Dividido entre dos emociones distintas, me encontraba penetrado de un encanto inexplicable. Mi panetera era tan alegre, mi escanciadora tan comunicativa y tan dulce, que me habría gustado desayunar así por toda la eternidad. Desafortunadamente, todo tiene un final, incluso el apetito de un convaleciente. Una vez terminada la comida y con mis fuerzas recuperadas, satisfice la curiosidad de la pequeña urraca, y le conté todas mis desventuras con la misma sinceridad con la que lo hice la víspera ante el palomo mensajero. La urraca me escuchó con más atención de la que cabría esperar de ella y la tórtola me dio muestras encantadoras de su profunda sensibilidad. Pero, cuando llegué al punto capital que causaba mi dolor, es decir, a la ignorancia de quién era yo:
       —¿Está bromeando? —exclamó la urraca— ¿usted un mirlo? ¿usted un palomo? ¡Nada de eso! usted es una urraca, mi querido niño, una muy gentil urraca —añadió dándome un golpecito con su ala, como si dijéramos, un golpe con un abanico.
       —Pero, señora marquesa —contesté—, creo que para ser una urraca, soy de un color, con perdón sea dicho...
       —¡Una urraca rusa, querido, usted es una urraca rusa! ¿No sabe usted que son blancas? ¡Pobre chico, qué ignorancia!
       —Pero, señora, —proseguí— ¿cómo voy a ser una urraca rusa si yo he nacido al fondo del Marais, en una vieja escudilla rota?
       —¡Ah! ¡qué ingenuo! Usted es fruto de la invasión, querido, ¿cree que es el único? Confíe en mí y déjese llevar; voy a llevarlo conmigo y a mostrarle las cosas más bellas de la tierra.
       —¿Dónde están esas cosas, señora, por favor?
       —En mi palacio verde, querido; ya verá cómo se vive allí. Cuando lleve tan sólo un cuarto de hora siendo urraca, no querrá oír hablar de otra cosa. Vivimos allí unas cien, pero no de esas gruesas urracas de pueblo que piden limosna por los caminos, sino todas nobles y de buena compañía, esbeltas, ágiles y no más gruesas que un puño. Ni una sola de nosotras tiene más o menos de siete manchas negras y de cinco manchas blancas; es algo invariable, y despreciamos al resto del mundo. Es verdad que a usted le faltan las manchas negras, pero su condición de ruso bastará para que sea admitido. Nuestra vida se compone de dos actividades: charlar y emperifollarnos. Desde por la mañana hasta mediodía, nos emperifollamos, y desde el mediodía hasta la noche, charlamos. Cada una de nosotras se posa en un árbol, lo más alto y lo más viejo posible. En medio del bosque se levanta un roble inmenso, deshabitado, desgraciadamente. Era la morada del difunto rey Pío X, adonde vamos en peregrinación lanzando grandes suspiros; pero, salvo ese ligero pesar, pasamos el tiempo de maravilla. Nuestras mujeres no son más gazmoñas que nuestros maridos celosos, pero nuestros placeres son puros y honestos, porque nuestro corazón es tan noble como nuestro lenguaje es libre y jovial. Nuestra altivez no tiene límites y, si un grajo o cualquier otra gentuza viene por casualidad a introducirse en nuestra casa, lo desplumamos despiadadamente. Pero no por ello dejamos de ser las mejores personas del mundo y los pajarillos, los paros, los jilgueros que viven en nuestros sotos, nos hallan siempre dispuestas a ayudarles, a alimentarles y a defenderles. En ningún sitio hay más charla que en nuestra casa y en ningún sitio menos maledicencia. No carecemos de viejas urracas devotas que recitan sus padrenuestros toda la jornada, pero la más indiscreta de nuestras jóvenes comadres puede pasar junto a la más severa vieja, sin temer un picotazo. En una palabra, vivimos de placer, de honor, de parloteo, de gloria y de vestidos.
       —Todo eso es muy hermoso, señora, —contesté— y yo sería sin duda un mal educado si no obedeciera las órdenes de una persona como usted. Pero antes de tener el honor de acompañarla, permítame, por favor, decirle dos palabras a esta bondadosa señorita que está aquí. Señorita —proseguí dirigiéndome a la tórtola— hábleme con franqueza, se lo ruego; ¿cree usted que, de verdad, soy una urraca rusa?
       A l oír esta pregunta, la tórtola bajó la cabeza y se puso de un rojo pálido, como las cintas de Lolotte.
       —Pero, señor, —dijo— no sé si puedo...
       —¡En el nombre del cielo, hable, señorita! Mi intención no contiene nada que pueda ofenderla, muy al contrario. Las dos me parecen tan encantadoras que aquí mismo juro ofrecerle mi corazón y mi pata a la que lo desee, desde el instante en que sepa si soy una urraca u otra cosa; pues, al mirarla, —añadí hablándole un poco más bajo a aquella joven persona— me siento algo de tórtolo que me atormenta singularmente.
       —Efectivamente, —dijo la tórtola ruborizándose más aún— no sé si es el reflejo del sol que cae sobre usted a través de esas amapolas, pero su plumaje me parece tener un ligero tono...
       Y no se atrevió a decir más.
       —¡Oh, qué perplejidad! —exclamé— ¿cómo puedo saber a qué atenerme? ¿cómo puedo entregar mi corazón a una de ustedes, cuando se encuentra tan cruelmente desgarrado? ¡Oh, Sócrates! ¡qué precepto tan admirable, pero qué difícil de seguir, nos dejaste al decir: “Conócete a ti mismo!”.
       Desde el día en que una desgraciada canción había contrariado tan profundamente a mi padre, yo no había vuelto a usar mi voz para cantar. Pero en aquel momento, se me ocurrió utilizarla como medio para discernir la verdad. “¡Pardiez! —me dije— puesto que mi padre me echó a la calle al escuchar la primera estrofa, sin duda, la segunda producirá algún efecto en estas damas”. Y, tras haber comenzado por inclinarme gentilmente como para solicitar indulgencia por la lluvia que había soportado, me puse primero a silbar, luego a gorjear, luego a hacer gorgoritos y finalmente a cantar a voces, como un arriero español al aire libre.
       A medida que yo cantaba, la pequeña urraca se iba alejando de mí con una expresión de sorpresa, que pronto se convirtió en estupor, y que pasó después a un sentimiento de espanto acompañado de un profundo fastidio. Describía círculos a mi alrededor como un gato alrededor de un trozo de tocino demasiado caliente que acaba de quemarle el hocico pero, que pese a ello, quisiera probar. Viendo el efecto causado por mi prueba y deseando llevarla hasta el extremo, mientras más impaciencia mostraba la pobre marquesa, más me desgañitaba yo cantando. Soportó durante veinticinco minutos mis melodiosos esfuerzos, y finalmente, no pudiendo aguantar más, se echó a volar ruidosamente y regresó a su palacio de verdor. Por lo que respecta a la tórtola, casi desde el principio, se había quedado profundamente dormida.
       —¡Qué admirable efecto el de la armonía! —pensé— ¡Oh, Marais! ¡Oh, escudilla materna! ¡más que nunca deseo regresar hacia ustedes!
       En el momento en que me echaba a volar para partir, la tórtola abrió los ojos.
       —¡Adiós, extranjero tan gentil y tan fastidioso! —dijo—. Me llamo Gourouli; acuérdate de mí.
       —Hermosa Gourouli —le contesté— usted es buena, dulce y encantadora; quisiera vivir y morir por usted. Pero usted es de color de rosa, ¡y tanta felicidad no está hecha para mí!


IV

      El lamentable efecto causado por mi canto no podía sino entristecerme. ¡Ay, música! ¡ay, poesía! —me repetía regresando a París—, ¡qué pocos corazones hay que los comprendan!
       Mientras hacía estas reflexiones, me golpeé la cabeza con la de un pájaro que volaba en sentido opuesto al mío. El choque fue tan rudo e imprevisto, que caímos los dos sobre la copa de un árbol que, por fortuna, se encontraba allí. Después de habernos sacudido un poco, miré al recién llegado esperando una querella. Vi, con sorpresa, que era blanco. A decir verdad, tenía la cabeza algo más gruesa que la mía y, en la frente, una especie de penacho que le daba un aspecto heroico—cómico; además, llevaba la cola al aire, con gran magnanimidad; no me pareció en absoluto dispuesto a combatir. Nos saludamos muy cortésmente, nos presentamos excusas mutuamente, después de lo cual iniciamos una conversación. Yo me tomé la libertad de preguntarle su nombre y de qué país era.
       —Me sorprende —me dijo— que no me conozca. ¿No es usted uno de los nuestros?
       —Realmente, señor —contesté— yo no sé de cuáles soy. Todo el mundo me pregunta y me dice lo mismo; debe ser que han hecho una apuesta.
       —Usted bromea —replicó—; su plumaje le sienta demasiado bien como para que yo no conozca a un colega. Usted pertenece infaliblemente a la raza ilustre y venerable que llaman en latín cacuata, en lengua culta kakatoès, y en jerga vulgar cacatois.
       —A fe mía, señor, que es posible y que eso sería un gran honor para mí. Pero hágase a la idea de que no lo soy y dígnese decirme a quién tengo la gloria de hablarle.
       —Soy —contestó el desconocido— el gran poeta Kacatogan. He realizado grandes viajes, señor, travesías áridas y crueles peregrinaciones. No es desde ayer desde cuando hago rimas, y mi musa ha padecido desgracias. He tarareado en tiempos de Luis XVI, señor; he gritado por la República, he cantado notablemente al Imperio, he alabado discretamente a la Restauración, e incluso he hecho un esfuerzo en estos últimos tiempos y me he sometido —no sin esfuerzo— a las exigencias de este siglo sin gusto. He lanzado al mundo pareados picantes, himnos sublimes, graciosos ditirambos, piadosas elegías, dramas melenudos, novelas rizadas, vodeviles empolvados y tragedias calvas. En una palabra, puedo presumir de haber añadido al templo de las Musas algunos galantes festones, algunas sombrías almenas y algunos ingeniosos arabescos. ¡Qué quiere! he envejecido. Pero aún rimo vivamente, señor, y, aquí donde me ve, soñaba con un poema en un canto, que no tendrá menos de seiscientas páginas, cuando usted me hizo un chichón en la frente. Por lo demás, si puedo serle útil en algo, estoy a su servicio.
       —Realmente, señor, sí puede —repliqué— pues me ve en este momento en una gran confusión poética. No me atrevo a decir que sea poeta, y sobre todo tan gran poeta como usted —añadí saludándolo—, pero he recibido de la Naturaleza una garganta que me pica cuando me encuentro a gusto o cuando tengo penas. A decir verdad, ignoro por completo las reglas.
       —No se inquiete por eso —dijo Kacatogan— yo las he olvidado.
       —Pero me ocurre una cosa enojosa —dije— y es que mi voz produce en los que me escuchan más o menos el mismo efecto que la de un tal Jean de Nivelle en... ¿sabe lo que quiero decir?
       —Sí lo sé —dijo Kacatogan— conozco por mí mismo ese extraño efecto. Desconozco la causa, pero el efecto es incuestionable.
       —Y bien, señor, usted me parece el Néstor de la poesía, ¿no conocerá, se lo ruego, algún remedio contra ese penoso inconveniente?
       —No, —dijo Kacatogan—, por mi parte, no he podido encontrar ninguno. Cuando era joven, me atormentaba mucho porque me silbaban siempre; pero a mi edad, ya no pienso en ello. Creo que esa repugnancia procede de que el público lee a otros y no a nosotros; eso le distrae...
       —Yo pienso como usted; pero admitirá, señor, que es muy duro para una criatura bienintencionada, hacer que la gente huya tan pronto como él entona un buen movimiento. ¿Querría hacerme el favor de escucharme y de decirme sinceramente su opinión?
       —Con mucho gusto —dijo Kacatogan—, soy todo oídos.
       Me puse a cantar de inmediato y tuve la satisfacción de ver que Kacatogan no huía ni se quedaba dormido. Me miraba fijamente y, de vez en cuando, inclinaba la cabeza con gesto de aprobación, con una especie de susurro adulador. Pero pronto me di cuenta de que no me estaba escuchando, sino que pensaba en su poema. Aprovechando un momento en el que yo tomaba aliento, me interrumpió de repente.
       —¡He encontrado la rima! —dijo sonriendo y moviendo la cabeza—; ¡es la 60.714ª que sale de este cerebro! ¡Y se atreven a decir que me estoy haciendo viejo! Voy a leerle esto a mis buenos amigos, voy a leérselo, y ya veremos lo que dicen.
       Mientras hablaba, emprendió vuelo y desapareció, aparentando no acordarse ya de haberme conocido.


V

      Al haber quedado solo y frustrado, no tenía nada mejor que hacer que aprovechar el resto del día y volar de un tirón hacia París. Desafortunadamente, no conocía el camino. Mi viaje con el palomo mensajero había sido demasiado poco agradable como para haberme dejado un recuerdo exacto; de tal manera que, en lugar de ir directamente, giré a la izquierda en el Bourget y, sorprendido por la noche, me vi obligado a buscar cobijo en los bosques de Mortefontaine.
       Todo el mundo estaba acostándose cuando llegué. Las urracas y los grajos que, como ya es sabido, son los peores compañeros de cama de la tierra, andaban a la greña por todas partes. En los arbustos piaban los gorriones, pisándose unos a otros. Al borde del agua marchaban gravemente dos garzas reales, subidas sobre sus largos zancos, en actitud meditativa, como los Georges Dandin del lugar, esperando pacientemente a sus mujeres. Enormes cuervos, ya medio dormidos, se posaban pesadamente en la cima de los árboles más altos, y gangueaban sus oraciones de la noche. Más abajo, los paros enamorados se perseguían aún en los sotos, mientras que un pájaro carpintero despeluznado empujaba a su pareja por detrás para hacerle entrar en un hueco de un árbol. Falanges de gorrioncillos llegaban de los campos danzando en el aire como bocanadas de humo, y se precipitaban sobre un arbolillo que cubrían por completo; pinzones, currucas y pardillos se agrupaban ligeramente sobre las ramas recortadas, como cristales sobre un candelero de muchos brazos. Por todas partes resonaban voces que decían netamente: —¡Vamos, esposa mía! —¡Vamos, hija mía! —¡Venga, hermosa mía! —¡Por aquí, amiga mía! —¡Aquí estoy, querido! —¡Buenas noches, mi amor! —¡Adiós, amigos míos! —¡Duerman bien, hijos míos!
       ¡Qué situación para un soltero, pernoctar en semejante posada! Tuve la tentación de unirme a unos cuantos pájaros de mi tamaño y pedirles alojamiento. De noche —pensaba— todos los pájaros son grises; y, además, ¿es dañar a la gente dormir cortésmente a su lado?
       Me dirigí en un primer momento hacia un azarbe donde se reunían los estorninos. Realizaban su aseo nocturno con un cuidado particular, y observé que la mayoría de ellos tenían las alas doradas y las patas acharoladas: eran los dandy del bosque. Eran bastante buenos chicos y no me honraron con la menor atención. Pero su conversación era tan vacía, se contaban con tanta fatuidad sus idas y venidas y su buena suerte, se frotaban tanto unos a otros, que me fue imposible aguantar allí.
       En ese mismo instante, oí que me llamaban: eran hembras de zorzales que desde lo alto de un serbal me hacían señas para que fuera con ellas. He aquí por fin unas buenas almas —pensé—. Me hicieron sitio riendo como locas y yo me introduje en el grupo emplumado tan rápido como una carta de amor en un manguito. Pero no tardé en percatarme de que aquellas señoras habían comido más uvas de lo aconsejable; apenas se tenían sobre las ramas y sus bromas de mala compañía, sus carcajadas y sus canciones obscenas me obligaron a alejarme.
       Estaba empezando a desesperarme e iba a dormirme en un lugar solitario, cuando un ruiseñor se puso a cantar. Todo el mundo guardó silencio de inmediato ¡Ah! ¡Qué pura era su voz! ¡qué dulce parecía hasta su melancolía! Lejos de perturbar el sueño de los demás, sus acordes parecían acunarlo. Nadie pensaba en mandarlo callar, nadie encontraba mal que entonara su canción a semejante hora; su padre no le pegaba, sus amigos no huían.
       —¡Sólo a mí me está prohibido pues ser feliz! —exclamé—. ¡Marchémonos, huyamos de este mundo cruel! Más me vale buscar mi camino en la oscuridad, aún con el riesgo de ser tragado por algún búho, que dejarme desgarrar así por el espectáculo de la felicidad de los demás.
       Con este pensamiento, me puse de nuevo en camino y deambulé bastante tiempo al azar. Con las primeras luces del día, divisé las torres de Notre-Dame. En un abrir y cerrar de ojos llegué hasta ellas, y no tuve que pasear mucho tiempo mi mirada antes de encontrar nuestro jardín. Volé hacia él más rápido que un relámpago... Desgraciadamente, estaba vacío... En vano llamé a mis padres: nadie me contestó. El árbol en el que se posaba mi padre, el matorral materno, la escudilla querida, todo había desaparecido. El hacha lo había destruido todo, y en lugar de la avenida verde en la que yo había nacido, no quedaba ya más que un montón de leños.


VI

      Busqué en un primer momento a mis padres por todos los jardines de los alrededores, pero fue en vano; sin duda se habían refugiado en algún barrio alejado, y no pude jamás tener noticias suyas.
       Imbuido de una horrible tristeza, fui a posarme en el canalón al que la ira de mi padre me había exiliado en un primer momento. Allí pasaba los días y las noches lamentando mi triste existencia. Ya no dormía, apenas comía, y estaba a punto de morir de dolor.
       Un día que me lamentaba como de costumbre, me decía en voz alta:
       —Así pues, yo no soy un mirlo puesto que mi padre me desplumaba; ni un palomo mensajero pues caí en el camino cuando quise ir a Bélgica; ni una urraca rusa, puesto que la pequeña marquesa se tapó los oídos tan pronto como abrí el pico; ni una tórtola, puesto que Gourouli, la buena de Gourouli, roncaba como un monje cuando yo cantaba; ni un loro, puesto que Kacatogan no se dignó escucharme; ni un pájaro cualquiera, en fin, puesto que en Mortefontaine me dejaron dormir solo. Y, sin embargo, tengo plumas, tengo patas, tengo alas. No soy ningún monstruo y la prueba es que Gourouli e incluso la pequeña marquesa me encontraban bastante de su agrado. ¿Por qué misterio inexplicable estas plumas, estas alas, estas patas no sabrían formar un conjunto al que se le pudiera dar un nombre? ¿No seré por casualidad...?
       Iba a continuar mis lamentos, cuando fui interrumpido por dos porteras que discutían en la calle.
       —¡Ah, pardiez! —dijo una a la otra— si lo consigues, te regalaré un mirlo blanco.
       —¡Dios Santo! —exclamé— ése es mi asunto. ¡Oh, Providencia!, soy hijo de un mirlo y soy blanco, luego ¡soy un mirlo blanco!
       Este descubrimiento —tengo que confesarlo— modificó mucho mis esquemas. En lugar de seguir quejándome, empecé a pavonearme y a caminar orgullosamente a lo largo del canalón, mirando el espacio con expresión victoriosa.
       —Ser un mirlo blanco —me dije— no es cualquier cosa, no es poco de pavo. Era demasiado tonto al afligirme por no encontrar a alguien semejante a mí, ¡ése es el destino del genio, es mi destino! Quería huir del mundo, pero ahora quiero sorprenderlo. Puesto que soy el pájaro sin igual cuya existencia niega el vulgo, debo, pretendo comportarme como tal, ni más ni menos que un fénix, y despreciar al resto de volátiles. Tengo que comprarme las Memorias de Alfieri y los poemas de Byron; este alimento substancioso me inspirará un noble orgullo, sin contar con el que Dios me ha dado. Sí, quiero incrementar, si es posible, el prestigio de mi cuna. La Naturaleza me ha hecho raro y yo me haré misterioso. Verme será un favor, una gloria. Y, después de todo —añadí en voz baja— ¿y si me exhibiera tranquilamente por dinero?
       —¡Quita allá! ¡qué indigno pensamiento! Quiero escribir un poema como Kacatogan, pero no en un canto, sino en veinticuatro, como todos los grandes hombres; ¡no, no es suficiente, tendrá cuarenta y ocho, con notas y un apéndice! Es necesario que el universo sepa que existo. En mis versos, no dejaré de lamentar mi aislamiento, pero será de tal forma, que los más felices me envidiarán. Puesto que el cielo me ha negado una hembra, diré calumnias de las de los demás. Demostraré que todo está demasiado verde, salvo las uvas que como yo. Los ruiseñores no tienen más que comportarse bien, yo demostraré, como que dos y dos son cuatro, que sus endechas producen malestar y que su mercancía no vale nada. Es necesario que vaya a visitar a Charpentier. Quiero crearme desde el principio una poderosa posición literaria.
       Deseo tener a mi alrededor una corte compuesta no sólo de periodistas, sino también de autores verdaderos e incluso de mujeres de letras. Escribiré un papel para la señorita Rachel y, si se niega a interpretarlo, publicaré a son de trompeta que su talento es muy inferior al de una vieja actriz de provincias. Iré a Venecia y alquilaré, a orillas del gran canal y en medio de aquella ciudad de ensueño, el bello palacio Mocenigo, que cuesta cuatro libras y diez sous al día; allí, me inspiraré en todos los recuerdos que el autor de Lara debe haber dejado allí. Desde el fondo de mi soledad, inundaré el mundo con un diluvio de rimas alternas, calcadas de una estrofa de Spencer, en las que aliviaré mi gran alma; haré suspirar a todas las tórtolas, deshacerse en lágrimas a todas las abubillas y gritar a todas las viejas lechuzas. Pero, por lo que respecta a mi persona, me mostraré inexorable e inaccesible al amor. En vano me presionarán y me suplicarán que tenga piedad de las desdichadas seducidas por mis sublimes cantos; a todo ello contestaré: ¡Maldito sea! ¡Oh, exceso de gloria! mis manuscritos se venderán a peso de oro, mis libros cruzarán los mares; la fama, la fortuna, me seguirán por doquier; pero, solo, pareceré indiferente a los murmullos del gentío que me rodeará. En una palabra: seré un perfecto mirlo blanco, un auténtico escritor excéntrico, festejado, mimado, admirado, envidiado, pero completamente gruñón e insoportable.


VII

      No necesité más de seis semanas para poner a punto mi primera obra. Como me lo había prometido, era un poema en cuarenta y ocho cantos. Podían encontrarse en él algunas negligencias como consecuencia de la prodigiosa fecundidad con la que lo había escrito, pero pensé que el público actual, acostumbrado a la bella literatura que se imprime en la parte inferior de los periódicos, no me haría reproches.
       Obtuvo un éxito digno de mí, es decir, sin par. El tema de mi obra no era otro que yo mismo: en eso me acomodaba a la moda de nuestros tiempos. Contaba mis sufrimientos pasados con una encantadora fatuidad; ponía al corriente al lector de mil detalles domésticos del más excitante interés; la descripción de la escudilla de mi madre no ocupaba menos de catorce cantos, pues había contado las ranuras, los agujeros, las abolladuras, las astillas, las púas, los clavos, las manchas, los matices diversos, los reflejos; mostraba el interior, el exterior, los bordes, el fondo, los laterales, los planos inclinados, los planos rectos; pasando al contenido, había estudiado las briznas de hierba, las pajas, las hojas secas, los pequeños trozos de madera, los cascotes, las gotas de agua, los despojos de moscas, las patas rotas de abejorros que allí se encontraban: era una encantadora descripción. Pero no piensen que la imprimí de un tirón; hay lectores impertinentes que se la habrían saltado. La había dividido hábilmente en fragmentos y la había entremezclado con el relato, con el fin de que no se desperdiciara nada; de tal manera que en el momento más interesante y dramático aparecían de repente quince páginas de escudilla. He aquí, en mi opinión, uno de los grandes secretos del arte y, como no soy avaricioso, permito que lo aproveche el que quiera.
       Europa entera se sintió emocionada cuando apareció mi libro, y devoró las revelaciones íntimas que me había dignado comunicarle. ¿Cómo podía haber sido de otra forma? No sólo enumeraba todos los acontecimientos relacionados con mi persona, sino que además ofrecía al público un cuadro completo de todas las ensoñaciones que se me habían pasado por la cabeza desde la edad de dos meses; incluso había intercalado en el lugar más hermoso una oda que compuse cuando aún me encontraba en el huevo. Queda claro, por supuesto, que no olvidaba tratar, de paso, el gran tema que tanto preocupa al mundo, es decir, el futuro de la humanidad. Este problema me había parecido interesante; en un momento de ocio esbocé una solución que fue considerada satisfactoria.
       Me enviaban a diario cumplidos en verso, cartas de felicitación y declaraciones de amor anónimas. Por lo que respecta a las visitas, seguía estrictamente el plan que me había trazado; mi puerta estaba cerrada para todo el mundo. No pude, no obstante, librarme de recibir a dos extranjeros que se habían anunciado como parientes míos. Uno era un mirlo de Senegal y el otro un mirlo de China.
       —¡Ah! señor, —me dijeron mientras me abrazaban hasta asfixiarme—, ¡qué gran mirlo es usted! ¡qué bien ha descrito en su poema inmortal el profundo sufrimiento del genio no reconocido! Si no fuéramos ya todo lo incomprendidos que es posible, lo llegaríamos a ser después de haberlo leído a usted. ¡Hasta qué punto simpatizamos con su dolor, con su sublime desprecio de lo vulgar! ¡Nosotros también, señor, conocemos en carne propia las penas secretas que usted ha cantado! Aquí tiene dos sonetos que hemos escrito y que rogamos acepte.
       —Aquí tiene además —añadió el chino— la música que mi esposa ha compuesto sobre un pasaje de su prefacio. Expresa maravillosamente la intención del autor.
       —Señores, —les dije— por lo que puedo juzgar, ustedes me parecen dotados de un gran corazón y de un espíritu lleno de luces. Pero perdonen que les haga una pregunta: ¿De dónde procede su melancolía?
       —¡Ah, señor! —respondió el habitante de Senegal— mire cómo estoy hecho. Mi plumaje, es verdad, es agradable a la vista y estoy cubierto del bello verde que se ve brillar en los patos, pero mi pico es demasiado corto y mi pie demasiado grande; y ¡mire qué cola tengo! la longitud de mi cuerpo no alcanza los dos tercios de ella. ¿No es esto motivo para sentirse endemoniado?
       —Y yo, señor —dijo el chino— mi infortunio es aún más doloroso. La cola de mi colega barre las calles, pero a mí me señalan los pilluelos con el dedo porque no tengo.
       —Señores —contesté— les compadezco de todo corazón; es siempre fastidioso tener demasiado, o demasiado poco de lo que sea. Pero permítanme decirles que en el Jardín de Plantas hay muchos individuos que se les parecen y que permanecen allí desde hace mucho tiempo, apaciblemente disecados. De la misma forma que no basta a una mujer de letras ser desvergonzada para hacer un buen libro, tan poco basta para un mirlo estar descontento para ser genial. Yo soy único en mi especie y me aflijo por ello; tal vez esté en un error, pero es mi derecho. Yo soy blanco, señores; conviértanse en blancos y ya veremos qué saben decir.


VIII

      Pese a la resolución que había adoptado y la calma que mostraba, no era feliz. Mi aislamiento, no por glorioso, dejaba de parecerme amargo, y no podía pensar sin espanto en la necesidad en la que me hallaba de pasar toda mi vida en celibato. El regreso de la primavera, en particular, me producía una tortura mortal, y empezaba a caer de nuevo en la tristeza, cuando una circunstancia imprevista decidió mi vida entera.
       No es necesario decir que mis escritos habían cruzado el Canal de la Mancha, y que los ingleses se los quitaban de las manos. Los ingleses se lo quitan todo de las manos, excepto lo que comprenden. Un día, recibí una carta procedente de Londres firmada por una joven mirlita:
       “He leído su poema —me decía— y la admiración que he sentido me ha hecho tomar la decisión de ofrecerle mi mano y mi persona. ¡Dios nos ha creado el uno para el otro! Yo, lo mismo que usted, soy una mirla blanca!”
       Pueden suponer fácilmente mi sorpresa y mi alegría. ¡Una mirla blanca! —me decía—¿es posible? ¡No estoy solo en el mundo, pues! Me apresuré a contestar a la bella desconocida y lo hice de forma que testimoniaba suficientemente cuánto me agradaba su proposición. La urgí para que viniera a París o para que me permitiera volar a su lado. Me contestó diciendo que prefería venir porque sus padres la incomodaban, que estaba poniendo en orden sus asuntos y que la vería pronto.
       Llegó, efectivamente, sólo unos días más tarde. ¡Qué felicidad!, era la mirla más bella del mundo, y era más blanca aún que yo.
       —¡Ah! señorita —exclamé— o más bien señora, porque desde este momento la considero como mi legítima esposa, ¿es posible que una criatura tan encantadora se encontrara sobre la tierra sin que la fama me informara de su existencia? ¡Benditos sean los sufrimientos que he tenido que soportar, y los picotazos que me dio mi padre, puesto que el cielo me reservaba un consuelo tan inesperado! Hasta el día de hoy, me creía condenado a una soledad eterna y, francamente, era una carga pesada de llevar; pero al mirarla, me siento todas las cualidades de un padre de familia. Acepta mi mano sin tardar; casémonos a la inglesa, sin ceremonia, y marchémonos juntos a Suiza.
       —No estoy de acuerdo, —me contestó la joven mirla—; quiero que nuestra boda sea magnífica y que acudan a ella solemnemente todos los mirlos bien que haya en Francia. Las personas como nosotros deben a su propia gloria no casarse como gatos en tejado. He traído una buena provisión de billetes de banco. Haga las invitaciones, visite tiendas y no escatime en provisiones.
       Me sometí ciegamente a las órdenes de la mirla blanca. Nuestra boda fue de un lujo abrumador y se comió en ella diez mil moscas. Recibimos las bendición nupcial del reverendo padre Cormoran, que era arzobispo in partibus. Un soberbio baile clausuró la jornada; en fin, no faltó nada a mi felicidad.
       Mientras más a fondo conocía el carácter de mi encantadora esposa, más aumentaba mi amor. Reunía en su pequeño ser todos los encantos del alma y del cuerpo. Sólo era un poco melindrosa, pero yo lo atribuía a la influencia de la niebla inglesa en la que había vivido hasta entonces, y no dudaba de que el clima de Francia disiparía pronto aquella ligera nube.
       Una cosa me inquietaba más seriamente y era la especie de misterio del que se rodeaba a veces con rigor singular, encerrándose bajo llave con sus doncellas y pasando así horas enteras para hacer su arreglo personal, según decía. A los maridos no les gustan demasiado esas fantasías en su matrimonio. Llegué a llamar hasta veinte veces al apartamento de mi mujer sin conseguir que me abriera la puerta. Esto me impacientaba cruelmente. Un día, entre otros, insistí de tan mal humor, que se vio obligada a ceder y a abrirme un poco a la carrera, sin dejar de quejarse de mi inoportunidad. Al entrar, observé una botella grande llena de una especie de cola con harina y yeso. Le pregunté a mi mujer qué hacía con aquel remedio y me contestó que era un opiato para sabañones.
       Aquel opiato me pareció algo extraño; pero ¿qué desconfianza podía inspirarme una persona tan dulce y tan prudente, que se había entregado a mí con tanto entusiasmo y con una sinceridad tan perfecta? En un primer momento yo ignoraba que mi amada fuera una mujer de pluma; me lo confesó al cabo de algún tiempo, y llegó incluso a enseñarme el manuscrito de una novela en la que había imitado a la vez a Walter Scott y a Scarron. Les dejo adivinar el placer que me produjo tan agradable sorpresa... No sólo me veía poseedor de una belleza incomparable, sino que además adquiría la certeza de que la inteligencia de mi compañera era digna en todo punto de mi genio. Desde ese momento, trabajábamos juntos. Mientras yo componía mis poemas, ella emborronaba resmas de papel. Yo le recitaba en voz alta mis versos y eso no le molestaba en absoluto para seguir escribiendo. “Ponía” sus novelas con una facilidad casi igual a la mía, eligiendo siempre los temas más dramáticos, parricidios, raptos, asesinatos e incluso estafas, teniendo cuidado de, al pasar, atacar al gobierno y predicar la emancipación de las mirlas. En una palabra, no le costaba ningún esfuerzo a su espíritu ni a su pudor; jamás tachaba una línea, jamás elaboraba un plan antes de ponerse a escribir: era el prototipo de la mirla ilustrada.
       Un día que se entregaba al trabajo con un ardor desacostumbrado, me di cuenta de que sudaba gruesas gotas y me sorprendí al mismo tiempo al ver que tenía una gran mancha negra en el dorso.
       —¡Ah, Dios mío! —dije— ¿qué es esto, pues? ¿te encuentras enferma?
       Ella pareció en un primer momento algo asustada e incluso avergonzada, pero la gran costumbre que tenía de frecuentar la sociedad le ayudó de inmediato a recuperar el dominio admirable que tenía siempre de sí misma. Me dijo que era una mancha de tinta y que le ocurría a veces en sus momentos de inspiración.
       —¿Mi mujer destiñe? —me dije en voz baja—. Esta idea me impidió dormir. La botella de cola se me vino a la memoria. ¡Oh, cielos —exclamé— ¡qué sospecha! Esta criatura celestial no será nada más que pintura, más que un ligero revoque? ¿se habrá pintado para abusar de mí?... Cuando yo creía abrazar contra mi corazón a la hermana de mi alma, al ser privilegiado creado para mí solo ¿estaba casándome sólo con harina?
       Atormentado por esta horrible duda, tomé la decisión de quitármela. Adquirí un barómetro y esperé ansiosamente a que llegara un día de lluvia. Quería conducir a mi mujer al campo, escoger un domingo inestable e intentar la prueba del lavado. Pero estábamos en pleno julio, y hacía un terrible buen tiempo.
       La apariencia de felicidad y el hábito de escribir habían excitado mucho mi sensibilidad. Ingenuo como era, a veces me sucedía mientras trabajaba, que el sentimiento era más fuerte que la idea y me ponía a llorar esperando la rima. A mi mujer le gustaban mucho esas raras ocasiones porque cualquier debilidad masculina le encanta al orgullo femenino. Cierta noche en la que sutilizaba un tachón, según el precepto de Boileau, le abrí mi corazón:
       —¡Oh, tú! —dije a mi querida mirla— ¡tú la única y la más amada! ¡tú sin la cual mi vida no es más que un sueño! ¡tú, de la que una mirada, una sonrisa metamorfosea para mí el universo, vida de mi corazón! ¿sabes cuánto te amo? Para poner en verso una idea trivial usada ya por otros poetas, un poco de estudio y de atención me bastan para encontrar las palabras, pero ¿dónde encontraré jamás las que necesito para expresarte todo lo que tu belleza me inspira? ¿El recuerdo mismo de mis penas pasadas podría proporcionarme siquiera una palabra para hablarte de mi felicidad presente? Antes de que llegaras a mí, mi aislamiento era el de un huérfano exiliado, hoy es el de un rey. En este débil cuerpo, del que tengo un simulacro hasta que la muerte lo convierta en un despojo, en este pequeño cerebro enfervorecido donde fermenta un inútil pensamiento ¿sabes, ángel mío; comprendes, hermosa mía, que nada que no seas tú puede existir? ¡Escucha lo que mi cerebro puede decir, y hasta qué punto es más grande mi amor! ¡Oh, si mi genio fuera una perla y tú fueras Cleopatra..!
       Desvariando de este modo, lloraba yo sobre mi esposa y ella se iba destiñiendo de forma visible. A cada lágrima que caía de mis ojos aparecía una pluma, no ya negra, sino del más viejo pelirrojo (creo que ya se había desteñido en otros sitios). Tras unos cuantos minutos de enternecimiento, me encontré cara a cara con un pájaro desencolado y desenharinado, idénticamente igual a los mirlos más comunes y más vulgares.
       ¿Qué podía hacer? ¿qué podía decir? ¿qué decisión tomar? Todo reproche era inútil. A decir verdad, habría podido considerar el caso como redhibitorio, y hacer anular mi matrimonio; pero ¿cómo atreverme a hacer pública mi vergüenza? ¿No era suficiente con mi dolor? Hice de las tripas corazón, decidí abandonar el mundo, la carrera literaria, huir a un desierto si era posible, evitar para siempre el aspecto de un ser vivo y buscar como Alceste: “... un lugar apartado / donde tuviera libertad para ser un mirlo blanco”.


IX

      Tras lo cual me eché a volar llorando, y el viento, que es el azar de los pájaros, me condujo de nuevo a una rama de Mortefontaine. En esta ocasión, todos estaban durmiendo. ¡Qué matrimonio! —me decía— ¡Qué desatino! Es con buena intención, sin duda, con la que esta pobre criatura se ha pintado de blanco, pero no por eso yo soy menos digno de lástima y ella menos pelirroja.
       El ruiseñor seguía cantando. Solo, en medio de la noche, se regocijaba de todo corazón por el favor de Dios que lo convierte en superior a los poetas, y comunicaba libremente su pensamiento al silencio que lo rodeaba. No pude resistir la tentación de acercarme a él y hablarle.
       —¡Qué feliz es usted! —le dije— no sólo canta cuando quiere, y muy bien, y todo el mundo lo escucha, sino que además tiene una esposa e hijos, un nido, amigos, un buen cojín de musgo, la luna llena y no tiene periódicos. Rubini y Rossini no son nadie a su lado: vale tanto como el uno y adivina al otro. Yo también he cantado, señor, y es lastimoso. He formado las palabras en batallón como soldados prusianos, y he coordinado simplezas mientras usted estaba en los bosques ¿Su secreto puede aprenderse?
       —Sí —me contestó el ruiseñor— pero no es lo que usted imagina. Mi mujer se aburre, no la quiero en absoluto; yo estoy enamorado de la rosa: Sadi, el persa, ha hablado de ello. Me desgañito toda la noche por ella, pero ella está durmiendo y no me escucha. A estas horas su cáliz está cerrado y en su interior mece a un viejo escarabajo, y mañana por la mañana, cuando yo me retire a dormir agotado de dolor y de cansancio, entonces ella se abrirá y dejará que una abeja le coma el corazón.



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