Nathaniel Hawthorne
(Salem, Massachusetts, 1804 - Plymouth, New Hampshire, 1864)


La marca de nacimiento (1843)
(�The Birthmark�)
Originalmente publicado en The Pioneer (marzo 1843)
Mosses from an Old Manse (1846)



      A fines del siglo pasado vivi� un hombre de ciencia �una eminencia competente en todas las ramas de la filosof�a natural� que, no mucho antes del comienzo de nuestra historia, hab�a tenido la experiencia de una afinidad espiritual m�s atractiva que las qu�micas. Dejando el laboratorio al cuidado de un ayudante, se hab�a limpiado el holl�n de las finas facciones, se hab�a lavado las manchas de �cido de los dedos y hab�a persuadido a una hermosa joven de ser su esposa. Por entonces, cuando parec�a que el descubrimiento m�s bien reciente de la electricidad y otros misterios de la naturaleza abr�an sendas a la regi�n del milagro, no era ins�lito que el amor por la ciencia rivalizara en profundidad y energ�a con el amor por la mujer. El intelecto elevado, la imaginaci�n, el esp�ritu y hasta el coraz�n pod�an encontrar alimento agradable en empresas que, como cre�an algunos defensores apasionados, progresaban de un pelda�o de poderoso entendimiento en otro hasta que el fil�sofo alcanzase el secreto de la fuerza creativa, acaso engendrando, desde s�, mundos nuevos. Aylmer pose�a esa fe en el dominio �ltimo del hombre sobre la naturaleza. Sin embargo, se hab�a entregado a los estudios cient�ficos demasiado abiertamente para que una segunda pasi�n pudiera apartarlo. Tal vez el amor por la joven esposa se demostrara m�s fuerte; pero s�lo pod�a enlazarse con el amor por la ciencia y unir esa fuerza a la suya.
       Como era de prever la uni�n se verific� y acarre� consecuencias realmente notables y una moraleja impresionante. Un d�a, muy poco despu�s de la boda, Aylmer se qued� mirando a su esposa con el semblante cada vez m�s atribulado, hasta que dijo:
       �Georgiana, �nunca se te ha ocurrido que esa marca que tienes en la mejilla se podr�a quitar?
       �La verdad es que no �dijo ella con una sonrisa, y luego, advirtiendo la actitud seria de �l, se ruboriz� intensamente�. Para serte sincera, tantas veces se ha dicho que era un embrujo que fui tan simple como para aceptarlo.
       �En otra cara, tal vez �replic� el marido�. Pero �en la tuya nunca! No, Georgiana de mi alma. T� saliste de manos de la naturaleza tan cerca de la perfecci�n que el m�s leve delecto, que dudo de calificar de defecto o virtud, me repugna como una huella visible de la imperfecci�n terrenal.
       ��Te repugna, esposo m�o! �exclam� Georgiana, muy herida, enrojeciendo primero de ira moment�nea, luego rompiendo a llorar�. Entonces, �por qu� me apartaste de mi madre? �No se puede amar lo que se repugna!
       Para explicar este di�logo debe mencionarse que, en el centro de la mejilla izquierda, Georgiana ten�a una marca singular entretejida, por as� decir, con la sustancia del rostro. En el estado habitual de su tez �un rubor saludable pero delicado�, la marca era de un carmes� m�s intenso que defin�a imperfectamente su forma entre el rosa circundante. Cuando ella se sonrojaba, paulatinamente la marca perd�a definici�n hasta desaparecer en el arrebato de sangre que inundaba con su fulgor la mejilla entera. Pero si alguna emoci�n s�bita la hac�a palidecer, la marca aparec�a de nuevo, mancha carmes� en la nieve, con una claridad que Aylmer consideraba casi temible. La forma no era poco semejante a la de una mano, si bien �nfima como la de un pigmeo. Los enamorados de Georgiana se inclinaban a decir que en la hora del nacimiento alg�n duende hab�a puesto la manita en la mejilla del beb�, y la hab�a estampado como s�mbolo de los dones m�gicos que le dar�an tal influjo sobre los corazones. M�s de un brib�n desesperado habr�a arriesgado la vida por el privilegio de apretar los labios contra la mano misteriosa. No debe esconderse, con todo, que la impresi�n que causaba el signo fabuloso variaba enormemente seg�n el temperamento de quien la miraba. Ciertas personas fastidiosas �exclusivamente del sexo de ella� afirmaban que la mano sangrienta, como les gustaba llamarla, destru�a por completo el efecto de la belleza de Georgiana y hasta volv�a el rostro detestable. Pero habr�a sido igualmente razonable decir que una sola de esas manchitas azules que aparecen a veces en el m�rmol m�s puro hubiera convertido a la Eva de Powers en un monstruo. Los hombres, si la marca de nacimiento no les aumentaba la admiraci�n, se contentaban con desear que desapareciese, para que el mundo tuviera un esp�cimen vivo de belleza ideal sin asomo de defecto. Despu�s de casarse �porque antes poco o nada hab�a pensado en el asunto�, Aylmer descubri� que �ste era su caso.
       De haber sido Georgiana menos hermosa �si la envidia hubiera encontrado otra a quien despreciar�, quiz�s �l hubiera sentido que la preciosa manita, ya vagamente dibujada, ya perdida, ya perfilada otra vez y destellando a cada latido emocionado del coraz�n, le aumentaba el amor. Pero, viendo a su mujer tan perfecta por lo dem�s, sent�a que a cada momento de la vida de matrimonio ese �nico defecto se le hac�a m�s intolerable. Era la m�cula fatal de la humanidad que, bajo una forma u otra, la naturaleza estampa imborrablemente en todos sus productos para indicar, bien que son temporales y finitos, bien que su perfecci�n ha de lograrse con esfuerzo y dolor. La mano carmes� expresaba el pu�o ineludible en el que la mortalidad aprieta el molde terrenal m�s alto y puro, degrad�ndolo a la par del m�s bajo y hasta del de los brutos, y, al igual que en �stos, su armaz�n visible vuelve al polvo. De tal manera, eligi�ndola como s�mbolo de la inclinaci�n de su esposa al pecado, la pena, la decadencia y la muerte, el antojo no tard� en convertirse para la sombr�a imaginaci�n de Aylmer en un objeto espantoso, causa de m�s angustia y horror que todo el deleite que daba a su coraz�n la belleza de Georgiana.
       Invariablemente y sin intenci�n �m�s a�n, aunque se propon�a lo contrario�, en los momentos en que m�s felices deber�an haber sido, �l volv�a sobre ese tema desastroso. Por trivial que pareciera, se conectaba tanto con innumerables series de pensamientos y formas de sentir que hab�a llegado a ser el centro de todos. Cuando al amanecer Aylmer abr�a los ojos a la cara de su esposa, reconoc�a antes que nada el s�mbolo de la imperfecci�n; y cuando por la noche se sentaban juntos frente al hogar, deslizaba la mirada sigilosa por la mejilla de ella y, donde habr�a deseado adorar, ve�a, parpadeando a la luz del fuego de le�a, la mano espectral que escrib�a la mortalidad. Pronto Georgiana aprendi� a estremecerse bajo esa inspecci�n. Una sola mirada bastaba, con la expresi�n peculiar que sol�a adoptar �l, para trocarle el rosa de las mejillas por una palidez de muerte en medio de la cual la mano carmes� resaltaba como un bajorrelieve de rub� en un m�rmol blanqu�simo.
       Una noche, a la alta hora en que las luces menguantes poco delataban la mancha, la propia Georgiana abord� por primera vez el tema.
       ��No te acuerdas, querido Aylmer �dijo con un d�bil atisbo de sonrisa�, si anoche tuviste alg�n sue�o con esta mano odiosa?
       ��No! �En absoluto! �respondi� Aylmer con un respingo. Luego, afectando un tono seco y fr�o para esconder una emoci�n intensa, dijo�: Pero bien puede haber sido, porque antes de dormirme hab�a invadido mis fantas�as.
       �Claro que so�aste con ella �se apresur� a continuar Georgiana, porque tem�a que la interrumpiera el llanto�. �Era un sue�o terrible! Me extra�a que lo hayas olvidado.
       �Es posible olvidar una expresi�n como: �Ahora la tiene en el coraz�n� Tenemos que sac�rsela�? Piensa, esposo m�o; pues har�a lo que fuese por hac�rtelo recordar.
       Triste es el tono de la mente cuando ni el sue�o, que todo lo envuelve, logra que confine los fantasmas a la penumbra de sus dominios; cuando tiene que soportar que irrumpan y asusten la vida manifiesta con secretos que acaso pertenezcan a otra m�s profunda. Aylmer termin� recordando el sue�o. Hab�a imaginado que �l y su criado Aminadab intentaban una operaci�n que quitase la marca de nacimiento. Pero cuanto m�s escarbaba el bistur�, m�s se hund�a la mano, hasta que el marido tuvo en el min�sculo poder de su pu�o, el coraz�n de Georgiana del cual, no obstante, decidi� inexorablemente arrancar la marca o cortarla.
       Cuando la forma del sue�o se le hubo completado en la memoria, Aylmer contempl� a su esposa con un sentimiento de culpa. A menudo la verdad entra en la mente disimulada en las ropas del sue�o, y luego habla con una franqueza distante de asuntos que en la vigilia tratamos con autoenga�os inconscientes. Hasta entonces Aylmer no hab�a reparado en la influencia tir�nica que una sola idea hab�a adquirido sobre su mente ni en lo lejos que ten�a que ir en su coraz�n para procurarse paz.
       �Aylmer �retom� Georgiana, solemne�, yo no s� cu�nto puede costamos a los dos librarme de esta marca fatal. Quiz� la extracci�n cause una deformidad irremediable. Quiz� la mancha sea profunda como la vida. Una vez m�s, �hay alguna posibilidad de aflojar el pu�o con que esta manita me tiene agarrada desde antes de venir al mundo?
       �Georgiana, tesoro m�o, he pensado mucho en la cuesti�n �interrumpi� Aylmer�, y estoy convencido de que es posible eliminarla.
       �Si existe una posibilidad siquiera remota �sigui� Georgiana�, d�jame probarla, corra el riesgo que corra. Para m� el peligro no es nada; porque mientras esta marca odiosa me haga objeto de tu horror y tu disgusto, la vida ser� una carga que me alegrar�a arrojar. �L�brame de esta mano terrible o arr�ncame una vida desdichada! �T� tienes un saber probando! El mundo entero es testigo. �Has logrado maravillas! �No puedes quitar esta marca tan peque�a que puedo taparla con las puntas de dos dedos? �Escapa a tu poder, por la paz que te debes, salvar a tu pobre mujer de la locura?
       ��Esposa querida, la m�s noble y tierna! �grit� Aylmer en un rapto�. No dudes de mi poder. Ya he sometido el asunto al pensamiento m�s riguroso; tanto que casi habr�a podido iluminarme para crear un ser menos perfecto que t�. Georgiana, me has hecho llegar a una profundidad inexplorada del coraz�n de la ciencia. Me siento del todo competente para dejar esa mejilla tan impecable como su hermana; y luego, amad�sima, �qu� triunfo el m�o cuando haya corregido la imperfecci�n que dej� la naturaleza en su obra maestra! �Ni Pigmali�n, cuando su mujer tallada cobr� vida, habr� sentido un �xtasis mayor!
       �Entonces est� decidido �dijo Georgiana con una tenue sonrisa�. Y, Aylmer, no te detengas ni aunque encuentres que al cabo la marca se me refugi� en el coraz�n.
       Tiernamente el marido la bes� en la mejilla; la derecha, no la que llevaba impresa la mano carmes�.
       Al d�a siguiente, Aylmer expuso a Georgiana un plan mediante el cual �l podr�a ejercer la atenci�n intensa y la vigilancia constante que demandar�a la operaci�n, mientras que ella disfrutar�a del completo reposo indispensable para el �xito. Se aislar�an en los amplios apartamentos que Aylmer ocupaba como laboratorios y desde donde, durante su afanosa juventud, hab�a despertado la admiraci�n de todas las sociedades cultas de Europa llevando a cabo descubrimientos en los poderes elementales de la naturaleza. Sentado en calma en el laboratorio, el p�lido fil�sofo hab�a investigado los secretos de la regi�n nubosa superior y de las minas m�s profundas; se hab�a convencido de las causas que encend�an y manten�an vivo el fuego de los volcanes; y hab�a explicado el misterio de las fuentes y c�mo es que algunas aguas brotan del pecho oscuro de la tierra con tanta claridad y pureza y otras con tan ricas propiedades medicinales. All� tambi�n, en un periodo anterior, hab�a estudiado las maravillas de la contextura humana e intentado sondear el proceso mismo por el que la naturaleza asimila las preciosas influencias tanto de la tierra y el aire como del mundo espiritual para crear y fomentar al hombre, su obra maestra. Pero hac�a tiempo que Aylmer hab�a dejado de lado esta �ltima empresa, en forzoso reconocimiento de la verdad con la que todos los buscadores tropiezan tarde o temprano: que, mientras nos distrae trabajando en apariencia a pleno sol, nuestra gran madre creativa se cuida severamente de guardar sus secretos y, aunque finge apertura, no nos entrega sino resultados. Cierto que nos permite cometer errores, pero rara vez enmendarlos y, como un celoso titular de patente, no acepta rendiciones de cuentas. Ahora, sin embargo, Aylmer hab�a decidido reanudar las investigaciones medio olvidadas; no con las esperanzas o deseos que las hab�an impulsado al comienzo, desde luego, sino porque conten�an mucha verdad filos�fica y contribu�an al plan para el tratamiento de su esposa.
       Georgiana cruz� el umbral del laboratorio con el cuerpo fr�o y tembloroso. Aylmer le mir� el rostro con alegr�a, procurando tranquilizarla, pero el brillo intenso de la marca en la blancura de la mejilla le impresion� tanto que no pudo evitar un escalofr�o convulso. La esposa se desmay�.
       ��Aminadab! �Aminadab! �grit� Aylmer, dando una violenta patada al piso.
       Al punto, de una habitaci�n interior sali� un hombre bajito pero fornido, con el pelo enmara�ado colg�ndole en una cara sucia de vapores de hornillo. El personaje hab�a sido pe�n de Aylmer durante toda su carrera cient�fica; una gran disposici�n mec�nica y la habilidad con que, si bien incapaz de comprender un solo principio, ejecutaba todos los detalles de los experimentos del amo, lo hac�an admirablemente apto para el empleo. De vasta fuerza, hirsuto, como ahumado y con una costra de terrenalidad indescriptible, parec�a representar la naturaleza f�sica del hombre, mientras que la figura flaca y la cara p�lida e intelectual de Aylmer eran no menos adecuadas para representar su naturaleza espiritual.
       �Deja abierta la puerta del tocador, Aminadab �dijo Aylmer�, y quema una pastilla.
       �S�, se�or �respondi� el criado fijando la mirada en la figura ex�nime de Georgiana. Luego murmur� para �l mismo�: Si fuera mi mujer, no me separar�a nunca de esa marca.
       Al volver en s�, Georgiana se encontr� en una atm�sfera de aroma penetrante cuya potencia amable la hab�a convocado desde la inercia del desmayo. A su alrededor, la escena era de hechizo. Aylmer hab�a transformado las estancias humosas, deca�das y l�gubres donde hab�a pasado sus mejores a�os dedicado a b�squedas rec�nditas en una serie de magn�ficos apartamentos no indignos de albergar el recogimiento de una mujer hermosa. De las cortinas que colgaban de las paredes manaba esa mezcla de grandeza y gracia que no procura ning�n otro adorno; los pliegues abundantes y pesados, que disimulaban todo �ngulo o l�nea recta, parec�an aislar la escena de un espacio infinito. Por lo que ve�a Georgiana, bien pod�a ser un pabell�n alzado entre nubes. Y excluido el sol, que habr�a interferido en los procesos qu�micos, Aylmer hab�a provisto el lugar de l�mparas perfumadas que emit�an llamas de diversos colores, fundidos en una suave luminiscencia purp�rea. Ahora acababa de arrodillarse y miraba a la mujer con afecto intenso pero sin alarma, porque confiaba en su ciencia y se sent�a capaz de rodear a su amada de un c�rculo m�gico inaccesible a todos los males.
       ��D�nde estoy? Ah�, ya me acuerdo �dijo d�bilmente Georgiana, y se llev� la mano a la mejilla para que su esposo no viera la marca terrible.
       �No temas, amor m�o �exclam� �l�. No te escondas de m�. Cr�eme que hasta me complace esa imperfecci�n �nica, por el goce que me va a dar eliminarla.
       ��Anda, ten piedad! �replic� la mujer tristemente�. No vuelvas a mirarla, por favor. No consigo olvidar ese escalofr�o convulso.
       Para serenarla y, por as� decir, librarle la mente de la carga de las cosas reales, Aylmer pas� a poner en pr�ctica ciertos secretos ligeros y juguetones que la ciencia le hab�a ense�ado entre su linaje m�s profundo. Figuras et�reas, ideas absolutamente incorp�reas y formas de belleza insustancial acudieron a danzar frente a ella imprimiendo los pasos moment�neos en rayos de luz. Aunque Georgiana ten�a una difusa idea del m�todo de estos fen�menos �pticos, la ilusi�n era lo bastante acabada para avalar la creencia de que su esposo ten�a poder sobre el mundo espiritual. Por otra parte, cuando ella sinti� el deseo de mirar m�s all� de su retiro, al instante, como en respuesta a lo que pensaba, en una pantalla ech� a parpadear la procesi�n de la vida exterior. Escenarios y figuras de la vida real estaban representados a la perfecci�n, pero con la diferencia cautivante e indefinible que siempre convierte un dibujo, una imagen o una sombra en algo mucho m�s atractivo que el original. Cuando tuvo suficiente, Aylmer pidi� a Georgiana que volviese los ojos a un recipiente con cierta cantidad de tierra. Si al comienzo ella le encontr� poco inter�s, a poco se asombr� de distinguir que un germen de planta disparaba al aire un brote; luego creci� el tallo, se desplegaron poco a poco las hojas y en medio apareci� una flor perfecta y encantadora.
       ��Es m�gica! �exclam� Georgiana�. No me atrevo ni a tocarla.
       �No, c�gela �respondi� Aylmer�. Arr�ncala y aspira el breve perfume ahora que se puede. En unos momentos se va a marchitar y no dejar� m�s que vainas� Claro que de las millas se perpetuar� una raza tan ef�mera como ella.
       Pero no bien Georgiana toc� la flor, se malogr� toda la planta y las hojas ennegrecieron como carbonizadas.
       �Hubo un est�mulo demasiado potente �dijo Aylmer, caviloso.
       Para compensar la experiencia abortada, le propuso retratarla mediante un proceso cient�fico inventado por �l. Consistir�a en proyectar rayos de luz contra una chapa de metal pulido. Georgiana consinti�; pero al mirar el resultado la horroriz� descubrir que los rasgos del retrato eran borrosos e indefinibles, y que donde habr�a debido estar la mejilla aparec�a una manita diminuta. Aylmer agarr� la placa y la meti� en un frasco de �cido corrosivo.
       Sin embargo, no tard� en olvidar estos fracasos mortificantes. En los intervalos del estudio y los experimentos qu�micos se acercaba a ella enrojecido y exhausto, pero como vigorizado por su presencia, y en un lenguaje resplandeciente hablaba de los recursos de su arte. Le cont� la historia de la larga dinast�a de los alquimistas, entregados durante siglos a encontrar el solvente universal que de todo lo vil y bajo permitiera destilar el principio �ureo. Al parecer Aylmer cre�a que era plenamente posible descubrir aquel medio largamente buscado mediante la l�gica cient�fica m�s simple; pero a�ad�a que el fil�sofo que profundizara tanto como para adquirir el poder acceder�a a un saber demasiado encumbrado para agacharse a ponerlo en pr�ctica. No menos singulares eran sus opiniones respecto al elixir vitae. Ten�a algo m�s que el presentimiento de que estaba en su camino obtener un preparado que prolongar�a la vida muchos a�os �acaso interminablemente�, pero que producir�a en la naturaleza una discordia tal que todo el mundo tendr�a raz�n para maldecir, sobre todo el que bebiera la droga inmortal.
       �Aylmer, �hablas en serio? �pregunt� Georgiana, at�nita y asustada�. Es terrible tener ese poder, �y hasta so�ar con tenerlo!
       �Pero, amor, no tiembles �dijo el marido�. Yo nunca te har�a da�o ni me lo har�a a m� obrando en nuestras vidas unos efectos tan disonantes. S�lo quiero que tengas en cuenta cu�n menor es en comparaci�n la habilidad necesaria para extraer la manita.
       Como de costumbre, a la menci�n de la marca Georgiana se retrajo como si le hubieran tocado la mejilla con un hierro al rojo.
       Aylmer volvi� a aplicarse a sus cosas. Ella lo o�a en la lejana sala del horno dando indicaciones a Aminadab, cuyo tono �spero, tosco y malformado se o�a en respuesta, m�s gru�ido de bestia que habla de humano. Horas despu�s, Aylmer reapareci� y le propuso que examinara su gabinete de productos qu�micos y tesoros naturales de la tierra. Entre �stos le mostr� un frasquito que, subray�, conten�a una fragancia suave pero poderos�sima, capaz de impregnar todas las brisas que soplaran en un reino. El valor de ese extracto era incalculable, dijo; y mientras lo dec�a arroj� unas gotas al aire y llen� la habitaci�n de una delicia penetrante y t�nica.
       ��Y esto qu� es? �pregunt� Georgiana se�alando un globito de cristal lleno de un l�quido dorado�. Es tan bonito de mirar que, para m�, podr�a ser el elixir de la vida.
       �En un sentido lo es �respondi� Aylmer�. O m�s bien el elixir de la inmortalidad. El veneno m�s precioso que ha producido la humanidad. Con su ayuda, yo podr�a decidir el tiempo de vida de cualquier mortal que se�alaras con el dedo. La fuerza de la dosis determinar�a si pervivir�a muchos a�os o si caer�a muerto de pronto. Ni un rey en la seguridad del trono podr�a mantenerse vivo si yo, en mi estancia privada, entreviera que el bienestar de millones depende de que yo lo despoje del suyo.
       ��Por qu� guardas una droga tan atroz? �pregunt� Georgiana, horrorizada.
       ��Tenme confianza, querida m�a! �sonri� el marido�. Su eficacia virtuosa es a�n mayor que la da�ina. Pero �mira! Esto es un cosm�tico poderoso. Bastan unas gotas en un vaso de agua para limpiar la piel de pecas tan f�cilmente como se lavan las manos. Una infusi�n m�s fuerte retirar�a la sangre del rostro y dejar�a hecha un fantasma a la belleza m�s sonrosada.
       ��Es la loci�n que piensas usar para mi mejilla? �pregunt� Georgiana, ansiosa.
       ��Claro que no! �se apresur� a contestar �l�. Tu caso exige un remedio que penetre m�s.
       Aylmer aprovecha las entrevistas con Georgiana para interrogarla en detalle respecto a sus sensaciones, y sobre si le eran c�modos el aislamiento de las habitaciones y la temperatura de la atm�sfera. Las preguntas ten�an un giro tan particular que ella empez� a conjeturar que ya estaba sometida a ciertas influencias f�sicas que bien respiraba en el aire fragante, bien asimilaba con la comida. Imaginaba tambi�n �aunque tal vez fuese mera fantas�a� que se le estaba agitando el organismo, que algo extra�o e indefinido le reptaba por las venas y, medio doloroso, medio placentero, le tintineaba en el coraz�n. Con todo, cada vez que se animaba a mirarse al espejo se ve�a a s� misma, p�lida como una rosa blanca y con la marca roja estampada en la mejilla. Ni Aylmer la odiaba ahora tanto como ella.
       Para despejar el tedio de las horas que su esposo ve�a necesario dedicar a los procesos de combinaci�n y an�lisis, Georgiana apel� a los vol�menes de la biblioteca cient�fica. En varios tomos antiguos y oscuros se encontr� con cap�tulos plenos de aventura y poes�a. Eran obras de fil�sofos medievales como Alberto Magno, Cornelio Agripa, Paracelso y el c�lebre monje que hab�a creado la prof�tica Cabeza Parlante. Aunque esos naturalistas se hab�an adelantado varios siglos, los imbu�a algo de la credulidad de su tiempo y, por lo tanto, de la investigaci�n de la naturaleza cre�an, y quiz� se lo imaginaran, haber adquirido un poder superior a ella, y de la f�sica un influjo sobre el mundo espiritual. Apenas menos curiosos e imaginativos eran los primeros vol�menes de los Acuerdos de la Royal Society, cuyos miembros, que poco sab�an de los l�mites de la posibilidad natural, no cesaban de consignar prodigios y proponer m�todos para urdirlos.
       Pero el volumen que m�s fascinaba a Georgiana era un gran folio manuscrito en que su esposo hab�a registrado cada experimento de su carrera cient�fica con el prop�sito original, los m�todos adoptados para desarrollarlo, el �xito o el fracaso final y las circunstancias a que pod�a atribuirse una u otra eventualidad. El libro, en verdad, era a la vez historia y emblema de una vida ardiente, ambiciosa e imaginativa, pero tambi�n pr�ctica y laboriosa. Aylmer manejaba los detalles f�sicos como si m�s all� no hubiera nada; pero dando a todos una cualidad espiritual, y redimi�ndose �l mismo del materialismo por una firme y sincera aspiraci�n de infinito. Bajo su mirada, un �nfimo pu�ado de tierra asum�a un alma. La lectura despert� en Georgiana una reverencia por su esposo; lo am� m�s intensamente que nunca, pero dependiendo menos enteramente del juicio de �l que hasta entonces. Por mucho que hubiera logrado, no se pod�a sino observar que sus �xitos m�s espl�ndidos eran invariablemente fracasos en comparaci�n con el ideal al que apuntaban. Sus diamantes de m�s brillo eran pobres guijarros, y as� los consideraba �l, al lado de las gemas invalorables escondidas m�s all� de su alcance. El volumen, desbordante de logros que hab�an dado renombre al autor, era, con todo, uno de los registros m�s melanc�licos redactados por una mano mortal. Era la confesi�n triste y la ejemplificaci�n continua de las carencias del hombre mixto �del esp�ritu lastrado de arcilla y dedicado a trabajar la materia� y del des�nimo que acosa al car�cter superior cuando se encuentra miserablemente frustrado por su parte terrena. Tal vez en el diario de Aylmer todo hombre de genio, en la esfera que fuese, habr�a reconocido la imagen de su experiencia propia.
       Estas reflexiones afectaron tanto a Georgiana que apoyo la cara en el libro abierto y rompi� a llorar. As� la encontr� su esposo.
       �Leer libros de hechiceros es peligroso �dijo �l sonriendo, aunque con el semblante inquieto y disgustado�. Georgiana, en ese volumen hay p�ginas que yo apenas puedo mirar sin perder el sentido. �Ten cuidado, no vayan a perjudicarte a ti!
       �Me han hecho adorarte m�s que nunca �dijo ella.
       ��Vaya! Espera a que consiga esto �replic� �l� y luego ad�rame si quieres. Dif�cilmente creer� que no me lo merezco. Pero �ven! Estoy aqu� por el lujo de tu voz. �C�ntame, cielo m�o!
       De modo que ella verti� la m�sica l�quida de su voz para saciarle la sed del esp�ritu. Luego �l se despidi�, con una abundancia de alegr�a infantil, asegur�ndole que la reclusi�n acabar�a en poco tiempo y que ya era seguro el resultado. Apenas se hab�a ido cuando Georgiana tuvo un impulso irresistible de seguirlo. Hab�a olvidado informarle de un s�ntoma que le llamaba la atenci�n desde hac�a dos o tres horas. Era una sensaci�n en la marca de nacimiento que, si bien no dolorosa, le induc�a una agitaci�n en todo el organismo. Apresur�ndose tras el esposo, por primera vez traspas� el umbral del laboratorio.
       Lo primero que la impresion� fue el horno, ese trabajador acalorado y febril con un fuego de brillo intenso, que, por la cantidad de holl�n que acumulaba encima, daba la impresi�n de haber ardido por siglos. Hab�a un alambique en plena labor. Por todo el lugar se ve�an retortas, tubos, cilindros, crisoles y otros aparatos de investigaci�n qu�mica. Una m�quina el�ctrica estaba dispuesta para ser usada. La atm�sfera, casi asfixiante, estaba embebida de olores gaseosos producidos por los torturantes procesos de la ciencia. Acostumbrada como estaba Georgiana a la elegancia fant�stica de su tocador, la sencillez severa y hogare�a del apartamento, de paredes desnudas y suelo de ladrillos, le result� extra�a. Pero lo que sobre todo le atrajo la atenci�n, y hasta la acapar�, fue el aspecto de Aylmer.
       P�lido como la muerte, ansioso y abstra�do, se inclinaba sobre el horno como si de su vigilancia extrema dependiera que el l�quido que estaba destilando fuese el de la felicidad o el de la desgracia eterna. �Qu� diferencia con la actitud optimista y jovial que hab�a adoptado para alentar a Georgiana!
       ��Cuidado ahora, Aminadab! �Cuidado, m�quina humana, hombre de barro! �murmur� m�s para s� mismo que para el asistente�. �Un pensamiento de m�s o de menos y se termina todo!
       ��Eh! �Eh! �balbuci� Aminadab�. Mire, amo, �mire!
       R�pidamente Aylmer alz� los ojos; primero enrojeci� y luego, viendo a Georgiana, se puso p�lido. Se abalanz� hacia ella y le agarr� el brazo con tal fuerza que le dej� impresos los dedos.
       ��Por qu� has venido? �No conf�as en tu marido? �grit�, impetuoso�. �Vas a echar sobre mi trabajo el c�ncer de esa marca? No est� bien, no. �Vete, fisgona!
       �No, Aylmer �dijo ella con la firmeza que pose�a en no poca medida�. No eres t� el que puede quejarse. �T� has desconfiado de tu esposa! �Has escondido la ansiedad con la que vigilas el experimento! �No me menosprecies tanto, esposo m�o! Dime todo el riesgo que corremos; y no temas que retroceda, pues yo me juego menos que t�.
       ��No, Georgiana, no! �se impacient� Aylmer�. No debe ser.
       �Me someto �respondi� ella con calma�. Y, Aylmer, beber� cualquier l�quido que me des; pero ser� bajo el misino principio que me har�a tomar veneno si me lo ofreciese tu mano.
       �Esposa noble �dijo Aylmer muy conmovido�, hasta hoy desconoc�a la altura y la profundidad de tu car�cter. No ocultar� nada. Sabes pues que, por superficial que parezca, la mano carmes� se ha apoderado de tu ser con una fuerza de la que hasta ahora yo no ten�a noci�n. Ya he administrado agentes tan poderosos para hacerlo todo salvo cambiar por completo tu sistema f�sico. S�lo queda probar una cosa. �Si fracasa, es nuestra ruina!
       ��Por qu� dudaste de cont�rmelo? �pregunt� ella.
       Aylmer baj� la voz.
       �Porque hay un peligro, Georgiana.
       ��Un peligro? El �nico peligro es que no se me vaya este estigma espantoso �clam� ella�. �Qu�tamelo! �Qu�tamelo a cualquier precio o nos volveremos locos los dos!
       �El cielo sabe que es cierto �dijo tristemente Aylmer�, Y ahora, querida, vuelve a tu tocador. Dentro de un rato se pondr� todo a prueba.
       La acompa�� y se despidi� de ella con una ternura solemne, m�s elocuente que las palabras respecto a lo que estaba en juego. Una vez que �l se fue, Georgiana se puso a meditar. Consider� el car�cter de Aylmer y le hizo justicia m�s completa que en cualquier otro momento. Se le exaltaba el coraz�n, y temblaba a la vez, de pensar en el honorable amor de �l, tan puro y elevado que no habr�a aceptado menos que la perfecci�n ni la desdicha de conformarse con una naturaleza m�s terrena que la de sus sue�os. Pens� cu�nto m�s precioso era un sentimiento as� que el m�s mezquino que habr�a soportado la imperfecci�n por bien de ella, y habr�a cometido traici�n al amor sagrado degradando su idea perfecta al nivel de lo real. Y rog� con toda el alma poder satisfacer siquiera por un momento el designio m�s alto y profundo de su esposo. M�s que un momento sab�a bien que no iba a ser; pues el esp�ritu de �l no deten�a nunca la marcha ascendente y cada instante exig�a algo m�s all� del alcance del instante anterior.
       La despabilaron los pasos de su marido. Tra�a un vasito de cristal con un l�quido incoloro como el agua, pero tan brillante que pod�a ser el brebaje de la inmortalidad. Aylmer estaba p�lido. Pero m�s a consecuencia de un estado mental muy esforzado y de la tensi�n espiritual, que por el miedo o la duda.
       �He concluido la confecci�n del brebaje �dijo en respuesta a la mirada de ella�. A menos que mi ciencia me enga�e, no puede fallar.
       �De no ser porque existes t�, Aylmer querido �observ� la esposa�, desear�a desprenderme de esta marca renunciando a la mortalidad misma antes que de cualquier otro modo. Para los que han alcanzado exactamente el grado de progreso moral en que me encuentro, la vida es una posesi�n triste. Podr�a ser una felicidad, si yo fuera m�s d�bil y ciega. Si fuera m�s fuerte, ser�a capaz de soportarla con esperanza. Pero siendo lo que veo que soy, me parece que no hay mortal m�s apto para morir que yo.
       �T� est�s hecha para el cielo sin probar la Tierra �replic� el esposo�. Pero �qu� hablas de morir? El brebaje no fallar�. �Mira el efecto en esta planta!
       En el banco de la ventana hab�a un geranio enfermo; ten�a las hojas plagadas de manchas amarillas. Aylmer verti� un poco de l�quido en la tierra de la maceta. En el tiempo que tardaron las ra�ces en absorberlo, las feas manchas empezaron a extinguirse en un verdor vivaz.
       �No hac�a falta ninguna prueba �dijo serenamente Georgiana�. Dame el vaso. Apuesto dichosa todo a tu palabra.
       �Entonces �bebe, criatura del cielo! �exclam� Aylmer con una admiraci�n ferviente�. No tienes una mota de imperfecci�n en el esp�ritu. �Y pronto ser� igual de perfecto tu ser sensible!
       Ella apur� el l�quido y le devolvi� el vaso.
       �Es agradable �dijo con una sonrisa pl�cida�. Parece agua de una fuente celestial; pues contiene no s� qu� fragancia neutra y deliciosa. Calma esa sed que me ha acosado durante d�as. Los sentidos terrenos se me cierran sobre el esp�ritu como p�talos de una rosa al anochecer.
       Dijo lo �ltimo con una reticencia suave, como si pronunciar las s�labas d�biles y cansinas le demandara una energ�a ya inaccesible. Apenas le hab�an salido las palabras de los labios cuando se perdi� en el sue�o. Aylmer se sent� a su lado y la observ� con la emoci�n de quien ha comprometido todo el valor de su existencia en el proceso que est� examinando. Pero con aquel �nimo se mezclaba el de la indagaci�n filos�fica caracter�stica del hombre de ciencia. No se le escapaba el menor s�ntoma. Un aumento del rubor en la mejilla; una leve irregularidad del aliento; un latido en el p�rpado; un temblor apenas perceptible atravesando el cuerpo: tales eran los detalles que, a medida que pasaba el tiempo, iba anotando en el volumen en folio. En la p�gina anterior hab�a huellas de pensamiento intenso; pero en la �ltima se concentraban todos los pensamientos de a�os.
       Mientras se empleaba as�, no dejaba de mirar con frecuencia la mano fatal, y no sin estremecerse. Pero una vez, por un impulso raro e inexplicable, apret� contra ella los labios. En el acto su esp�ritu retrocedi�, con todo, y Georgiana, en la bruma del sue�o profundo, se movi� inquieta y murmur� como si reprochase. Aylmer reanud� la guardia. Y no en vano. La mano carmes�, al principio fuertemente visible en la palidez marm�rea de la mejilla, empez� a perder contorno. No era que la palidez de Georgiana mermase, sino que con cada respiraci�n la marca destacaba un poco menos. Su presencia hab�a sido horrible; la partida lo era m�s a�n. Miren desvanecerse en el cielo la mancha del arcoiris y sabr�n c�mo desapareci� aquel s�mbolo misterioso.
       �Cielo santo, �se ha borrado del todo! �se dijo Aylmer en un �xtasis dif�cil de contener�. Ya me cuesta distinguir el rastro. ��xito! �Lo he logrado! Y ahora tiene un debil�simo color de rosa. En cuanto suba sangre a la mejilla quedar� vencida. Pero �Georgiana est� tan p�lida!
       Abri� la cortina y permiti� que la luz natural del d�a cayera en el apartamento y descansara en la mejilla. Al mismo tiempo oy� una risita tosca, burda, que conoc�a bien: la expresi�n de deleite de su criado.
       ��Ah, terr�n m�o! �Masa de barro! �exclam� Aylmer, riendo con una especie de frenes�. �Me has sido tan �til! Materia y esp�ritu, cielo y tierra han participado de esto a la par. �R�e, criatura de los sentidos! Te lo has ganado.
       Las exclamaciones despertaron a Georgiana. Abri� los ojos despacio y se mir� en el espejo que le hab�a acercado su esposo. Una leve sonrisa le asom� a los labios cuando vio qu� poco perceptible se hab�a vuelto la mano carmes�, cuyo brillo desastroso hab�a sido antes capaz de ahuyentar toda felicidad. Pero entonces busc� la mirada de Aylmer con una agitaci�n ansiosa que �l no atin� a explicarse.
       ��Mi pobre Aylmer! �murmur�.
       ��Pobre? �Qu� va, riqu�simo! �Exultante y privilegiado! �dijo �l�. �Ha sido un �xito, novia inigualable! �Eres perfecta!
       ��Mi pobre Aylmer! �repiti� ella con una ternura m�s que humana�. �Has apuntado muy alto! �Has actuado con nobleza! No te arrepientas si por una aspiraci�n elevada y pura has rechazado lo mejor que te pod�a ofrecer la Tierra. Aylmer, Aylmer, querido� �Me estoy muriendo!
       Y, ay, era cierto. La mano fatal se hab�a apoderado del misterio de la vida y era el lazo que manten�a a un esp�ritu ang�lico unido a un cuerpo mortal. Al desaparecer de la mejilla el �ltimo vestigio carmes� de la marca de nacimiento ��nico signo de imperfecci�n humana�, el aliento menguante de la mujer ya perfecta pas� a la atm�sfera, y el alma, tras demorarse un momento junto al esposo, emprendi� el vuelo hacia lo alto. Entonces, �volvi� a o�rse la risita tosca! As� suele regodearse la burda fatalidad de la Tierra en su invariable triunfo sobre la esencia inmortal, que en esta tenue esfera de semidesarrollo exige la integridad de un estado superior. Con todo, si Aylmer hubiera llegado a ser m�s sabio no habr�a tenido que desechar la felicidad, que habr�a formado una sola trama con lo celestial. La fuerza de la circunstancia fugaz lo hab�a superado; no hab�a sabido ver m�s all� del sombr�o alcance del tiempo, vivir de una vez por todas en la eternidad y encontrar en el presente el futuro perfecto.




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