Nathaniel Hawthorne
(Salem, Massachusetts, 1804 - Plymouth, New Hampshire, 1864)
Mi pariente, el mayor Molineux (1832)
(“My Kinsman, Major Molineux”)
Originalmente publicado en The Token and Atlantic Souvenir (1832);
The Snow-Image, and Other Twice-Told Tales
(Boston: Ticknor, Reed & Fields, 1852, 274 págs.)
Luego que los reyes de Gran Bretaña se hubieron arrogado el derecho de designar a los gobernadores coloniales, las medidas de estos últimos casi nunca conquistaron la aprobación inmediata y general que se había tributado a las de sus predecesores, designados en virtud de los primitivos estatutos. El pueblo escrutaba muy celosamente el ejercicio de un poder que no emanaba de su propio seno, y generalmente recompensaba a sus gobernantes con una escasa gratitud cuando la condescendencia de éstos los inducía a atenuar las instrucciones recibidas de allende los mares, con lo que se hacían acreedores a la censura de quienes se las impartían. Los anales de Massachussets Bay nos informarán que, de los seis gobernadores que desempeñaron sus funciones en el lapso de aproximadamente cuarenta años transcurridos desde que Jacobo 11 derogó el antiguo estatuto, dos fueron encarcelados por una insurrección popular; un tercero, según tiende a suponer Hutchinson, fue ahuyentado de la provincia por el zumbido de una bala de mosquete; un cuarto, a juicio del mismo historiador, tuvo una muerte prematura como consecuencia de sus constantes disputas con la Cámara de Representantes; y los dos restantes, lo mismo que los que le sucedieron, hasta el estallido de la Revolución, disfrutaron de pocos y breves intervalos de paz. En épocas de gran conmoción política, los miembros subalternos del partido de la corte llevaban una vida escasamente más envidiable. Estas observaciones pueden servir de preámbulo a las aventuras siguientes, que se desarrollaron en una noche de verano, no hace más de cien años. Solicitamos al lector que, para evitarnos una larga y árida descripción de cuestiones coloniales, nos exima de narrar la larga sucesión de hechos que provocaron tan grande inflamación temporaria del ánimo popular.
Eran casi las nueve de una noche de luna, cuando un lanchón atravesó el río con un solo pasajero, que había logrado que lo transportaran a esa hora inusitada mediante la promesa de un pago extra. Mientras aquel estaba en el desembarcadero, hurgando en ambos bolsillos en busca de los fondos necesarios para cumplir lo pactado, el encargado del lanchón levantó su lámpara, con cuya ayuda, sumada a la de la claridad de la luna, pudo escudriñar detenidamente la figura del desconocido. Se trataba de un joven de apenas dieciocho años, de origen evidentemente campesino, y que ahora, según parecía, realizaba su primera visita a la ciudad. Lucía una chaqueta gris de tela basta, muy usada pero impecablemente zurcida. Sus calzas, que estaban sólidamente confeccionadas con cuero, ceñían un par de piernas ágiles y bien torneadas, sus medias de estambre azul eran indudablemente obra de su madre o de una hermana, y sobre su cabeza descansaba un sombrero de tres picos, que en tiempos mejores quizás habría protegido la frente más ponderada del padre del muchacho. Debajo del brazo izquierdo apretaba una pesada estaca, hecha con un vástago de roble que conservaba una parte de la raíz endurecida; y su equipo se completaba con un zurrón, no tan cargado como para incomodar los vigorosos hombros de los que colgaba. Su pelo castaño, rizado, sus rasgos bien delineados y sus ojos brillantes y alegres eran dones de la naturaleza y valían tanto como todo lo que el arte podría haber hecho para embellecerlo.
El joven, uno de cuyos nombres era Robin, extrajo finalmente de su bolsillo la mitad de un pequeño billete provinciano de cinco chelines, que dada la desvalorización de ese género de moneda apenas alcanzó a satisfacer el reclamo del lanchero, con el agregado de una pieza hexagonal de pergamino, valuada en tres peniques. Luego se encaminó a la ciudad, con un paso tan rápido como si su jornada de viaje no hubiera excedido ya los cuarenta y cinco kilómetros, y con una mirada tan ansiosa como si estuviera ingresando en la urbe de Londres y no en la pequeña metrópoli de una colonia de Nueva Inglaterra. Sin embargo, antes de haber adelantado mucho, Robin comprendió que no sabía qué rumbo debía tomar, de modo que se detuvo y miró hacia ambos extremos de una angosta calle, escudriñando los pequeños y miserables edificios de madera dispersos a ambos lados de ella.
“Esta pequeña choza no puede ser la residencia de mi pariente —pensó—. Ni tampoco aquella vieja casa, donde la luna se cuela por la persiana rota; y en verdad no veo en las inmediaciones ninguna morada que pueda ser digna de él. Habría sido más cuerdo consultar al lanchero y sin duda él me habría acompañado y el mayor lo habría recompensado con un chelín por sus desvelos. Pero el próximo viandante que encuentre también me servirá.”
Reanudó la marcha y lo reconfortó descubrir que la calle se ensanchaba y que las casas asumían un aspecto más respetable. No tardó en divisar una figura que avanzaba un poco mas adelante y apretó el paso para alcanzarla. Al acercarse, Robin vio que el peatón era un hombre entrado en años, con una peluca completa de pelo gris, un gabán de paño negro de ruedo acampanado, y medias de seda arrolladas por encima de las rodillas. Llevaba un bastón largo y pulido, con el que descargaba golpes perpendiculares ante él, y a intervalos regulares emitía dos carraspeos sucesivos, con una entonación peculiarmente solemne y sepulcral. Hechas estas observaciones, Robin tomó el ruedo del gabán del anciano en el preciso instante en que la luz que fluía por la puerta y las ventanas abiertas de una barbería se derramaba de lleno sobre sus siluetas.
—Buenas noches, distinguido caballero —dijo, haciendo una breve reverencia y sin soltar el ruedo del gabán—. Le ruego que me informe dónde se encuentra la residencia de mi pariente, el mayor Molineux.
El joven formuló la pregunta en voz muy alta, y uno de los barberos, cuya navaja estaba descendiendo sobre un mentón bien enjabonado, y otro, que estaba decorando una peluca Ramillies, dejaron su tarea y se acercaron a la puerta. Mientras tanto, el ciudadano volvió hacia Robin un semblante prolijamente cuidado, y replicó en un tono de cólera e irritación exageradas. No obstante, sus dos carraspeos sepulcrales cortaron la increpación por la mitad, con un efecto muy singular, como si un recuerdo de la fría tumba se hubiera infiltrado entre las caldeadas pasiones.
—¡Suelta mi ropa, bribón! Te informo que conozco al hombre del que me hablas. ¡Vaya! Yo tengo autoridad, tengo... ejem, ejem... autoridad, y si éste es el respeto que demuestras por tus superiores tus pies trabarán relación con el cepo mañana por la mañana.
Robin soltó el gabán del anciano y se apresuró a alejarse, perseguido por las groseras carcajadas que brotaban de la barbería. Al principio se sintió bastante desconcertado por el resultado de su indagación, pero puesto que era un joven sagaz no tardó en imaginar una explicación para el misterio.
“Este debe ser algún representante comarcano —fue su conclusión—, que nunca pisó el interior de la casa de mi pariente, y que carece de la educación necesaria para responder cortésmente a un desconocido. El hombre es viejo, porque si no... sentiría en verdad la tentación de volver y romperle la nariz. ¡Ah, Robin, Robin! ¡Incluso a los muchachos de la barbería les causó hilaridad que hubieras elegido semejante guía! La próxima vez serás más sensato, amigo Robin.”
A continuación se internó por un laberinto de callejuelas sinuosas y angostas, que se entrecruzaban unas con otras y se perdían no lejos de la costa. El olor de la brea penetraba inequívocamente en sus fosas nasales, los mástiles de los veleros perforaban la claridad lunar por encima de los techos de los edificios, y abundantes carteles, que Robin se detuvo a leer, le informaron que se encontraba cerca del centro comercial. Pero las calles estaban desiertas, los negocios cerrados, y solo se veían luces en los pisos altos de unas pocas viviendas. Por fin, en la esquina de un estrecho callejón por el que avanzaba, descubrió la ancha carota de un héroe británico que se balanceaba ante la puerta de una posada, desde cuyo interior llegaban las voces de muchos huéspedes. La persiana de una de las ventanas bajas estaba abierta, y a través de una cortina muy tenue Robin pudo ver a un grupo de comensales sentados en torno de una mesa bien servida. La fragancia del suculento banquete llegaba hasta la calle y el muchacho no pudo dejar de recordar que los últimos restos de sus vituallas de viaje habían sucumbido a su apetito matutino y que el mediodía lo había encontrado, y dejado, en ayunas.
—Oh, si un pergamino de tres peniques me diera derecho a sentarme ante esa mesa —se dijo Robin, suspirando—. Pero el mayor me dará la bienvenida con sus mejores manjares, de modo que entraré sin titubear y preguntaré cómo se llega hasta su casa.
Entró en la taberna, y el murmullo de las voces y el humo del tabaco lo guiaron hasta el salón general. Se trataba de un recinto largo y bajo, con paredes de roble ennegrecidas por el constante humo, y con un piso cubierto por una dura capa de arena, pero en modo alguno inmaculado. Muchas personas, que en su mayoría parecían ser marineros o estar relacionadas de algún modo con la actividad marina, ocupaban los bancos de madera, o las sillas tapizadas en cuero, conversando sobre distintos temas y centrando ocasionalmente su atención en algún asunto de interés general. Tres o cuatro grupos pequeños vaciaban otros tantos recipientes de ponche, una bebida que el comercio con las Indias Occidentales había popularizado hacía mucho tiempo en la colonia. Otros, cuyos integrantes, a juzgar por su aspecto, se ganaban la vida mediante cotidianos y laboriosos oficios manuales, preferían la aislada felicidad de una copa solitaria, y bajo su influjo se ponían aun más taciturnos. En síntesis, casi todos demostraban su predilección por el Bendito Brebaje en sus diversas variantes, porque este es un vicio sobre el cual, como lo atestiguan los sermones de Cuaresma de muchos siglos, tenemos un viejo derecho hereditario. Los únicos parroquianos que atrajeron la simpatía de Robin fueron dos o tres campesinos apocados, que utilizaban la posada como si fuese un caravasar turco. Se habían instalado en el rincón más oscuro de la sala, e indiferentes a la atmósfera nicociana se alimentaban con el pan de sus propios hornos y el tocino curado en el humo de sus propias chimeneas. Pero aunque Robin se sintió relativamente hermanado a estos desconocidos, sus ojos se desplazaron de ellos a una persona que estaba cerca de la puerta, conversando en voz baja con un grupo de compañeros mal entrazados. Sus rasgos resultaban, indiH vidualmente, casi grotescos, y el conjunto de sus facciones dejaba una profunda impresión en la memoria. La frente se dilataba en una doble prominencia, con un valle en el medio; la nariz avanzaba en una curva irregular, y su caballete era más ancho que un dedo; las cejas eran profundas e hirsutas y los ojos ardían debajo de ellas como el fuego de una caverna.
Mientras Robin se preguntaba a quién debía consultar acerca del domicilio de su pariente, fue abordado por el posadero, un hombrecillo con un delantal blanco manchado, quien se acercó para dar su bienvenida profesional al forastero. Puesto que descendía en segunda generación de un protestante francés parecía haber heredado la cortesía de su nación de origen, pero jamás se conoció alguna serie de circunstancias que apartaran su voz del acento chillón con el que interpeló a Robin:
—¿Presumo que viene usted del campo, señor? —dijo, con una profunda reverencia—. Le ruego que me autorice a congratularlo por su arribo y confío en que proyecte una larga estadía entre nosotros. Esta es una magnífica ciudad, señor, con hermosos edificios y muchas cosas de interés para el forastero. ¿Me honrará usted con su pedido para la cena?
“Este hombre captó un aire de familia. El granuja ha adivinado que soy pariente del mayor” —pensó Robin, que hasta ese momento había disfrutado de pocas muestras de superflua amabilidad.
Todas las miradas ya se habían vuelto hacia el joven campesino, que estaba de pie junto a la puerta, con su raído sombrero de tres picos, la chaqueta gris, las calzas de cuero y las medias azules de estambre, apoyado sobre una estaca de roble y con un zurrón colgado sobre la espalda.
Robin le contestó al cortés posadero desplegando toda la temeridad que cuadraba a un pariente del mayor.
—Mi buen amigo —dijo—, me haré el firme propósito de frecuentar su casa en otra oportunidad cuando —y a esta altura no pudo dejar de poner sordina a su voz—, cuando tenga en el bolsillo algo más que un pergamino de tres peniques. Lo que me propongo hacer ahora —continuó, con serena confianza—, es simplemente preguntar cuál es el camino que conduce al domicilio de mi pariente, el mayor Molineux.
Se produjo en la sala una conmoción súbita y general, que Robin interpretó como expresión de la ansiedad de los presentes por convertirse en sus guías. Pero el posadero volvió los ojos hacia un documento adherido a la pared, que leyó, o pareció leer, con ocasionales miradas a la figura del joven.
—¿Qué tenemos aquí? —dijo, escondiendo su discurso en fragmentos breves y secos—. “Dejó la casa del firmante un siervo, Hezekiah. Mudge... lucía, cuando partió, chaqueta gris, calzas de cuero, el tercer sombrero del amo por orden de calidad. Una recompensa de una libra en efectivo a quien dé con sus huesos en cualquier cárcel de la provincia”. ¡Será mejor que ahueques el ala, chico, será mejor que ahueques el ala!
Robin había empezado a estirar la mano hacia el extremo más liviano de la estaca de roble, pero la extraña expresión de hostilidad que observó en todos los rostros lo disuadió de su propósito de descalabrar la cabeza del cortés posadero. Cuando se volvió para abandonar la sala se encontró con una mirada burlona del personaje de rasgos grotescos que había atraído anteriormente su atención; y apenas traspuso la puerta oyó una risotada general, en la cual se podía identificar la voz del posadero, como un ruido de pedruscos arrojados dentro de una marmita.
—¿No es extraño —pensó Robin, con su habitual sagacidad—, no es verdaderamente extraño que la confesión de indigencia pese más que el nombre de mi pariente, el mayor Molineux? ¡Ah, si hubiera tenido a uno de esos bribones sonrientes en el bosque, donde mi vástago de roble y yo crecimos juntos, le habría hecho saber que mi brazo es pesado, aunque mi talega sea liviana!
Al doblar la esquina del callejón, Robin se encontró en una calle espaciosa, flanqueada por dos hileras ininterrumpidas de casas altas, y rematada en su extremo por una iglesia, desde cuya torre una campana anunció que eran las nueve. La claridad de la luna, y las lámparas de múltiples escaparates, mostraban a los viandantes que se paseaban por las aceras, y Robin concibió la esperanza de reconocer entre ellos a su hasta entonces misterioso pariente. El resultado de sus anteriores indagaciones lo había dejado sin ánimos para aventurar una nueva experiencia, en un lugar tan público, y se decidió a marchar lenta y silenciosamente por la calle, acercando su cara a las de todos los caballeros maduros en busca de las facciones del mayor. En el curso de su caminata Robin se cruzó con muchos personajes alegres y elegantes. Desfilaban frente a él, deslumbrándole los atavíos con encajes de colores chillones, las enormes pelucas, los sombreros recamados en oro y las espadas con empuñaduras de plata. Jóvenes mundanos, imitadores de los finos caballeros europeos de la época, circulaban con paso garboso, haciendo piruetas al son de las tonadas de moda que tarareaban, y el pobre Robin se sintió avergonzado de su paso sereno y natural. Por fin, después de hacer innumerables altos para contemplar el fascinante despliegue de mercaderías en los escaparates de las tiendas, y después de soportar algunas imprecaciones por la impertinencia con que escrutaba las caras de los transeúntes, el pariente del mayor se encontró cerca de la iglesia, sin haber obtenido ningún éxito en su búsqueda. Sin embargo, no había explorado aún más que un solo lado de la calle, y continuó la misma investigación por la acera opuesta, con más esperanzas que el filósofo que buscaba un hombre honesto pero no con mejor fortuna. Había llegado casi a la mitad del trayecto que iba hasta la orilla, cuando oyó que se aproximaba alguien que golpeaba a cada paso las lajas del pavimento con un bastón, y que emitía, a intervalos regulares, dos carraspeos sepulcrales.
—¡Dios me libre! —exclamó Robin, al reconocer el ruido.
Dobló en una esquina, que por casualidad estaba a la derecha, y se apresuró a dirigir sus exploraciones hacia algún otro punto de la ciudad. Ya se le estaba agotando la paciencia y parecía sentirse más fatigado por los vagabundeos que habían sucedido a la travesía del río que por su viaje de varios días a través de la comarca del otro lado. El hambre también hacía oír ruidosas protestas dentro de sus entrañas, y Robin empezó a considerar la conveniencia de interpelar al primer viandante solitario que se cruzara en su camino para exigirle, violentamente, con el garrote en alto, la orientación necesaria. Mientras una determinación de este tipo cobraba fuerza en él, entró por una calle de aspecto pobre, flanqueada por casas de construcción precaria que se prolongaban penosamente hacia la rada. La luz de la luna no iluminaba ningún transeúnte en toda su extensión, pero en el tercer domicilio, frente al cual pasó Robin, había una puerta entreabierta, y su vista de lince vislumbró en el interior una prenda femenina.
—Es posible que aquí tenga mejor suerte —se dijo.
En consecuencia, se acercó a la puerta, y vio que ésta se cerraba a medida que él se aproximaba. Sin embargo, quedó una rendija abierta, lo suficiente como para que la bella ocupante observara al forastero sin que ella debiera exhibirse a su vez. Lo único que Robin alcanzó a percibir fue una franja de enagua escarlata y el centelleo ocasional de un ojo, como si los rayos de la luna incidieran sobre un objeto brillante.
—Encantadora damisela —dijo el avispado joven, pensando que podía calificarla así con la conciencia tranquila, puesto que no había nada que le indicara lo contrario—, mi dulce y encantadora damisela, ¿tendríais la gentileza de informarme dónde debo buscar la morada de mi pariente, el mayor Molineux?
La voz de Robin era quejosa y persuasiva, y al no ver en el agraciado joven campesino nada que inspirara temor, la interpelada abrió completamente la puerta y se mostró bajo la luz de la luna. Tenía una figurita delicada, con un cuello blanco, brazos torneados y una cintura fina, en cuyo extremo la enagua escarlata se inflaba sobre un aro transversal, como si la joven se hallara de pie sobre un globo. Por otra parte, su rostro era ovalado y bonito, su pelo, oscuro bajo la diminuta cofia; y en sus ojos resplandecientes chispeaba una independencia socarrona que se imponía a la de Robin.
—El mayor Molineux habita aquí —respondió la hermosa joven.
La voz fue la más dulce que Robin había escuchado en el curso de esa noche, como la contraparte etérea de un torrente de plata fundida; pero él no pudo dejar de poner en duda que dijera la pura verdad. Miró hacia uno y otro extremo de la calle miserable y luego inspeccionó la casa frente a la cual se encontraban. Era un edificio pequeño, oscuro, de dos pisos, y el piso alto se proyectaba hacia adelante sobre el bajo, en tanto que el departamento del frente parecía albergar una tienda de baratijas.
—Esta vez he sido verdaderamente afortunado —declaró Robin, astutamente—, y también lo es mi pariente, el mayor, por tener un ama de llaves tan bonita. Pero os ruego que lo molestéis y lo invitéis a asomarse a la puerta. Le entregaré un mensaje de sus amigos del campo y luego volveré a mi cuarto, en la posada.
—No, hace una hora o más que el mayor se ha acostado —dijo la damisela de la enagua escarlata—, y no sería muy oportuno despertarlo ahora, puesto que su primer sueño es el más profundo. Pero es un hombre muy generoso, y si cerrara la puerta a un pariente suyo eso podría costarme la vida. Sois el vivo retrato del anciano caballero y juraría que ése es el sombrero que él usaba en los días de lluvia. Además tiene prendas muy parecidas a esas calzas de cuero. Os ruego, pues, que entréis, y os daré una cordial bienvenida en su nombre.
Dicho lo cual, la hermosa y hospitalaria damisela tomó a nuestro héroe por la mano. El roce fue ligero y la fuerza estuvo en su suavidad, y aunque Robin leyó en sus ojos lo que no había escuchado en sus palabras, la esbelta mujer de la enagua escarlata resultó más vigorosa que el atlético joven campesino. Ella había arrastrado sus pasos indecisos casi hasta el umbral, cuando la puerta de una casa vecina, al abrirse, asustó al ama de llaves, quien, dejando al pariente del mayor, desapareció deprisa en el interior de su propio domicilio. Un descomunal bostezo precedió la aparición de un hombre que, al igual que el Claro de Luna de Píramo y Tisbe, empuñaba una linterna, ayudando innecesariamente a la luminaria fraterna de los cielos. Mientras recorría la calle, adormilado, volvió hacia Robin su cara ancha y estúpida y blandió una larga vara, con una punta metálica en el extremo.
—¡A casa, vagabundo, a casa! —exclamó el sereno, con acentos que parecieron dormirse inmediatamente después de articulados—. ¡A casa o te meteremos en el cepo, antes de que despunte el sol!
“Esta es la segunda insinuación de este género —pensó Robin—. Ojalá pusieran fin a mis dificultades, colocándome allí esta noche.”
Sin embargo, el joven experimentó una antipatía instintiva contra el guardián del orden nocturno, antipatía ésta que, en el momento, le impidió formular su habitual pregunta. Pero en el preciso instante en que el hombre estaba a punto de desaparecer en la esquina, Robin se resolvió a aprovechar la oportunidad, y gritó potentemente a sus espaldas:
—¡Oiga, amigo! ¿Quiere guiarme hasta la casa de mi pariente, el mayor Molineux?
En lugar de contestar, el sereno dobló en la esquina y se perdió de vista, pero a Robin le pareció oír el eco de una carcajada somnolienta que repercutía a lo largo de la calle solitaria. También en ese momento una risita seductora lo saludó desde una ventana que se hallaba abierta sobre su cabeza. Miró hacia arriba y vio el centelleo de un ojo pícaro; un brazo torneado le hizo una seña y a continuación oyó los pasos ligeros que descendían por la escalera interior. No obstante, Robin, que provenía del hogar de un clérigo de Nueva Inglaterra, era un joven honesto, además de inteligente, de modo que resistió la tentación y escapó.
A partir de entonces empezó a merodear desesperadamente, al azar, por toda la ciudad, casi dispuesto a admitir que era víctima de un maleficio, como aquel mediante el cual un hechicero de su comarca había logrado en una oportunidad que tres hombres vagaran, durante toda una noche, a veinte pasos de la cabaña que buscaban. Las calles se extendían ante él, extrañas y desoladas, y las luces se habían extinguido en casi todas las casas. Sin embargo, en dos oportunidades, pequeños grupos de hombres, entre los cuales Robin descubrió algunos individuos ataviados a la usanza extranjera, aparecieron marchando con paso presuroso, mas aunque en las dos ocasiones se detuvieron para hablarle, estos contactos no contribuyeron en nada a aliviar su desconcierto. Solo pronunciaron unas pocas palabras en un idioma que Robin no conocía y, al descubrir que él era incapaz de responder, lo injuriaron en buen inglés y se alejaron deprisa. Finalmente, el joven decidió golpear las puertas de todas las mansiones que le parecieran dignas de ser habitadas por su pariente, confiando en que su perseverancia triunfaría sobre la fatalidad que hasta ese momento lo había acosado. Pasaba, con esa firme resolución, al pie de los muros de una iglesia que formaban la esquina de dos calles, cuando, al internarse bajo la sombra de su campanario, se encontró con un desconocido corpulento, embozado en una capa. El hombre marchaba con la prisa propia de quien debe atender un negocio urgente, pero Robin se plantó frente a él, sosteniendo con ambas manos la estaca de roble y atravesándola frente a su cuerpo para formar una barrera que le impidiese avanzar.
—Deténgase, buen hombre, y conteste una pregunta —exclamó con tono enérgico—. Dígame ahora mismo dónde vive mi pariente, el mayor Molineux.
—¡Muérdete la lengua y déjame pasar, idiota! —respondió una voz profunda, ronca, que Robin creyó recordar—. ¡Déjame pasar, te digo, o te estrellaré contra el suelo!
—No, no, vecino —gritó Robin, blandiendo su garrote, y acercando luego el extremo más voluminoso a la cara embozada del hombre—. No, no, no soy el tonto por el que me toma, y tampoco se irá sin contestar antes mi pregunta. ¿Dónde vive mi pariente, el mayor Molineux?
El hombre, en lugar de abrirse paso por la fuerza, retrocedió hasta la zona iluminada por la luna, descubrió su cara, y miró fijamente la de Robin.
—Espera aquí una hora y verás pasar al mayor Molineux —dijo.
Robin contempló con consternación y asombro la fisonomía insólita de su interlocutor. La frente con su doble prominencia, la ancha nariz ganchuda, las cejas hirsutas y los ojos fulgurantes eran los mismos rasgos que él había visto en la posada, pero el rostro del hombre había sufrido un cambio singular, o mejor dicho, doble. Una mitad de su cara estaba encendida por un intenso color rojo, en tanto que la otra mitad estaba negra como la medianoche, y la línea divisoria pasaba por el ancho caballete de la nariz. La boca que parecía extenderse de oreja a oreja era negra o roja, en contraste con el color de la mejilla. El resultado era tal que dos demonios individuales, un demonio del fuego y otro de las tinieblas, parecían haberse combinado para formar ese rostro infernal. El desconocido sonrió ante los ojos de Robin, volvió a cubrir sus facciones parcialmente coloreadas y se perdió de vista en un momento.
—¡Extrañas cosas vemos los viajeros! —exclamó Robin.
Se sentó, empero, sobre la escalinata del atrio de la iglesia, resuelto a esperar la hora señalada para la aparición de su pariente. Pasó algunos minutos cavilando filosóficamente acerca de la naturaleza del hombre que acababa de alejarse, pero después de plantear este problema sagaz, racional y satisfactoriamente, debió buscar otro medio para entretenerse. Pero antes paseó los ojos a lo largo de la calle. Esta tenía un aspecto mucho más respetable que la mayoría de las que había recorrido, y la luna que, como la fuerza de la imaginación, otorgaba un bello exotismo a los objetos familiares, impartía un toque de romance a una escena que hubiera podido parecer rutinaria a la luz del día. La arquitectura irregular y a menudo inusitada de las casas, algunos de cuyos techos estaban subdivididos en incontables picos, en tanto que otros se remontaban, empinados y estrechos, para culminar en una sola punta, siendo otros cuadrados; la inmaculada y nívea blancura de algunas de sus fachadas y la venerable pátina de otros, y los mil chisporroteos que se reflejaban sobre las sustancias brillantes incrustadas en los muros de muchas de ellas... he aquí los detalles que distrajeron por un tiempo la atención de Robin, hasta que empezó a hastiarse. Luego se consagró a desentrañar la forma de los objetos distantes, tal como sus ojos parecían captarlos, empezando desde el punto más lejano de fantasmagórica indefinición. Y por fin estudió minuciosamente el edificio que se encontraba sobre el otro lado de la calle, directamente enfrente de la puerta de la iglesia donde él había instalado su puesto de observación. Era una mansión vasta, cuadrada, que se distinguía de sus vecinas por la presencia de un balcón que descansaba sobre altas columnas y de una primorosa ventana gótica que comunicaba con éste.
—Quizás sea exactamente la casa que busco —se dijo Robin.
Luego se esforzó por acelerar el paso del tiempo, escuchando para ello un murmullo que circulaba continuamente a lo largo de la calle y que era, sin embargo, casi inaudible, salvo para un oído poco acostumbrado como el suyo. Era un ruido bajo, sordo, somnoliento, compuesto a su vez por muchos sonidos, cada uno de los cuales estaba demasiado distante para que se lo pudiera escuchar separadamente. Robin quedó maravillado por este ronquido de una ciudad dormida, y se sentía aún más asombrado cada vez que su continuidad era interrumpida, cada tanto, por un grito aislado, aparentemente fuerte en su lugar de origen. Pero en general era un murmullo soporífero y, para librarse de su influencia aletargante, Robin se incorporó y trepó a la balaustrada de una ventana, con la intención de espiar el interior de la iglesia. Los rayos de la luna se filtraban temblorosamente, caían sobre los bancos desiertos y se extendían por las naves silenciosas. Una luminosidad más tenue aunque más impresionante flotaba en torno del púlpito, y un rayo solitario se atrevía a posarse sobre la página abierta de la enorme Biblia. ¿:Era posible que, a esa hora avanzada, la naturaleza se hubiera convertido en feligresa dentro de esa casa que había construido el hombre? ¿:0 acaso la luz celestial era la santidad visible del recinto... visible porque no había entre los muros ningún pie terrenal e impuro? La escena estremeció el corazón de Robin con una sensación de soledad más fuerte que cualquier otra que hubiera experimentado en la espesura más remota de sus bosques nativos, de modo que se volvió y se sentó nuevamente delante de la puerta. En torno de la iglesia había tumbas, y una idea inquietante se coló en el espíritu de Robin. ¿:Qué sucedería si el objeto de su búsqueda, que se había visto impedida tan frecuente y misteriosamente, estuviera desintegrándose en ese momento dentro de su mortaja? ¿Qué sucedería si su pariente saliera flotando por el portón vecino y le hiciera una reverencia y sonriera al pasar vagamente frente a él?
—¡Ay, si por lo menos me acompañara algún ser viviente! —dijo Robin.
El muchacho alejó sus pensamientos de esa desagradable perspectiva y los proyectó hacia el bosque, las colinas y el arroyo, y procuró imaginar cómo había pasado la familia de su padre esa noche de ambigÜedad y hastío. Los imaginó reunidos junto a la puerta, debajo del árbol, el inmenso y añejo árbol que había sido abuelito —a causa de su enorme tronco retorcido y por su sombra venerablecuando sus camaradas frondosos fueron abatidos por millares. Allí era donde, cuando se ponía el sol estival, su padre acostumbraba a celebrar el culto doméstico, como para que los vecinos pudieran acudir y congregarse como hermanos de la familia y para que el viajero se detuviera a beber de esa fuente y conservara la pureza de su corazón refrescando el recuerdo del hogar. Robin distinguió la ubicación de cada miembro del reducido público: vio al buen hombre del medio que sostenía las Escrituras bajo la luz dorada que caía desde las nubes del poniente; lo vio cerrar el libro mientras todos se levantaban para orar. Oyó las viejas oraciones de gratitud por las mercedes cotidianas, las antiguas súplicas por su repetición, frases que tan a menudo había escuchado con fastidio pero que ahora se contaban entre sus recuerdos queridos. Captó la ligera vacilación de la voz de su padre en el momento en que mencionaba al ausente; observó cómo su madre volvía el rostro hacia el tronco grueso y nudoso; cómo su hermano mayor se irritaba, porque la barba ya se erizaba áspera, sobre su labio superior y no podía permitir que sus facciones se conmovieran; cómo la hermana menor ocultaba su semblante atrayendo hacia sí una rama baja y colgante; y cómo el más pequeño de todos, cuyas travesuras habían desbaratado hasta ese entonces el decoro de la escena, entendía la plegaria por su compañero de juegos y daba rienda suelta a su clamorosa pena. Luego los vio pasar por la puerta y, cuando Robin también debería haber entrado, el picaporte se cerró con un chasquido y él quedó fuera del hogar.
—¿Estoy aquí, o allá? —exclamó Robin, sobresaltado, porque súbitamente, cuando sus pensamientos habían asumido en el sueño una dimensión visible y audible, la calle larga, ancha y solitaria resplandeció frente a él.
Se repuso y se esforzó por fijar firmemente su atención sobre el vasto edificio que había inspeccionado antes. Pero su mente oscilaba aun entre la fantasía y la realidad. Por turno, las columnas del balcón se prolongaban para convertirse en los troncos altos y desnudos de los pinos, se encogían para trasformarse en figuras humanas, recuperaban nuevamente su forma y dimensión verdaderas y luego iniciaban una nueva serie de cambios. Por un momento, cuando se creía despierto, habría jurado que una cara, una cara que le parecía recordar pero que no podía identificar totalmente como la de su pariente, lo observaba desde la ventana gótica. Un sueño más profundo lo acometió y estuvo a punto de vencerlo, pero fue ahuyentado por el ruido de pisadas que se acercaban por la acera de enfrente. Robin se frotó los ojos, vio que un hombre pasaba al pie del balcón, y lo interpeló con un grito fuerte, irritado y quejoso:
—¡Hola, amigo! ¿Deberé pasar la noche aquí, esperando a mi pariente el mayor Molineux?
Los ecos dormidos se despertaron y contestaron su grito; y el transeúnte, que apenas podía distinguir la figura sentada bajo la oblicua sombra del campanario, cruzó la calle para tener una perspectiva más clara. Era éste un caballero que se hallaba en la flor de la vida, de rasgos francos, inteligentes, alegres y, en general, simpáticos. Viendo a un joven campesino, aparentemente extraviado y sin amigos, le habló en un tono de auténtica amabilidad, que ya se había hecho extraño para los oídos de Robin.
—Bien, muchacho, ¿por qué estás sentado aquí? —inquirió—. ¿Puedo prestarte algún servicio?
—Me temo que no, señor —respondió Robin amargamente—, pero le quedaría agradecido si contestara una sola pregunta. He pasado la mitad de la noche buscando a un tal mayor Molineux. Ahora bien, señor, ¿esa persona vive realmente aquí, o estoy soñando?
—¡El mayor Molineux! El nombre no me resulta totalmente desconocido —manifestó el caballero, sonriendo—. ¿Le molestaría comunicarme la naturaleza de los asuntos que te traen a él?
Robin, entonces, explicó brevemente que su padre era clérigo, que trabajaba por un módico salario en un lugar remoto de la campaña, y que él y el mayor Molineux eran hijos de dos hermanos. Después de heredar una fortuna y de conquistar una alta jerarquía civil y militar, el mayor había visitado a su primo, con gran pompa, hacía uno o dos años. Demostró entonces mucho interés por Robin y por su hermano mayor, y puesto que él no tenía hijos, hizo algunas insinuaciones acerca de la futura carrera de uno de ellos dos. El hermano mayor había sido destinado a hacerse cargo de la granja, que su padre cultivaba en los momentos que le dejaban libres sus funciones religiosas y, por lo tanto, se decidió que Robin se beneficiara con las generosas intenciones de su pariente, sobre todo porque parecía ser, hasta cierto punto, el favorito; y porque se le atribuían otras dotes necesarias.
—Pues tengo fama de ser un joven listo —observó Robin, al llegar a esta altura de su relato.
—No dudo que la mereces —respondió su nuevo amigo, afablemente—. Pero te ruego que continúes.
—Y bien, señor, dado que tengo casi dieciocho años y estoy bien desarrollado, como veis —explicó Robin, irguiéndose para lucir toda su estatura—, pensé que era hora de iniciarme en el mundo. En consecuencia, mi madre y mi hermana me ataviaron con mis mejores prendas, y mi padre me entregó la mitad de lo que le quedaba de su salario del año anterior, y hace cinco días partí rumbo a esta ciudad, para visitar al mayor. Pero, ¿querrá usted creerlo, señor?, crucé el río poco después de caída la noche, y aun no he hallado a nadie que se comidiera a indicarme cómo se llega a su casa, hasta que hace sólo una o dos horas me dijeron que si esperaba aquí vería pasar al mayor Molineux.
—¿Puedes describir al hombre que te dio esa información? —inquirió el caballero.
—Oh, era un individuo de muy mal talante, señor —contestó Robin—, con dos grandes prominencias en su frente, nariz ganchuda, ojos brillantes... y lo que me pareció más extraño fue que tuviera una cara de dos colores. ¿Conocéis por casualidad a ese hombre, señor?
—No en forma íntima —respondió el desconocido—, pero casualmente lo encontré poco antes de que me detuvieras. Pienso que puedes confiar en su palabra, y que el mayor pasará por esta calle dentro de muy poco tiempo. Mientras tanto, y puesto que tengo mucha curiosidad por asistir a vuestro encuentro, me sentaré sobre estos escalones y te haré compañía.
Se sentó tal como había anunciado y pronto entabló con su acompañante una animada plática. Pero ésta duró muy poco, pues una algarabía, que durante mucho tiempo había sido apenas audible, se acercó tanto que Robin quiso saber sus causas.
—¿Qué significa ese estrépito? En verdad, si vuestra ciudad es siempre tan ruidosa no podré dormir mucho mientras resida en ella.
—¡Vaya! Ciertamente, amigo Robin, da la impresión de que ahí afuera se han desmadrado tres o cuatro alborotadores —replicó el caballero—. No espere encontrar en nuestras calles la paz de sus bosques. Pronto el guardia seguirá de cerca a estos muchachos, y...
—Sí, y los meterá en el cepo antes de que amanezca —lo interrumpió Robin, recordando su propio encuentro con el adormilado portador de la linterna. Pero, estimado señor, si debo dar crédito a mis oídos, ni siquiera un ejército de serenos podrá acallar a esa multitud de revoltosos. Para armar ese griterío tiene que haber al menos un millar de voces.
—¿No es posible que un hombre tenga varias voces, Robin, así como tiene dos caras? —dijo su amigo.
—Quizás un hombre las tenga, ¡pero el Cielo no permita que las tenga una mujer! —respondió el avispado muchacho, recordando los seductores murmullos del ama de llaves del mayor.
En ese momento los toques de una trompeta en una calle contigua se hicieron tan nítidos y continuos que la curiosidad de Robin se aguzó extraordinariamente. Además de los gritos, oía los frecuentes acordes de muchos instrumentos desafinados, y una risa tumultuosa y confusa llenaba los intervalos. Robin se levantó de la escalinata y miró ansiosamente hacia un punto en cuya dirección parecían converger deprisa varias personas.
—Sin duda se está desarrollando algún festejo prodigioso —exclamó—. He reído muy poco desde que abandoné mi hogar, señor, y me apenaría perder una oportunidad así. ¿No creéis que deberíamos dar vuelta la esquina, frente a esa casa oscura, y participar en la diversión?
—Siéntate, siéntate de nuevo, buen Robin —contestó el caballero, posando una mano sobre el faldón de su chaqueta gris—. Olvidas que debemos esperar aquí a tu pariente, y hay motivos para creer que ha de pasar, dentro de muy pocos minutos.
La proximidad del clamor había perturbado al barrio. Por todos lados se abrían las ventanas, y muchas cabezas, ataviadas para el descanso y aturdidas por el sueño súbitamente interrumpido, se asomaban para ofrecerse a las miradas de quienes dispusieran de tiempo para contemplarlas. Las voces ansiosas se saludaban de una casa a la otra, y todas pedían explicaciones que nadie podía dar. Hombres vestidos a medias corrían hacia la fuente de la misteriosa conmoción, tropezando con los escalones de piedra que quebraban la monotonía de la angosta vereda. Los gritos, la risa y la batahola disonante, que eran las antípodas de la música, avanzaban con creciente estridencia, hasta que algunos individuos dispersos, y luego contingentes más compactos, empezaron a aparecer en la esquina, a una distancia de aproximadamente cien metros.
—¿Reconocerás a tu pariente, si pasa entre esa muchedumbre? —preguntó el caballero.
—En verdad no podría asegurarlo, señor. Pero ocuparé mi puesto aquí y me mantendré alerta —contestó Robin mientras descendía al borde de la acera.
En ese momento una densa columna de gente se volcó a las calle y fue rodando lentamente hacia la iglesia. Un único jinete dobló la esquina en medio de la multitud, seguido de cerca por una banda de espantosos instrumentos de viento, ofreciendo un desconcierto aún más violento, ahora que no había edificios interpuestos para ponerles sordina. Luego una intensa luz roja eclipsó el resplandor de la Luna, y una nutrida multitud de antorchas relumbró a lo largo de la calle, ocultando, con su resplandor, todos los objetos que iluminaba. El único jinete, ataviado con uniforme militar, blandiendo una bruñida espada, marchaba delante como si fuera el líder. Su rostro feroz y desigual lo convertía en la muerte personificada: el rojo de una mejilla era señal de muerte y destrucción; el negro de la otra señal del luto que los acompaña. En su séquito se veían individuos ataviados con trajes indios, y otras figuras fabulosas sin definir, que daban al desfile una atmósfera visionaria, como si se tratase de un sueño escapado de alguna mente calenturienta y que ahora arramplaba con todo aquel que circulaba a medianoche por las calles. Una caterva de gente, inactiva, excepto en la medida en que aplaudía como espectadora entusiasta, recibió a la procesión; y varias mujeres corrían a lo largo de la acera, perforando la barahúda de ruidos más graves con sus chillidos agudos de regocijo o terror.
—El demonio de dos caras me está mirando —murmuró Robin, con la idea vaga pero inquietante de que él mismo iba a desempeñar algún papel en la ceremonia.
El jefe se volvió sobre la silla y clavó fijamente su vista en el muchacho campesino, mientras el corcel pasaba lentamente ante él. Cuando Robin consiguió despegar sus ojos de las inflamadas pupilas de este hombre, los músicos desfilaban por la calle, y las antorchas se encontraban próximas. Pero el oscilante fulgor de estas últimas formaba un velo que no lograba penetrar. A veces llegaba hasta sus oídos el traqueteo de ruedas sobre los adoquines y ocasionalmente aparecía la confusa silueta de alguna figura humana que después se fundía dentro de la vívida luz. Un momento después el jefe dio la orden de alto con voz estentórea. Las trompetas vomitaron un horrísono clamor y luego enmudecieron. Los gritos y las risas de la multitud se apagaron y sólo persistió un murmullo universal, unido al silencio. Precisamente frente a los ojos de Robin se había detenido un carro descubierto. Ahora las antorchas brillaron con más intensidad. la luna resplandeció como el sol, y allí estaba sentado, altivo bajo la capa de alquitrán y plumas... ¡su pariente, el mayor Molineux!
Era un hombre ya entrado en años, de físico corpulento y majestuoso, de rasgos enérgicos, cuadrados, que reflejaban la presencia de un alma firme. Pero no obstante su firmeza, sus enemigos habían encontrado la forma de conmoverla. Sus facciones estaban pálidas como las de un muerto y eran aun más espectrales; la ancha frente se veía crispada por el sufrimiento, de modo que sus cejas formaban una sola franja gris; sus ojos estaban enrojecidos y furiosos y un reguero blanco de espuma colgaba de su labio trémulo. Todo su cuerpo se hallaba agitado por un temblor rápido y continuo, cuyo orgullo trató de reprimir incluso en estas circunstancias de abrumadora humillación. Pero quizás experimentó la sensación más cruel cuando su mirada se encontró con la de Robin; porque evidentemente lo reconoció enseguida, mientras el joven asistía al vil infortunio de una firgura que había alcanzado veneración en el honor. Se contemplaron mutuamente en silencio, y a Robin le temblaron las rodillas y se le erizó el pelo, con una mezcla de compasión y terror. Sin embargo, una desconcertante excitación no tardó en adueñarse de su mente. Los sucesos precedentes, Las aventura precedente de la antorchas, el estrépito confuso y el silencio que lo siguió, el espectro de su pariente injuriado por la inmensa multitud... todo ello, la conciencia de la tremenda ridiculez de la escena, lo afectaron con una especie de embriaguez. En ese momento una voz saturada de regocijo saludó los oídos de Robin. El muchacho se volvió instintivamente y detrás de la esquina de la iglesia descubrió al sereno, frotándose los ojos y disfrutando aletargadamente de su asombro. Luego oyó una carcajada que sonaba como un repique de campanillas de plata; una mujer le pellizcó el brazo, una mirada pícara se encontró con la suya, y vio a la damisela de la enagua escarlata. Una risa aguda y seca avivó su memoria y vio al cortés posadero que estaba parado sobre las puntas de los pies en medio del gentío, con el delantal blanco sobre la cabeza. Y finalmente flotó sobre las cabezas de la multitud otra risa potente, abierta, cortada en la mitad por dos carraspeos sepulcrales. Algo así: “¡Ja, ja, ja... ejem, ejem... ja, ja, ja!”
La risa procedía del balcón del edificio de enfrente, y hacia allí volvió Robin sus ojos. Delante de la ventana gótica estaba el vetusto ciudadano, envuelto en una holgada bata, con la peluca gris reemplazada por una cofia de noche, que llevaba reclinada hacia atrás sobre su frente, y con las medias de seda colgando en torno de sus piernas. Se apoyaba sobre su lustrado bastón en medio de una crisis de júbilo convulsivo, que se manifestaba sobre sus viejos rasgos solemnes como una inscripción chistosa sobre una lápida funeraria. Entonces Robin creyó oír las voces de los barberos, de los parroquianos de la posada y de todos los que se habían burlado esa noche de él. El contagio se propalaba entre la muchedumbre cuando, de pronto, también se apoderó de Robin, quien lanzó una carcajada que retumbó a lo largo de la calle... Todos los hombres batían sus costillas, todos los hombres vaciaban sus pulmones, pero allí el grito más potente fue el de Robin. ¡Las nubes—duendes espiaron desde sus islas de plata cuando la hilaridad acumulada se elevó rugiendo hacia el firmamento! El viejo de la Luna oyó el lejano clamor y dijo: “Ah, ¡hoy la vieja tierra está de juerga!”
Cuando se produjo una momentánea pausa en ese mar tempestuoso de estruendos, el jefe dio la señal y la procesión reanudó la marcha. Todos siguieron desfilando, como demonios apiñados en son de burla alrededor de un potentado moribundo, que ya ha perdido su poder pero que conserva su majestuosidad aun en la agonía. Continuaron desfilando, con falsa pompa, con insensata algarabía, con frenético júbilo, pisoteando juntos el corazón del anciano. El tumulto se desplazó y dejó a sus espaldas una calle silenciosa.
—Bien, Robin, ¿estás soñando? —preguntó el caballero, apoyando la mano sobre el hombro del joven.
Robin tuvo un sobresalto y retiró su brazo del pilar de piedra del que se había tomado distraídamente, mientras el torrente humano circulaba frente a él. Sus mejillas estaban un poco pálidas y su mirada no era tan vivaz como había sido en las primeras horas de la tarde.
—¿Queréis tener la gentileza de mostrarme el camino que lleva al río? —dijo, después de una breve pausa.
—¿Has optado, pues, por un nuevo género de exploración? —observó su compañero, con una sonrisa.
—Pues bien, sí, señor —respondió Robin, en un tono bastante frío—. Gracias a usted, y a mis otros amigos, he encontrado por fin a mi pariente, y él no tendrá muchas ganas de volver a ver mi cara. Empiezo a cansarme de la vida ciudadana, señor. ¿Queréis mostrarme el camino que conduce al río?
—No, mi buen amigo Robin... por lo menos no esta noche —dijo el caballero—. Dentro de unos días, si no has cambiado de idea, te daré aliento para el viaje. O, si prefieres permanecer con nosotros, quizá, puesto que eres un joven listo, lograrás prosperar en el mundo sin la ayuda de tu pariente, el mayor Molineux.
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