Nathaniel Hawthorne
(Salem, Massachusetts, 1804 - Plymouth, New Hampshire, 1864)


El tesoro de Peter Goldthwaite (1837)
(“Peter Golthwaite’s Treasure”)
Twice-Told Tales, Vol. II
(Boston: James Munroe, 1841, 268 págs.)



      —¿De modo, Peter, que ni siquiera acepta estudiar mi oferta? —preguntó el señor John Brown, mientras abotonaba el gabán sobre su robusta figura y estiraba sus guantes—. ¿Se niega categóricamente a venderme esta absurda y vieja casona, el terreno que ocupa y el que la rodea, por el precio estipulado?
       —Ni por esa suma, ni por el triple —respondió el enjuto, canoso y harapiento Peter Goldthwaite—. El hecho es, señor Brown, que deberá buscar otro solar para su complejo de ladrillos y conformarse con dejar mi propiedad en manos de su actual dueño. El próximo verano pienso levantar una nueva y espléndida mansión sobre el sótano de la vieja casa.
       —¡Bah, Peter! —exclamó el señor Brown, mientras abría la puerta de la cocina—. Confórmese con construir castillos en el aire, donde los lotes son más baratos que en la tierra, para no hablar del costo de los ladrillos y la mezcla. Esos cimientos son suficientemente sólidos para sus edificios, en tanto que los que hay bajo mis pies son ideales para los míos; y en esta forma los dos podríamos quedar satisfechos. ¿Qué dice ahora?
       —Exactamente lo mismo que dije antes, señor Brown —respondió Peter Goldthwaite. Y en cuanto a los castillos en el aire, es posible que no sean tan colosales, pero quizá sí tan sustanciales, señor Brown, en materia de arquitectura, como el complejo de ladrillos que usted está tan ansioso por edificar, con almacenes, sastrerías y bancos en la planta baja y bufetes para abogados en el segundo.
       —¿Y el costo, Peter, eh? —preguntó el señor Brown, mientras se retiraba bastante enfadado—. ¡Supongo que eso lo solucionará de improviso extendiendo un cheque contra el Banco de la Burbuja!
       John Brown y Peter Goldthwaite habían brillado conjuntamente en el mundo de los negocios, hacía veinte o treinta años, a la cabeza de la firma Goldthwaite & Brown; sociedad que, sin embargo, se había disuelto rápidamente en razón de la incompatibilidad natural de sus partes constitutivas. A partir de ese entonces John Brown, que estaba agraciado precisamente con las cualidades de otros miles de John Browns, y que desplegaba la misma laboriosidad que ellos prosperó maravillosamente y se trasformó en uno de los John Browns más ricos del mundo. Peter Goldthwaite, al contrario, después de poner en ejecución innúmeros planes que deberían haber atraído a sus arcas todas las monedas y billetes del país, continuaba siendo un caballero tan menesteroso como pueden serlo aquellos que lucen un remiendo en el codo. Puede describirse en pocas palabras la diferencia entre él y su antiguo socio: Brown nunca contaba con la suerte, aunque siempre la tenía de su parte; en tanto que Peter convertía la suerte en el factor primordial de sus proyectos y la misma siempre le era esquiva. Mientras tuvo capital, sus especulaciones fueron sensacionales, pero en los años posteriores quedaron particularmente circunscriptas a negocios de tan poca monta como lo eran las incursiones en el juego de lotería. En una oportunidad había participado en una expedición a algún lugar del Sur, en busca de oro, y se las ingenió para vaciar sus bolsillos más que nunca, en tanto que otros, sin duda, llenaban los suyos a manos llenas con el metal de los yacimientos. Más recientemente había gastado una herencia de mil o dos mil dólares en la compra de una escritura mejicana y de este modo se convirtió en dueño de una provincia; la cual, empero, según pudo averiguar Peter, estaba situada allí donde él habría podido adquirir un imperio por la misma suma: en las nubes. Peter volvió tan flaco y andrajoso de la búsqueda de estos valiosos campos, que cuando llegó a Nueva Inglaterra los espantapájaros de los maizales lo saludaban a su paso. “No hacían más que mecerse agitados por el viento”, explicaba Peter Goldthwaite. No, Peter, lo saludaban, porque lo reconocían como un hermano.
       En la época de nuestra historia la totalidad de sus ingresos visibles no habría bastado para pagar los impuestos de la vieja mansión en la cual lo encontramos. Se trataba de una de esas casas de madera cubiertas de moho y herrumbre, con múltiples cumbreras, que están dispersas por las calles de nuestras ciudades más antiguas, con un adusto primer piso que se proyecta fuera de la línea de construcción como si arrugara las cejas ante todas las novedades que lo rodean. No obstante su indigencia, y el hecho de que este viejo edificio familiar situado en el centro de la calle mayor de la ciudad podría haberle producido una suma tentadora, Peter tenía sus propias razones para no desprenderse de él, fuese mediante un remate o en venta privada. Verdaderamente, parecía existir una fatalidad que lo ataba a la casa donde había nacido; pues pese a que había estado, y estaba incluso en ese momento al borde de la ruina, aún no había dado ese paso más allá del cual no le quedaría otro recurso que ceder el edificio a sus acreedores. De modo que allí residía acompañado por la mala suerte esperando que llegase la buena.
       Allí, entonces, en su cocina, el único cuarto donde un poco de lumbre disipaba el frío de una noche de noviembre, el pobre Peter Goldthwaite acababa de recibir la visita de su opulento ex socio. Una vez concluida la entrevista Peter, con expresión un poco mortificada, bajó los ojos hacía su vestimenta, partes de la cual parecían tan antiguas como los tiempos de Goldthwaite & Brown. La primera prenda que podía apreciarse era un heterogéneo levitón, penosamente desteñido y con parches de tela más nueva en los codos; llevaba debajo una chaqueta negra deshilachada, algunos de cuyos botones de seda habían sido reemplazados por otros de diseños distintos: y finalmente, aunque no carecía de un par de pantalones grises, estos eran muy andrajosos y habían sido parcialmente coloreados de marrón por la frecuencia con que Peter tostaba sus espinillas frente a un magro fuego. La perH sona de Peter armonizaba con sus atavíos materiales. Canoso, con ojos hundidos, mejillas pálidas y físico enjuto, era la perfecta imagen de un hombre que se ha alimentado con planes disparatados y vanas esperanzas hasta llegar al punto en que ya no podía nutrirse con escorias tan insalubres como sus quimeras ni ingerir tampoco una comida más sustancial. Pero al mismo tiempo, aunque quizás era un necio redomado, este Peter Goldthwaite podría haber sobresalido en el mundo si hubiera aplicado su imaginación a los espirituales desvelos de la poesía en lugar de consagrarla a los embrollos de las transacciones comerciales. Al fin y al cabo no era un mal hombre, sino que era inofensivo como un niño, e igualmente honesto y honorable, y tan caballero como la naturaleza podría habérselo exigido en la medida en que se lo permitían su vida irregular y las circunstancias adversas.
       Mientras Peter permanecía de pie sobre los desparejos ladrillos de su chimenea, paseando la mirada por la vieja y miserable cocina, sus ojos empezaron a fulgurar con el resplandor de un entusiasmo que jamás lo abandonaba por mucho tiempo. Levantó la mano, cerró el puño y lo descargó enérgicamente contra el ahumado panel de la chimenea.
       —¡Ha llegado la hora! —exclamó—. Con semejante tesoro a mi alcance, sería una locura continuar siendo pobre. Mañana por la mañana empezaré por el desván y no desistiré hasta haber derrumbado la casa.
       Acurrucada en el rincón de la chimenea, como una bruja en una caverna oscura, estaba sentada una viejita menuda, que zurcía uno de los dos pares de medias con los que Peter Goldthwaite evitaba que se le congelaran los pies. Puesto que las medias estaban tan rotas que ya era imposible remendarlas, ella había cortado fragmentos de una enagua en desuso para renovar la parte correspondiente a la planta del pie. Tabitha Porter era una vieja solterona, de aproximadamente sesenta años, cincuenta y cinco de los cuales los había pasado sentada en ese mismo rincón de la chimenea, pues tal el tiempo transcurrido desde el día en que el abuelo de Peter la había sacado del hospicio. No tenía más amigo que Peter, así como Peter no tenía más amiga que Tabitha, y mientras Peter tuviera un techo para su cabeza Tabitha sabría dónde resguardar la suya, o, si no les quedaba otro refugio, ella tomaría a su amo por la mano y lo llevaría a su hogar natal, el hospicio. Tabitha lo amaba bastante como para alimentarlo, si alguna vez era necesario, con su último bocado, y para vestirlo con su enagua. Pero Tabitha era una vieja extraña, y aunque nunca se había contagiado las veleidades de Peter, se había acostumbrado tanto a sus dislates y locuras que los tomaba como cosa corriente. Al oír que amenazaba con destrozar la casa, levantó la vista plácidamente de su labor:
       —Será preferible que deje la cocina para el final, señor Peter —dijo.
       —Cuanto antes la demolamos totalmente, mejor será —respondió Peter Goldthwaite—. Estoy harto de vivir en esta casa vieja, fría, oscura, ventosa, ahumada, crujiente, chirriante y tétrica. Me sentiré mucho más joven cuando entremos en mi espléndida mansión de ladrillos, tal como lo haremos, si Dios quiere, el otoño próximo en esta misma fecha. Tú tendrás una habitación en la parte soleada, vieja Tabby, decorada y amueblada como más te plazca.
       —Me gustaría mucho tener un cuarto parecido a esta cocina —contestó Tabitha—. Nunca lo sentiré como un verdadero hogar hasta que el rincón de la chimenea esté tan ennegrecido por el humo como éste, y ello no sucederá hasta dentro de cien años. ¿Cuánto piensa gastar en la casa, señor Peter?
       —¿Qué importancia tiene eso para mis planes? —exclamó Peter, vanidosamente—. ¿Acaso mi tío bisabuelo, Peter Goldthwaite, que falleció hace setenta años, y cuyo homónimo soy yo, no dejó tesoros suficientes para construir veinte casas semejantes?
       —No puedo decir que no los dejó —murmuró Tabitha, mientras enhebraba la aguja.
       Tabitha sabía muy bien que Peter acababa de referirse a un fabuloso tesoro de metales preciosos que, según se decía, estaba oculto en algún lugar del sótano o de los muros, o debajo de los pisos, o en un armario secreto, o en algún otro rincón escondido de la casa. Según la tradición, dicha fortuna había sido acumulada por un antiguo Peter Goldthwaite cuyo carácter había tenido aparentemente mucha semejanza con el del Peter de nuestra historia. Al igual que éste, aquel otro había sido un soñador impenitente, que anhelaba apilar oro por kilos y por carradas, en lugar de juntarlo moneda por moneda. Sus proyectos, lo mismo que los de Peter segundo, habían fracasado casi indefectiblemente, y si no hubiera sido por el estupendo éxito del último, lo habrían dejado sin mucho más que una chaqueta y un par de calzas para abrigar su enjuta y canosa figura. Los informes acerca de la naturaleza de su afortunada especulación eran muy diversos: uno insinuaba que el viejo Peter había fabricado oro recurriendo a la alquimia; otro, que lo había extraído de los bolsillos ajenos mediante la magia negra; y un tercero, aun más irresponsable, que el diablo le había dado acceso al viejo tesoro provincial. Se afirmaba sin embargo que algún obstáculo secreto le había impedido disfrutar de sus riquezas y que había tenido razones para ocultárselas a su heredero o que, fuera como fuere, había muerto sin revelar el lugar donde estaban escondidas. El padre de nuestro Peter prestó suficiente crédito a la historia como para ordenar que se realizara una excavación en el sótano. El mismo Peter optó por considerar que leyenda constituía una verdad indiscutible y, en medio de sus muchas tribulaciones, conservó ese único consuelo, de que en caso de fallar todos sus otros recursos, siempre podría rehacer su fortuna demoliendo la casa. No obstante, a menos que desconfiara interiormente de la tentadora historia, es difícil explicar el motivo por el que dejó en pie durante tanto tiempo el techo paterno, pues todavía no había habido un solo momento en el que el tesoro de su antepasado no hubiera podido encontrar espacio suficiente dentro de su propia caja fuerte. Pero la hora de la crisis había llegado. Si postergaba por más tiempo la búsqueda, la casa escaparía de las manos de su heredero directo, y junto con ella se perdería la inmensa montaña de oro, la cual permanecería en su escondite hasta que el derrumbe de los antiguos muros la dejase a la vista de los extraños de una generación futura.
       —¡Sí! — exclamó Peter Goldthwaite nuevamente—. Mañana pondré manos a la obra.
       Cuanto más pensaba Peter en el asunto, tanto más seguro se sentía del éxito. Su espíritu era por naturaleza tan elástico que aun entonces, en el marchito otoño de su vida, podía competir a menudo con la primaveral alegría de otras personas. Animado por sus mejores perspectivas, empezó a retozar por la cocina como un duende, haciendo las más extrañas piruetas con sus escuálidas piernas y contorsionando sus rasgos macilentos. Más aún, arrastrado por el desborde de sus sentimientos, tomó a Tabitha por ambas manos y danzó con la anciana alrededor del cuarto, hasta que la torpeza con que ella movía sus reumáticas extremidades le produjo un acceso de hilaridad, cuyos ecos resonaron en las restantes cámaras y habitaciones, como si Peter Goldthwaite se estuviera riendo en todas ellas. Finalmente saltó hasta perderse casi de vista entre el humo que ocultaba el cielo raso de la cocina, y al volver a posarse sano y salvo sobre el piso, se esforzó por recuperar su habitual compostura.
       —Mañana, al amanecer —insistió, tomando su lámpara para ir a acostarse—, veré si el tesoro está oculto en la pared del desván.
       —Y puesto que nos hemos quedado sin leña, señor Peter —dijo Tabitha, resoplando y jadeando como consecuencia de su tardía demostración gimnástica—, yo encenderé fuego con los pedazos de madera tan rápidamente como usted los vaya arrancando de la casa.
       ¡Esa noche los sueños de Peter Goldthwaite fueron maravillosos! En determinado momento hacía girar una llave colosal en una puerta de hierro no muy distinta de la de un sepulcro pero que, al abrirse, dejaba al descubierto una bóveda repleta de monedas de oro, tan abundantes como el maíz dorado lo es en un granero. Allí había también copas cinceladas, y salseras, bandejas, fuentes y tapas para fuentes de oro, o de plata dorada, además de cadenas y otras alhajas, inmensamente valiosas aunque empañadas por la humedad del subterráneo. Porque Peter Goldthwaite había hallado en ese único escondite todas las riquezas que el hombre había perdido irremisiblemente, ya estuvieran sepultadas bajo tierra o sumergidas en el mar. A continuación, regresaba a la vieja casa tan pobre como siempre, y en la puerta lo recibía la figura enjuta y canosa de un hombre que podría haber confundido consigo mismo, si no hubiera sido porque el estilo de sus ropas era mucho más antigua. Pero la casa, sin perder su anterior aspecto, se había trasformado en un palacio de metales preciosos. Los pisos, los muros y el cielo raso eran de plata bruñida; las puertas, los marcos de las ventanas, las cornisas, las balaustradas y los peldaños de la escalera, de oro puro; y eran de plata, con asientos de oro, las sillas, y de oro, con patas de plata, las altas cajoneras, y de plata las armazones de las camas con colchas de oro tejido y sábanas de hilos de plata. Era evidente que la casa había sido transmutada por un solo toque mágico, porque conservaba todos los rasgos que Peter recordaba, aunque en oro o plata en lugar de madera, y las iniciales de su nombre, que él había talado en la jamba de madera de la puerta cuando era niño, continuaban grabadas con la misma profundidad sobre el pilar de oro. Peter Goldthwaite podría haberse considerado feliz si no hubiera sido por una ilusión óptica en razón de la cual cada vez que miraba hacia atrás la casa perdía su resplandeciente magnificencia y recuperaba la sórdida lobreguez de antaño.
       A hora temprana Peter se levantó, tomó un hacha, un martillo y una sierra que había depositado junto a su cama, y se encaminó hacia el desván. Todavía estaba escasamente iluminado por los fragmentos congelados de un rayo de sol que empezaba a refulgir a través de los ojos de buey casi opacos de la ventana. Un moralizador podría encontrar en un desván abundantes temas para su sabiduría filosófica e impracticable. Ese es el limbo de las modas olvidadas, de las obsoletas baratijas de un día y de todo aquello que sólo tuvo valor para una generación y que, cuando dicha generación bajó a la tumba, subió a su vez al desván no para gozar de mejor custodia sino para no estorbar el paso. Peter vio pilas de libros de contabilidad amarillos y enmohecidos, con cubiertas de pergamino, en cuyas páginas los acreedores, muertos y sepultados mucho tiempo atrás, habían inscripto los nombres de deudores igualmente muertos y sepultados, con una tinta ahora tan desteñida que sus lápidas cubiertas de musgo eran más legibles. Encontró viejas ropas apolilladas, totalmente convertidas en harapos y jirones, pues de lo contrario Peter se las habría puesto. Allí yacía una espada desnuda y herrumbrada, no una espada militar, sino un pequeño espadín francés para caballero, que jamás había salido de su vaina hasta que la perdió. Había bastones de veinte clases distintas, aunque ninguno con pomo de oro, y hebillas de calzado de diversas formas y materiales, pero nunca de plata ni engarzadas con piedras preciosas. Había una gran caja llena de zapatos, con tacones altos y agudas punteras. Sobre un estante había una multitud de retortas, parcialmente llenas con viejas drogas de botica que habían sido llevadas allí desde la cámara mortuoria cuando la otra mitad había cumplido su faena con los antepasados de Peter. Y para no confeccionar un inventario más extenso de artículos que jamás serán rematados, digamos que allí estaba el fragmento de un espejo de luna, el cual, con su superficie polvorienta y deslucida, otorgaba al reflejo de esos cachivaches un aspecto más antiguo que el que en realidad les correspondía. Cuando Peter, que ignoraba que allí había un espejo, vislumbró la vaga silueta de su propia figura, imaginó en parte que el anterior Peter Goldthwaite había vuelto, ya fuera para colaborar en la búsqueda del tesoro, o para impedirla. Y en ese momento cruzó por su cerebro la extraña idea de que él era el mismo Peter Goldthwaite que había escondido el oro, y que por consiguiente debía saber dónde estaba oculto. Sin embargo, esto era algo que había olvidado inexplicablemente.
       —¡Bien, señor Peter! —gritó Tabitha, desde la escalera del desván—. ¿Ya ha demolido la casa lo suficiente para calentar la marmita?
       —Aún no, vieja Tabby —respondió Peter—, pero como verás eso se hace de prisa.
       Dicho lo cual levantó el hacha y la descargó con tanta fuerza que se levantó una nube de polvo, las tablas crujieron y, en un abrir y cerrar de ojos, la anciana tuvo el hueco del delantal lleno de astillas
       —La leña para el invierno nos saldrá barata —comentó Tabitha.
       Una vez comenzado el verdadero trabajo, Peter derribó todo lo que tenía frente a él, aporreando y cortando las vigas y travesaños, arrancando los clavos, desgarrando y partiendo las tablas, con un estrépito infernal, de la mañana a la noche. Sin embargo, tuvo buen cuidado de dejar intacto el cascarón visible de la casa para que los vecinos no sospecharan lo que sucedía.
       Jamás, en ninguna de sus fantasías, Peter se había sentido tan dichoso como en ese momento, a pesar de que todas lo habían hecho feliz mientras duraban. Quizás, al fin y al cabo, había en los procesos mentales de Peter Goldthwaite algo que le brindaba una recompensa interior por todo el mal exterior que causaba. Si bien era pobre, y estaba mal vestido, incluso hambriento, y corría el riesgo, valga la expresión, de ser totalmente aniquilado por un abismo de ruina acechante, sólo su cuerpo padecía estas circunstancias, en tanto que su alma ambiciosa disfrutaba de la luminosidad de un espléndido porvenir. Estaba en su naturaleza el ser eternamente joven y su modo de vida se encaminaba a mantenerlo así. No, los cabellos grises no significaban nada, ni tampoco las arrugas, ni la decrepitud. En verdad podía parecer viejo, y asemejarse en forma bastante desagradable a un ser caduco y desvaído, tanto más miserable por su indumentaria, pero el Peter verdadero, esencial, era un joven que alimentaba grandes esperanzas y que recién ingresaba en el mundo. Cada vez que atizaba un nuevo fuego, su juventud consumida volvía a levantarse lozana, de los viejos rescoldos y cenizas. En ese momento se erguía jubilosamente. Después de haber vivido durante tanto tiempo, no demasiado pero sí hasta la edad justa, como un solterón sensible, con sueños cálidos y tiernos, resolvió salir a galantear apenas el oro oculto chisporrotea bajo la luz, y a conquistar el amor de la doncella más hermosa de la ciudad. ¡Qué corazón podría resistirlo? ¡Dichoso Peter Goldthwaite!
       Dado que hacía mucho tiempo que Peter se había ausentado de sus anteriores lugares de distracción, o sea las oficinas de seguros, las redacciones de los diarios y las librerías, y puesto que en los círculos privados solo se reclamaba muy esporádicamente el honor de su compañía, él y Tabitha acostumbraban a sentarse todas las noches a hacer sociabilidad junto al fogón de la cocina. Este siempre se hallaba generosamente alimentado con los despojos de su jornada de trabajo. La base del fuego consistía en un colosal travesaño de roble rojo, que después de haber estado protegido de la lluvia o la humedad durante más de un siglo todavía siseaba con el calor y destilaba hilos de agua por ambos extremos, como si el árbol hubiera sido cortado hacía una o dos semanas. A su lado había grandes estacas, sólidas, negras y pesadas, que se habían inmunizado contra la corrosión, y que eran indestructibles por cualquier medio que no fuera el del fuego, en cuyo seno brillaban como barras de hierro recalentadas al rojo. Sobre este firme cimiento, Tabitha levantaba una estructura más liviana, compuesta por astillas de los marcos de las puertas, molduras ornamentadas y otros materiales parecidos de rápida combustión, que ardían como paja y que escupían una llama resplandeciente que se elevaba por el espacioso cañón de la chimenea, mostrando sus flancos cubiertos de hollín casi hasta la altura del remate superior. Mientras tanto, el fulgor de la vieja cocina era desalojado de los rincones tapizados de telarañas y de las oscuras vigas que se entrecruzaban en el cielo raso, y era ahuyentado nadie sabía hacia dónde, en tanto que Peter sonreía como un hombre contento y Tabitha parecía la imagen de la edad reposada. Naturalmente, todo esto no era más que un emblema de la prodigiosa fortuna que la destrucción de la casa derramaría sobre sus ocupantes.
       Mientras el pino seco llameaba y crepitaba como la descarga irregular de una mosquetería fantástica, Peter miraba y escuchaba, en un agradable estado de excitación. Pero cuando el resplandor rojo oscuro, el calor sustancial y el rumor grave que habrían de prolongarse durante toda la noche sucedían a la combustión y el estrépito efímeros, Peter se ponía locuaz. Una noche, por centésima vez, aguijoneó a Tabitha para que le contara algo nuevo acerca de su tío bisabuelo.
       —Tú has estado sentada en ese rincón de la chimenea durante cincuenta y cinco años, vieja Tabby, y debes haber oído muchas leyendas vinculadas con él —dijo Peter—. ¿No me has contado que, cuando llegaste a la casa por primera vez, había una anciana sentada donde tú estás ahora, la cual había sido el ama de llaves del famoso Peter Goldthwaite?
       —Así es, en efecto, señor Peter —respondió Tabitha—, y tenía casi cien años. Acostumbraba a decir que ella y el viejo Peter Goldthwaite habían compartido muchas veladas junto al fuego de la cocina... más o menos como usted y yo lo hacemos ahora, señor Peter.
       —Aquel viejo debía parecerse a mí en más de un sentido —comentó Peter, satisfecho—, pues de lo contrario nunca se habría enriquecido. Pero pienso que podría haber invertido mejor su dinero... ¡sin intereses! ¡sin ninguna otra ventaja con excepción de la seguridad! ¡y forzándonos a demoler la casa para encontrarlo! ¿Por qué lo escondió en un lugar tan inaccesible?
       —Porque no podía gastarlo —explicó Tabitha apenas se disponía a abrir el cofre, el Demonio se acercaba por atrás y le agarraba el brazo. La gente contaba que el Demonio había desembolsado ese dinero y que pretendía que Peter le entregase en cambio los títulos de la casa y el terreno, cosa que Peter había jurado que no haría jamás.
       —Así como yo se lo juré a John Brown, mi antiguo socio —observó Peter—. ¡Pero todas éstas son pamplinas, Tabby! Yo no creo la historia.
       Bien, es posible que no sea la verdad exacta —contestó Tabitha—, porque algunas gentes dicen que Peter le cedió en verdad la casa al Demonio, y que ésta es la razón por la que siempre ha traído tan mala suerte a sus ocupantes. Y apenas Peter le hubo entregado el título, el cofre se abrió solo, y Peter manoteó un puñado de oro. ¡Pero, oh maravilla! Lo único que encontró entre los dedos fue un montón de trapos viejos.
       —¡Frena la lengua, vieja tonta! —vociferó Peter, encolerizado—. Eran las guineas de oro más auténticas que hayan lucido la efigie del Rey de Inglaterra. Casi me parece que puedo recordar todo lo sucedido, y cómo yo, o el viejo Peter, o quienquiera que haya sido, introduje mi mano, o su mano, y la retiré con destellos de oro. ¡Vaya con los trapos viejos!
       Pero la leyenda de una anciana no habría bastado para desalentar a Peter Goldthwaite. Durmió toda esa noche tejiendo dulces sueños, y cuando amaneció se levantó con el corazón estremecido por jubilosas palpitaciones, de esas que pocas personas tienen la dicha de experimentar después de la infancia. Día tras día trabajó empeñosamente, sin perder un momento, excepto a la hora de las comidas, cuando Tabitha lo llamaba para que se alimentase con cerdo y coles, o con cualesquiera otros víveres que había conseguido o que la Providencia les había enviado. Puesto que era un hombre realmente devoto, Peter nunca dejaba de pedir una bendición, tanto más seriamente si la comida no era de la mejor, porque entonces era más necesaria, ni tampoco omitía el dar las gracias, si el yantar había sido escaso, por el buen apetito, pues esto era preferible a padecer una dolencia estomacal en medio de un festín. Luego volvía de prisa al trabajo y en un instante se perdía de vista rodeado por una nube de polvo de las viejas paredes, aunque el estrépito que provocaba hacía que su presencia no pasara desapercibida para los oídos. ¡Cuán envidiable es la certidumbre de estar aprovechando bien el tiempo! Nada inquietaba a Peter, o mejor dicho, nada, con excepción de aquellos fantasmas de la mente que parecen vagos recuerdos pero también asumen el aspecto de premoniciones. A menudo se detenía, con el hacha levantada sobre la cabeza, y pensaba: “Peter Goldthwaite, ¿nunca descargaste este golpe antes de ahora?”, o “Peter, ¿qué necesidad tienes de demoler toda la casa? Piensa un poco, y recordarás dónde está escondido el oro.” Sin embargo, transcurrieron días y semanas sin que hiciera ningún descubrimiento notable. A veces, en verdad, una rata flaca y gris espiaba al hombre flaco y gris, y se preguntaba qué demonio se había metido en esa vieja casona, que hasta entonces había sido siempre tan apacible. Y ocasionalmente Peter compartía las angustias de una laucha que había arrojado cinco o seis crías bonitas, minúsculas y suaves al mundo en el momento preciso en que este se derrumbaba y las aplastaba ante sus ojos. ¡Pero el tesoro no aparecía!
       Para entonces Peter, tan tenaz como el Destino y tan diligente como el Tiempo, había concluido con los territorios más encumbrados y había descendido al primer piso, donde estaba atareado en una de las cámaras del frente. Antaño esa había sido la alcoba de honor, y la tradición la distinguía como aposento del gobernador Dudley y de muchos otros huéspedes célebres. Los muebles habían desaparecido. Quedaban vestigios de un empapelado desvaído y desgarrado, pero las mayores superficies de pared desnuda estaban ornamentadas con bosquejos hechos con carbonilla, los cuales representaban casi siempre cabezas humanas vistas de perfil. Dado que estas eran muestras del genio juvenil de Peter, le dolió más eliminarlas que si hubieran sido frescos de Miguel Ángel pintados sobre los muros de una iglesia. Sin embargo uno de los dibujos, el mejor, lo afectó de otro modo. Representaba a un hombre andrajoso, que se apoyaba parcialmente sobre una pala y que inclinaba su cuerpo macilento sobre un hoyo cavado en la tierra, con una mano extendida para tomar algo que había descubierto. Pero cerca de él, a sus espaldas, con las facciones distorsionadas por una risa perversa, aparecía una figura coronada por cuernos, de cola copetuda y pezuñas hendidas.
       —¡Vade retro, Satanás! —exclamó Peter—. ¡Este hombre tendrá su oro!
       Levantando el hacha, le aplicó al caballero de los cuernos un golpe tan violento sobre la cabeza que los pulverizó no solo a él sino también al buscador de oro, de modo que la escena desapareció como por arte de magia. Además, su hacha atravesó el yeso y los listones y puso al descubierto una cavidad.
       —¡Que el cielo se apiade de nosotros, señor Peter! ¿Está litigando con el Demonio? —preguntó Tabitha, que buscaba combustible para calentar la marmita.
       Sin contestar a la anciana, Peter descalabró otra porción de pared y dejó a la vista un pequeño armario o aparador, ubicado sobre un costado de la chimenea y colocado aproH ximadamente a la altura del pecho. No contenía nada más que una lámpara de bronce, cubierta de cardenillo, y un trozo polvoriento de pergamino. Mientras Peter inspeccionaba este último, Tabitha tomó la lámpara. y empezó a frotarla con su delantal.
       —Será inútil que la frotes Tabitha —dijo Peter—. No es la lámpara de Aladino, aunque no por ello deja de ser un amuleto de buena suerte. ¡Mira esto, Tabby!
       Tabitha tomó el pergamino y lo acercó a su nariz, sobre la que cabalgaban unos lentes con montura de acero. Pero apenas había empezado a descifrarlo cuando lanzó una carcajada, mientras se apretaba los flancos con ambas manos.
       —¡No podrá burlarse de esta vieja! —exclamó—. ¡Es su propia escritura, señor Peter! La misma de la carta que me envió desde México.
       —Sin duda existe un parecido considerable —asintió Peter, luego de examinar nuevamente el pergamino—. Pero tú misma sabes, Tabby, que este armario debió ser tapiado antes de que tú vinieras a esta casa o yo a este mundo. No, esta es la escritura del vicio Peter Goldthwaite. Él estampó estas columnas de libras, chelines y peniques, que revelan el monto del tesoro. Y lo que hay al pie es, sin duda, una referencia al escondite. Pero la tinta se ha desteñido o descascarado, de modo que la inscripción es absolutamente ilegible. ¡Qué pena!
       —Bueno, esta lámpara está como nueva. Es un consuelo —dijo Tabitha.
       —¡Una lámpara! —reflexionó Peter—. Ello indica que mis exploraciones han sido iluminadas.
       Por el momento, Peter se sintió más propenso a cavilar sobre este hallazgo que a reanudar el trabajo. Después que Tabitha hubo descendido al piso bajo, él se quedó escudriñando el pergamino junto a una de las ventanas del frente, cuyo vidrio estaba tan oscurecido por el polvo que el sol apenas podía proyectar sobre el piso una sombra incierta de los batientes. Peter la abrió, forcejeando, y miró hacia la ancha calle de la ciudad, en tanto que el sol inspeccionaba el interior de su vieja casona. El aire, aunque apacible, e incluso cálido, conmovió a Peter como un baldazo de agua.
       Era el primer día del deshielo de enero. La nieve formaba un espeso manto sobre los tejados, pero se disolvía rápidamente en millones de gotitas, que centelleaban al caer a través de la luminosidad diurna, produciendo el rumor de un chaparrón estival al pie de los aleros. A lo largo de la calle, la nieve pisoteada estaba dura y sólida como un pavimento de mármol blanco y aún no se había humedecido en razón de la temperatura primaveral. Pero cuando Peter asomó la cabeza vio que los vecinos, si no la ciudad, ya habían sido descongelados por ese día caluroso, después de dos o tres semanas de clima invernal. Lo alegró ver el desfile de damas que se deslizaban por las resbalosas aceras, con sus mejillas rojas puestas en relieve por las caperuzas acolchadas, las boas de plumas y las capas de marta, como rosas en medio de un nuevo tipo de follaje, y a través de su regocijo aleteó un suspiro. Las campanillas de los trineos tintineaban continuamente, y a veces anunciaban la llegada de un vehículo de Vermont, cargado con los cuerpos congelados de cerdos, ovejas, y quizás de uno o dos venados; a veces la de un vulgar traficante, con pollos, gansos y pavos que formaban la colonia total de un criadero de aves; y a veces la de un granjero y su esposa, que habían viajado a la ciudad en parte para pasear, en parte para hacer sus compras, y en parte para vender algunos huevos y manteca. Esta pareja viajaba en un anticuado trinco cuadrangular, que había prestado servicios durante veinte inviernos y había pasado veinte veranos bajo el sol, junto a la puerta de su casa. De pronto, un caballero y su dama hendían la nieve en un carruaje elegante, cuyo diseño se asemejaba a la forma de una concha de coquina. Luego, un trinco-diligencia, con sus cortinillas de paño descorridas para dejar entrar el sol, pasaba velozmente por la calle, zigzagueando entre los vehículos que obstruían su paso. A continuación aparecía en la esquina un remedo del arca de Noé sobre esquís, que era en realidad un inmenso trineo abierto, con asiento para cincuenta personas y tirado por una docena de caballos. Esta espaciosa barquilla estaba poblada por alegres doncellas y alegres mozos, por alegres niñas y alegres muchachos, y por alegres viejos, todos ellos electrizados por el júbilo y sonriendo tanto como se lo permitía el ancho de sus bocas. El bullicio de su parloteo y de sus risitas era incesante, y a veces estallaban en un clamor profundo, gozoso, que los espectadores contestaban con tres hurras, en tanto que una pandilla de granujas bombardeaba a los festivos viajeros con sus bolas de nieve. El trineo pasó de largo y cuando desapareció en un recodo de la calle se siguieron oyendo los lejanos gritos de alborozo.
       Peter nunca había contemplado una escena más animada que aquella en la que se combinaban todos estos ingredientes: el sol luminoso, las gotas centellantes, la nieve refulgente, la muchedumbre jubilosa, la multiplicidad de vehículos veloces y el repique de las alegres campanillas que hacían que el corazón bailara a su compás. No había nada lúgubre a la vista, con excepción de esa antigÜedad puntiaguda que era la casa de Peter Goldthwaite, la cual podría parecer razonablemente triste desde afuera puesto que un mal espantoso devoraba sus entrañas. Y la esmirriada figura de Peter, visible a medias en el primer piso saledizo, era digna de su casa.
       —¡Peter! ¿Cómo marcha eso, Peter? —gritó una voz desde la vereda de enfrente, en el momento en que Peter entraba la cabeza—. ¡Asómese, Peter!
       Peter miró y vio a su antiguo socio, el señor John Brown, quien estaba en la acera opuesta, majestuoso y confortable, ostentando un elegante levitón bajo su capa ribeteada con piel. Su voz había atraído la atención de toda la ciudad hacia la ventana de Peter Goldthwaite y el polvoriento espantapájaros que se asomaba por ella.
       —Vamos,, Peter —volvió a exclamar el señor Brown—, ¿qué diablos está haciendo allí, para que yo oiga tanto ruido cada vez que paso? Supongo que está reparando la vieja casa, convirtiéndola en otra nueva, ¿eh?
       —Me temo que ya es demasiado tarde para eso, señor Brown —respondió Peter—. Si la hago nueva, será nueva por dentro y por fuera, desde el sótano hasta arriba.
       —¿No sería mejor que dejara el trabajo por mi cuenta? —preguntó el señor Brown, significativamente.
       —¡Aún no! —contestó Peter, cerrando la ventana de prisa, porque desde que se había empeñado en buscar el tesoro aborrecía que la gente lo mirara.
       Mientras retrocedía, avergonzado de su indigencia exterior, aunque orgulloso de la secreta fortuna que estaba a su alcance, una altanera sonrisa iluminó su rostro, precisamente con el mismo efecto que los débiles rayos del sol causaban dentro del miserable aposento. Se esforzó por asumir el mismo talante que probablemente había lucido su antepasado, cuando se envaneció de haber construido una sólida mansión que albergaría a muchas generaciones de sus descendientes. Pero el cuarto estaba muy oscuro para sus ojos encandilados por la nieve, y muy triste también, por contraste con la animada escena que acababa de presenciar. Su fugaz vislumbre de la calle le había producido una fuerte impresión, al mostrarle cómo el mundo mantenía su dicha y su prosperidad recurriendo a los placeres sociales y el intercambio comercial, en tanto que él, recluido, perseguía algo que muy bien podía ser un fantasma, aplicando un método que la mayoría de la gente habría definido como una prueba de locura. Una de las grandes ventajas de la vida gregaria consiste en que cada persona rectifica sus ideas guiándose por las de los demás, y adapta su conducta a la de sus vecinos, de modo que pocas veces cae en la excentricidad. Peter Goldthwaite se había expuesto a esta influencia con sólo asomarse a la ventana. Durante un momento se preguntó si había algún cofre oculto, con oro, y si en ese caso era muy sensato demoler la casa sólo para convencerse de que dicho cofre no existía
       Pero la duda fue efímera. Peter, el Destructor, reanudó la faena que el destino le había asignado y no volvió a vacilar hasta que la hubo completado. En el curso de su búsqueda encontró muchas de las cosas que generalmente aparecen entre las ruinas de una casa vieja, y también de algunas que no lo son. Lo que a su juicio revistió más importancia fue una llave herrumbrada, que había sido insertada en una grieta de la pared, y de cuyo ojo colgaba una tablilla que ostentaba las iniciales
“P. G.”. Otro descubrimiento singular fue el de una botella de vino, emparedada en un viejo horno. En la familia se conservaba la tradición de que el abuelo de Peter, un oficial juerguista que había participado en la lejana guerra con Francia, había guardado muchas docenas de botellas del precioso licor para deleite de borrachines aún nonatos. Peter no necesitaba de bebidas reconfortantes para apuntalar sus esperanzas, de modo que guardó el vino para festejar el éxito. También encontró muchos medios peniques, que se habían extraviado en las junturas de las tablas del piso, y algunas monedas españolas, y la mitad de una moneda partida de seis peniques, que sin duda había sido una prenda de amor. Halló asimismo una medalla de plata acuñada para conmemorar la coronación de Jorge III. Pero la caja fuerte del viejo Peter Goldthwaite saltaba de un oscuro rincón a otro, o escapaba por otros medios de las garras del segundo Peter hasta que, para continuar la búsqueda, debería haber excavado la tierra.
       No lo seguiremos paso por paso a lo largo de su marcha triunfal. Bastará decir que Peter trabajaba como una máquina de vapor y que concluyó, en ese solo invierno, la obra que todos los anteriores ocupantes de la casa sólo habían ejecutado a medias en el curso de un siglo, con la ayuda del tiempo y los elementos. Con excepción de la cocina, todos los aposentos y cámaras ya estaban despanzurrados. La casa no era nada más que un caparazón, el espectro de una casa, tan ficticia como los edificios pintados de un decorado teatral. Parecía la cáscara perfecta de un queso enorme, en cuyo interior había vivido y roído un ratón hasta no dejar más sustancia. Y Peter era el ratón.
       Lo que Peter había demolido, Tabitha lo había quemado, porque ésta opinaba cuerdamente que una vez que se quedaran sin casa no necesitarían madera para calentarla, de modo que la economía era un disparate. En consecuencia es lícito decir que la casa se había disipado en humo y se había remontado hasta las nubes por el gran caño negro de la chimenea de la cocina. Esta hazaña guardaba una analogía admirable con la del hombre que se zambulló por su propia garganta.
       En la noche que separaba el fin del invierno del comienzo de la primavera, todos los rincones y hendeduras habían sido saqueados, con excepción de los que se encontraban dentro de los límites de la cocina. Esa infortunada noche era muy desapacible. Pocas horas antes se había desencadenado una tormenta de nieve, la cual todavía era zarandeada y arrastrada por un verdadero huracán, huracán éste que emH bestía la casa como si el príncipe de los aires, en persona, estuviera dando el último toque a los afanes de Peter. Puesto que la armazón estaba tan debilitada, y los puntales interiores habían sido eliminados, no habría sido extraño que, merced a una ráfaga más violenta, las paredes carcomidas del edificio y todos sus techos puntiagudos se desplomaran sobre la cabeza del propietario. Este, sin embargo, permanecía indiferente al peligro, pero estaba tan desbocado e inquieto como la noche misma, o como la llama que ondulaba chimenea arriba respondiendo a cada rugido del viento tempestuoso.
       —¡El vino, Tabitha! —exclamó—. ¡El exuberante vino añejo de mi abuelo! ¡Lo beberemos ahora!
       Tabitha se levantó del banco ennegrecido por el humo que ocupaba en el rincón de la chimenea y depositó la botella frente a Peter, cerca de la antigua lámpara de bronce que había sido el otro fruto de sus exploraciones. Peter la levantó delante de sus ojos y, escudriñando a través de la pantalla líquida, vio la cocina iluminada por una magia dorada que también envolvía a Tabitha y amarilleaba sus cabellos plateados y convertía sus pobres vestimentas en atavíos de majestuoso esplendor. La escena le recordó los metales preciosos que había visto en sueños.
       —Señor Peter —observó Tabitha—, ¿debemos beber el vino antes de hallar el dinero?
       —¡El dinero ha sido hallado! —exclamó Peter, con cierta vehemencia—. El cofre está a mi alcance. No dormiré mientras no haya hecho girar esta llave en su mohosa cerradura. ¡Pero antes vamos a beber!
       Puesto que en la casa no había un tirabuzón, él rompió el cuello de la botella con la llave herrumbrada del viejo Peter Goldthwaite y decapitó el corcho sellado con un solo golpe. Luego llenó las dos tacitas para té, de porcelana, que Tabitha había sacado de la alacena. Este vino añejo era tan transparente y cristalino que centelleaba dentro de las tazas y determinaba que el ramillete de flores arreboladas que adornaba el fondo de ambas se viera mejor que cuando no contenía vino. Su rico y delicado aroma se disipaba por la cocina.
       —¡Bebe, Tabitha! —exclamó Peter—. Bendito sea el honrado caballero que reservó este vino para nosotros dos. ¡Y vaya este brindis a la memoria de Peter Goldthwaite!
       —Buenos motivos tenemos para recordarlo —comentó Tabitha, mientras bebía.
       ¡Durante cuántos años, y a lo largo de cuántos cambios de fortuna y calamidades diversas había conservado esa botella su efervescente alegría para terminar en el garguero de esos dos compañeros de jocundia! Una dosis de la dicha de los tiempos pasados había sido reservada para ellos, y ahora quedaba en libertad, en medio de una multitud de visiones gozosas, para retozar entre la tempestad y la desolación del presente. A la espera de que los bebedores terminen de vaciar la botella, deberemos volver nuestros ojos en otra dirección.
       Quiso la casualidad que en esa noche de tormenta el señor John Brown se sintiera incómodo en su sillón de mullidos resortes, junto a la radiante estufa de antracita que calentaba su lujosa sala. Era por naturaleza un hombre bueno, y generoso y compasivo siempre que las desgracias ajenas llegaban basta su corazón a través del chaleco acolchado de su propia prosperidad. Esa tarde había pensado mucho en su antiguo socio, Peter Goldthwaite; en sus extrañas quimeras y en su invariable mala suerte; en la pobreza de su morada, de la que él había sido testigo durante su última visita; y en su aspecto enloquecido y macilento, que lo había impresionado cuando dialogó con él por la ventana.
       “Pobre tipo —pensó el señor John Brown—. Pobre y chiflado Peter Goldhwaite. En mérito a una vieja amistad debería haberme ocupado de que pasara confortablemente este crudo invierno.”
       Estos sentimientos pesaron tanto que, no obstante la inclemencia del tiempo, decidió visitar inmediatamente a Peter Goldthwaite. La naturaleza apremiante de este impulso fue verdaderamente singular. Cada aullido del huracán parecía un llamado, o lo habría parecido si el señor Brown hubiera tenido la costumbre de escuchar en el viento los ecos de su propia fantasía. Muy asombrado por esta benevolencia militante, se arrebujó en su capa, protegió su garganta y sus oídos con bufandas y orejeras, y así abroquelado salió a desafiar la tempestad. Pero la fuerza del viento salió triunfante de la batalla. El señor Brown acababa de doblar la esquina, junto a la casa de Peter Goldthwaite, cuando la borrasca le hizo perder el equilibrio, lo arrojó de bruces sobre un montículo de nieve y procedió a sepultar las protuberancias de su cuerpo bajo una lluvia de copos frescos. Parecía haber pocas esperanzas de que reapareciera antes del próximo deshielo. Al mismo tiempo el viento arrebató su sombrero y lo llevó remolineando hacia alguna lejana comarca de la que aún no han llegado noticias.
       Sin embargo el señor Brown consiguió abrirse paso a través de la nevisca y, embistiendo la tormenta con la cabeza desnuda, se encaminó dificultosamente hacia la puerta de Peter. Eran tales los crujidos y chirridos y tableteos, y el demencial edificio vibraba tan ominosamente, que los golpes más violentos habrían dejado indiferentes a quienes se hallaban en su interior. De modo que entró, sin ceremonias, y avanzó a tientas hacia la cocina.
       Incluso allí su intromisión pasó desapercibida. Peter y Tabitha estaban de espaldas a la puerta, inclinados sobre un inmenso cofre que, aparentemente, acababan de arrastrar fuera de una cavidad, de un armario secreto, situado a la izquierda de la chimenea. La luz de la lámpara que la anciana tenía en la mano le mostró al señor Brown que el arca estaba atrancada y asegurada con barras de hierro, reforzada con planchas del mismo metal y tachonada con clavos de idéntica consistencia, de modo que se trataba de un receptáculo ideal para atesorar las riquezas de un siglo destinadas a satisfacer las necesidades del siguiente. Peter Goldthwaite estaba insertando una llave en la cerradura.
       —¡Oh, Tabitha! —exclamó con trémulo frenesí!— ¿Cómo podré soportar los destellos? ¡El oro! ¡El oro resplandeciente, resplandeciente! Me parece recordar la última vez que lo vi, en el preciso instante en que se cerraba la tapa blindada. Y desde entonces, durante setenta años, ha refulgido en secreto, y ha acumulado su brillo para este glorioso instante. ¡Nos encandilará como el sol de mediodía!
       —¡Entonces cúbrase los ojos, señor Peter! —dijo Tabitha, un poco más impaciente que de costumbre—. ¡Pero, por piedad, haga girar la llave!
       Con un violento esfuerzo de ambas manos, Peter forzó el paso de la herrumbrosa llave por el intrincado mecanismo de la no menos herrumbrosa cerradura, Mientras tanto el señor Brown se había acercado y adelantó su rostro anhelante entre los de los otros dos en el momento en que Peter levantaba la tapa. Ningún resplandor súbito iluminó la cocina.
       —¿Qué hay aquí? —exclamó Tabitha, ajustando sus lentes y levantando la lámpara sobre el cofre abierto—. El montón de trapos viejos del anterior Peter Goldthwaite.
       —Más o menos de eso se trata, Tabby —intervino el señor Brown, tomando un puñado del tesoro.
       ¡Ay, qué espectro de riquezas muertas y sepultadas había desenterrado Peter Goldthwaite, para terminar de ahuyentar con el susto su escasa cordura! Allí estaba el remedo de una suma incalculable, suficiente para comprar toda la ciudad, y volver a construir todas sus calles, pero por la cual, no obstante su extraordinario monto, ningún hombre en su sano juicio habría pagado seis peniques. ¿Cuáles eran entonces, vistos con sobriedad, los engañosos tesoros acumulados en el cofre? Vaya, allí había viejas notas de crédito provinciales, y bonos del tesoro, y títulos de tierras, bancos y otras quimeras análogas, que se escalonaban desde la primera emisión, fechada hacía más de un siglo y medio, hasta poco antes de la Revolución. Los billetes de mil libras se mezclaban con peniques de pergamino, y no valían más que éstos.
       —¡De modo que este es el tesoro del viejo Peter Goldthwaite! —dijo John Brown—. Su tocayo se parecía a usted, Peter, y cuando la moneda provincial perdió un cincuenta o un setenta y cinco por ciento de su valor, la compró con la esperanza de que repuntara. Le oí contar a mi abuelo que el viejo Peter hipotecó esta misma casa y sus terrenos en beneficio de mi bisabuelo, para reunir el dinero que invirtió en su absurdo proyecto. Pero la moneda continuó desvalorizándose, hasta que nadie quiso aceptarla ni como regalo. Y allí quedó el viejo Peter Goldthwaite, igual que el segundo Peter, con miles en su caja fuerte y prácticamente ni una chaqueta sobre los hombros. El descalabro lo enloqueció. ¡Pero no importa, Peter! Este es el mejor capital para construir castillos en el aire.
       —¡La casa se desplomará sobre nuestras cabezas! —gritó Tabitha, cuando el viento la sacudió con creciente violencia.
       —¡Déjala caer! —dijo Peter, cruzándose de brazos y sentándose sobre el cofre.
       —No, no, mi viejo amigo Peter —respondió John Brown—. Tengo un cuarto para usted y Tabby, y una bóveda segura para el arca del tesoro. Mañana procuraremos llegar a un acuerdo acerca de la venta de esta antigua casa. Las propiedades están muy bien cotizadas y yo podría pagarle una suma muy tentadora.
       —Y yo —observó Peter Goldthwaite, con renovado entusiasmo—, tengo un plan para invertir el dinero con grandes beneficios.
       —En cuanto a eso —murmuró John Brown para sus adentros—, deberemos recurrir al tribunal de justicia más próximo para que designe un curador encargado de controlar el dinero contante. Y si Peter insiste en especular podrá hacerlo, a su gusto, con el
TESORO DEL VIEJO PETER GOLDTHWAITE.


Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar