O. Henry
(William Sydney Porter)

(North Carolina, 1862 - New York, 1910)


Incursión en la amnesia (1905)
(“A Ramble in Aphasia”)
Originalmente publicado en Metropolitan Magazine (febrero de 1905), págs. 513-559;
Strictly Business
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1910, 310 págs.)



      Aquella mañana mi esposa y yo nos despedimos ateniéndonos exactamente a nuestras prácticas habituales. Dejó a un lado su segunda taza de té para acompañarme hasta la puerta de entrada. Allí sacó de mi solapa la invisible hebra de hilo (el universal ademán de las mujeres para proclamar su derecho de propiedad) y me recomendó que me cuidara el resfrío. No estaba resfriado. Luego siguió el beso de despedida, el uniforme beso doméstico aromatizado con té verde. No se corría ningún riesgo de que su rutina inalterable fuera sazonada por lo novedoso o lo extemporáneo. Con el ágil accionar de una sostenida habilidad, propinó un mañoso golpecito al bien sujeto alfiler de mi corbata. Luego, al cerrar la puerta, escuché sus chinelas mañaneras chapoteando de regreso al té que se estaba enfriando.
       Cuando me puse en marcha, no tenía ninguna idea o premonición sobre lo que iba a ocurrir. El ataque se presentó súbitamente.
       Durante muchas semanas había trabajado, casi noche y día, en un memorable caso legal vinculado a los ferrocarriles; y lo había ganado de manera triunfal apenas unos pocos días atrás. De hecho, años y años había estado inmerso sin pausa en el estudio de problemas jurídicos. Una o dos veces el bueno del doctor Volney, amigo mío y mi medico, me había puesto sobre aviso:
       —Si no aflojas un poco, Bellford —decía—, en cualquier momento te harás añicos. Tus nervios o tu cerebro no te responderán. Anda con cuidado, no pasa una semana sin que te informes por los diarios sobre un caso de amnesia, sobre algún hombre perdido que vagabundea sin nombre, con su pasado y su identidad anulados. Y todo por culpa de esa ligera perturbación que producen en el cerebro el exceso de trabajo o las preocupaciones.
       —Siempre pensé —le respondí— que en esos episodios la perturbación en realidad habría que buscarla en los cerebros de los periodistas.
       El doctor Volney meneó la cabeza:
       —La enfermedad existe —afirmó—. Necesitas un cambio o un descanso. Los tribunales, tu estudio y tu hogar constituyen la única ruta que recorres. Para entretenerte, lees textos jurídicos. Sería mejor que tomaras precauciones a tiempo.
       —Los jueves por la noche mi esposa y yo jugamos a los naipes —dije a la defensiva—. Los domingos, ella me lee la carta semanal que le envía su madre. En cuanto a la afirmación de que los textos jurídicos no constituyen un entretenimiento, eso aún está por demostrarse.
       Esa mañana mientras caminaba, iba pensando en las advertencias del doctor Volney. Me sentía tan bien como de costumbre, posiblemente de mejor ánimo que lo habitual.

       Me desperté con los músculos entumecidos y acalambrados por haber dormido demasiado tiempo en el incómodo asiento de un coche de pasajeros diurno. Apoyé la cabeza en el respaldo y traté de pensar.
       Después de un prolongado lapso me dije: “Debo tener algún apellido”. Revisé mis bolsillos. No pude encontrar ni una tarjeta, ni una carta, ni un documento, ni siquiera un monograma. Pero en cambio en el curso de mi requisa comprobé que llevaba casi tres mil dólares en billetes grandes. “Por supuesto, tengo que ser alguien”, me repetí a mí mismo, y empecé a examinar la situación.
       El vagón estaba atestado de hombres, entre quienes, —reflexioné— tenía que existir algún interés común porque charlaban entre si con gran fluidez y parecían hallarse de inmejorable buen humor y en excelente estado de ánimo. Uno de ellos, un vigoroso caballero de anteojos, envuelto en un penetrante olor a cinamomo y áloe, ocupó la mitad vacante de mi asiento después de inclinar amistosamente la cabeza; desplegó un diario. En los intervalos de su lectura platicamos, como lo suelen hacer los viajeros, sobre problemas de actualidad. Descubrí que me sentía capaz de sostener una conversación sobre esos temas, lo cual, por lo menos, era un punto a favor de mi memoria. Mi compañero dijo:
       —Usted es uno de los nuestros, por supuesto. En esta oportunidad el Oeste envía un admirable conjunto de representantes. Me alegra que la convención se reúna en Nueva York. Nunca estuve en el Este anteriormente. Mi nombre es R.P. Bolder, de Bolder e Hijo, en Hickory, distrito de Groove, Misurí.
       Aunque me tomó desprevenido, hice frente a la emergencia, tal como proceden los hombres en esos casos.
       Tenía que procurarme un cristianamiento y ser al mismo tiempo infante, cura párroco y progenitor. Mis sentidos acudieron al rescate de mi lerdo cerebro.
       El olor a específicos de mi compañero me dio una idea; una mirada a su periódico, en el que mis ojos tropezaron con una conspicua propaganda, me proporcionó una ayuda adicional.
       —Mi nombre —dije con gran soltura— es Edward Pinkhammer. Soy farmacéutico y resido en Cornópolis, Kansas.
       —Sabía que era farmacéutico —declaró mi compañero de viaje afablemente—. Advertí en el dedo índice de su mano derecha el callo que produce el mango del mortero. Por supuesto, usted es un delegado a nuestra Convención Nacional.
       —¿Todos estos son boticarios? —inquirí dubitativamente.
       —Sí, en efecto. Este coche fue despachado desde el Oeste. Todos pertenecen a la vieja escuela. Ninguno tiene nada que ver con esos fármaco-francotiradores que venden tabletas y granulados envasados y usan máquinas expendedoras en lugar de una mesa para preparar recetas. Nosotros filtramos nuestros propios paregóricos, preparamos nuestras propias píldoras, no desdeñamos vender en primavera semillas para el jardín ni ocuparnos adicionalmente de ropas de confección y zapatos. Le aseguro, Hampinker, que estoy dispuesto a lanzar una propuesta en esta convención; lo que necesitan es ideas nuevas. Bien, usted conoce las botellitas de emético tartárico y de Sal Rochelle que procede de Tart. de Ant. y Pot, y de Tart. de Sod. y Pot.; como es sabido, uno es m veneno, mientras que el otro es inofensivo. Es fácil confundir los rótulos. Pero, ¿dónde las guarda la mayoría de los boticarios? Tan separadas entre sí como es posible, en estantes distintos. Eso es un error. Yo afirmo: hay que ubicarlas unas junto a las otras para que cuando se necesite uno de los compuestos siempre pueda compararse con el otro a fin de evitar confusiones. ¿Capta la idea?
       —Me parece muy acertada —repliqué.
       —¡Muy bien! Cuando lo proponga en la convención, usted me apoyará. Conseguiremos que algunos sabihondos del Este, de esos que trafican en cremas para masajes con fosfato de naranja y creen que semejantes productos son los únicos que hay en el mercado se queden tan chatos como un comprimido.
       —Si puedo ser de alguna ayuda —declaré calurosamente—, las dos botellas de... etc....
       —Tartrato de antimonio y potasio y tartrato de soda y potasio...
       —De ahora en adelante deben colocarse una junto a otra —concluí con firmeza.
       —Ahora bien, hay otro punto —agregó el señor Bolder—. Para preparar píldoras, ¿qué excipiente prefiere: carbonato de magnesia o radícula pulverizada de glycyrriza glabra?
       —La... este... magnesia —dije. Era más fácil de pronunciar que la otra denominación.
       El señor Holder me miró con recelo a través de sus anteojos.
       —Prefiero la radícula pulverizada de glycyrriza glabra —declaró—. La magnesia se resquebraja.
       A continuación, añadió pasándome el diario y señalando un suelto con el dedo:
       —Aquí tenemos otro de esos fingidos casos de amnesia. No creo en eso. Sostengo que nueve de cada diez son fraudes. Un hombre llega a hartarse de sus negocios y de su gente y quiere pasarlo bien.
       Se escapa a cualquier parte, y cuando lo encuentran simula que perdió la memoria, no sabe su propio apellido y ni siquiera reconoce la marca en forma de frutilla que su esposa tiene en el hombro izquierdo. ¡Amnesia! ¡Uf! ¿Por qué no se quedan en su casa para olvidar?
       Tomé el diario y leí, debajo del cáustico titular, la siguiente noticia:

     Denver, junio 12.—Elwyn C. Bellford, un destacado jurista, desde hace tres días ha desaparecido misteriosamente de su hogar y todos los esfuerzos para localizarlo han sido estériles. El señor Bellford es un conocido caballero que goza del mayor prestigio y se ha desempeñado prolongada y exitosamente en la profesión legal. Está casado, posee una hermosa residencia y la mayor biblioteca privada del Estado. El día de su desaparición, retiró una elevada suma de dinero de su banco. No se ha podido hallar a nadie que lo haya visto después de abandonar ese establecimiento.
     El señor Bellford era un hombre de hábitos peculiarmente metódicos y domésticos y al parecer centraba su dicha en el hogar y en el ejercicio de su profesión. Si existe alguna pista con respecto a su extraña desaparición hay que buscarla en el hecho de que durante algunos meses estuvo totalmente absorbido en un importante caso judicial vinculado a la empresa ferroviaria Q. Y. & Z. Se teme que el exceso de trabajo haya afectado su cerebro. Se realizan todos los esfuerzos posibles para descubrir el paradero del caballero desaparecido.


       —Creo que usted es un tanto escéptico, señor Bolder —dije, después de haber leído el suelto—. Éste me suena a un caso auténtico. ¿Por qué motivo un individuo próspero, casado felizmente y respetado decidió de improviso abandonarlo todo? Tengo la certeza de que tales lapsos de memoria ocurren, y que esos hombres se encuentran a la deriva sin un apellido; un pasado o un hogar.
       —¡Jarabe de pico! —contestó el señor Bolder—. Lo que quieren es darse la gran vida. En nuestros días hay demasiada instrucción. Los hombres saben que existe la amnesia y la utilizan a modo de excusa. También las mujeres son sabias; cuando todo ha terminado, lo miran a uno en los ojos y dicen, tan científicamente como usted prefiera: “‘Él me hipnotizó”.
       Después, el señor Bolder cambió de tema, para sus comentarios y reflexiones no significaron ninguna ayuda para mí.
       Llegamos a Nueva York a eso de las diez de la noche. Tomé un coche de alquiler para ir a un hotel y asenté mi nombre en el registro: “Edward Pinkhammer”. Al hacerlo sentí que me invadía un júbilo espléndido, frenético y embriagador, una sensación de libertad ilimitada, de posibilidades recién alcanzadas. Acababa de nacer en el mundo. Los antiguos grillos —sean cuales fueren— se habían desprendido de mis manos y de mis pies. El futuro desplegaba ante mí una senda tan despejada como la que se abre ante un infante, y podía internarme en ella equipado con la sabiduría y la experiencia de un hombre maduro.
       Pensé que el conserje del hotel me observaba cinco segundos más de lo necesario. Yo no tenía equipaje.
       —La Convención de los Farmacéuticos —dije—. Por algún motivo mi baúl no ha llegado.
       Exhibí un fajo de billetes de banco.
       —¡Ah! me respondió el empleado enseñando un diente aurificado—. Tenemos gran cantidad de delegados del Oeste alojados aquí.
       Hizo sonar una campanilla para llamar al botones. Mientras tanto, me esforcé en dar colorido a mi papel.
       —Entre nosotros, los del Oeste, se está planeando una importante moción —anuncié—, centrada en una ponencia ante la convención; se trata de conseguir que las botellas que contienen tartrato de antimonio y potasio y las que contienen tartrato de sodio y potasio se ubiquen en sitios contiguos en los estantes.
       —El caballero al tres catorce —dijo el conserje apresuradamente. Me introdujeron en mi habitación.
       El día siguiente compré un baúl y ropas y empecé a vivir la vida de Edward Finkhammer. No me estrujé el cerebro tratando de resolver problemas del pasado. La gran ciudad insular colocó ante mis labios una copa burbujeante y espumosa. La bebí agradecido. Las llaves de Manhattan pertenecen a quien es capaz de usarlas. Usted puede ser el huésped de la ciudad o su víctima.
       Los pocos días siguientes fueron de oro y plata. Edward Pinkhammer, aunque desde su nacimiento contaba sólo escasas horas, conoció el insólito júbilo de ingresar en un mundo ameno, opulento y carente de restricciones. Me instalaba embelesado en las alfombras mágicas ofrecidas en los teatros y en las confiterías ubicadas en las terrazas de los rascacielos que nos transportan a lejanas y placenteras comarcas plenas de música traviesa, chicas bonitas, y grotescas a la vez que jocosamente extravagantes parodias sobre la especie humana. Iba de aquí para allá, acatando los dictados de mi apreciada voluntad, y no admitía límites de espacio, tiempo y comportamiento.
       Comí en extrañas tabernas, en más extrañas aún mesas comunes en locales de ínfima categoría, arrullado por el son de la música húngara y por los alocados gritos de versátiles artistas y escultores. O, si no, penetraba en aquellos sitios donde la vida nocturna se estremece bajo el resplandor eléctrico como una imagen cinematográfica, y los usos del mundo y sus alhajas y aquéllas a quienes ornamentan y los seres humanos que respaldan la existencia de esos tres componentes se reúnen para entretenerse y ofrecer un adecuado espectáculo. Y en todos esos ámbitos que menciono aprendí algo que antes nunca supe. La llave de la libertad no está en manos de la Licencia; quien la tiene es la Convención. La urbanidad administra una barrera de peaje ante la cual hay que pagar, o no es posible ingresar en el país de la Libertad. En ese resplandor, ese aparente desorden, ese exhibicionismo, ese arrebato, observé que prevalecía esta norma, que no ponía trabas y, sin embargo, era tan rígida como el hierro. En consecuencia, si en Manhattan acata esas leyes no escritas, usted es el más libre de los libres. Si se niega a dejarse atar por ellas, usted queda aherrojado.
       A veces, cuando mi estado de ánimo me inducía a hacerlo, iba a comer a locales solemnes, decorados con palmeras que murmuraban suavemente y exhalaban el aroma de vida de gran tono y de refinada circunspección. En otras ocasiones, solía recorrer, los trayectos acuáticos en barquichuelos repletos de empleados vociferantes, acicalados, desprovistos de restricciones y donjuanescos, que iban acompañados por vendedoras de tienda a buscar sus toscos placeres en las playas de la isla. Y siempre estaba Broadway —resplandeciente, opulenta, astuta, variada, atractiva Broadway— que se apodera de nosotros como el hábito de fumar opio.
       Una tarde, al entrar a mi hotel, me cerró el paso en el corredor un individuo vigoroso con una enorme nariz y un bigote negro. Cuando me disponía a sortearlo, me saludó con ofensiva familiaridad.
       —¡Hola, Bellford! —exclamó con voz estrepitosa—. ¿Qué diablos estás haciendo en Nueva York? No sabía que algo pudiese sacarte de tu viejo cubículo repleto de libros. ¿Has venido con tu mujer o éste es un breve viajecito de negocios, eh?
       —Usted me ha confundido, señor —dije fríamente desprendiendo mi mano de su apretón—. Me llamo Pinkhammer. Discúlpeme.
       El individuo se hizo a un lado, al parecer perplejo.
       Mientras avanzaba hacia el escritorio del conserje, escuché que llamaba a un botones y decía algo sobre formularios para telegramas.
       —Prepáreme la cuenta —ordené— y disponga que bajen mi equipaje dentro de media hora. No me agrada permanecer en un sitio donde me fastidian espías.
       Esa misma tarde me trasladé a otro hotel, tranquilo y anticuado, en la parte baja de la Quinta Avenida.
       A poca distancia de Broadway había un restaurante donde a uno lo servían casi al fresco, en medio de un decorado tropical de plantas que hacían las veces de tabiques. El ambiente apacible y lujoso y una atención perfecta lo convertían en un sitio ideal para comer o tomar algún refrigerio. Una tarde estaba allí, abriéndome paso a través de los helechos para conseguir una mesa, cuando advertí que alguien me tomaba de la manga..
       —¡Señor Bellford! —exclamó una voz asombrosamente dulce.
       Me di vuelta con rapidez y vi a una dama sentada sola; tenía unos treinta años y ojos sobremanera hermosos; me miraba como si yo hubiese sido su más querido amigo.
       —Casi estuvo a punto de no advertir mi presencia —afirmó con aire acusador—. No me diga que no me conoce. ¿Por qué no nos damos la mano, por lo menos una vez en quince años?
       De inmediato nos estrechamos las manos. Me ubiqué en una silla frente a ella en la mesa. Levanté las cejas para llamar a un camarero que rondaba por allí. La dama estaba coqueteando con un helado de naranja. Pedí una crême de menthe. Su pelo era de una tonalidad broncínea rojiza. Uno no podía contemplarlo porque era imposible apartar la mirada de sus ojos. Pero se tenía conciencia de su pelo de la misma manera en que se tiene conciencia de la puesta del sol cuando se escudriña en las profundidades de un bosque a la hora del crepúsculo.
       —¿Está segura de que me conoce? —pregunté.
       —No —replicó sonriendo—. Nunca estuve segura.
       —¿Qué pensaría usted —le dije con cierta ansiedad— si le informara que me llamo Edward Pinkhammer y soy de Cornópolis, Kansas?
       —¿Qué pensaría? —repitió dirigiéndome una traviesa mirada—. Bueno, por supuesto supondría que no vino a Nueva York en compañía de la señora Bellford. Desearía que lo hubiera hecho; me habría agradado ver a Marian. —Su voz bajó levemente—. No has cambiado mucho, Elwyn.
       Sentí que sus admirables ojos miraban los míos y mi rostro más atentamente.
       —Sí, has cambiado —se corrigió, y advertí una nota suave y jubilosa en sus últimas palabras—. Lo percibo en este momento. No has olvidado. No has olvidado ni durante un año, en un día ni en una hora. Te dije que nunca podrías.
       Introduje la pajita con vehemencia en mi crême de menthe.
       —Le reitero que solicito su perdón, —insistí, sintiéndome un tanto incómodo ante su mirada—. Pero ése es precisamente el problema. He olvidado. Lo he olvidado todo.
       Se burló de mi negativa. Se rió deliciosamente de algo que, al parecer, vio en mi cara.
       —De vez en cuando tuve noticias tuyas —continuó—. Has llegado a ser un prominente abogado en el Oeste, en Dénver, ¿no es verdad?, ¿o acaso es en Los Ángeles? Marian tiene que sentirse muy orgullosa de ti. Ya sabes, al menos supongo, que me casé seis meses después que ustedes. Es posible que te hayas enterado por los diarios. Sólo las flores costaron dos mil dólares.
       Se había referido a quince años. Quince años es mucho tiempo.
       —¿Sería demasiado tarde —pregunté con cierto temor— para felicitarla?
       —No, si te atreves a hacerlo —respondió con una audacia tan sutil que permanecí en silencio, y comencé a trazar dibujos en el mantel con la uña del pulgar.
       —Dime una cosa —inquirió inclinándose hacia mí con cierta ansiedad—, algo que he deseado saber durante muchos años, sólo por curiosidad femenina, naturalmente. Desde aquella noche, ¿alguna vez te atreviste a tocar, a aspirar el aroma, a contemplar rosas blancas, rosas blancas humedecidas por la lluvia y el rocío?
       Tomé un trago de crême de menthe.
       —Sería inútil, supongo —declaré con un suspiro—, repetir que no conservo absolutamente ningún recuerdo de esos hechos. Mi memoria es un vacío total. No necesito agregar cuánto lo lamento.
       La dama apoyó los brazos sobre la mesa y una vez más sus ojos desdeñaron mis palabras y recorriendo su propia trayectoria, llegaron, en forma directa, hasta mi alma. Rió con suavidad, y en el sonido había un extraño matiz; era una risa de júbilo, sin duda, y de satisfacción, y de nostalgia. Traté de apartar la mirada.
       —Usted miente, Elwyn Bellford —suspiró con aire feliz—. ¡Sé de manera positiva que está mintiendo!
       Contemplé los helechos con expresión estúpida.
       —Mi nombre es Edward Pinkhammer —reiteré—. He venido con los delegados a la Convención Nacional de Farmacéuticos. Estamos preparando una moción para conseguir que se distribuyan de distinta manera las botellas de tartrato de antimonio y tartrato de potasio, lo cual, verosímilmente, a usted le interesa muy poco.
       Un resplandeciente coche se detuvo ante la entrada. La dama se levantó. Le tomé la mano y me incliné.
       —Siento con toda el alma —le dije— no poder recordar. Podría explicárselo, pero me temo que usted no lo comprendería. No admitiría a Pinkhammer, y por mi parte me es imposible imaginar las... las rosas y otras cosas.
       —Adiós, señor Bellford —insistió con su sonrisa beatífica y melancólica, y subió al coche.
       Esa noche fui al teatro. Al regresar a mi hotel, un individuo imperturbable, vestido de negro, que parecía interesado en lustrarse las uñas con un pañuelo de seda, surgió como por arte de magia a mi lado.
       —Señor Pinkhammer —me dijo con indiferencia, concentrando toda su atención en el dedo índice—, ¿puedo solicitarle que me conceda una breve conversación en privado? Aquí hay una salita.
       —Por supuesto —asentí.
       Me guió hasta un salón pequeño y reservado.
       Allí se hallaban una dama y un caballero. Llegué a la conclusión de que la dama hubiese sido insólitamente hermosa sino fuera porque sus rasgos estaban empañados por una expresión de inquietud y fatiga. Tenía un aspecto estilizado y poseía matices y rasgos que lograron una agradable respuesta en mi fantasía. Usaba un atuendo de viaje; fijó en mí una seria mirada de extrema ansiedad y apoyó una temblorosa mano sobre su pecho. Creo que se hubiese precipitado a mi encuentro, pero el caballero detuvo su impulso con un autoritario ademán de la mano. Luego, él mismo se acercó a mí. Era un hombre de unos cuarenta años, con las sienes un tanto plateadas y un rostro enérgico e inteligente.
       —Bellford, viejo —dijo con cordialidad—, me alegro mucho de verte de nuevo. Por supuesto, no hay duda de que todo está perfectamente bien. Ya sabes que te advertí que te estabas extralimitando. Ahora regresarás con nosotros y dentro de muy poco volverás a ser el mismo que siempre.
       Sonreí con ironía.
       —He sido “Bellfordizado” con tanta frecuencia —sostuve—, que esto ya ha dejado de tener gracia. ¡Aún más, a la larga puede resultar aburrido! ¿Podría tener la amabilidad de admitir la hipótesis de que mi nombre es Edward Pinkhammer y de que con anterioridad jamás en mi vida lo había visto a usted?
       Antes de que el hombre pudiera responderme, la dama profirió una quejumbrosa exclamación. Se adelantó pese a que él intentó detenerla con el brazo. “¡Elwyn!”, sollozó y se arrojó sobre mí aferrándome estrechamente. “Elwyn”, volvió a exclamar una vez más, y agregó:
       —No me destroces el corazón. Soy tu esposa; pronuncia mi nombre una sola vez, sólo una vez. Preferiría verte muerto antes que en este estado.
       —Me desprendí de sus brazos respetuosa pero firmemente.
       —Señora —afirmé con severidad—, perdóneme si sugiero que ha aceptado un mero parecido con excesiva prisa. Es una lástima —proseguí con una divertida risa al ocurrírseme la idea— que este tal Bellford y yo mismo no podamos ser colocados el uno junto al otro en el mismo estante como los tartratos de sodio y de antimonio para que nos identifiquen. Para entender esta alusión —concluí con seguridad—. Le sería necesario ponerse al tanto de las actuaciones de la Convención Nacional de Farmacéuticos.
       La dama se volvió hacia su acompañante y se aferró a su brazo.
       —¿Qué significa esto, doctor Volney? ¿Qué es esto? —se quejó.
       La acompañó hasta la puerta.
       —Vaya a su habitación un rato —oí que le decía—. Me quedaré aquí y hablaré con él. ¿Su mente? No, creo que no; me parece que se trata sólo de una parte del cerebro. Sí, estoy seguro de que se recobrará. Vaya a su habitación y déjeme con él.
       La dama desapareció. También el hombre vestido de negro salió de la salita. Creo que se quedó esperando en el vestíbulo.
       —Me gustaría hablar un poco con usted, señor Pinkhammer, si me lo permite —declaró el caballero que se quedó conmigo.
       —Muy bien, si es su deseo —repliqué—, y le pido que me permita ponerme cómodo; estoy bastante cansado.
       Me estiré en un canapé junto a la ventana y encendí un cigarro. Acercó una silla.
       —Pongamos las cosas en claro —observó con suavidad—. Su nombre no es Pinkhammer.
       —Lo sé tan bien como usted —asentí con frialdad—. Pero un hombre tiene que tener un apellido de alguna especie. Puedo asegurarle que no admiro en forma extravagante el apellido Pinkhammer. Pero se diría que, cuando uno se bautiza a sí mismo repentinamente, los apellidos más elegantes no surgen de modo espontáneo. ¡Pero suponga que hubiese sido Scheringhausen o Scroggixis! Creo que me arreglé muy bien con Pinkhammer.
       —Su nombre —respondió el otro seriamente— es Elwyn C. Bellford. Usted es uno de los abogados más prominentes de Dénver. Está padeciendo un ataque de amnesia que lo ha hecho olvidar su identidad. El motivo fue una excesiva consagración a su actividad profesional y quizás una vida en exceso desprovista de entretenimientos y placeres apropiados. La dama que acaba de abandonar esta salita es su esposa.
       —Es lo que yo llamaría una mujer hermosa —comenté después de una pausa reflexiva—. En particular, admiro las tonalidades castañas de su pelo.
       —Es una esposa de la que uno puede sentirse orgulloso. Desde que usted desapareció, hace casi dos semanas, apenas si ha cerrado los ojos. Supimos que estaba en Nueva York por un telegrama que mandó Isidore Newman, un viajero procedente, de Dénver. Decía que lo había encontrado en un Hotel de aquí y que usted no lo reconoció.
       —Me parece que recuerdo el episodio —dije—. Si no me equivoco el tipo me llamó “Bellford”. ¿Pero no cree que ha llegado el momento de que usted se presente a sí mismo?
       —Soy Robert Volney, el doctor Volney. He sido su amigo íntimo durante veinte años y su médico por espacio de quince. Vine con la señora Bellford para localizarlo, apenas recibimos el telegrama. Elwin, viejo, haz la prueba, trata de recordar.
       —¿Para qué sirve intentarlo? —argüí frunciendo un poco las cejas—. Usted afirma que es médico. ¿La amnesia puede curarse? Cuando un hombre pierde la memoria, ¿la recobra en forma lenta o repentina?
       —Depende... A veces de manera gradual e imperfecta. En otras ocasiones la memoria se recobra en forma súbita.
       —¿Está dispuesto a tratar mi caso, doctor Volney? —pregunté.
       —Viejo —me contestó, haré todo lo que esté dentro de mis posibilidades y apelaré a todo el auxilio de la ciencia para curarte.
       —Muy bien —convine—, considere que soy su paciente. De ahora en adelante todo será confidencial. Secreto profesional.
       —Por supuesto —dijo el doctor Volney.
       Me levante del canapé. Alguien había colocado un jarrón de rosas blancas en la mesita del centro; era un manojo de rosas recién rociadas y fragantes.
       Las arrojé bien lejos por la ventana y después volví a extenderme en el canapé.
       —Lo mejor será, Bobby —anuncié—, hacer que esta cura se produzca súbitamente. De cualquier modo, estoy un tanto cansado del asunto. Ahora puedes ir a buscar a Marian. Pero, viejo —agregué con un suspiro a tiempo que le propinaba un puntapié en la canilla—, viejo querido, ¡fue glorioso!



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