O.
Henry
(William Sydney Porter)
(North Carolina, 1862 -
New York, 1910)
El conde y la invitación a la boda (1905)
(“The Count and the Wedding Guest”)
Originalmente publicado en la sección Sunday Magazine
del periódico New York World, Vol. 46, Núm. 16119
(8 de octubre de 1905);
The Trimmed Lamp
(Nueva York: McClure, Phillips & Co., 1907, 260 págs.)
Una noche, cuando Andy Donovan iba a comer a su
casa de huéspedes de la Segunda Avenida, la señora
Scott le presentó a una nueva inquilina. Se llamaba la
señorita Conway y era una mujer bajita, que no llamaba
la atención. Llevaba un vestido muy sencillo,
color tabaco, y centraba sobre el plato de la comida el
poco interés que mostraba en todo.
Cuando le fue presentado Donovan, alzó con desconfianza
los párpados y le dirigió una rápida y
enjuiciadora mirada, luego le dijo con cortesía su
nombre y retornó a su ración de carnero.
Donovan, por su parte, se inclinó con la gracia y la
radiante sonrisa que tan rápidamente estaban ganando
para él muchas mejoras sociales, de negocios y
políticas, y acto seguido eliminó el vestido color chocolate
de las listas de su consideración.
Dos semanas después, Andy, sentado en los escalones
de la entrada de la pensión, fumaba un cigarro
cuando percibió un suave rumor que le hizo volver la
cabeza. Y fue su cabeza la que se volvió. Sí; se volvió
por completo fuera de su sitio, porque de la puerta
salía la señorita Conway llevando un vestido negro
como la noche de crepé… De crepé. De crepé de…, de
esa cosa negra y fina que ya sabemos. También su
sombrero… También su sombrero era negro y de él
se escapaba un velo fino como una tela de araña.
De pie en el escalón inicial, la joven Conway estaba
poniéndose unos guantes negros de seda. No había
en su vestido la menor insinuación de color, por insignificante
que fuese. Su espléndido cabello dorado
estaba recogido, sin una sola ondulación, en un moño
liso detrás de la cabeza. Su rostro resultaba más vulgar
que bonito, pero lo iluminaban unos grandes ojos
pardos que miraban las casas del otro lado de la calle
con una expresión muy triste y melancólica.
Comprendan la idea, señoras. Toda de negro, y además
de crepé de… De crepé de China.
Ya está. Envuelta en lutos, melancólica de expresión
y con el cabello brillando bajo su negro velo.
Desde luego, para producir ese efecto hay que ser
rubia. Pero, si se está en tal caso se da la impresión
de estar a punto de traspasar el umbral de la vida.
Un paseo por el parque podría ayudar. Y, si se sale
en el momento oportuno, eso atrapará a los hombres
en cualquier evento.
Claro que parezco muy cínico al hablar del efecto que
causan las vestiduras de luto.
Donovan reinscribió súbitamente a la señorita Conway
en los registros de su consideración. Tiró lo que le
quedaba de tabaco —alrededor de pulgada y cuarto—,
aunque le hubiera servido para defenderse durante
otros ocho minutos, y centró la atención en el
lustre de las puntas de sus zapatos.
—¿Verdad que hace muy buena noche, señorita
Conway? —sugirió.
De haber oído hablar a Donovan con tanta confianza,
el servicio meteorológico de seguro hubiera dictaminado
un pronóstico definitivo.
La señorita Conway suspiró.
—Sí, señor Donovan, muy buena para los que puedan
encontrar satisfacción en ella.
Donovan, en su corazón, maldijo el buen tiempo.
¡Implacable tiempo aquel! Hubiera convenido una
noche de viento, granizo y nieve para responder al
estado de ánimo de la señorita Conway.
—Espero —dijo— que no haya tenido ningún disgusto
familiar.
La señorita Conway titubeó.
—La muerte ha reclamado —expuso—, no a un pariente,
sino a… Pero no quiero molestarlo, señor Donovan.
—No me molesta en nada. Por el contrario, siento
gusto… —corrigió—: Quiero decir que me disgusta
mucho… Bien, deploro muchísimo lo que le pase.
La señorita Conway sonrió de un modo que agravaba
la tristeza de su faz, y formuló una cita:
—“Si ríes, el mundo ríe; si lloras, el mundo llora”.
Eso me han enseñado, señor Donovan. No tengo amigos
ni parientes en esta ciudad. Usted me ha mostrado
gentileza, y crea que se lo agradezco mucho.
La gentileza a que se refería la señorita Conway consistía
en que, a las horas de comer, Donovan le había
pasado un par de veces el tarro de pimienta.
—Confieso —dijo él— que el vivir en Nueva York
solo es una cosa muy dura. Pero también cuando la
gente de esta ciudad decide ser amiga de uno, es
amiga incondicional —se arriesgó—: Si usted me lo
permitiera, señorita Conway, le propondría que diésemos
un paseo por el parque. Muchas veces se mitigan
de ese modo las penas.
—Gracias, señor Donovan —respondió la joven—.
Acepto con gusto. Eso si piensa usted que una mujer
muerta de pena puede ser agradable a alguien.
Cruzaron las puertas de un antiguo parque, con
verjas de hierro, donde antaño tomaban el aire los
elegidos de la suerte, y se acomodaron en un banco.
Hay mucha diferencia entre los disgustos de la juventud
y los disgustos de la ancianidad. Los de la
juventud se aligeran mucho cuando otro los comparte,
mientras que en la vejez las congojas continúan
siendo las mismas.
Había pasado una hora cuando la señorita Conway
hizo una confidencia:
—El joven que ha muerto era mi prometido. Íbamos
a casarnos la primavera que viene. No piense que quiero
rebajarlo, señor Donovan, pero mi novio era conde.
Un conde auténtico. Poseía un castillo y tierras en Italia.
Se llamaba Fernando Manzzini. No había quien
fuera tan elegante como él. Entonces ocurrió que papá
puso algunas objeciones a nuestro enlace.
“Quisimos casarnos y volvió a interponerse papá. Yo
estaba segura de que mi padre y Fernando iban a batirse
en duelo. El último tenía una cuadra en P’kipsee.
Ya sabe usted dónde está eso.
“Al fin papá se mostró de acuerdo, y dijo que podíamos
contraer nupcias. La primavera que viene íbamos
a hacerlo. Fernando le presentó pruebas acreditativas
de su título y riqueza y enseguida marchó a Italia, a
fin de poner en condiciones su castillo para cuando
fuéramos. Papá se sintió muy orgulloso, pero cuando mi
novio me quiso dar unos miles de dólares para mi trosseau,
dijo algunas palabras feas. Ni siquiera quiso
que le tomase regalos ni anillos. Y, en cuanto Fernando
embarcó con rumbo a Italia, me empleé como
cajera en una confitería.
“Hace tres días recibí carta de Italia. Carta que había
pasado por P’kipsee, y en la que se me anunciaba que
Fernando había muerto en un accidente de góndola.
“Y por eso visto de luto, señor Donovan. Mi corazón
estará siempre en la tumba de Fernando. Comprendo
que me debe tomar por una compañera muy desagradable,
pero ya no puedo interesarme por nada. No
quisiera apartarlo de sus amigos ni de la alegría a
que tiene usted perfecto derecho. ¿Quiere que volvamos
a casa?”
Y ahora, niñas, sepan que, si quieren ustedes ver a
un hombre empuñar un pico y una pala, han de afirmar
que el corazón de ustedes reposa en la tumba de
otro. Porque el ser humano es, por naturaleza, desenterrador
de tumbas. Pregúntenlo a cualquier viuda y
ella les contestará.
Donovan pensó que algo había que hacer para devolverle
lo que faltaba a aquel ángel vestido de crepé
de China —los muertos siempre incomodan mucho a
los que sobreviven—. Así que dijo:
—No, no volveremos a casa ahora. Creo que lo siento
mucho, señorita Conway. Si me tuviese por un amigo…
La Conway se secó los ojos con el pañuelo.
—Tengo la fotografía de mi novio en este dije. No la
he mostrado a nadie, señor Donovan, pero a usted sí,
porque lo considero un verdadero amigo.
Donovan miró con mucho interés el dije que la señorita
Conway abrió ante sus ojos. La faz del conde
Mazzini atraía, en efecto, el interés de cualquiera. Era
de rostro suave, inteligente y casi hermoso, además de
animoso y fuerte.
—Poseo una ampliación de este retrato en mi cuarto
—dijo la señorita Conway—. Ya se la enseñaré cuando
volvamos. Es todo lo que tengo para recordar a
Fernando. Pero él siempre se hallará presente en mi
corazón —y la joven calló, acongojada.
Ante Donovan se presentaba una tarea compleja y
sutil: la de remplazar a Fernando, el infortunado conde,
en el corazón de la señorita Conway. Sentía bastante
admiración por ella para intentarlo, pero la
magnitud de la empresa lo abatía. Deseaba desempeñar
el papel de amigo simpático y capaz de hacer
olvidar dolores a cualquiera. Y desarrolló su misión
con tanto acierto, que a las dos horas ambos se hallaban
ante dos platos de mantecado. Conversaban
pensativos, aunque no había disminuido la expresión
de tristeza en los grandes ojos pardos de la señorita
Conway.
Antes de separarse, en el vestíbulo, ella corrió a su
cuarto y volvió con la fotografía ampliada, envuelta
en un pañuelo de seda.
Donovan la miró con inescrutables ojos.
—Me la dio la noche que se fue a Italia —dijo ella—.
Y yo mandé hacer una miniatura para ponerla en
el dije.
Donovan dijo con animación:
—Su novio tenía muy buen aspecto. ¿Le agradaría,
señorita, acompañarme a Coney el domingo por la
tarde?
Un mes más tarde, los enamorados anunciaban que
estaban comprometidos a la señora Scott y a los huéspedes.
La señorita Conway seguía vistiendo de negro.
Una semana después de decirlo, los dos se sentaban
en el mismo banco del parque de la ciudad donde lo
hicieran la primera vez. Las hojas volanderas de los árboles
dibujaban, al caer, los contornos de los jóvenes.
Donovan se había manifestado huraño todo el día,
y tan silente estaba por la noche, que los labios de su
amor no pudieron contener la pregunta que los acuciaba.
—¿Qué te pasa, Andy? Estás serio como un entierro.
—No me pasa nada, Maggie.
—Te engañas. Nunca has estado así. ¿Qué te pasa?
—Nada importante, Maggie.
—Sí, te pasa, y quiero saberlo. Si prefieres a otra,
quítame el brazo de encima y vete con ella.
Andy repuso prudente:
—Verás. ¿Has oído hablar de Mike Sullivan? Todos
lo llaman el Gran Mike Sullivan.
—No sé quién es, ni me importa —dijo Maggie—. Si
no me das más noticias suyas…
Andy repuso casi reverentemente:
—Es el hombre más grande de Nueva York. Puede
hacer lo que quiera en las cosas políticas. Tiene una
estatura de una milla y es tan ancho como el East
River. Si se dice algo contra Mike, en un momento se
le enfrentan a uno un millón de partidarios suyos.
Hace poco visitó Inglaterra, y creo que los reyes se
escondieron en sus agujeros como conejos del miedo
que tenían.
“Se da el caso de que el Gran Mike es amigo mío.
Tengo cierta influencia política en el distrito y Sullivan
es un excelente amigo de los pobres hombres, o se
muestra un pobre hombre, como lo es, ante los que
tienen determinado peso.
“Hoy lo he encontrado en el Bowery y, ¿sabes lo que
me dijo?”
—No.
—Pues se me acercó y pidió: “Me has ayudado mucho
en esta barriada y estoy muy orgulloso de ti. Vamos
a tomar unas copas”.
“De acuerdo con ello, tomé un whisky y él fumó un
tabaco. Luego le anuncié que iba a casarme dentro
de dos semanas.
“—Andy —respondió—, envíame una invitación para
que me acuerde. No quiero dejar de ir a tu boda.
“Eso me dijo el Gran Mike y nunca falla en el cumplimiento
de lo que ofrece.
“Tú no comprendes ciertas cosas, Maggie, pero yo
sí. Y es que quisiera que Mike vaya a nuestra boda.
Ese día será el mejor de mi vida. Cuando Mike Sullivan
concurre a una boda, el casado lo está para
toda la vida. Y por eso puedo parecerte disgustado
esta noche.”
Maggie dijo con naturalidad:
—Si tanto te interesa, ¿por qué no lo invitas?
Andy repuso con tristeza:
—Hay una razón que me lo impide, y no me preguntes
cuál es, porque no te la puedo decir.
—Ni me importa —repuso Maggie—. Se trata de cosas
de política y de eso no entiendo nada.
—Oye, Maggie —preguntó Andy—, ¿me quieres tanto
como al conde Mazzini?
Esperó largo rato, pero Maggie no respondió. Y, de
pronto, la joven se apoyó en el hombro de su novio y
comenzó a llorar estremecida. Apretaba estrechamente
el brazo de Andy y llenaba de lágrimas su crepé de
China.
Andy, olvidando su propio disgusto, dijo:
—¡Vamos, vamos! ¿Qué te pasa, mujer?
Maggie sollozó:
—Andy, te he mentido y no vas a casarte conmigo
ni a amarme más. Pero debo decirte la verdad. No ha
existido un conde en mi vida y ni siquiera he tenido
novio. No obstante, como todas las demás muchachas
los tenían y salían con ellos, me pareció bien
decir que a mí me había sucedido lo mismo. Yo sabía,
como tú, que me sentaba bien el negro. Así que fui a
un taller de fotografía y compré esa foto, mandé hacer
una miniatura para mi dije y te conté la historia
del conde y de que había muerto. Todo era para poder
vestir de negro. Mas, nadie puede querer a una mentirosa,
y eso te pasará a ti; me moriré de vergüenza.
No quería más que a mi Andy, y ahora…
Pero, en vez de ser rechazada, Maggie sintió que el
brazo de Andy la apretaba fuertemente. Lo miró y vio
su faz tranquila y sonriente.
—¿Me perdonas, Andy?
—No faltaba más —dijo Donovan—. Ya está todo
aclarado. Que siga el conde en el cementerio. Todo lo
has arreglado ahora, Maggie. Esperaba que lo hicieses
antes del día de la boda. Eres muy buena chica.
Maggie dijo con tímida sonrisa, ya segura del perdón:
—¿Creíste alguna vez esa historia del conde?
—Del todo, no —dijo él—, porque la fotografía que
llevas en el dije es la de Mike Sullivan.
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