O. Henry
(William Sydney Porter)

(North Carolina, 1862 - New York, 1910)


Mientras el coche espera (1908)
(“While the Auto Waits”)
The Voice of the City
(New York: The McClure Company, 1908, 244 págs.)



      A principios de primavera la joven vestida de gris volvió, como de costumbre, al quieto rincón del pequeño y silencioso parque. Se sentó sobre un banco y comenzó a leer un libro, porque faltaba media hora, para lo que ella sabía.
       Repitámoslo: vestía de gris. Y tan sencillo que así lograba ocultar su impecabilidad de estilo y corte. Un amplio velo semiocultaba su sombrero en forma de turbante, y su rostro, que irradiaba una serena y no buscada belleza. Había ido allí los dos días anteriores, y una persona que no lo ignoraba.
       El joven que no lo ignoraba se acercaba allí ofreciendo mentales sacrificios en el ara de la suerte. Y su piedad fue recompensada porque, al volver la mujer una página, el libro se le deslizó de las manos y cayó al suelo, a un paso de distancia del banco.
       El hombre lo recogió con instantánea avidez y lo devolvió a su propietaria con galantería y esperanza. Con placentera voz, aventuró un comentario sobre el tiempo —ese manido tema que ha causado tantas infelicidades en este mundo— y luego permaneció inmóvil un momento, esperando su destino.
       La muchacha lo miró despaciosamente. En el vestido corriente de aquel hombre y en sus facciones no se distinguía nada de extraordinario.
       —Puede sentarse si gusta —dijo con lenta y llena voz de contralto—. Por mi parte no me molesta. Hace muy poca claridad para seguir leyendo y preferiría un rato de charla.
       El vasallo de la suerte se sentó al lado de la mujer, muy satisfecho. Y habló en seguida, empleando la fórmula que los conquistadores de parque eligen para sus parlamentos.
       —¿Sabe que es usted la mujer más asombrosamente guapa que he conocido? Me fijé en usted ayer. ¿No hay nadie, nena mía, que viva deslumbrado por esos dos faros que tiene usted en la cara?
       La muchacha habló con tono glacial:
       —Quienquiera que sea usted, ha de empezar por saber que yo soy una dama. Le excuso sus palabras porque, sin duda, son muy naturales en su ambiente. Le autoricé a que, se sentara a mi lado, pero si la, autorización va a constituirme en nena suya, considérela retirada.
       El joven se expresó suplicantemente.
       —Le pido perdón. A su expresión satisfecha había sucedido otra de penitencia y humildad. La culpa ha sido mía —dijo— Ya sabe que hay muchachas en los parques... Bueno, usted no lo sabe, pero... Porque yo...
       —Dejemos eso. Desde luego, sé lo que pasa con las muchachas de los parques. Pero prefiero que hablemos de otra cosa. Por ejemplo, de la gente que va y viene por estos senderos. ¿Adónde se dirigen? ¿Por qué tienen tanta prisa? ¿Serán felices?
       El joven abandonó casi en el acto sus aires de donjuan plebeyo. No sabía el papel que le indicaba que jugase y lo más prudente era esperar.
       —Desde luego, es interesante examinarlos —respondió, pesando bien sus palabras—. Al fin y al cabo, representan el maravilloso drama de la vida. Algunos van a cenar y otros..., a otros sitios. Pero no conocemos sus respectivas historias...
       —Yo tampoco lo sé —dijo la muchacha y, por otra parte, no soy demasiado inquisitiva. Si vengo aquí es para sentirme más cerca del grande, vibrante y común corazón de la humanidad. Porque vivo en un ambiente al que no llegan los latidos de la gente. ¿Comprende por qué deseo hablarle, señor...?
       —Parkenstacker —completó el joven. Parecía, animoso y esperanzado.
       La joven alzó el dedo índice y esbozó una ligera sonrisa.
       —No. Lo hubiera reconocido inmediatamente. Es imposible disfrazar el nombre de uno. La misma cara lo dice. Este velo y este sombrero (que son de una doncella mía y me proporcionan un relativo incógnito. Sí, ¿verdad? Pues mi chofer, cuando piensa que no lo veo, me dirige unas miradas... Porque ocurre, sinceramente hablando, que entre esos cuatro o cinco apellidos que pueden considerarse incluidos en el santuario de los santuarios, el mío es uno de ellos. Como le decía, señor Stackenpot...
       —Parkenstacker —corrigió, modesto, el joven.
       —Como le decía, señor Parkenstacker, deseaba hablar a alguien que perteneciese a un medio natural y no echado a perder por los despreciables matices de la riqueza, y la posición social. No sabe lo harta que estoy de lo mismo. Dinero, dinero, dinero... Estoy harta también de los hombres que me rodean y que danzan en torno mío como si fuesen marionetas, todos cortados por la misma tijera. Estoy harta de los placeres, de las joyas, de los viajes, de la sociedad y de toda clase de lujos.
       El joven dijo, titubeante:
       —Yo siempre he creído que el dinero era una cosa muy útil.
       —Siempre es útil no estar siendo un nadie, entre otros. Pero cuando se tienen millones de sobra... —La muchacha concluyó la sentencia con un ademán de desesperación—. Lo que molesta —continuó— es la monotonía que encierra. Viajes, comidas, teatros, bailes, cenas nocturnas, y todo bajo el signo de la dorada opulencia. A veces casi me vuelve loca el tintinear del hielo en mi copa de champaña.
       Parkenstacker se mostró ingenuamente interesado.
       —Siempre me ha gustado —dijo— conocer estas cosas de los aristócratas y ricos. Debo ser un tonto, pero, en todo caso, deseo informarme bien de la realidad. Yo creía que el champaña se enfriaba en las botellas y no directamente en las copas.
       La joven soltó una risa musical de auténtica diversión.
       —Mire —explicó, con tono de indulgencia—, los que pertenecemos a las clases inútiles fundamos nuestra importancia en apartarnos de los precedentes establecidos. Y ahora precisamente se ha puesto de moda mezclar el hielo con el champaña. La idea la dio un príncipe de Tartaria que estaba de paso en Nueva York y que paraba en el Waldorf. Dentro de poco sobrevendrá otro capricho. Esta semana, en un banquete en la avenida Madison, a cada invitado se le puso junto al plato un guante de cabritilla verde para coger las aceitunas.
       El joven admitió con humildad:
       —Comprendo. Esas diversiones especiales de la gente de alta importancia social no llegan a ser conocidas de las personas de condición modesta.
       La joven se inclinó ligeramente, como perdonando aquel leve yerro.
       —A veces he pensado que, si alguna vez me enamorase de un hombre, había de pertenecer a la clase baja. De un trabajador y no de un vago. Pero las exigencias de la riqueza y la casta, son más fuertes que mi inclinación. Por qué le confiaré estas cosas, señor Packenstarker?
       —Parkenstacker —corrigió el joven—. Verdaderamente no sabe lo que aprecio su confianza.
       La muchacha le contempló con una mirada fría e impersonal apropiada a la diferencia de sus posiciones sociales.
       —A qué se dedica usted, señor Parkenstacker? —continuó.
       —A algo muy humilde. Pero espero abrirme camino en el mundo. ¿Hablaba de verdad cuando dijo, que preferiría, antes que con otros, casarse con un hombre de modesta posición social?
       —Hablé de verdad. Sólo que en condicional. Como están un gran duque y un marqués... Sí, nada me importaría que un hombre fuese muy humilde en su oficio, con tal de que resultase tal como yo quisiera.
       Parkenstacker declaró:
       —Yo trabajo en un restaurante...
       —¿De camarero? —dijo la muchacha, estremeciéndose, ligeramente—. No porque el trabajo no sea noble, sino porque esos servicios personales, como ayuda de cámara o...
       —No soy camarero; soy cajero en... —Señaló un cartel eléctrico que al otro lado del parque decía
RESTAURANTE—. Soy cajero en ese establecimiento.
       La muchacha consultó un reloj de pulsera, de rico diseño, que llevaba en el brazo izquierdo, y se levantó presurosamente. Guardó el libro en un esplendente bolso que llevaba suspendido a la cintura y para el que el libro resultaba demasiado grande.
       —¿Cómo no está usted trabajando? —preguntó.
       —Trabajo en el turno de noche —respondió el hombre y no empiezo la jornada hasta dentro de una hora. ¿Puedo verla otro día?
       —No lo sé. Acaso. Pero puedo no volver a sentir este capricho. Esta noche tengo que ir a una comida, y a la ópera, y... Siempre lo mismo... Si se ha fijado en un automóvil que espera en la esquina del parque, con la carrocería blanca...
       —¿Y ruedas rojas? —preguntó el joven, frunciendo meditativamente el entrecejo.
       —Ése. Siempre vengo en él y dejo a Pierre esperándome. Cree que he ido de compras a la tienda de allí al lado. Estas cosas de la vida social nos obligan a engañar hasta a los chóferes. Buenas noches.
       —Es muy tarde ya —dijo Parkenstacker— y a esta, hora hay muchos tipos dudosos en el parque. Si me permite acompañarla...
       La muchacha dijo firmemente:
       —Si tiene en la menor consideración mis deseos, no se moverá de este banco hasta diez minutos después de que yo me haya ido. No quiero ofenderle, pero habrá visto que los automóviles llevan generalmente el monograma de sus propietarios. Buenas noches.
       Y, rápida y majestuosa, desapareció en la oscuridad. El joven contempló su graciosa silueta hasta que la vio llegar a la acera exterior del parque, dirigiéndose a la esquina donde estaba parado, en efecto, el automóvil. Y entonces, sin vacilar y traicionando lo que le pidieran, se deslizó entre árboles y arbustos, siguiendo un camino paralelo al de la muchacha.
       Al llegar a la esquina ella se detuvo un instante, miró el automóvil y continuó andando. Oculto tras un taxi el joven seguía todos los movimientos de su desconocida amiga. La vio cruzar la calle, llegar a la acera opuesta y penetrar en el restaurante cuyo cartel le sirviera a él, poco antes, de punto de referencia. El establecimiento, era, desde luego, muy vistoso, con abundancia de cristal y pintura blanca, y allí se podía comer ostentosamente y por poco precio. La muchacha atravesó una de las puertas traseras del local y volvió a salir sin sombrero ni velo.
       El mostrador del cajero estaba muy cerca de la entrada. Una moza pelirroja bajó de la especie de estrado en que se hallaba la registradora. Miraba atentamente el reloj. La muchacha vestida de gris ocupó su lugar.
       El joven del parque hundió las manos en los bolsillos y caminó lentamente por la acera. Junto a la esquina su pie tropezó con un libro caído. Por su llamativa cubierta lo reconoció como el libro que había estado leyendo la muchacha. Lo levantó despreocupadamente y observó que su título decía: Nuevas Noches Árabes, por Stevenson[1]. Dejó caer el libro sobre la hierba y, durante unos instantes, permaneció irresoluto. Luego entró en el automóvil, se reclinó en los cojines y se dirigió al conductor:
       —Al club, Henri.



N. del T.:

[1] Nuevas noches árabes (New Arabian Nights), colección de cuentos cortos escrita por Robert Louis Stevenson (1850-1894), donde el protagonista, el Príncipe Florizel de Bohemia, encubre su identidad bajo un disfraz para desenvolverse entre sus súbditos y así involucrarse en toda serie de aventuras fantásticas. Es precisamente este argumento el que da pie a la muchacha para hacerse pasar por una dama de la alta sociedad mezclada con gente humilde.



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