O.
Henry
(William Sydney Porter)
(North Carolina, 1862 -
New York, 1910)
Una Navidad en el empalme (1904)
(“Christmas by Injunction”)
Originalmente publicado en la sección Sunday Magazine del periódico New York World,
Vol. 45, Núm. 15819 (11 de diciembre de 1904);
Heart of the West
(Nueva York: McClure Co., 1907, 334 págs.)
Yellowhammer era un pueblo minero construido
básicamente de lona y madera de pino sin desbastar. Cherokee era el padre
cívico de Yellowhammer. Era un buscador de filones. Un día, mientras su burro
devoraba agujas de pino mezcladas con trozos de cuarzo, el pico de Cherokee
sacó un pedazo de metal de treinta onzas de peso. Denunció el yacimiento y
obtuvo la concesión. Como le gustaba darse corte de hombre hospitalario y
abierto, invitó a los amigos que vivían en los tres estados más cercanos al pueblo,
para que fuesen a la región y poder compartir su fortuna con ellos.
Ninguno de los invitados declinó la invitación
ni perdió la oportunidad, ni ninguno dijo que sentía no complacer a su amigo.
Todos afluyeron desde el condado del Gila, desde Río Salado, desde Pecos, desde
Alburquerque, desde Fénix y Santa Fe, y hasta de las planicies que existen
entre aquellos lugares.
Cuando se congregaron un millar de ciudadanos y
todos plantearon sus derechos respectivos a las concesiones mineras, le dieron
a la nueva población el nombre de Yellowhammer, nombraron un cuerpo de
vigilantes y regalaron a Cherokee una cadena de reloj hecha de pepitas de oro.
Tres horas después de aquellas ceremonias
resultó que Cherokee no se había topado con una mina, sino con un simple
depósito suelto de mineral aurífero. Entonces lo dejó y realizó infinitos
intentos. La suerte se había limitado a rozarle un poco, pero nada más. Jamás
encontró en Yellowhammer ni el polvo de oro suficiente para pagar sus gastos en
el bar. Pero el millar de personas a las que había invitado a ir allí
prosperaban magníficamente, y Cherokee los felicitaba y sonreía.
Los habitantes de Yellowhammer pertenecían a ese
tipo de hombres que se sacan el sombrero ante aquel que sabe perder sonriendo.
Por lo tanto, invitaron a Cherokee a que les dijera cómo y de qué manera podían
serle útiles.
—¿A mí? —dijo Cherokee—. No hablemos de eso.
Seguiré insistiendo y buscaré oro en el Mariposas. Si me va bien, ya se
enterarán. Yo no soy de los que dejan de lado a sus amigos.
En mayo Cherokee juntó sus pertenencias sobre el
lomo de su burro y dirigió su activa frente de piel de color de ratón hacia el
Norte. Muchos ciudadanos lo acompañaron como escolta hasta los indefinidos
límites de Yellowhammer y se despidieron con repetidos adioses y muchos
consejos y recomendaciones. Lo obligaron a aceptar que llevara cinco
cantimploras tan llenas que no quedaba aire entre corcho y contenido, y se le
recordó que podía pensar en Yellowhammer como un lugar donde siempre tendría
una cama para dormir, jamón con huevos para comer y agua caliente para
afeitarse; se le hacía esta oferta permanente, pensando que la suerte tal vez
no le sonriera cuando desembarcase en el Mariposas.
El título de padre cívico de Yellowhammer le fue
concedido por los buscadores de oro de acuerdo con su popular sistema de
nomenclatura. No era necesario para un ciudadano exhibir su partida de bautismo
para recibir un sobrenombre. El apellido de cada uno era de su personal
propiedad. Pero para llamarlo de modo más directo en el bar y poder
diferenciarlo de otros hombres de camisa azul, era mejor un apelativo temporal,
en forma de título o de epíteto, que le fuera endosado por el público. Las
peculiaridades personales solían proporcionar el origen de esos bautismos no
legales. A muchos se los “bautizaba” geográficamente, por el nombre de la
región de donde decían venir. Algunos explicaban sin vergüenza que se llamaban
Thompson o Adams, y esto enturbiaba casi siempre la sonoridad de sus otros
sobrenombres. Algunos tipos de dudosa apariencia y desvergonzados daban sin
dudar sus nombres propios. A esto se lo consideraba un exceso de arrogancia y
no solía gozar de popularidad. Uno que dijo llamarse Chesterton L. C. Belmont y
lo demostró con cartas que le habían dirigido con tal nombre, recibió la orden
imperativa de dejar el pueblo antes de que anocheciese. Los que gozaban de más
popularidad eran de este estilo: Bajito, Piernas Zambas, Tejas, Guillermo el
Vago, Rogers el Sediento, Riley el Cojo, El Juez, Ed California... y Cherokee se
ganó el sobrenombre a que se hace referencia porque afirmó haber vivido un
tiempo con los indios cherokees.
El duodécimo día de diciembre, Baldy, que era el
encargado del correo, llegó a Yellowhammer con noticias muy importantes.
—Vi en Alburquerque —dijo Baldy a los
parroquianos del bar— a Cherokee hecho un gran señor y vestido como el zar de
Rusia, gastando dinero a montones. Los dos nos divertimos de lo lindo, y
bebimos vino de ese que hace espuma, y Cherokee no me dejó pagar nada. Tenía
los bolsillos tan llenos de dólares como la banca de una mesa de juego.
—Cherokee dio con un yacimiento de oro –opinó Ed
California—. Es muy buen tipo y me alegro mucho de sus éxitos.
—Cherokee podría venir a Yellowhammer a charlar
con los amigos —agregó otro, algo molesto—. Pero así son las cosas. Cuando a
uno le va bien, ya no se acuerda de los demás.
—Espere —interrumpió Baldy—. A eso iba. Cherokee
ha encontrado un yacimiento de un metro de profundidad en el Mariposas. Con eso
podría irse a vivir a Europa forrado de riquezas. Pero en vez de hacer eso, se
lo vendió a un sindicato por cien mil dólares al contado. Se compró un abrigo
de piel de foca y un trineo rojo. ¿A qué no imaginan lo que se propone hacer
ahora?
—Poner un garito —señaló Tejas, que cuando
imaginaba las posibilidades de pasarla bien sólo pensaba en el juego.
—Volver a buscar a su amada —dijo Bajito, un
mozo pintón, que siempre hablaba con voz cantarina, que solía llevar
fotografías de mujeres en el bolsillo y que se adornaba el cuello con un
pañuelo bordó.
—¿Piensa comprar un bar? —preguntó Rogers el
Sediento.
—Cherokee —continuó Baldy— me llevó a una
habitación que tiene reservada y me enseñó todo lo que tenía. Estaba llena de
tambores, muñecas, patines, bolsitas de caramelos, animales de trapo, cajitas
de sorpresas, pitos y más cosas propias para niños. ¿Saben lo que se propone
hacer con todas esas inutilidades? No lo adivinarán, pero Cherokee me lo dijo.
Piensa cargarlo todo en su trineo rojo y... Pero esperen un minuto y no pidan
más copas por ahora. Quiere venir a Yellowhammer y obsequiar a todos los niños
del pueblo con el mayor árbol de Navidad que se haya visto nunca, y con la
mayor muñeca de esas que lloran, y con la mejor juguetería que se haya visto al
oeste del cabo Hatteras.
Siguieron dos minutos de absoluto silencio a las
palabras de Baldy. El mutismo fue interrumpido por el cantinero, quien,
comprendiendo sagazmente que el momento era oportuno para mostrar liberalidad,
hizo servir por su cuenta una docena de vasos de whisky para todos los reunidos
ante el mostrador. Los vasos llegaron patinando uno tras otro por la superficie
húmeda. Una botella cerraba la marcha.
—Pero no les contaste que... —dijo un minero al
que llamaban Trinidad.
—No —respondió Baldy, pensativo—. Ni sé cómo hacerlo.
Cherokee ha comprado y pagado ya todas esas inutilidades navideñas. Además, los
dos teníamos el cerebro un poco confuso por lo que habíamos chupado, como ya
expliqué, y no se me ocurrió decirle nada, para aclararle sus conceptos al
respecto.
—No puedo dejar de demostrar cierta sorpresa —señaló
el Juez, colgando de la barra su bastón de puño de marfil— con respecto a la
errónea idea que tiene Cherokee de nuestra... de su población.
—Pues el comprenderlo no constituye la octava
maravilla del mundo —replicó Baldy—. Cherokee no está en Yellowhammer desde
hace siete meses. En este tiempo podían haber sucedido muchas cosas. ¿Cómo
quieren que sepa que en esta población no hay un solo niño y que, si nos
guiamos por las huellas que ofrece la inmigración femenina, no es de esperar
que tengamos ni uno en mucho tiempo?
—Pensando bien en ello —observó Ed California—,
es curioso que ninguno lo haya pensado. Pero la localidad no se ha desarrollado
lo suficiente para dar cabida a la brigada del carmín y el estropajo. ¿No les
parece?
—Para rematar sus propósitos pascuales —continuó
Baldy—, Cherokee se propone llegar vestido de Papá Noel. Tiene una peluca y una
barba blanca que lo ocultan por completo y le hacen parecer una de esas
estampas que se ven en los libros de William Cullen Longfellow. También ha
preparado ropas rojas que hacen juego con las pieles, y unos guantes de ocho
onzas, y un gorro rojo, picudo y con borla. ¿No es lamentable que con semejante
aparato no vaya a encontrar un sólo Guillermín o una sola Anita deseosos de los
regalos de San Nicolás?
—¿Cuándo va a venir Cherokee con su cargamento? —inquirió
Trinidad.
—La víspera de Navidad —respondió Baldy—. Y
quiere que le tengamos preparado un cuarto para almacenar los juguetes y un árbol
ya cortado y listo para plantar. Y quiere que las mujeres que sean invitadas
contengan sus lenguas para no privar de la sorpresa a los niños.
La conversación de aquellos hombres describía
con exactitud la condición estéril de Yellowhammer. Nunca una voz infantil
había animado el interior de las toscas moradas, ni unos diminutos pies, que
proporcionan tanta felicidad, habían pisado el descuidado camino que corría
entre las dos filas de tiendas de campaña y edificios burdamente construidos.
En el futuro, sí habría niños. Pero por ahora Yellowhammer era un campamento de
montaña y no se encontraba en él ni un solo par de pícaros e inquisitivos ojos
abriéndose por la mañana al encanto del día. No existían menudas manos que
intentasen asir los desconcertantes arreos de San Nicolás, ni entusiasmadas
voces pueriles podían recibir con alegría los espléndidos regalos del afectuoso
Cherokee.
En Yellowhammer no había más que cinco mujeres.
La mujer del verificador de metales, la
propietaria de la fonda Lucky Strike y una lavandera en cuya tina quedaba
diariamente, después del trabajo, una onza de polvo de oro. Esas eran las
vecinas permanentes. Las que se hallaban como transeúntes se llamaban las
hermanas Lentejuela. Atendían, respectivamente, por los nombres de Erma y
Fanchon y pertenecían a la Compañía Transcontinental de Comedias, que entonces
representaba piezas de repertorio en el “improvisado” Teatro Imperial. En
cambio, no se contaba ni con un solo llanto de niño. Algunas veces la joven
Fanchon interpretaba con ingenio y destreza el papel de algún chico robusto,
pero entre sus contornos y los perfiles preadolescentes que la fantasía parecía
designar como propios de los destinatarios de las ofrendas de Cherokee, se
interponía un abismo.
El día de Navidad caía el jueves siguiente. El
martes por la mañana, Trinidad, en vez de dirigirse al trabajo, fue al Lucky
Strike y preguntó por el Juez.
—Sería indigno de Yellowhammer —expuso Trinidad—
decepcionar a Cherokee, y precisamente en las Navidades. Puede decirse que ese
hombre es el fundador de la ciudad. Voy a ver lo que puedo hacer para
complacerle en su papel de Papá Noel.
—Con placer prestaré mi cooperación —agregó el
Juez—. Debo a Cherokee muchos favores. Hasta ahora he pensado que la carencia
de niños era un lujo que nos dábamos, pero en el presente caso... En fin, no sé
lo que podríamos hacer.
—Tiene adelante suyo —dijo Trinidad— a un hombre
de iniciativa y recursos mentales. Voy a enganchar el carro y traeré un
cargamento de niños para que asistan a la fiesta de Navidad, aunque tenga que
raptar a todos los internados de un asilo de huérfanos.
—¡Eureka! —exclamó el Juez, con entusiasmo.
—No fuiste tú quien ha descubierto nada —atajó
Trinidad decididamente—, sino yo. En el colegio me enseñaron esa palabra
latina.
—Te acompañaré —manifestó el Juez, empuñando su
bastón—. Acaso la elocuencia y don de lenguaje que pueda yo poseer persuadirán
a nuestros jóvenes amigos de que apoyen el proyecto.
Una hora más tarde, Yellowhammer en pleno sabía
y aprobaba el plan de Trinidad y el Juez. Algunos ciudadanos, que conocían
familias con hijos en una extensión de cuarenta millas a la redonda, ofrecieron
su colaboración, concretada en informes. Trinidad tomó cuidadosa nota de todo y
después se lanzó a la caza de un vehículo con sus correspondientes caballos.
El primer lugar en que contaban detenerse era
una casa de duros troncos, ubicada a unas quince millas de Yellowhammer. Cuando
Trinidad llamó, un hombre abrió la puerta y, atravesando la explanada delantera
de la casa, se dirigió a la vencida tranquera de entrada. En el umbral de la
cabaña se hacinaban varios niños, andrajosos algunos, pero todos rebosantes de
curiosidad y salud.
—Verá usted —explicó Trinidad—. Nosotros vivimos
en Yellowhammer, y hemos salido a secuestrar niños, en el buen sentido de la
palabra. Uno de nuestros más sobresalientes ciudadanos se ha obsesionado con hacer
de San Nicolás, y mañana llegará al pueblo cargado con la mitad de los juguetes
de maravillosos colores que se fabrican en Alemania. El más joven de los
vecinos de Yellowhammer lleva una cuarenta y cinco en el cinturón y usa navaja
de afeitar. De manera que no estamos muy bien preparados, digamos, para empezar
con exclamaciones de asombro cuando alguien encienda las velitas del árbol de
Navidad. Si usted, compañero, nos presta unos cuantos niños, le damos nuestra
palabra de devolvérselos sanos y salvos el mismo día. Volverán después de haber
pasado un buen rato y traerán ejemplares de El Robinson Suizo, y tambores
rojos, y cuernos de la abundancia, y otros regalos del mismo estilo. ¿Qué le
parece?
—En otras palabras —completó el Juez—, hemos
descubierto, por primera vez, en nuestra embriónica aunque progresiva
localidad, los inconvenientes de la ausencia de niños. Habiendo llegado la
época del año en que es costumbre obsequiar a los tiernos y jóvenes reto...
—Entiendo —dijo el padre, apretando con un dedo
el tabaco de la chimenea de su pipa—. No pienso hacerles perder su tiempo,
señores. Mi mujer y yo tenemos siete hijos y, examinándolos a todos en
conjunto, no veo que ni ella ni yo podamos prescindir de ninguno para complacer
a ustedes. Mi mujer ha preparado maíz confitado y tiene unos cuantos muñecos de
trapo en los baúles, y pensamos ofrecer a los pequeños una idea de lo que es la
Navidad según nuestras limitadas posibilidades. Por mucho que quisiera, no
vería el momento de desprenderme de ninguno de los muchachos. Gracias por su
amabilidad, señores.
Descendieron la ladera y se encaminaron hacia el
rancho de Wiley Wilson. Trinidad repitió su petición y el Juez la subrayó con
su poderosa antifonía. La mujer de Wiley llamó a su lado a sus dos sonrosados
vástagos y no los dejó alejarse de su pollera hasta que Wilson, riendo, movió
la cabeza. Otra negativa.
Trinidad y el Juez agotaron sin resultado
positivo más de la mitad de su lista. Ya el crepúsculo descendía sobre las
montañas. Pasaron la noche en una posada y se pusieron en movimiento al llegar
la mañana siguiente.
En el carro no había subido ni un solo pasajero,
aparte de los dos hombres que lo guiaban.
—Empieza a crecer en mi cerebro —dijo Trinidad— la
idea de que pedir niños prestados en vísperas de Navidades es como pedir
manteca a un hombre que se dispone a preparar en el horno bollos calientes.
—Es un hecho indiscutible —acordó el Juez— que
los vínculos familiares parecen más estrechos y coherentes que nunca en esta
época del año.
El día anterior al de la Pascua navideña los dos
gestores recorrieron treinta millas, e hicieron cuatro paradas y otras tantas
inútiles tentativas. Por lo que se veía, a todos los interpelados les parecía
tener un tesoro en sus hijos.
Caía el sol cuando la esposa del jefe de sección
de un solitario ferrocarril les dijo, mientras resguardaba tras ella su tampoco
disponible progenie:
—En el empalme de Granito hay una mujer que acaba
de alquilar el bar de la estación. Creo que tiene un niño. Quizá se lo preste.
A las cinco de la tarde Trinidad tiró de las
riendas de las mulas en el empalme de Granito. El tren acababa de partir con su
carga de alimentados y repantigados pasajeros.
En el sector de la escalera que conducía al bar
de la estación había un niño de unos diez años, fumando un cigarrillo. El comedor
del bar se hallaba en un total estado de caos después de satisfacer a tantos
peripatéticos apetitos. Una mujer aún joven estaba recostada, exhausta, en una
silla. En su rostro se dibujaban huellas de sufrimiento. Sin duda, había
poseído en otros tiempos cierta clase de belleza que no la abandonaría jamás
pero que jamás volvería. Trinidad se lanzó a cumplir la misión que lo llevaba allí.
—Consideraré un favor que se lleven a Bobby por
algún tiempo —dijo ella con voz cansada—. Tengo que trabajar aquí de la mañana
a la noche y no me queda tiempo para atenderlo. Además, está aprendiendo muchas
malas costumbres de los hombres que vienen a comer aquí. Si se lo llevan, será
el único modo de que goce de las Navidades.
Los hombres salieron y conferenciaron con Bobby.
Trinidad describió con vívidos colores las glorias del árbol de Navidad y sus
regalos.
Además, mi joven amigo —añadió el Juez—, San
Nicolás en persona va a presentarse a distribuir los obsequios, símbolo de los
que ofrendaron los pastores de Belén, y...
—Lárguense de aquí —dijo el chico, mirándoles
perversamente con el rabillo del ojo—. No soy un chiquito. No existe San
Nicolás. Son los mayores los que compran los juguetes y se los ponen a los
pequeños mientras están dormidos. Después marcan huellas en la ceniza de la
chimenea, con las pinzas, para hacer como que ha pasado por allí el trineo de
San Nicolás.
—Podrá ser así —respondió Trinidad—, pero no es
así; los árboles de Navidad no son un cuento de hadas. Y el de ahora va a
parecer como el almacén de juguetes de todo a diez centavos que hay en
Alburquerque. Imagina todo lo que se vende allí reunido en un solo árbol. Habrá
tambores, y arcas de Noé, y gorros, y...
—¡Porquerías! —exclamó Bobby irritado—. Hace
mucho que prescindí de todo eso. Yo lo que quiero es un fusil. Y no de salón,
sino de verdad, para poder cazar gatos salvajes. Seguramente no tienen ustedes
un fusil verdadero en su árbol de Navidad.
—No puedo asegurarlo —contestó Trinidad
diplomáticamente—. Tal vez sí. Podés venir con nosotros y verlo.
Así, alimentada una esperanza, aunque débil, el
dubitativo joven otorgó su consentimiento. Y con aquel único beneficiario de la
bondad de Cherokee los buscadores de niños emprendieron el regreso al pueblo.
En Yellowhammer un galpón vacío fue transformado
en lo que podía ser el entoldado de una feria de Arizona. Las mujeres habían
hecho bien su trabajo. En el centro del galpón se elevaba un enorme árbol de
Navidad, cubierto de velitas, adornos y juguetes hasta la más alta de las
ramas, suficientes para una veintena de niños. A medida que llegaba el
crepúsculo una multitud de ojos ansiosos habían empezado a mirar la calle,
esperando el retorno de los proveedores de niños. Cherokee había penetrado en
la población al mediodía, con su trineo lleno de paquetes, cajas y atados de
todos los tamaños y formas. Tan intensamente se embarcó en la preparación de
sus planes altruísticos, que ni siquiera notó que no se veían niños por ninguna
parte. Nadie se animó a explicarle el humillante estado que en aquel sentido se
encontraba Yellowhammer, porque esperaban que los esfuerzos de Trinidad y del
Juez alcanzasen para suplir la deficiencia.
Cuando el sol se puso, Cherokee, haciendo muchas
señas y muecas con su curtido rostro, se retiró a una habitación apartada,
llevándose el paquete que contenía su disfraz de San Nicolás y otro bulto que
contenía regalos especiales, que no había mostrado a nadie.
—Cuando los niños estén reunidos —indicó al
comité de voluntarios que se habían encargado de los arreglos pertinentes—,
enciendan las luces del árbol y hagan que los pequeños empiecen a cantar: El
gatito busca un rincón y El rey Guillermo. Cuando todos estén bien distraídos,
San Nicolás aparecerá en la entrada. Creo que habrá abundantes regalos para
todos.
Las mujeres se movían alrededor del árbol, dando
los toques finales que en la práctica nunca llegaban a un final. Las hermanas
Lentejuela aparecían con los vestidos que la señora Violeta de Vere y su
doncella María iban a lucir en el nuevo drama La amada del minero. El teatro no
se abría hasta las nueve y a las dos jóvenes se las había recibido como bien
venidas visitantes con motivo del montaje del árbol de Navidad. Una y otra
auxiliaban a la comisión encargada de los festejos pascuales. A cada instante
asomaban las cabezas a la puerta, en espera y a la escucha del vehículo de
Trinidad y el Juez. Y la expectación empezaba a convertirse en ansiedad, porque
había llegado la noche y era necesario encender las luces del árbol. La
irrupción de Cherokee disfrazado era inminente.
Por fin, el carro con los buscadores de niños
hizo chirriar sus ruedas sobre el suelo de la calle. Las mujeres, lanzando
excitados grititos, se aprestaron a encender las velas. Los hombres de
Yellowhammer salían y entraban del cuarto, formando nerviosos grupos.
Trinidad y el Juez, cuyos rostros mostraban las
marcas inequívocas del cansancio de su prolongado viaje, entraron en el almacén
conduciendo a un solo chico, de aspecto travieso y que miraba con ojos
pesimistas y hoscos el brillante árbol.
—¿Dónde están los otros niños? —preguntó la
mujer del verificador, reconocida dirigente mayor de todas las actividades de
tipo social.
—Señora —dijo Trinidad, suspirando—, buscar
niños en vísperas de Navidad es como querer hallar plata en la piedra caliza.
El asunto paternal es cosa que no alcanzo a comprender. Por lo que siempre se
oye, cualquiera pensaría que los padres y las madres están deseosos de ver a
sus hijos ahogados, secuestrados, envenenados con jugos vegetales y desgarrados
por gatos monteses durante trescientos sesenta y cuatro días del año. Pero el
de Navidad todos insisten en gozar de la mortificación de la compañía infantil.
Este joven bípedo, señora, es el único fruto que han obtenido nuestras
maniobras durante dos días.
—¡Qué niño tan lindo! —comentó Erma con
acariciadora voz, acercándose y barriendo el suelo del galpón con la cola del
vestido de Violeta de Vere.
—¡Cállese! —gruñó Bobby—. ¿Quién es el niño?
Usted no, por supuesto.
—¡Qué muchacho tan decidido! —murmuró la joven
Erma, esmaltando su rostro con una sonrisa.
—Hemos hecho cuanto podíamos —aseguró Trinidad—.
Siento la desilusión de Cherokee, pero no he podido evitarlo.
Se abrió la puerta y entró Cherokee ostentando
el tradicional disfraz de San Nicolás. Una barba blanca y una abundante melena
cubrían su rostro, dejando apenas al descubierto sus ojos oscuros y brillantes.
Llevaba una bolsa al hombro.
Todos permanecieron inmóviles. Hasta las
hermanas Lentejuela dejaron de adoptar actitudes coquetas y miraron con
curiosidad la alta figura del hombre. Bobby permanecía con las manos en los
bolsillos, mirando sombríamente el afeminado y pueril árbol pascual. Cherokee
dejó su bolsa en el suelo y miró escrutadoramente el ambiente. Tal vez
imaginaba que en las cercanías estaba escondida una tropa de niños listos a
entrar ruidosamente en el galpón cuando él llegara. Finalmente, se acercó a
Bobby y le tendió su mano enguantada.
—Felices Pascuas, niño —dijo Cherokee—. Puedes
sacar del árbol cualquier cosa que te guste. ¿No quieres estrechar la mano de
San Nicolás?
—No hay San Nicolás —replicó el niño con voz
adusta—. Usted es un hombre común y lleva barba postiza. Y yo no soy ningún
niño. No me interesan las muñecas ni los caballos de hojalata. El conductor del
carro me dijo que aquí había un fusil y no lo veo. Quiero volverme a casa.
Trinidad se dijo que habría que ir a Roma por
todo. Estrechó la mano de Cherokee con calor y le dijo:
—No sabes cuánto lamento esto, Cherokee. Pero en
Yellowhammer no existe un solo niño. Hemos querido buscarlos fuera para
complacerte y en nuestro intento de pesca sólo hemos encontrado esta sardina.
Es un ateo y no cree en San Nicolás. El juez y yo creíamos poder llegar con un
carro lleno de candidatos a tus regalos.
—Entiendo —dijo Cherokee con seriedad—. Los
gastos hechos no vale la pena mencionarlos. Podemos guardar las compras en un
galpón cualquiera o tirarlas a la basura. No sé en qué estaría yo pensando,
pero no se me pasó por la cabeza la idea de que no hubiera niños en
Yellowhammer.
Mientras tanto, el resto de los allí reunidos se
entregaba a una vana pero loable imitación de lo que debiera ser una velada de
placer.
Bobby se había replegado hasta una silla distante
y miraba fríamente la escena, con una expresión de claro enojo grabada en su
cara. Cherokee, ateniéndose aún a su idea original, se acercó al pequeño.
—¿Dónde vives, muchacho? —le preguntó con
respeto.
—En la estación del empalme de Granito —contestó
Bobby.
Hacía calor en el cuarto. Cherokee se quitó el
gorro, la peluca y la barba.
—¡Hombre! —exclamó Bobby con cierto interés—. Yo
lo conozco a usted.
—¿Me has visto alguna vez? —preguntó Cherokee.
—No sé, pero su retrato sí lo he visto infinidad
de veces.
—¿Dónde?
El muchacho dudó un instante.
—En la mesa de mi casa —respondió luego.
—¿Cómo te llamas?
—Roberto Lumsden. El retrato que le digo es de
mi madre. Lo pone debajo de la almohada por las noches. Un día le vi besarlo.
Yo no haría talcosa por nada del mundo. Pero las mujeres son así.
Cherokee, levantándose, se dirigió a Trinidad.
—No dejes que el muchacho se vaya hasta que yo
vuelva —dijo—. Voy a guardar estas chucherías y a enganchar los caballos al
trineo. Tengo que llevar a este mocoso a su casa.
Trinidad se sentó en la silla que Cherokee había
ocupado hasta entonces al lado del niño.
—Bien, infiel —dijo—. Parece que tienes
demasiados años para sentir el.... de tonterías como los caramelos y los
juguetes, ¿no?
—No me gusta usted —dijo Bobby con acritud—. Me
aseguró que aquí habría un fusil. Y resulta que vengo a un lugar donde no se
puede ni fumar. Quiero volver a casa.
Cherokee llegó a la puerta con su trineo. Los
hombres colocaron a Bobby junto al conductor. Los espléndidos caballos
caracoleaban sobre la nieve. Cherokee se cubría con un abrigo de pieles que
valía quinientos dólares. Puso sobre sus rodillas y las del chico una cálida y
suave manta como el terciopelo.
Bobby sacó un cigarrillo y trató de encender un
fósforo.
—Tira ese cigarrillo —ordenó Cherokee con voz
plácida, pero insólita en él; Bobby dudó, y terminó arrojando a la nieve el pequeño
cilindro de papel.
—Tira también el paquete —ordenó Cherokee. El
chico obedeció a regañadientes.
—¿Sabe —exclamó de pronto— que me es usted
simpático? No sé por qué. Nadie hasta ahora me ha obligado a hacer cosas que yo
no quisiera hacer.
—Niño —murmuró Cherokee, ya con la voz de
costumbre—, ¿estás seguro de que tu madre besó una vez el retrato que dijiste?
—Seguro. La vi yo mismo.
—¿No decías que deseabas un fusil?
—Sí. ¿Me lo va a regalar usted?
—Mañana. Con incrustaciones de plata.
Cherokee consultó el reloj.
—Son las nueve y media. Llegaremos al empalme a
tiempo de celebrar la Navidad. ¿Tienes frío? Acércate más, hijo.
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