O. Henry
(William Sydney Porter)

(North Carolina, 1862 - New York, 1910)


El marqués y la señorita Sally (1903)
(“The Marquis and Miss Sally”)
Originalmente publicado en Everybody's Magazine,
Vol. 8, Núm.6 (junio de 1903), págs. 518-524;
Rolling Stones
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1912, 240 págs.)



      Sin saberlo, el viejo Bill Bascom tuvo el honor de ser abatido por el destino el mismo día en que le pasó idéntico incidente al marqués de Borodale.
       El marqués vivía en Regent Square, Londres, y el viejo Bill en la Quebrada del Corzo Cojo, en la comarca de Hardeman, Texas. El cataclismo que abatió la fortuna del marqués tomó la forma de algo iniciado con la repentina alteración del precio de las acciones del Monopolio Sudamericano del Caucho y la Caoba. Y la ruina del viejo Bill Bascom dependió de la Némesis que quiso aplicar a una peligrosa banda de indios civilizados que se dedicaba a robar caballos. La banda arrebató las cuatrocientas cabezas, propiedad de Bill, y remató la hazaña matándolo a tiros cuando los perseguía. Hasta se parecieron las consecuencias de las dos catástrofes, porque cuando el marqués averiguó que todo lo que sobrevivía a su ruina era la cantidad de quince chelines, resolvió pegarse un tiro, y así lo hizo.
       El buen Bill dejó una familia formada por seis hijos de uno y otro sexo, sin madre, para colmo, y todos se encontraron sin un mal filete de venado que comer, ni dinero para poderlo comprar.
       El marqués dejó un hijo joven, que se había ido a los Estados Unidos y montado un rancho en el Panhandle de Texas. Cuando el joven supo las malhadadas noticias, montó a caballo y se encaminó a la ciudad. Allí dejó todo lo que poseía —excepto su bestia, su silla de montar, su winchester y quince dólares sueltos— en manos de sus abogados, con instrucciones de que vendiesen sus propiedades y las dedicaran a pagar las deudas que su padre dejara en Londres. Luego tornó a saltar al rocín y se dirigió hacia el sur.
       Un día llegaron a la vez, aunque por diferentes caminos, dos mancebos al rancho Cruz de Diamantes, en Piedrecita, y pidieron trabajo. Los dos vestían limpios y adecuados trajes vaqueros. Uno era un mozo bien formado, de facciones delicadas, cabello corto y oscuro y cutis tostado por el sol hasta darle un tono suavemente dorado. El otro era más recio y ancho de hombros, con la cara lozana y rubicunda, el rostro pecoso, rizado cabello rojizo y un semblante que, aunque feo, parecía atractivo por lo riente de sus ojos y la expresión placentera de su boca.
       El capataz mayor del rancho Cruz de Diamantes entendió que podía dar trabajo a los dos jóvenes. Justo aquella mañana le habían dicho que el cocinero del rancho —que suele ser uno de los miembros más importantes del personal de un campamento— había ensillado su potro y partido, ya que se sentía incapaz de soportar el tiroteo de burlas y bromas pesadas de que era objeto, en virtud de su oficio.
       —¿Saben cocinar? —preguntó el capataz.
       —Yo sí —dijo en el acto el tipo pelirrojo—. He cocinado muchas veces en los campamentos. Con gusto me encargaré del empleo hasta que tenga usted algo mejor que ofrecerme.
       —Así hablan los hombres —dijo, aprobatorio, el capataz—.Voy a darte una nota para Saunders y él te dará el trabajo.
       De este modo, los nombres de John Bascom y Charles Norwood pasaron a figurar en las nóminas del rancho, y los dos se dirigieron al campamento poco antes de la hora de comer. Les habían dado instrucciones sencillas, pero claras:
       “Sigan durante millas el arroyo hasta que lleguen”.
       Como ambos eran forasteros, venían de lejos, se sentían jóvenes y animosos, y habían de realizar juntos una larga cabalgata, es de suponer que aquella tarde se iniciara entre los dos lo que luego había de ser sincera camaradería. Sí, debió empezar mientras avanzaban por el pequeño valle del Candado Verde.
       Llegaron a su destino cuando comenzaba el crepúsculo. El campamento estaba montado junto a un agradable pozo de agua potable, protegido por espesas arboledas. Los vaqueros proferían graves maldiciones sobre el cocinero desertor. Y mientras todos, de vuelta de sus faenas, desmontaban y desensillaban sus caballos, llegaron los recién admitidos y preguntaron por Pink Saunders. Se adelantó el jefe del campamento y recibió la nota del encargado.
       Pink Saunders, aunque mayoral durante la jornada de trabajo, era el humorista del campamento donde, desde el encargado al cocinero se consideraban iguales. Después de leer la nota hizo un ademán dirigido a todos y gritó ceremoniosamente con la máxima fuerza de sus pulmones:
       —¡Eh, muchachos! Aquí les presento al marqués y a la señorita Sally.
       Al oír aquellas palabras, los recién llegados se mostraron confusos. El nuevo cocinero se sobresaltó, pero luego, recordando que “señorita Sally” es el nombre genérico que se aplica a los cocineros de todos los campamentos vaqueros de Texas, recobró la compostura y sonrió burlándose de sí mismo.
       Su compañero no pareció tan turbado, pero se mostró airado, mordiéndose los labios, y se apoyó en la silla de su caballo como si estuviera presto a volver a montar. Mas la señorita Sally le tocó el brazo y dijo riendo:
       —Vamos, marqués, Saunders no ha querido más que hacernos un cumplido. El distinguido aire y la nariz aristocrática que usted tiene han suscitado en el jefe esa bromista ocurrencia —comenzó a desensillar y el marqués, convencido, siguió su ejemplo. La señorita Sally se arremangó y se dirigió al carro de las provisiones gritando—: Ya saben que soy el nuevo cocinero. Así, amigos, que si me apilan un poco de leña y preparan un fuego, les garantizo una buena comida dentro de treinta minutos.
       La energía y humorismo de la señorita Sally, mientras registraba el carro de las provisiones en busca de café, harina y tocino, le ganó en el acto las simpatías de todo el campamento.
       Al día siguiente el marqués, ya mejor conocido de sus compañeros, resultó ser un sujeto animado y simpático, aunque siempre un tanto reservado y poco amigo de participar en las rudas orgías del campamento. Al poco tiempo, los demás acabaron respetando su reserva, lo que casaba bien con el título que Saunders le había dado. Incluso lo apreciaban bastante.
       Saunders lo puso, desde luego, al cuidado de los rebaños, y el mozo se acreditó de tan bueno en el uso de la mangana o el ejercicio del marcaje como cualquiera de los otros vaqueros.
       El marqués y la señorita Sally se hicieron pronto muy buenos camaradas. Terminada la cena y retirados los pertrechos del condumio, era raro no ver juntos a los dos. La señorita Sally solía fumar su pipa de cerezo, mientras el marqués procuraba buscar trozos de cuero sin curtir para hacerse un nuevo par de botas, o cosa parecida.
       El encargado no olvidaba su promesa de fijarse en el buen servicio del cocinero. Varias veces en que visitó el campamento mantuvo con él largas pláticas. Parecía haber tomado afecto a la señorita Sally. Una tarde, cuando se preparaba a volver al rancho, después de inspeccionar los campamentos, le dijo:
       —Mañana enviaré un hombre a que te sustituya en la cocina. En cuanto aparezca, vete al rancho. Quiero que te encargues de las cuentas y de la correspondencia. Necesito disponer de alguien de confianza al que se pueda mandar a que haga todo eso. El salario no estará mal. El rancho Cruz de Diamantes se portará bien con quien se ocupe de sus intereses.
       La señorita Sally dijo con calma:
       —Gracias. ¿Hay algún inconveniente en que mi mujer viva conmigo en el rancho?
       El capataz mayor frunció el entrecejo.
       —¿Estás casado? No lo mencionaste cuando hablamos la primera vez.
       —Porque no estoy casado —dijo el cocinero—. Pero pienso casarme. Claro que esperaba a lograr un empleo que me tuviese bajo techo. No se puede pedir a una mujer que viva en un rancho de vacas.
       —Cierto —convino el encargado—. Desde luego, un campamento no es propio para un hombre casado. En fin, la casa es bastante grande. Si te portas bien, creo que podremos cederte las habitaciones necesarias. Escribe a la joven y dile que venga.
       —Gracias —repitió la señorita Sally—. Mañana iré, después de cumplir mi servicio en la cocina.
       La noche era bastante fría y, luego de la cena, los vaqueros se congregaron en torno a una hoguera de leña de mezquital.
       Ya habían agotado casi del todo su repertorio de chanzas y pullas, pero el silencio en un campamento vaquero es por lo general el preámbulo de una ocurrencia pesada para alguien.
       La señorita Sally y el marqués se sentaban en un tronco de árbol, discutiendo los respectivos méritos de los estribos cortos o largos cuando se trata de realizar largas marchas a caballo. El marqués se levantó y se dirigió a un lugar próximo en el que dejara varios trozos de cuero para que se curtiesen, a fin de hacer con ellos una mangana. Y, mientras él se alejaba, Dry Creek Smithers lanzó una bocanada de humo de su cigarrillo hasta los mismísimos ojos de la señorita Sally.
       El cocinero se frotó los lagrimeantes párpados.
       Davis, el Fonógrafo, —a quien llamaban así por lo estridente de su voz— se levantó e inició un grave discurso.
       —¡Compañeros y ciudadanos! —dijo—. Deseo entablar un interrogatorio. ¿Cuál es el más desagradable espectáculo al que puede asistir la mente humana?
       Un fuego graneado de respuestas siguió a las palabras de Davis.
       —Un caballo escapado.
       —Un potro sin desbravar ni marcar todavía.
       —¡Tú, hombre, tú!
       —El agujero del arma con la que te apunta un fulano.
       Taller, el gordo vaquero, atajó:
       —Cállense, ignorantes. Davis sabe lo que dice.
       —Entonces…
       —Es que quiere que lo digamos nosotros.
       —Compañeros y ciudadanos —continuó el Fonógrafo—: los espectáculos que han mencionado son todos ignominiosos y, en efecto, se acercan a la solución. Pero no aciertan del todo. El más abominable espectáculo del planeta es este.
       Señaló a la señorita Sally, que seguía frotándose los ahumados ojos.
       —Sí, lo más terrible es ver a una confiada y ciega mujer vertiendo lágrimas, cuando un sujeto engañoso la burla. ¿Somos hombres? Por qué tenemos el corazón de gatos monteses, si no comprendemos el dolor de la señorita Sally, al verse burlada en sus afectos por un aristócrata que ha llegado hasta nosotros, poseedor de una superior belleza y de un relumbrante título, para enseñarnos cómo debemos seguir el camino de nuestra perfección. ¿Actuaremos como hombres, o nos limitaremos a comer los condumios que la señorita Sally nos prepara en sus sollozantes cacerolas?
       Dry Creek soltó un bufido.
       —Ese tipo es un galopín —afirmó—. No tiene nada de humano. Ya me parecía a mí un gusano en muchos sentidos. ¡Y asegura que es marqués! ¿No es eso un título nobiliario, Fonógrafo?
       Brushy Creek Kid se apresuró a explicar:
       —Sí. Se trata de algo parecido al título de rey. Solo que está un poco más bajo en categoría. Algo intermedio entre un Jack particular y la corona suma.
       —No crean —señaló el Fonógrafo— que por eso quiero quitar méritos a los aristócratas. Algunos son buenas personas, y donde lleguen los hijos de un Watson cualquiera, pueden llegar ellos. He tratado con algunos. He visto un elefante andando al lado del alcalde de Fort Worth, y he oído a un búho en las palabras del agente general de la compañía ferroviaria. Les aseguro que esa gente puede figurar al lado del primero. Pero cuando un marqués juega con las inocentes aficiones de una cocinera, quisiera saber qué nombre se da a semejante conducta.
       —Lo mejor aquí es aplicarle los cueros —opinó Dry Creek Smithers.
       —Estoy contigo —corroboró Kid.
       Y los demás vaqueros dijeron a coro:
       —¡De acuerdo!
       Antes de que el marqués supiera de qué se trataba, se vio sujeto por ambos brazos y conducido al tronco donde se sentara antes. El Fonógrafo se nombró a sí mismo pronunciador de la sentencia, y se puso en pie con un par de polainas de duro cuero en sus manos.
       Aquella era la primera vez que alguien ponía las manos sobre el marqués en el curso de los rudos deportes y entretenimientos vaqueros.
       El joven, indignado, exclamó, con los ojos relampagueantes:
       —¿Qué es esto?
       —Tómalo con paciencia, marqués —le murmuró Rube Fellows, que era uno de los que lo sostenían por el brazo—. Todo es en broma. Admite las cosas con calma y verás cómo sales de esto sin apenas daño. No van a hacer más que tenderte en ese tronco y darte ocho o diez zurriagazos con esas polainas, como si fueran látigos. Verás cómo no te hacen mucho daño.
       El marqués, exhalando una increpación de ira, mostró los deslumbrantes dientes e hizo una maravillosa exhibición de fuerza. Sacudió los brazos tan reciamente, que los cuatro hombres que lo sujetaban se desprendieron de él con violencia y fueron a dar, tambaleantes, más allá del tronco. El joven lanzó un grito de furia. La señorita Sally, con los ojos ya desembarazados del tabaco, se precipitó en el centro de la refriega.
       En aquel momento, una gran voz resonó en sus oídos, y un carruaje tirado por fogosos caballos irrumpió en el círculo de claridad proyectado por la hoguera del campamento. Todos volvieron los ojos al nuevo espectáculo y vieron algo que los hizo olvidar la algo manida propuesta del Fonógrafo, para divertir los tedios del campamento. Mayor caza que el marqués se hallaba a mano, así que sus captores lo soltaron y se dirigieron a la nueva víctima.
       El carricoche y los caballos pertenecían a Sam Holly, un ganadero que vivía en el Gran Pantano. Sam conducía el vehículo. Lo acompañaba un hombre grueso, de terso rostro, tocado con un alto sombrero de seda y vestido con una levita de largos faldones. Era el juez del distrito, Dave Hackett, que se presentaba como candidato a las elecciones por segunda vez. Sam lo escoltaba de campamento en campamento, para que se granjeara el soberano voto de los electores. Los dos hombres se apearon, ataron los caballos a unos troncos y avanzaron hacia la hoguera.
       En el acto, todos los miembros del campamento, excepto el marqués, la señorita Sally y Pink Saunders —porque este tenía que hacer los honores a los visitantes— lanzaron un espantoso grito de fingido terror, y se diseminaron en todas direcciones buscando la oscuridad.
       —¡Por vida del cielo! —exclamó Hackett—. ¿Tan feos somos que los espantamos así? ¿Cómo está usted, señor Saunders? Me alegro de volver a verlo. ¿Qué diablos haces con mi sombrero, Holly?
       —Ya sabía yo que este sombrero nos traería dificultades —dijo Sam meditando.
       Había tomado la prenda aludida, retirándola de la cabeza de Hackett, y la mantenía en la mano, mirando, dubitativo, a las sombras que se extendían más allá de la hoguera. Ahora reinaba allí absoluta quietud.
       Se volvió a Saunders.
       —¿Qué te parece esto?
       Pink sonrió.
       —Más vale que lo pongamos en algún sitio elevado —dijo con el tono de quien ofrece un consejo desinteresado—. No creo que la claridad le convenga nada. No me agradaría llevarlo sobre mi cabeza.
       Holly se encaramó en lo alto de una rueda del carro de provisiones, y colgó el sombrero de copa en la rama de una encina. Apenas había tocado el suelo, al descender, cuando una docena de disparos de revólveres de seis tiros acribilló el aire. El sombrero cayó perforado a balazos.
       Se oyó un ruido sibilante, como el que producirían una veintena de serpientes de cascabel, y los vaqueros empezaron a salir de la oscuridad, mirando hacia arriba, con exagerada precaución. Se observaban los unos a los otros, como si se recomendaran la mayor prudencia. Formaron luego un solemne y silencioso círculo alrededor del sombrero, mirándolo con manifiesta alarma y emprendiendo de cuando en cuando vertiginosas carreras.
       Uno dijo con respetuoso tono:
       —Ese es el gusano hablador que solo sale por las noches.
       —El venenoso Kippootum —proclamó otro—. Muerde después de muerto, y apesta después de enterrado.
       —Es el jefe de la tribu de los peludos —aseveró el Fonógrafo—. Pero no deben temerle ya, compañeros, porque se encuentra bien muerto.
       —No lo creas —opuso Dry Creek—. No hace más que fingir. Es un duende de la floresta. Solo existe una manera de acabar con su vida.
       Miró con malicia al veterano Taller, el corpulento vaquero que tenía un peso de doscientas cuarenta libras. El buen Taller se sentó solemnemente sobre el sombrero de copa y lo aplastó del todo.
       Hackett había asistido al desarrollo de aquel espectáculo abriendo mucho los ojos. Sam Holly notó que su compañero se irritaba cada vez más y procuró apaciguarlo.
       —Sea razonable, juez —aconsejó—. En el rancho Cruz de Diamantes se acumulan sesenta votos, y aspiramos a que todos los electores opten por su candidatura. En la situación en que estamos nada debe parecernos trascendental, excepto el que usted gane o pierda las elecciones. Tómelo todo a broma y verá cómo no lo lamenta.
       Los dos avanzaron en dirección a los tristes despojos de lo que había sido una chistera. Hackett resolvió hablar con cordialidad.
       Primero se acercó a los que se hallaban junto a los restos del sombrero fenecido, pronunciando un responso en su honor. Se paró y dijo con animación:
       —He de darles las gracias, muchachos.
       Le preguntaron:
       —¿Por qué?
       —Por su bravura.
       —Hombre, bravura…
       Hackett insistió:
       —Sí; su resolución y bravura me han rescatado de una verdadera esclavitud —y se adentró en más prolijas explicaciones asegurando—: Cuando cruzábamos el arroyo, ese terrible monstruo al que han dado muerte se desplomó sobre nosotros de un modo inesperado.
       —¿Desde dónde?
       —Probablemente desde algún árbol. Creo, pues, que les debo la vida —y remató sus palabras al aventurar—: También espero deberles sus votos en las reelecciones en que me presento como candidato —y, añadiendo que iba a entregarles su tarjeta, logró que los vaqueros lo gratificasen con una sonrisa de aprobación.
       Pero el Fonógrafo, no veía satisfecho su afán de diversión. Al parecer guardaba otra carta en la manga.
       Se dirigió, pues, a Dave Hackett con grave severidad y le dijo:
       —Compañero, muchos hombres de este campamento le hubieran dado una lección por permitirse llegar con un insecto tan pernicioso como el que nos ha traído, pero prescindiremos de eso, ya que hemos salido del paso sin pérdidas de vidas. Cuente con nosotros si se muestra sincero.
       —¿En qué sentido? —preguntó el suspicaz Hackett.
       —¿No es cierto que usted está autorizado a oficiar en las sagradas ceremonias del matrimonio?
       —Desde luego —respondió Hackett—, un casamiento hecho ante mi presencia debe ser legal.
       El Fonógrafo adoptó una actitud de virtuoso.
       —Ha ocurrido un incidente en este campamento. Un aristócrata ha burlado el amor de una inocente cocinera. Es deseo nuestro que el orgulloso descendiente, no sé si de veinticinco o de cien condes, se case con la entristecida mujer —y llamó—: ¡Eh, muchachos! Traigan al marqués y a la señorita Sally, que vamos a tener bodas.
       Aquella ocurrencia del Fonógrafo fue recibida con aullidos de aprobación. Los vaqueros se acercaron para asistir a la ceremonia.
       Hackett se secó el sudor de la frente, aunque la noche distaba de ser calurosa.
       —No sé hasta dónde puede llevar esto —dijo—. ¿No valdría más que diesen muerte definitiva a lo que queda de mi sombrero?
       —Los muchachos están más animados de lo que tienen por costumbre —opinó Saunders—. Quieren casar a dos mozos: un vaquero y el cocinero. Una broma más… De todos modos, Hackett, usted y Sam tendrán que pernoctar aquí. Hagan lo que sea, y puede que los amigos se aquieten después de eso.
       Los emisarios matrimoniales encontraron a la señorita Sally sentado en las varas del carro de provisiones fumando tranquilamente su pipa. El marqués se apoyaba en uno de los árboles que servían de sostén al tendal.
       Se les hizo entrar en él y el Fonógrafo, improvisado maestro de ceremonias, ultimó los preparativos.
       —Tú, Dry Creek, con Taller, Ben y Jimmy, irán a buscar flores al campo. Hay una planta en el corral que irá muy bien para la guirnalda de la señorita Sally. Tú, Limpy, saca la manta roja y amarilla para que sirva de falda nupcial a la novia. Y tú, marqués, procura que ninguna mujer mire a la novia.
       Durante aquellos absurdos preparativos, los principales interesados quedaron solos durante algunos minutos en la tienda.
       El marqués parecía conturbado.
       —Eso no puede continuar así —dijo a la señorita Sally, y su rostro aparecía blanco a la luz de la linterna colgada en el mástil del tendal.
       El cocinero sonrió:
       —¿Por qué no? —dijo—. Los muchachos se divierten y a mí no me enfada.
       —¿No comprendes que ese hombre es juez del distrito y sus decisiones tienen fuerza legal? —insistió el marqués.
       El cocinero tomó las manos del marqués.
       —Ya lo sé, Sally Bascom —dijo.
       —Si lo sabes, ¿cómo…? —murmuró el marqués temblando.
       —Deseo que ocurra eso más que cosa alguna. Mira, ya vienen los muchachos.
       Los vaqueros se agruparon.
       —Pérfido coyote —dijo airadamente el Fonógrafo dirigiéndose al marqués—, has de reparar el daño que has hecho. Conducirás a esta joven al altar, o la cuerda será contigo.
       El marqués se echó el sombrero hacia atrás y se recostó en unos sacos de alubias. Tenía las mejillas encendidas y los ojos brillantes.
       —Anden, sigan con sus necedades —dijo.
       A poco un cortejo se acercó al árbol, a cuyo pie se sentaban Hackett, Holly y Saunders.
       Limpy Walker iba el primero, arrancando una dolorosa aria a su armónica. Seguían los novios. El cocinero llevaba una manta charra anudada a la cintura y un ramo de flores silvestres que debía pesar quince libras. Adornaban su sombrero ramas de mezquital y de retama. Un mosquitero le servía de velo. Seguía el Fonógrafo en el papel de padre de la novia, fingiendo sollozos que se oían a una milla de distancia. Detrás iban los vaqueros, de dos en dos, entregados a esos comentarios usuales de las bodas distinguidas.
       Hackett se levantó, pronunció un discurso sobre les deberes matrimoniales y preguntó:
       —¿Sus nombres?
       El cocinero repuso:
       —Sally y Charles.
       —Unan sus manos, Charles y Sally.
       Jamás se presenció boda más extraña. Porque boda era, aunque solo dos de los asistentes lo conocieran.
       Terminada la ceremonia, los vaqueros prorrumpieron en un alarido de congratulación, y con ello acabó la chanza de aquella noche. Se extendieron las mantas y todo quedó supeditado a la necesidad de dormir.
       El marqués —ya desprovisto de su chaqueta— permaneció un momento con el cocinero a la sombra del carro de las provisiones.
       El último apoyó la cabeza en el hombro de su desposada y esta murmuró:
       —No sabía qué hacer, ¿comprendes? Ya no estaba papá con nosotros y teníamos que ingeniárnoslas. Como lo había ayudado mucho cuando teníamos ganado, pensé que no me sería difícil conseguir un empleo de vaquero.
       —Se comprende.
       —Era la única manera de poder resolver la vida. Cierto que no se ganaba mucho y que…
       —¿Y qué?
       —Ya lo sabes. Dime algo. Cuando me viste, ¿qué pensaste?
       —Lo supe desde el primer momento.
       —¿O sea…?
       —Desde que Saunders anunció: “El marqués y la señorita Sally”. Noté cómo te estremecías al oír tu nombre, y, naturalmente…
       El marqués cuchicheó:
       —Muy inteligente. Pero no sé cómo adivinaste que lo de “señorita Sally” iba por mí.
       —Porque —dijo con calma el cocinero— yo era el marqués. Mi padre fue el marqués de Borodale. Perdona, Sally, pero no pude evitarlo.



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