John O’Hara
(Pottsville, Pensilvania, 1905 - Princeton, Nueva Jersey, 1970)


Fatimas y besos (1966)
(“Fatimas and Kisses”)
Originalmente publicado en la revista The New Yorker,
XLII (21 de mayo de 1966), págs. 44-53;
Waiting for Winter
(Nueva York: Random House, 1966 466 págs.)



      A la vuelta de la esquina de donde yo vivía se encontraba una pequeña tienda regentada por una familia llamada Lintz. Si querías helado, ya fuera un litro o un cucurucho, podías ir a Lintzie’s; podías comprar cigarrillos y puros baratos, una hogaza de pan, conservas, carnes que no requirieran los servicios de un carnicero, caramelos de un centavo y cajas de bombones, cuadernos y lápices, y literalmente cientos de baratijas que los representantes persuadían a Lintzie para colocar en sus anaqueles y que él nunca parecía ordenar. Dudo que queden muchas tiendas como la de Lintzie hoy en día, pero la suya representaba una gran comodidad para la gente del barrio. Cuando un ama de casa se quedaba sin algo, le decía a su hijo que bajara a Lintzie’s a comprar una botella de leche o media libra de mantequilla o veinte centavos de jamón a lonchas. Y Lintzie se lo apuntaba. Sabía muy bien que las amas de casa del barrio preferían comprar en las carnicerías y tiendas del centro, y que su negocio dependía al menos en parte de los casos de semiemergencia. Eso, sumado al hecho de que dejaba comprar las cosas a crédito, le daba la excusa para subir el precio de la mayoría de artículos, y las amas de casa lo tildaban de ladrón. Se lo decían así, a la cara. Sin embargo, cuidaban la manera de decirlo. La carnicería de O’Donnell era la mejor, y Gottlieb tenía el mejor ultramarinos, pero estaban en el centro y no te abrían si necesitabas una lata de sopa o un litro de leche a las ocho y media de la tarde. Lintzie, su mujer y sus dos hijos vivían encima de la tienda, y alguno de ellos bajaba siempre para atender a los clientes.
       Lintzie era un tipo delgado con un bigote a lo Charlie Chaplin y unas mejillas hundidas que se hundían aún más por la costumbre que tenía de no ponerse la dentadura. Era joven para tener dientes falsos: no llegaba a los treinta. Había estado en el Cuerpo de Marines —aunque nunca había cruzado el mar—, y todo su conocimiento del mundo y todos sus viajes habían sido gracias a los “Marines de los huevos”. Era un muchacho de granja de la Pensilvania alemana, de algún lugar al este de Reading, y a mí me maravillaba, como dicen los alemanes, cómo era posible que hubiera descubierto los Marines. Así que como era adolescente y curioso, se lo pregunté.
       —¿Que cómo me enteré de que existía el Cuerpo de Marines? Nunca había oído hablar de ellos hasta que vi un cartel en la oficina de correos. Vi el retrato de un marine todo bien vestido, con el rifle en el hombro derecho y la bayoneta en una funda blanca. Me dio buena impresión, así que me fui a casa y le dije a mi padre que iba a alistarme. No quieras saber lo que dijo el viejo. Me dijo que adelante, solo que también dijo otras cosas. Estaba encantado de perderme de vista. Él y mi hermano podían sacar adelante la granja sin mí. Mi hermano también estuvo encantado de perderme de vista. Así el viejo le dejaría a él la granja y a mí nada. El caso es que me presenté en el sitio que ponía en el cartel y firmé los papeles. Juro por Dios que si hubiera sabido cómo iban a ser los tres primeros meses, nunca me habría alistado. Aquel cabronazo del sargento y su bastón. La instrucción. El campamento. Las serpientes. Por las noches estaba tan agotado que no habría podido ni cortarme la garganta, te lo juro. No es broma. Aunque supongo que me hizo bien. Salí más fuerte que cuando entré, pero con menos dientes.
       —¿Cómo ocurrió?
       —Oh, me metí en una pelea con un marinero, yo y otro marine de los huevos que estaba de servicio conmigo en la estación de tren de Lackawanna, en Hoboken, Nueva Jersey. Lo arrestamos, estaba borracho. De repente empezaron a aparecer marineros por todas partes. Yo tenía una cuarenta y cinco en la pistolera pero no me sirvió de nada. Serían como diez, nos atacaron todos a la vez, y uno de ellos me golpeó en la boca con mi propia porra. Esa fue mi única batalla con los Marines de los huevos. En la estación de tren de Lackawanna, en Hoboken, Nueva Jersey. Me licenciaron en octubre de 1918, dos semanas antes del armisticio. Aunque me corrí mis buenas juergas en Filadelfia y Nueva York y Boston. Si fueras mayor, podría contarte cada historia… Era un tipo guapo hasta que esos marineros me pegaron la paliza. Eso sí, al hijo de puta que empezó la pelea le cayeron como treinta años de trabajos forzados.
       —¿Lo identificaste?
       —Claro que lo identifiqué. Lo reconocí entre veinte de esos cabrones. Así se pudra. Me habrían hecho cabo de no ser por él. A lo mejor me habría quedado y habría llegado a sargento de artillería. Pero me dejaron ir y ahora no puedo ni masticar un bistec, ni con estos dientes que me han puesto.
       La esposa de Lintzie era una mujer apacible y algo desaliñada, con el pelo siempre revuelto. Tenía un cutis formidable, los dientes pequeños y blancos, y unos senos enormes que se bamboleaban libremente sin la opresión del sujetador. Cuando Lintzie se dirigía a ella por su nombre, cosa que raramente hacía, la llamaba Lonnie. Ella lo llamaba Donald o Lintzie: Lintzie cuando le gritaba desde la trastienda o desde arriba, y Donald cuando lo tenía cerca. Él casi nunca la miraba, a menos que estuviera de espaldas. Delante de la gente de mi edad o más joven, le decía: “A ver si te pones decente, por el amor de Dios”. “Anda, cállate”, decía ella.
       Sin embargo, cuando había delante gente mayor ocultaban su animosidad ignorándose mutuamente. Un día en que fui a comprar cigarrillos, que no deberían haberme vendido, esperé a que Lintzie o Lonnie aparecieran para atenderme, pero no salía nadie. Volví a la entrada y abrí y cerré la puerta para que la campanilla volviera a sonar, y entonces apareció ella corriendo por la escalera.
       —Ah, eres tú —dijo.
       —¿Me da un paquete de Camel y un paquete de Fatimas? —dije.
       —¿A cuenta o al contado?
       —Al contado —dije.
       —¿Para quién son los Fatimas? ¿Alguna chica?
       —Para mi tío —dije.
       —Ya, claro, tu tío ese que está ahí con la bicicleta. Vete con ojo, Malloy. Como su madre la pille fumando, se lo dirán a tu padre y se armará una de aquí te espero. Serán treinta y cinco centavos.
       —¿Dónde está Lintzie? —dije.
       —Se ha ido a Reading. ¿Por qué?
       —Curiosidad —dije.
       —¿Por qué?
       —Curiosidad —dije.
       Miré a la acera y a la camioneta de reparto aparcada delante, sin conductor. Lonnie puso dos paquetes de Camel y dos paquetes de Fatimas en el mostrador.
       —Invita la casa —dijo ella—. ¿De acuerdo?
       —Gracias —dije.
       —La próxima vez que su madre venga por aquí, no le diré que le has comprado los Fatimas, ¿de acuerdo?
       —De acuerdo —dije.
       La gente —los mayores— nunca sabe a qué edad empieza uno a reparar en cosas como una camioneta sin conductor, un marido ausente y una aparición con retraso, y a atar cabos. Pero Lonnie sabía que yo había atado cabos, y que los había atado bien atados. Mi descubrimiento era demasiado importante y maduro como para confiárselo a la chica que me esperaba con la bicicleta. Era de ese tipo de cosas de las que quería protegerla, de las que me moría por protegerla toda su vida. Eran cosas de las que yo ya sabía demasiado, como la imagen de la muerte y el horror de las cosas que había visto en la consulta de mi padre y en las ambulancias, los hospitales y las casas de los pobres, cuando mi padre todavía intentaba que yo fuera para médico. Apenas si podía soportar ver esas cosas yo también, pero yo era un chico. Ella era una chica, y en diez años o incluso menos iba a ser mi esposa. Quizá entonces le contaría alguna de esas cosas, pero por el momento lo máximo para lo que estaba preparada era para los Fatimas y los besos.
       La campanilla sonó cuando abrí la puerta de Lintzie’s y volvió a sonar cuando la cerré. Supongo que fue tanto el sonido de la campanilla como los paquetes de Fatimas que le enseñé lo que la hizo sonreír.
       —¿Te los ha dado? —dijo. Hablaba entre susurros.
       —Claro —dije—. Fat-Emmas para ti, jorobas para mí. ¿Adónde quieres ir?
       —¿Tienes cerillas?
       —No nos hacen falta. Llevo la lupa.
       En los bolsillos de un chico, las cerillas constituían indicio razonable de que era fumador, lo mismo que las manchas de nicotina en los dedos. Una lupa solo hacía sospechar que había leído demasiadas historias del detective Craig Kennedy en su lucha por vencer a la Mano que Aprieta.


       Hacia esa época me marché fuera a estudiar, y durante las vacaciones me pasaba todo el tiempo en un drugstore del centro. Lintzie’s no era de esa clase de sitios; los chicos del barrio se reunían en la acera, atraídos por los caramelos y los helados, pero Lintzie y Lonnie no les permitían quedarse dentro. “Los huevos de Pascua, ni tocarlos —les decía Lonnie—. Dejad de manosear las linternas. ¿Queréis que se les gasten las pilas?” Lintzie y Lonnie amenazaban con apuntar las cosas en las cuentas de las familias de los chicos, y a veces cumplían sus amenazas, aunque en ocasiones se las apuntaban a la familia equivocada. A pesar de la vigilancia de los Lintz, les robaban muchas cosas, y no era raro ver a un niño al que acababan de echar de la tienda mostrando, furtiva pero orgullosamente, un portaminas, un tapete de dados o una caja de galletas Fig Newtons. Uno de mis hermanos menores nunca se iba de Lintzie’s con las manos vacías, aunque no robara más que un pepino. Sí, una vez le vi robar un pepino. A eso lo llamábamos “hacer un cinco dedos”, y contribuía a fomentar la pedofobia de los Lintz, de la que no estaban excluidos ni siquiera sus propios hijos. “Subid a limpiaros la nariz —les decía Lintzie—. Decidle a vuestra madre que os cosa los botones.” Yo, que a pesar de mi juventud ya había bailado con Constance Bennett y visitado el Pré Cat, me acercaba lo menos posible por Lintzie’s durante esa época.
       Pero entonces mi padre murió y tuve que buscarme un empleo de aprendiz de periodista en uno de los periódicos de la ciudad. Provisionalmente —y yo nunca lo consideré sino como algo provisional— mi radio de actividad se limitaba al condado en que vivía. Apenas teníamos ingresos, y mi madre nos sacaba adelante canjeando sus bonos por dinero, una medida desesperada que por supuesto no podía durar para siempre. Económicamente no tenía sentido —nada lo tenía—, pero pronto nos convertimos en clientes asiduos de Lintzie’s en lugar de la tienda de venta al por mayor situada una calle más abajo, donde todo era más barato. Mi madre dejó de comprar en O’Donnell’s y en Gottlieb’s; raro el día que se veían chuletas de cordero o espárragos en la mesa del comedor. Comprábamos el pan de hogaza en hogaza, un tarro de crema de cacahuete, media docena de huevos, un cuarto de libra de mantequilla, un cuarto de litro de leche; con los precios de Lintzie’s, nada podía tirarse, caducarse o agriarse. “Cuando vuelvas a casa, para en Lintze’s y compra una lata de sopa de tomate”, me decía mi madre. Nunca había pronunciado bien “Lintzie’s” y no iba a empezar ahora. Para mí siempre había sido evidente que les tenía ojeriza tanto a Lintzie como a su mujer, sobre todo cuando les debía dinero, cosa que ocurría veintinueve días al mes. Ellos tampoco es que la tuvieran en gran estima; llevaba las cuentas mejor que ellos, y si había que demostrarlo, no se lo pensaba dos veces.
       Entre otras cosas, yo había empezado a beber de manera considerable, pese a no tener aún ni veinte años. Cómo me las arreglaba para beber tanto sin dinero todavía resulta un misterio incluso para mí, pero el alcohol barato era barato, y tanto de los políticos como de los “miembros de la hermandad deportiva” se esperaba que invitasen a copas a los periodistas. “¿Por qué no? —me decía uno de los gatos viejos—. Es una pequeña recompensa por el dudoso placer de su compañía.” Lintzie no era ni político ni promotor de boxeo, pero una tarde que paré a hacer una compra de última hora, me invitó a tomar una copa con él en Schmelinger’s, un bar del barrio que nunca se había tomado la molestia de disimular que era un speakeasy.
       —Estoy pelado —le dije.
       —Yo invito —dijo Lintzie.
       —Eso ya es otra cosa —dije.
       Schmelinger había sido paciente de mi padre, y por tanto yo nunca había sido cliente de Schmelinger, pero Lintzie fue recibido con la áspera cortesía que los camareros suelen dispensar a los buenos parroquianos. Nos sentamos a una mesa y nos tomamos tres o cuatro whiskies —solos, acompañados de un vasito de agua— y pasamos una hora de lo más agradable los dos juntos. En ese barrio casi todos los hombres se pasaban el día entero en el trabajo, y Lintzie no tenía amigos. Supe que pasaba por Schmelinger’s a tomar un trago a media mañana, y de nuevo hacia las tres o cuatro de la tarde, antes de que la tienda se llenara de amas de casa y de escolares. Ese día se conmemoraba el nacimiento de Lincoln, así que no había colegio. Fue una pena averiguar que mis horarios no coincidían con la rutina de Lintzie, pero no había por qué preocuparse: Lintzie ajustó sus horarios a los míos.
       En esa época de mi vida yo daba mi encanto por supuesto; no me preguntaba por las posibles razones por las que un hombre diez años mayor que yo pudiera querer invitarme a cuatro dólares de whisky de centeno bien cortado una o dos veces por semana. Sin embargo, pronto empecé a entender, primero, que de algún modo nuestra diferencia de edad le era indiferente. Por nuestra conversación se diría que durante el tiempo que yo había estado estudiando fuera, de algún modo había sumado no cuatro, sino diez años a mi edad. Y en segundo lugar, como todo el mundo, Lintzie necesitaba alguien con quien hablar. Y hablaba. Le gustaba repetir una y otra vez ciertas anécdotas de sus tiempos en el Cuerpo de Marines: bromas que les gastaban a los compañeros de armas, pequeñas venganzas hacia los jóvenes oficiales, el haber estado a dos metros de Woodrow Wilson, sus visitas a una casa de putas de Race Street, en Filadelfia. A menudo, con inconsciente lógica, pasaba de los recuerdos de la casa de putas a ciertas revelaciones relativas a Lonnie. La familia de ella quería que se casara con su hermano, pero cuando Lintzie volvió a casa con el primer permiso la arrojó al suelo y le dio lo que había estado pidiendo. Al siguiente permiso se casó con ella, a pesar de que entretanto su hermano la había arrojado al suelo y le había dado lo que había estado pidiendo. Pero Lintzie había sido el primero, y estaba casi seguro de que el bebé era suyo. Ahora que el chico tenía edad suficiente para parecerse a alguien, se parecía más a Lintzie que a su hermano, por lo que Lintzie suponía que no se había equivocado a ese respecto. En cuanto a su segundo hijo, la niña, ya no lo tenía tan claro. La chica no se parecía a nadie, ni a los Lintz ni a los Moyer (pues Moyer era el apellido de soltera de Lonnie). Pero por la ley de promedios, seguramente era hija de Lintzie, y en cualquier caso él nunca había podido demostrar lo contrario. Lonnie apenas salía de casa. Pasaba la mayor parte del tiempo atendiendo a los clientes en zapatillas de felpa. La vez que volvió a casa para el funeral de su hermano los zapatos no le entraban y tuvo que parar de camino a la estación para comprarse unos nuevos. Dos meses después, al llevar a los niños a su primera clase de la escuela dominical, los zapatos ya se le habían quedado pequeños. Se hacía difícil creer que hubiera sido guapa, si bien a los diecisiete o dieciocho había sido tan guapa como la que más en el valle. Algunas mujeres descuidaban su aspecto una vez casadas, y Lonnie era una de ellas. En fin, ¿qué era peor: las que se descuidaban o las que no se preocupaban de otra cosa y no dejaban de flirtear con cualquier hijo de puta que llevara pantalones? Dentro de un año o dos habría podido dejarla en una convención de bomberos, que habría estado tan segura como entre las cuatro paredes de casa. Lintzie se lo había dicho así mismo, y la respuesta de ella había sido: “Anda, cállate”. Esa era su respuesta para todo. Cállate. Con Lintzie, con los niños, con su madre, pero sobre todo con Lintzie, y tan a menudo lo decía que, al final, él se dio por aludido y decidió callarse.
       Al cabo de un tiempo de casi no hablarle, ella también se dio por aludida y le llamó la atención. Él le dijo que no hacía más que lo que le había pedido: llevaba años pidiéndole que se callara, y eso mismo había hecho. Si no quería oír lo que tuviera que decirle, se limitaría a hablarle cuando fuera absolutamente necesario. Automáticamente, la respuesta de ella fue decirle que se callara. Lintzie se daba cuenta de que su mujer empleaba esa expresión del mismo modo que otros dicen “Anda a cagar” o “Vete al cuerno”, solo que lo que ella decía era “Anda, cállate”, y él se lo tomaba al pie de la letra. En cierto sentido, el no tener que hablarle hacía que la vida fuera soportable. Ella no es que fuera muy locuaz, no era lo que se dice un loro o una cotorra, pero la mitad de lo que decía eran quejas y lamentos. Cuando no era el dinero, era que se le habían vuelto a hinchar los pies, y cuando no eran los pies, era que por qué no la ayudaba con los niños en lugar de pasársela en Schmelinger’s mañana, tarde y noche. Lo más gracioso era que nunca se quejaba dos veces de la misma cosa. Seguramente mejor eso que oírla repitiéndose con lo mismo a cada rato, cosa que habría vuelto loco a cualquiera; aunque por otra parte, cuando se quejaba de algo y uno le hacía caso suficiente como para ir y solucionar el motivo de la queja, a la primera de cambio se hacía evidente que la mujer ni siquiera recordaba haberse quejado de tal cosa. Como la vez que Lintzie pagó ciento ochenta y cinco dólares por una Stromberg-Carlson nueva y ella le preguntó que para qué leches quería dos radios, olvidando por completo que ella misma se había quejado de la radio vieja y que había mencionado explícitamente que la próxima quería que fuera una Stromberg-Carlson. Otro día, sin venir a cuento de nada, le dijo: “¿Por qué no te quedaste en los Marines? Si te hubieras quedado en los Marines, estaríamos viviendo en Hawái y no en este pueblo de mala muerte”. El reproche era tan injusto que Lintzie se armó de valor y le soltó una patada en el trasero. “¿A qué viene esa patada?”, dijo ella. A veces Lintzie pensaba que a su mujer le faltaba un tornillo, aunque tonta no era. Para algunas cosas era muy lista. A veces, cuando venían los representantes, él le dejaba hacer los pedidos. Lonnie no sabía que siete por ocho son cincuenta y seis, pero nunca aceptaba el primer precio de nada y siempre que pedía algo —pongamos una remesa de lápices— conseguía que el representante añadiera algo como obsequio. Antes incluso de empezar a hablar sobre una venta, le exigía muestras gratuitas —caramelos, chicles, baratijas— que luego usaba para pagar a los niños que le hacían recados.
       En la más estricta confidencialidad, y una vez superada la ración habitual de whisky y agua, Lintzie me contó un día que Lonnie había descubierto que la mayoría de amas de casa no se molestaban en llevar la cuenta de lo que compraban. Me dijo que con mi madre era imposible, pero que otras mujeres del barrio no parecían percatarse cuando Lonnie añadía artículos a su factura mensual. Además, lo hacía muy bien. Añadía apenas un dólar por cuenta, pero la suma de un dólar a cada factura acababa dando unos cien al mes de beneficio neto. En Navidades, esa cantidad aumentaba. En cualquier caso, ascendía a bastante más de mil dólares al año, que ya es decir tratándose de una mujer que no sabía multiplicar siete por ocho. Como caídos del cielo. A partir de entonces dejó de preocuparme que Lintzie me invitara a copas. Corrían de parte, por así decir, de las amas de casa del barrio, entre ellas algunas que no habían saldado las cuentas que tenían pendientes con mi padre.
       Se me ocurrió también que aquello era un soborno por parte de Lonnie que venía a sumarse al de las cuatro cajetillas de cigarrillos. Seguramente no le habría servido de nada quejarse, pero podía haber protestado cada vez que Lintzie abría el cajón de la registradora y sacaba unos billetes para invitarme. Sin duda ella se alegraba de perderlo de vista. Con todo, yo estaba convencido de que Lonnie agradecía mi silencio, si bien podía temer que lo rompiera ahora que Lintzie y yo salíamos de copas juntos. Éticamente no es que pisara sobre terreno firme, pero mi ética, mi moral y mi conciencia se llevaban continuas palizas también en otros ámbitos. Las chicas, las mujeres, el amor, la teología, la política nacional y mi incontrolable temperamento me llevaban por el camino de la amargura. Mi predisposición a pasar tanto tiempo con un hombre al que tenía por idiota no era el menor de mis problemas. Es cierto que yo era víctima de unas circunstancias que escapaban a mi control, pero a partir de ese momento fui incapaz de justificar mi amistad con aquel patán locuaz. Y como no podía justificarla, dejé de intentarlo.
       En el centro, detrás de un hotel de paso de segunda categoría, había otro bar tan descarado como el de Schmelinger y en el que se servía el mismo tipo de whisky. A diferencia del de Schmelinger, ahí buena parte de la clientela iba cambiando, pues la formaban principalmente los representantes comerciales que se alojaban en el hotel. Era un lugar concurrido, y a menudo medio lleno de forasteros. Una noche fui ahí solo y me senté en una mesa a beber cerveza, comer galletitas saladas y leer los periódicos de fuera de la ciudad. En la mesa de al lado había dos forasteros que tomaban whisky de centeno y ginger ale. Viajantes, probablemente, y con ganas de emborracharse. Aunque no me molestaron, empecé a prestar atención a su conversación. Uno le estaba hablando al otro de una de sus clientas, no muy guapa, pero facilona. Nada nuevo tratándose de una conversación entre viajantes, pero entonces el que hablaba le explicó al otro dónde encontrar a su complaciente clienta, y la dirección era la de la tienda de Lintzie. “Yo empecé a calzármela hace un par de años —dijo—. No te esperes un bellezón. Esta es para echar uno rápido el día que no has quedado con nadie. No pide dinero. Basta con que le des una docena de muestras o que le arregles un poco el precio. Y cuidado con el marido. Se pasa el día entrando y saliendo de la tienda. Un alcohólico. La última vez que vine por aquí, yo estaba en el piso de arriba con la tipa y de repente llega el marido del bar. Tuve que esconderme en el armario hasta que volvió a irse. Si hubiera abierto la puerta del armario, me habría pillado, pero en el par de años que llevo tirándomela es la única vez que ha ido de un pelo. No le digas que te he enviado yo. La primera vez tendrás que trabajártelo, pero te diré una cosa: no es difícil. Y, chico, cómo disfruta.”
       Habría sido fácil entablar conversación con el viajante y averiguar más cosas acerca de la conducta de Lonnie, pero en ese momento llegó un amigo mío y pasamos a ser un par de lugareños frente a los forasteros. El viajante había confirmado mis sospechas con respecto a Lonnie; sospechas latentes, pues no me había imaginado que Lonnie pudiera ser tan audaz ni tan temeraria. Curiosamente, mi primer impulso fue advertir a Lonnie de que se anduviera con más cuidado, y el segundo, en contradicción con el primero, fue una sensación de pena por Lintzie. Si algún efecto práctico tuvo esa conversación cazada al vuelo, fue que puse fin a mis agradables sesiones de copas con Lintzie. Aquello iba a traer problemas, yo lo sabía y estaba totalmente decidido a mantenerme al margen. No quería estar de copas con Lintzie mientras Lonnie aprovechaba su ausencia para colmar de atenciones a un viajante con la lengua demasiado larga.


       Pasados los años llegué a creer que Lintzie había empezado a sospechar de Lonnie cuando yo dejé de asistir a nuestros encuentros en Schmelinger’s. Mi excusa para ello era endeble, aunque en parte basada en la realidad: que el periódico me había ascendido a columnista, trabajo extra que debía realizar en mi tiempo libre. Era endeble porque Lintzie no se la creyó. Cada vez que nos veíamos me miraba con cara de dignidad ofendida, con esa mirada de la gente humilde que se cree sin derecho a la ira. Mi siguiente teoría sobre las sospechas de Lintzie con respecto a Lonnie era que, desde que no me tenía (ni a mí ni a nadie más) para hablar, se había quedado a solas con sus pensamientos, y su mundo era muy pequeño. Tenía una esposa, dos hijos que no le reportaban ninguna satisfacción y la clientela de la tienda, por la que no sentía respeto alguno. Y, por supuesto, tenía los recuerdos de sus diez meses como soldado en el Cuerpo de Marines, patrullando estaciones de ferrocarril y muelles ante las burlas de los marineros y los suboficiales; sus visitas ocasionales a las casas de putas de la Costa Este; la vez que se había parado en posición de firmes cuando el presidente de los Estados Unidos de los huevos había pasado a dos metros de él en la estación de Union Depot de Washington. Su hermano nunca había ido más lejos de Nueva York, su padre nunca había pasado de Filadelfia, y su madre nunca había estado en Reading hasta que cumplió los treinta. Para ser un chico del condado de Berks, Lintzie había visto mucho mundo, pero no en los últimos tiempos. El de Schmelinger era un bar muy sobrio; la única decoración del local era un anuncio enmarcado de antes de la ley seca en el que se veía a un macho cabrío con traje tirolés sujetando una jarra de cerveza. El propio Schmelinger era un católico estricto con una hija monja y un hijo que estudiaba para el sacerdocio. Era en este entorno en el que Lintzie pasaba buena parte de su tiempo, probablemente tanto como en la tienda.
       Pasó un año y un poco más sin que me tomara una copa con Lintzie y sin que pusiera los pies en su negocio. (Mi madre podía enviar a alguno de mis hermanos a por las botellas de leche de última hora.) Yo ganaba veinte dólares a la semana en el periódico, y el dueño, en su benevolencia, me dejaba llenar el depósito de mi Buick de cuatro cilindros a expensas del rotativo, es decir, que me iba abriendo camino en el mundo, y me encantaba mi columna, que era una de las numerosas imitaciones del “Puente de Mando” de Franklin Pierce Adams. Una tarde, cuando el periódico ya estaba en prensa y el resto de reporteros se habían marchado a casa, sonó el teléfono del jefe de local y yo respondí.
       —Malloy al habla —dije.
       —Ah, Malloy, eres tú. Soy Christine Fultz.
       —Hola, Chris, ¿qué tienes? —dije.
       Christine era una “corresponsal” que se ganaba unos dólares a la semana pasándonos noticias y reportajes ilegibles (y a menudo atrasados) sobre las cenas de la parroquia.
       —Bueno, la verdad es que está pasando algo muy raro.
       —¿Lo bastante raro como para que salga en mi columna?
       —¿Qué columna? —dijo Chris.
       —Déjalo. ¿Qué tienes? Escupe.
       —Quiero que salga mi nombre, ¿de acuerdo?
       —Me ocuparé de que salga, pero primero tienes que decirme de qué se trata —dije.
       —Es en Lintzie’s. Hay un montón de gente delante.
       —A lo mejor están de ofertas.
       —Hablo en serio. Alguien ha dicho que le ha disparado a su mujer.
       —¿Que Lintzie le ha disparado a Lonnie?
       —Eso he dicho, ¿no? Pero no sé si es verdad o no. Hay tanta gente que no he podido acercarme mucho. Otros dicen que le ha disparado a ella y a los dos hijos, pero tampoco lo sé seguro.
       —¿Está la policía? —dije.
       —Si está, está dentro. Yo no he visto policía.
       —¿Cuándo ha ocurrido, lo sabes?
       —Pues no puede hacer mucho, porque he pasado por delante de la tienda hace una hora y no había nadie. Pero cuando he vuelto tendrías que haber visto qué gentío. Tiene que haber ocurrido entre que he pasado por ahí hace una hora y he vuelto a pasar de camino a casa.
       —Veo que vas aprendiendo a usar el coco, Chris. ¿Y qué más?
       —Alguien ha dicho que le ha disparado a un hombre.
       —¿Lintzie le ha disparado a un hombre?
       —No me eches la culpa si luego no es más que un rumor, pero eso es lo que me han dicho. Parece ser que hay un hombre muerto, aparte de Lonnie y los dos críos.
       —¿Y Lintzie? ¿Dónde está Lintzie?
       —No lo sé. O está dentro o se ha ido. O a lo mejor también está muerto.
       —Me gusta cuando piensas, Chris. Muchas gracias, saldrá tu nombre.
       —¿Vas para allá?
       —Intenta detenerme —dije.


       En menos de diez minutos ya había aparcado el coche delante de Lintzie’s. Era mi barrio y todo el mundo sabía que yo trabajaba para el periódico, así que me dejaron pasar. Uno de los agentes, nuevo en el cuerpo, se interpuso entre la puerta y yo.
       —Nada de prensa —dijo.
       —¿Quién lo dice? ¿? Vamos, hombre… Sal de en medio. Si le das la vuelta a esa cabezota, verás que tu jefe me está diciendo que entre. —Joe Dorelli, sargento y detective (todos los detectives eran sargentos) me estaba haciendo señas desde el interior de la tienda—. ¿Lo ves? —le dije al agente novato—. Cuando tú jugabas a fútbol en el instituto, yo ya estaba cubriendo asesinatos.
       Era mentira, pero los agentes novatos eran nuestros enemigos naturales. Entré.
       —¿Qué coño es todo esto, Joe?
       —Lintzie, el alemán de los cojones. Ha llegado a casa, la ha pillado en la cama con un tipo y les ha disparado a los dos. Luego los niños han llegado corriendo desde el patio y les ha disparado a ellos también. ¿Quieres ver la pistola? Aquí está. —En el mostrador había una pistolera con el emblema de los Marines y, dentro, una Colt 45 automática.
       —¿Dónde está Lintzie? —dije.
       —Detrás, en la cocina, hablando con el jefe. Ni que lo hubieran nombrado alcalde. Ha llamado él mismo. El jefe y yo hemos venido enseguida, y lo primero que ha hecho ha sido ofrecernos un puro. Luego nos ha hecho subir y nos ha llevado hasta la mujer y el tipo. Ya los verás. Estamos esperando a que vengan a fotografiarlos. Luego Lintzie nos ha llevado al sótano, donde están los dos niños.
       —¿Les ha disparado en el sótano?
       —No, en la escalera, entre este piso y el dormitorio. Luego se los ha llevado al sótano. El porqué no lo sé, y él tampoco. Le he preguntado que por qué no se había pegado un tiro él también, ya puestos. Es lo que suelen hacer. Pero mi pregunta le ha sorprendido. ¿Por qué iba a pegarse un tiro? Me ha mirado como si me hubiera vuelto chiflado.
       —¿Está borracho?
       —Huele a alcohol, pero no parece borracho. Ha preguntado si estabas aquí.
       —¿Ah, sí?
       —Por tu nombre —dijo Dorelli—. Por eso quería hablar contigo. ¿Sabías que esto iba a ocurrir? Nadie sabe quién es el otro tipo. Bueno, sabemos cómo se llamaba y que era una especie de viajante. Tenía la cartera en el pantalón, que estaba colgado en el respaldo de una silla. Es de Wilkes-Barre, pero trabaja para una empresa de Allentown. Sidney M. Pollock, treinta y dos años de edad. ¿Sabías lo suyo con la mujer de Lintz?
       —No, pero quizá podría reconocerlo.
       —Lo identificaremos, no te preocupes.
       —Me gustaría verlo.
       —Solo podrás verlo de frente. Ya sabes lo que hace una bala del cuarenta y cinco. Tiene la mejilla derecha hundida. A ella le ha disparado en el corazón. Dos veces. La ha rematado por si acaso. Los niños han recibido una bala por cabeza. Cinco disparos, cuatro muertos. Claro que había sido marine, y en los Marines les enseñan a disparar. Me he fijado en que había un retrato suyo en el dormitorio. Tirador de primera y fusilero experimentado. Entonces, ¿qué? ¿Quieres echarles un vistazo?
       Yo solo quería ver al tipo, y, en efecto, lo reconocí. Era el compañero del viajante que aquel día había hablado tan seductoramente de Lonnie Lintz. Había pasado un año, pero aquella nariz y su cabeza sin pelo eran inconfundibles. Al otro no habría podido reconocerlo, porque estaba sentado a mi derecha, pero Pollock estaba de cara hacia él y hacia mí. Quizá sería excesivo decir que si esa noche hubiera hablado con ellos, Pollock no habría muerto en ropa interior en esa cama revuelta, en una ciudad extraña, de forma tan vergonzosa. Pensé en la mujer de Pollock, si es que la tenía, y en su madre y su padre, probablemente ortodoxos, en Wilkes-Barre.
       —Tengo otro regalo para ti —dijo Dorelli—. Abajo, en el sótano.
       —No, gracias —dije.
       —Te entiendo —dijo Dorelli—. Si no fuera mi obligación, yo tampoco habría ido a verlos. Dos niños, por el amor de Dios, de la misma edad que los míos. Este tipo está loco, pero eso no lo escribas. Alegará enajenación. Puede que tuviera derecho a matar a su mujer y al judío, pero no a los niños. No puede acogerse a esa ley no escrita con los niños. Merece que lo frían.
       —No sabía que eras hombre de familia, Joe.
       —Podrías llenar un libro con todo lo que no sabes de mí —dijo él—. Ya has visto suficiente, ahora vamos abajo, a ver si el jefe te deja hablar con Lintz.
       Esperé en la tienda mientras Joe conferenciaba con el jefe. Entretanto apareció un policía llamado Lundy.
       —Está pasando algo insólito en esta ciudad —dijo.
       —¿Qué ocurre? —dije.
       —Las mujeres que están ahí fuera quieren lincharlo.
       —En esta ciudad nunca ha habido ningún linchamiento —dije.
       —Ni lo habrá. Hablan por hablar, pero no son cosas que se oigan a menudo en el condado de Lantenengo. Aunque solo sea pura palabrería, le diré al jefe que más vale sacarlo de aquí.
       —Querrás decir que se lo sugerirás —dije.
       —Hmm, muy agudo —dijo Lundy—. Dicen que Lintz y tú erais buenos amigos.
       —Veo que has estado investigando en el bar de Schmelinger, ¿verdad, Lundy? ¿Crees que vas a resolver el caso?
       —Podría resolverlo en tu jeta, Malloy —dijo Lundy.
       —Y entonces volverías al camión de la basura. Nosotros apoyamos a este alcalde —dije.
       Dorelli me hizo señas desde la trastienda.
       —¿Algún mensaje para el jefe, Lundy? —dije.
       —No, lo tergiversarías, igual que ese periodicucho para el que trabajas —dijo Lundy.
       Se echó a reír y yo carraspeé. Lundy era un buen policía y sabía que eso era lo que yo pensaba.
       —Les hablaré bien de ti —dije.
       —Por Dios, no. Si tú hablas bien de mí, estoy apañado.
       Fui adonde estaba Dorelli.
       —Puedes hablar con él, pero uno de nosotros tiene que estar delante.
       —Vamos, Joe. Este caso no tiene mayor misterio. Déjame que hable con él a solas.
       —O lo hacemos a nuestra manera o nada —dijo Dorelli.
       —Pues hagámoslo a vuestra manera —dije yo.
       Dorelli me condujo a la cocina. Frente a la puerta había un policía de uniforme; el jefe estaba sentado a la mesa frente a Lintzie, con la barbilla sobre el pecho, mirándolo en silencio. Era evidente que, por el momento, el jefe ya no sabía qué más preguntarle. Lintzie se dio la vuelta en cuanto entré.
       —Ah, aquí está mi amigo. Ey, Malloy.
       —Hola, Lintzie —dije.
       —Oiga, jefe, déjeme enviar a alguien a Schmelinger’s a por una cerveza —dijo Lintzie—. Yo la pago.
       —¿Qué vas a pagar tú?Bastante tienes ya que pagar, hijo de la gran puta —dijo el jefe.
       —Estaré en el sótano —dijo Dorelli, y se fue.
       —En fin, supongo que al final lo he hecho —dijo Lintzie.
       —¿Por qué hoy, precisamente? —dije yo.
       —No lo sé —dijo Lintzie—. Estaba en Schmelinger’s y supongo que me he puesto a pensar en mis cosas. Frente a la puerta de la cocina había apilado un cargamento entero que había que desempaquetar. Sabía que Lonnie no se tomaría la maldita molestia de hacerlo. Había que desempaquetar las cosas y ponerlas en el sótano para que no se quedaran por en medio. Entonces me he dicho que podía desempaquetar yo mismo y decirles a los niños que lo pusieran todo en el sótano cuando volvieran a casa. Era un cargamento de un mayorista. Conservas. Cosas pesadas. En cajas de madera. Solo tenía que ir a por el martillo de orejas y abrir las cajas, y los niños ya bajarían las latas al sótano de dos en dos. Diez o quince minutos de trabajo y podría volver a Schmelinger’s. Así que le he dicho a Gus que nos veríamos luego y me he ido.
       —¿A qué hora ha sido eso, Lintzie? —dije.
       —Ni idea. He perdido la noción del tiempo —dijo Lintzie.
       —Sobre las tres menos cuarto —dijo el jefe—. Entre las dos y media y las tres, según Schmelinger.
       —Al llegar a la puerta de la tienda, me he fijado en que fuera estaba el coche de un representante. Pero cuando he entrado no he visto ni a Lonnie ni al representante. El jefe no me cree, pero hace tiempo ya la había pillado con un representante, aunque no era el mismo.
       —¿Por qué no le cree, jefe?
       —Porque aquí ha habido premeditación. Toda esta historia de las cajas en el porche trasero no es más que una excusa.
       —Eche un vistazo, las cajas están ahí, a la vista de todos —dijo Lintzie.
       —Ha fingido que se iba un par de horas a Schmelinger’s, como de costumbre. Pero solo ha ido para que su mujer y el viajante tuvieran tiempo de subir al piso de arriba —dijo el jefe—. Él mismo ha reconocido que normalmente guardaba la cuarenta y cinco arriba, pero que hoy estaba colgada en un gancho de la escalera del sótano. Esto ha sido homicidio premeditado.
       —¿Qué dices tú, Lintzie? —dije.
       —Que el jefe no tiene por qué tener siempre la razón.
       —Pero ¿por qué tenías la pistola en la escalera?
       —Para que los niños no la tocaran. Lonnie me había dicho que había visto al niño jugando con ella y que tenía que guardarla en otro lado. Así que me la llevé y la colgué de un gancho en la escalera del sótano, donde no pudieran alcanzarla. Eso fue hace dos o tres días. Lonnie puede… Iba a decir que puede confirmarlo, pero supongo que ahora ya no.
       —No —dije—. Y después ¿qué?
       —Sí, escucha esta parte, Malloy —dijo el jefe.
       —¿Después qué? Pues después he subido al piso de arriba y los he pillado en la cama.
       —Quieto parado, Lintzie. Te estás saltando una parte. ¿Has ido a por la pistola y has subido? —dije.
       —¿Yo? No. He subido, los he pillado y luego he ido a por la pistola.
       —¿La has llamado antes de subir? ¿Has llamado a Lonnie para ver dónde estaba, si arriba o en el sótano?
       —Generalmente oye la campanilla cuando entro en la tienda.
       —Pero podrías haber sido un cliente. ¿La has llamado o no?
       —Ni la ha llamado ni ha entrado por la puerta principal —dijo el jefe—. A Dorelli le ha contado una historia y a mí otra, y ahora está contando otra distinta. A Dorelli le ha dicho que había ido por detrás a buscar el martillo y que se había puesto a abrir las cajas. Las cajas no presentan marcas, y además se hace mucho ruido al abrir una caja con un martillo de orejas. Hay que introducir la garra bajo las tablas y hacer palanca, y eso hace un ruido muy característico. Habría alertado a los que estaban arriba. No, ha entrado por la puerta de atrás, que no tiene campanilla, ha agarrado la cuarenta y cinco, ha subido sin hacer ruido, ha apuntado con cuidado y ha matado al viajante. Un disparo. Luego a ella le ha metido dos balas en el corazón. Le he echado un vistazo a la cuarenta y cinco y te diré una cosa, Malloy: si mis hombres mantuvieran sus pistolas en tan buen estado, me daría por satisfecho. De pistolas sé algo. Si las dejas en la pistolera demasiado tiempo, la grasa se espesa, pero no es este el caso. Esta pistola ha sido limpiada y engrasada, yo diría, en las últimas veinticuatro o cuarenta y ocho horas.
       —Siempre he mantenido la pistola en buen estado —dijo Lintzie.
       —Sí. Por si se presentaba la ocasión —dijo el jefe.
       —Dime qué has hecho, Lintzie —dije yo.
       —Les he disparado, por Dios bendito. Y entonces han llegado los niños de los huevos dando gritos y les he disparado también. No lo niego. Adelante, arréstenme.
       —Oh, le arrestaremos, señor Lintz —dijo el jefe—. De hecho, lo hemos arrestado hace casi una hora, pero le falla la memoria.
       —Les has disparado a los niños en la escalera y le has dicho a Dorelli que luego los has llevado al sótano.
       —Eso es. Sí.
       —Pero, si no me equivoco, una bala del cuarenta y cinco produce un impacto tremendo, podría enviar a un hombre adulto a varios metros. Así que me pregunto si quizá, cuando les has disparado a los niños, el impacto los ha tirado escaleras abajo y luego tú los has recogido y los has llevado al sótano. ¿Es eso lo que ha ocurrido, Lintzie?
       —No —dijo él.
       —¿Qué ha ocurrido?
       —He agarrado a los niños, uno a la vez, y les he disparado —dijo Lintzie.
       —Por Dios —dije yo mirando al jefe.
       —No se quedaban quietos —dijo.
       —Cielo santo —dije.
       —Menudo tipo, este —dijo el jefe—. Hay que ser muy hombre para agarrar a un crío con una mano y dispararle con la otra. Y luego repetir la operación con la otra cría.
       —¿A quién le has disparado primero, Lintzie? ¿A la niña o al niño?
       —A ella. Luego él ha venido hacia mí. No recuerdo haberlo agarrado.
       —El niño quería defender a su hermana —dijo el jefe.
       —No quería defender a nadie. Quería dispararme a mí. Él y Lonnie.
       —Pero creía que Lonnie te había dicho que escondieras la pistola —dije yo.
       —Hasta que el niño fuera mayor. Ella quería esperar un par de años a que tuviéramos algo más de dinero ahorrado.
       —Ah, ¿y entonces iba a dejar que te disparase? —dije.
       —Ya lo has entendido —dijo Lintzie. Me sonrió y miró al jefe haciendo una mueca—. Me tomaba por idiota, pero no soy tan idiota.
       —Antes has dicho que ya la habías pillado con un hombre —dije—. Eso nunca me lo habías dicho.
       —Sí que te lo dije. ¿O no?
       —No, nunca me lo habías dicho. ¿Cuándo la pillaste? ¿Fue como hoy, llegaste un día y te la encontraste con otro hombre?
       —Fue de noche —dijo.
       —Ah, ¿llegaste a casa una noche y la pillaste?
       —¡No! Yo estaba en casa. Arriba. Sonó el timbre y ella bajó a ver quién era.
       —Y tú pensaste que era un cliente —dije.
       —Eso pensé, pero era un forastero. Tenía bigote y llevaba una ropa extraña. “En el labio un buen bigote, y todas las chicas en el bote.”
       —Oh, sí. “Luego se dejó perilla, y lo seguían en camarilla. En el labio un buen bigote…” Recuerdo la canción.
       —Solo que en este caso era él, no el tipo de la canción.
       —No me digas. ¿Y entonces entró en la tienda y empezó a insinuarse a Lonnie?
       —Fue ella la que empezó a insinuársele. Se insinuaba a todo el mundo menos a ti. Tanto tú como tu madre y toda tu familia le caíais antipáticos. Ay, chico, las cosas que decía de tu padre.
       —Nunca conoció a mi padre, pero ¿qué decía de él?
       —Que operaba a la gente aunque no tuvieran nada. Que cada vez que tu madre quería un vestido nuevo, tu padre operaba a alguien.
       —Ah, eso es verdad —dije.
       —No le rías las gracias —dijo el jefe.
       —Por eso Lonnie no se me insinuaba, porque le caíamos antipáticos. Pero háblame del tipo ese de la barba, Lintzie. ¿Lo habías visto antes en alguna parte? ¿Lo habías visto en Schmelinger’s?
       —Iba por ahí de vez en cuando, pero nunca había hablado con él.
       —Así que iba de vez en cuando.
       —Yo lo había visto ahí —dijo Lintzie.
       —Y llevaba bigote. ¿Llevaba un abrigo con correas en la parte de delante?
       —Eso es, sí —dijo Lintzie—. Aunque nunca lo vi cuando tú estabas ahí.
       —No, pero creo que ya sé a quién te refieres.
       El jefe consultó su reloj de bolsillo.
       —Ya habéis hablado suficiente, Malloy. Me llevo a este tipo al juzgado.
       —¿Para acusarlo de homicidio con premeditación? —dije.
       —Correcto. Caso abierto y cerrado, como este reloj.
       —Te apuesto lo que quieras a que no entra en Bellefonte —dije.
       —No aceptaría tu dinero —dijo el jefe.
       —¿Bellefonte? ¿Dónde tienen la silla eléctrica? —dijo Lintzie—. Ja. Ni en sueños.
       —¿Lo ves? Él tampoco lo cree —dije.
       —¿De quién era yo escolta durante la guerra? Díselo, Malloy —dijo Lintzie.
       —De Woodrow Wilson, el presidente de los Estados Unidos de los huevos —dije yo.
       —¿Puedo ir al piso de arriba un momento, jefe? —dijo Lintzie.
       —No. ¿Quieres ir al baño?
       —No. Quiero darle una cosa a Malloy.
       —Llama a Lundy, dile qué es y él lo cogerá —dijo el jefe.
       —Una fotografía mía, está arriba, en la cómoda —dijo Lintzie.
       —Señor, qué paciencia. De acuerdo —dijo el jefe.
       Lundy fue al piso de arriba y trajo la fotografía, que yo nunca había visto, del soldado Donald Lintz, Cuerpo de Marines de los Estados Unidos, con el uniforme verde, la gorra de la época perfectamente calada en la cabeza y dos insignias de tiro clavadas en la guerrera.
       —Ponla en el periódico, Malloy —dijo Lintzie.
       —Te lo prometo —dije—. ¿Y si me das alguna fotografía de Lonnie y los niños?
       —¿De ellos también? —dijo Lintzie—. ¿Para qué la quieres? No quiero que eso salga en el periódico.
       —¿Hay más fotografías arriba, Lundy? —dije.
       —Ya lo creo —dijo Lundy—. Un montón. De ella antes de engordar, y de los dos niños.
       —No, esas no puedes llevártelas —dijo Lintzie.
       —Lundy, ve a buscarlas —dijo el jefe.
       —Eres un hijo de puta, Malloy —dijo Lintzie—. Quieres que la gente se compadezca de ellos.
       —Él a lo mejor no, pero yo sí —dijo el jefe—. Malloy, ¿por qué crees que el tipo este puede salvarse? A mí puedes decírmelo. El que acusa es el fiscal del distrito, no yo.
       —¿Tienes cinco minutos? —dije.
       —¿Para qué?
       —¿Por qué no vienes conmigo? Como mucho serán cinco minutos —dije.
       El jefe llamó a Dorelli, le dijo que no perdiera de vista a Lintzie y me acompañó a Schmelinger’s. Le señalé el viejo anuncio de cerveza colgado en la pared.
       —Ese es el otro novio de Lonnie —dije—. Cualquier alienista de cincuenta dólares podrá impedir que Lintzie vaya a la silla.
       —Quizá tengas razón —dijo el jefe.
       —¿Desean algo, caballeros? Invita la casa —dijo Schmelinger.
       —No, gracias Gus —dijo el jefe.
       —¿Para ti, Malloy?
       —No si invita la casa —dije—. Acabas de perder a tu mejor cliente.
       —No lo echaré de menos —dijo Schmelinger.
       —Se dejaba sus buenos cincuenta pavos a la semana y nunca te dio problemas —dije.
       —No lo echaré de menos —dijo Schmelinger. Y como si yo ya no estuviera ahí, se dirigió al jefe—: Cuando aquí el amigo dejó de venir con él, Lintzie se sentaba y se quedaba contemplando el anuncio de la cerveza. Me juego lo que sea a que ni lo veía.
       —¿En serio? En fin, gracias, Gus. La próxima vez que pase por aquí me tomo una contigo —dijo el jefe.
       Caminamos en silencio hacia la tienda y, a medio camino, el jefe dijo:
       —Siempre he sentido un gran respeto por tu padre. ¿Qué hace un joven con tus estudios perdiendo el tiempo de esta manera cuando podría hacer algo bueno en la vida?
       —¿Qué estudios? Estuve cuatro años en el instituto —dije.
       —Te fuiste a la universidad —dijo él.
       —Me fui, pero no a la universidad.
       —Oh, entonces no eres mejor que el resto de nosotros —dijo.
       —Nunca he dicho lo contrario, jefe.
       —Nunca lo has dicho, pero actúas como si lo fueras. Tu padre era mejor que la mayoría de nosotros, pero no lo demostraba.
       —No, no tenía por qué —dije yo.




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