John O’Hara
(Pottsville, Pensilvania, 1905 - Princeton, Nueva Jersey, 1970)
El hombre de la ferretería (1964)
(“The Hardware Man”)
Originalmente publicado en The Saturday
Evening Post,
ccxxxvii (29 de febrero de 1964), págs. 46-53;
The Horse Knows the Way
(Nueva York: Random House, 1964, 429 págs.)
Lou Mauser no siempre había tenido dinero, y sin embargo sería difícil imaginárselo sin. Había sido el propietario de la tienda —con alguna ayuda del banco, por supuesto— desde que tenía unos veinticinco años, y de eso hacía veinte años en 1928. Veinte años son muchos años como para que un hombre no sufra reveses económicos dignos de mención, pero Lou Mauser lo había conseguido, y cuando se trata de tanto tiempo, ni los peores enemigos de uno pueden decir que todo ha sido suerte. De Lou lo decían, pero lo decían de tal modo que su desprecio hacia él no los hiciera quedar como unos necios. Pues de necios habría sido negar que Lou había trabajado duro o que había sido inteligente en sus negocios. “No se puede decir que todo fuera suerte —decía Tom Esterly, el rival de Lou—. Sería como decir que vendió su alma al diablo. Que se la habría vendido, a buen seguro. Pero no fue necesario. Era como si Lou siempre tuviera dinero en el momento oportuno, y ese es uno de los grandes secretos del éxito. Tener el dinero a punto cuando se presenta la ocasión adecuada.”
Lou tenía el dinero, o lo encontró —lo que viene a ser lo mismo—, cuando Ada Bowler decidió venderse la ferretería de su difunto marido. Lou tendría unos veinticinco años por entonces, y llevaba por lo menos diez trabajando en la tienda, donde había empezado como reponedor por cinco dólares a la semana. A los dieciocho años era un inventario con patas de las existencias del negocio; sabía dónde estaba todo, absolutamente todo, y sabía cuánto valía cada cosa; al mayor, al detalle, los precios especiales para determinados contratistas, los diferentes descuentos en función del cliente. Si un granjero quería comprar un gancho de arnés, se le cobraba a diez centavos; pero si otro granjero, alguno que comprase la pintura para el granero en Bowler’s, quería un gancho de arnés, podía llevárselo por cinco. Uno no tenía ni que rendirle cuentas a Sam Bowler de lo que hacía. Sam Bowler confiaba en el sentido común de cada cual en esos casos. Si un niño compraba un guante de béisbol, se le regalaba una pelota de cinco centavos, y seguro que entonces, cuando pudiera comprarse una bicicleta Iver Johnson, iría a Bowler’s en lugar de encargarla por correo. Y a los dieciocho años Lou Mauser había descubierto algo que nunca se le había ocurrido a Sam Bowler: que la gente rica que vivía en Lantenengo Street era más agradecida cuando se le daba algo a cambio de nada —una lata de aceite para la bicicleta del niño, un picahielos para la cocina— que la gente que tenía que pensárselo dos veces antes de gastarse un centavo. Bueno, quizá no es que fuera más agradecida, pero tenía dinero para demostrar su agradecimiento. Dale una pelota de cinco centavos a un niño de Lantenengo Street, y su padre o su tío le comprarán una de dólar veinticinco. Dale un picahielos a una mujer rica y le venderás un metro de manguera, un aspersor y una cortacésped. Todo era cuestión de saber a quién regalarle qué, y Lou lo sabía tan bien que cuando necesitó dinero para comprarle la tienda a la viuda de Sam Bowler, pudo elegir entre dos bancos en lugar de tener que aceptar los términos de uno solo.
De la noche al día, como quien dice, se convirtió en patrón de unos hombres que le doblaban la edad, y Lou supo con cuáles quedarse y a cuáles despedir. En cuanto hubo firmado los papeles que lo acreditaban como propietario, fue a la tienda y convocó a Dora Minzer, la contable, y Arthur Davis, el encargado del almacén. Cerró la puerta del despacho para que nadie oyera lo que tenía que decir, si bien el resto de empleados podían verlos a través de las mamparas de vidrio.
—Dame tus llaves, Arthur —dijo Lou.
—¿Mis llaves? Cómo no —dijo Arthur.
—Dora, dame tus llaves tú también —dijo Lou.
—Las tengo en el cajón del escritorio —dijo Dora Minzer.
—Ve a buscarlas.
Dora salió del despacho.
—No entiendo todo esto, Lou —dijo Arthur.
—Si no lo entiendes, lo entenderás en cuanto vuelva Dora.
Dora regresó y dejó sus llaves sobre el escritorio de Lou.
—Aquí están —dijo.
—Arthur dice que no entiende por qué quiero vuestras llaves. Tú sí que lo entiendes, ¿verdad, Dora?
—Bueno… a lo mejor sí, a lo mejor no —dijo encogiéndose de hombros.
—Vosotros dos sois los únicos a quienes les he pedido las llaves —dijo Lou.
Arthur lanzó un vistazo fugaz a Dora Minzer, que no lo miró.
—Ya lo sé, ¿qué significa eso, Lou?
—Significa que los dos podéis agarrar el abrigo y el sombrero y marcharos.
—¿Despedidos? —dijo Arthur.
—Despedidos, correcto —dijo Lou.
—¿Sin previo aviso? Llevo aquí veintidós años. Dora lleva aquí casi tanto como yo.
—Ajá. Y yo llevo aquí diez años. Que yo sepa, lleváis cinco de esos diez robándole a Sam Bowler. Que yo sepa. Estoy bastante seguro de que no empezasteis a robarle hace solo cinco años.
—Pienso demandarte por calumnias —dijo Arthur.
—Adelante —dijo Lou.
—Anda, cállate, Arthur —dijo Dora—. Lo sabe. Ya te dije que era demasiado listo.
—Lo tendrá difícil para demostrar algo —dijo Arthur.
—Sí, pero cuando lo demuestre ya sabéis lo que os pasará. A ti, a Dora, a dos agentes de ventas y a dos de los contratistas. Estabais todos en el ajo. Puede que haya más, pero de vosotros puedo demostrarlo. Con los contratistas, tengo las manos atadas. En cuanto a los agentes, quiero seguir haciendo negocios con sus empresas, así que me limitaré a hacer que los despidan. ¿Qué vas a contarles a los de la escuela dominical el próximo fin de semana, Arthur?
—La idea fue de ella —dijo Arthur Davis, mirando a Dora Minzer.
—Eso no lo dudo. Había que ser avispado para pegársela a Sam Bowler todos estos años. ¿Qué hiciste con tu parte, Dora?
—Mi sobrino. Le pagué los estudios y lo ayudé a montar el negocio. Tiene un drugstore en Elmira, Nueva York.
—Entonces debería hacerse cargo de ti. ¿Y adónde fue lo tuyo, Arthur?
—Puf. Cinco hijos con mi sueldo, pagar el instituto, la ropa y las facturas del médico, mi mujer y sus facturas del médico. Y clases de música. Un piano. Por Dios, me cuesta creer que Sam no se diera cuenta. ¿Cómo te diste cuenta tú?
—Tú mismo te has respondido. Viendo a tus hijos, todos emperifollados para ir a la escuela dominical.
—Bueno, todos están casados o tienen trabajo —dijo Arthur Davis—. Supongo que encontraré algo. ¿A quién vas a contárselo, si digo que me voy?
—¿Qué coño esperáis que haga? Sois un par de ladrones, los dos. Sam Bowler trataba bien a todo el mundo. Aquí hay otros ocho empleados que han sacado adelante a la familia sin robar. No me das ninguna pena. Te pillo y lo primero que haces es echarle toda la culpa a Dora. Y no olvides esto, Arthur —dijo inclinándose hacia delante—: a mí también ibais a robarme. Los dos. Esta mañana ha llegado un cargamento. Doscientos rollos de lona impermeable. Una hora después, la furgoneta se ha llevado cincuenta rollos, pero a ver dónde está el registro de la venta de esos cincuenta rollos. Esto ha sido esta misma mañana, Arthur. No habéis esperado ni un día, ni tú ni Dora.
—Eso ha sido cosa suya —dijo Dora—. Yo le dije que esperara. Imbécil.
—Todos nos están mirando, ahí fuera —dijo Arthur.
—Sí, y seguramente se estarán preguntando qué pasa —dijo Lou—. No tengo nada más que deciros. Largo de aquí.
Se levantaron. Dora se fue al despacho exterior a ponerse el abrigo y el sombrero y se dirigió hacia la puerta de la calle sin hablar con nadie. Arthur se fue hacia la escalera trasera que conducía al almacén. Ahí desempaquetó una caja de revólveres Smith & Wesson recién llegados y abrió una cajita de munición. Luego se metió una bala en el cráneo, y Lou Mauser entró en una nueva fase de su carrera comercial.
El primer año fue más bien discreto. La gente lo tenía por un joven desalmado que había provocado el suicidio del superintendente de la escuela dominical. Pero a medida que el escándalo fue integrándose en la historia local, las opiniones adversas fueron corrigiéndose hasta encajar casi por completo con la primera impresión de los hombres de negocios, que se mostraban favorables a Lou. A fin de cuentas, Dora Minzer se había ido, presumiblemente a Elmira, Nueva York; y aunque corrían rumores acerca de los agentes de ventas de dos compañías mineras independientes, Lou nunca los implicó públicamente. La nueva opinión pública acerca de Lou Mauser decía que, de hecho, su comportamiento había sido ejemplar, y que había demostrado ser mejor hombre de negocios que Sam Bowler. Solo unos pocos optaron por mantener viva la historia del suicidio de Arthur Davis, y es probable que esos pocos hubieran hallado otras razones para criticar a Lou aun cuando Arthur no hubiera muerto.
Lou, por supuesto, no se culpaba de nada, y durante su primer año como dueño de la tienda, mientras aún duraban los ataques, dejó que el resentimiento fuera endureciéndolo hasta convertirse, en efecto, en el ser despiadado que decían que era. Se enzarzó en una guerra de precios contra las otras ferreterías, y una de las más nuevas acabó cerrando ante la imposibilidad de competir con Lou Mauser y Tom Esterly.
—Muy bien, señor Esterly —dijo Lou—. Ya somos uno menos. ¿Quiere que lo dejemos en empate?
—Tú empezaste, jovencito —dijo Tom Esterly—. Y yo puedo aguantar tanto como tú y quizá incluso un poco más. Si quieres empezar a sacar beneficios, allá tú. Pero no pienso hacer tratos contigo, ni ahora ni nunca.
—Usted recortó precios tanto como yo —dijo Lou.
—Pues claro que recorté.
—Entonces es tan culpable como yo de lo que le ha ocurrido a McDonald. Usted ha contribuido a arruinarlo y se quedará una parte de lo suyo.
—Sí, y puede que también la tuya —dijo Tom Esterly—. Los Esterly abrieron este negocio antes de la guerra de Secesión.
—Ya lo sé. De haber podido, habría comprado su tienda. Puede que lo haga.
—Quítatelo de la cabeza, joven amigo. Quítatelo de la cabeza. Veremos lo que vale tu crédito cuando lo necesites. Veremos qué confianza les mereces a los proveedores y los fabricantes. Yo sé qué confianza les merece Esterly Brothers. Nosotros les hicimos los primeros pedidos a esos fabricantes hace treinta, cuarenta años. Mi padre ya hacía negocios con algunos de ellos cuando Sam Bowler todavía iba en pañales. Te queda mucho que aprender, Mauser.
—Esterly y Mauser. Algún día me gustaría colgar un cartel donde ponga eso.
—Por encima de mi cadáver. Antes la ruina. Preferiría bajar la persiana.
—Oh, no es que te quiera como socio. Solo conservaría el nombre.
—¿Por qué no me haces un favor y te largas de mi tienda?
Tom Esterly era un caballero, egresado del instituto de Gibbsville y el Gettysburg College, miembro destacado de los círculos masónicos y de la junta de las organizaciones benéficas más antiguas. La palabra arribista no formaba parte de su vocabulario y no tenía ningún epíteto para Lou Mauser, pero su animadversión hacia él era tal que dirigió a sus empleados una de sus contadas órdenes ejecutivas: en adelante, cuando Esterly Brothers no tuviera un artículo, ya fuera de cinco centavos o de cincuenta dólares, los empleados no debían sugerirle al cliente que lo buscara en Bowler’s. Para Tom Esterly esto suponía un importante cambio de política y representaba una actitud que se negaba a admitir la existencia de la competencia de Mauser. En la calle, inclinaba la cabeza si Mauser le hablaba, pero él no le dirigía ni una sola palabra.
La siguiente ofensiva de Mauser fue la publicidad. Sam Bowler nunca había publicado anuncios, y la publicidad de Esterly Brothers se limitaba a unas tarjetas de obsequio en el anuario del instituto y en el programa del concierto que el coro de la iglesia luterana daba todos los años. En esas tarjetas se leía: “Esterly Bros., Fundado en 1859, 211 N. Main St.”, y eso era todo. Ni una mención al negocio de la ferretería. Para Tom Esterly fue motivo de sorpresa y de repulsión encontrarse en los dos periódicos de la ciudad un anuncio a página completa en el que se informaba de unas grandes rebajas de primavera en la ferretería Bowler’s, Lou Mauser, director y propietario. Era el primer anuncio de una ferretería en la historia de Gibbsville y, peor aún, era la primera vez que Mauser ponía su nombre en la tienda de Sam Bowler. Tom Esterly fue a comprobarlo y, efectivamente, Mauser no solo había puesto su nombre en el anuncio, sino que lo había hecho pintar en los escaparates de la tienda con unas letras casi tan grandes como las de Bowler. Las rebajas, naturalmente, no eran más que una vuelta a la táctica de recorte de precios de Mauser, aun cuando en el anuncio dijera que solo durarían tres días. Mauser ofrecía auténticas gangas; algunos artículos, según supo Tom, se vendían a precio de coste. Mientras duraron las rebajas, Esterly Brothers se quedó casi sin clientes.
—Están todos en la tienda de Mauser —dijo Jake Potts, el jefe de tienda de Tom.
—Querrás decir en la de Bowler —dijo Tom.
—Bueno, sí, pero apuesto a que dentro de un año habrá quitado el nombre de Sam —dijo Jake.
—¿De dónde saca el dinero, Jake?
—Del volumen. Lo que llaman volumen. Ha contratado a dos tipos que van con una carreta de caballos a visitar a los granjeros.
—¿Vendedores?
—Dos. Hablan alemán de Pensilvania y van por las granjas. El primer día les regalan algo a las mujeres y se van con la carreta a los campos para hablar con los granjeros. Les dan un paquete de tabaco de mascar y quizá correas para la yunta. Me lo ha dicho mi cuñado, que vive en el valle. En la primera visita no tratan de venderles nada, pero los granjeros se acuerdan del tabaco, y la próxima vez que tienen que ir al mercado, si necesitan algo, van a Bowler’s.
—Bueno, los granjeros pagan tarde. Nunca hemos tratado mucho con ellos.
—Aun así, Tom, hace falta mucha pintura para pintar un granero, y ellos le compran la pintura a Mauser. Mi cuñado dice que Mauser está dándole crédito a todo el mundo. Todo granjero con una vaca y una mula puede acceder al crédito.
—Los despropósitos se acaban pagando. Además, dejar que esos granjeros se endeuden está mal, mal. Ya sabes cómo son, algunos. Vienen a comprar algo y a la que se despistan se van cargados de cosas que no necesitan.
—Sí, ya lo sé. Y Mauser también lo sabe. Pero él tiene volumen, Tom. Poco beneficio, mucho volumen.
—Espérate a que tenga que mandarles un recaudador de deudas a los granjeros. De nada le valdrá entonces su tabaco de mascar —dijo Tom Esterly.
—No, supongo que no —dijo Jake Potts.
—De todos modos no veo de dónde saca dinero contante. Tú dices que del volumen, pero por más volumen que tenga, vendiendo a cuenta no se saca metálico.
—Bueno, supongo que mostrándole al banco un montón de cuentas a recibir. Y tiene muchas, Tom. Muchas. Cuando tienes a todo el mundo debiéndote dinero, la mayoría te acaban pagando algún día. La mayoría de las personas de por aquí pagan sus facturas.
—¿Estás criticando nuestra política, Jake?
—Bueno, los tiempos cambian, Tom, y hay que estar a la altura de los tiempos.
—¿Querrías trabajar para un hombre como Mauser?
—No, y se lo he dicho —dijo Jake Potts.
—¿Quería contratarte?
—Hace un par de meses, pero le dije que no. Llevo demasiado tiempo aquí y prefiero quedarme hasta que me jubile. Pero mira ahí, Tom. Mira ahí, entre los mostradores. Una clienta. Todos los demás están en las rebajas de Mauser.
—Intentó apartarte de mi lado. Esto ya es demasiado —dijo Tom Esterly—. ¿Te importaría decirme cuánto te ofreció?
—Treinta a la semana y un porcentaje sobre los nuevos clientes.
—Creería que te llevarías a tus clientes contigo. En fin, supongo que tengo que aumentarte a treinta. Aunque tal y como están las cosas ahora mismo, no puedo ofrecerte ningún porcentaje sobre la clientela nueva. Todo apunta en la dirección contraria.
—No te he pedido ningún aumento, Tom.
—Te lo doy de todos modos, a partir de esta semana. Si te vas, tengo que cerrar el negocio. No tengo a nadie que te reemplace. Y todavía no he decidido a quién nombrar jefe de tienda cuando te jubiles. Paul Schlitzer va justo detrás de ti, pero se le olvidan las cosas. Supongo que tendrá que ser Norman Johnson. Aunque es más joven.
—No cuentes con Norm, Tom.
—¿Mauser también le ha hecho una oferta?
—No estoy seguro, pero creo que sí. Cuando alguien empieza a actuar por su cuenta es porque tiene buenas razones para ello. Norman hace un tiempo que entra tarde por la mañana y cuando dan las cinco y media no espera a que le mande bajar las persianas.
—¿Has hablado con él?
—Todavía no. Pero más vale que empecemos a buscar a alguien. No tiene por qué ser alguien del sector. Cualquier chico joven y listo con experiencia de cara al público. Yo puedo enseñarle a llevar el negocio antes de jubilarme.
—Muy bien, lo dejo en tus manos —dijo Tom Esterly.
Cuando volvió a cruzarse con Lou Mauser lo hizo pararse.
—Me gustaría hablar contigo un momento —dijo Tom Esterly.
—Con mucho gusto —dijo Mauser—. Vamos al borde de la acera, donde no pase la gente.
—No tengo gran cosa que decirte —dijo Tom Esterly—. Solo quería que supieras que estás yendo demasiado lejos intentando quedarte con mi gente.
—Es un país libre, señor Esterly. La gente quiere mejorar. Seguro que Jake Potts ha logrado un aumento. ¿Ha igualado mi oferta?
—Jake Potts no trabajaría para ti, le ofrezcas lo que le ofrezcas.
—El caso es que ahora está mejor que antes. Debería estarme agradecido. Señor mío, pienso hacerle propuestas a todo aquel que me apetezca contratar, tanto si trabaja para usted como si trabaja para otro. No tengo por qué pedirle permiso, igual que no tengo que pedirle permiso para hacer rebajas. He visto por la tienda a clientes que nunca había visto antes, ni siquiera cuando Sam Bowler era el dueño. Yo le hice una oferta a usted, así que ¿por qué no iba a hacérsela a quienes trabajan para usted?
—Buenos días —dijo Tom Esterly.
—Buenos días tenga usted —dijo Lou Mauser.
Tom Esterly estaba preparado para perder a Norman Johnson, pero cuando Johnson reveló un talento oculto para la decoración de escaparates, se sintió engañado. El escaparate, que atrajo tanta atención que incluso se comentó en los periódicos, consistía en una escena de acampada otoñal que ocupaba todo el espacio del escaparate de Mauser. Dos maniquíes, vestidos con ropa de caza, estaban sentados junto a una hoguera delante de una tienda de campaña. Una lámpara incandescente simulaba el brillo del fuego, y las ramas de pino y abeto y la hierba artificial añadían un efecto de fronda. Apoyadas contra los troncos o colocadas sobre la hierba artificial, había dispuestas armas de toda clase, desde escopetas a pistolas automáticas. Había cuchillos de caza y brújulas, portacerillas y cantimploras Marble, catres y mantas, morrales de lona y piel, cocinas de retención de calor, aparejos de pesca, lámparas de carburo y queroseno, canoas Old Town, maletines para armas y fundas de revólver, reclamos y señuelos para patos, termos y botiquines. Allá donde quedaba algo de espacio entre los artículos, Norman Johnson había colocado ardillas y codornices disecadas; detrás de los pinos y los abetos asomaban las cabezas de un oso canela, un alce, un wapití, un ciervo y, encima de todos estos, un lince disecado con una mueca de gruñido permanente.
Durante todo el día la gente se paraba a mirar, y después del colegio los niños gritaban, señalaban, discutían y pedían. Nunca se había visto nada semejante ni en los escaparates de Bowler’s ni en los de Esterly Brothers, y cuando el decorado se retiró por Acción de Gracias se oyeron expresiones de lamento. Los niños tuvieron que buscarse otro sitio adonde ir. Con todo, el campamento de caza de Norman Johnson se convirtió en un acontecimiento anual, y muy rentable para Lou Mauser.
—A lo mejor no debimos dejar que Norm se marchara —dijo Jake Potts.
—Está donde se merece —dijo Tom Esterly—. Exactamente donde se merece. Así es como hacen negocio esos vendedores de humo. Nosotros vivimos del valor real y de la mercancía de calidad, no de las farsas.
—Esta temporada solo hemos vendido dos escopetas y ni un solo rifle, Tom. Cuando menos nos lo esperemos, habremos perdido también la franquicia de los rifles.
—Bueno, nunca hemos vendido muchos rifles. Este es un país de escopetas.
—No lo sé —dijo Jake—. Teníamos buenas ventas de calibre veintidós. Habremos vendido unos trescientos de corredera del veintidós, y los cartuchos dan un beneficio estable.
—Reconozco que otros años vendíamos rifles del veintidós. Pero se habla de una ley que prohibirá su uso dentro de los límites del municipio. Desde que el chico de los Leeds le sacó un ojo al de los Kerry.
—Tom, te niegas a afrontar los hechos —dijo Jake—. Este tipo nos está haciendo perder ventas, y no solo en la línea deportiva o en cualquier otra línea. Afecta a todo. Utensilios de cocina. Herramientas de casa. Pinturas y barnices. Ya no viene tanta gente como antes. Cuando cogiste el timón, tras la muerte de tu padre, lo único que no vendíamos eran cosas de comer. Si se come, no lo vendemos, era el lema.
—Ese nunca ha sido nuestro lema. Solo era una broma que se decía —dijo Tom Esterly.
—De acuerdo, sí. Pero teníamos bromas como esa. Cada dependiente tenía sus clientes habituales. Cuando alguien entraba, se lo compraba todo al mismo dependiente. Recuerdo que un día la señora Stokes vino para pedirme prestado el paraguas, y yo ese día no estaba y no quiso llevarse el paraguas de nadie más. Esa era la clase de clientela que teníamos. Pero ¿dónde está hoy esa gente? Está en la tienda de Lou Mauser. ¿Por qué? Por ejemplo porque en septiembre, cuando empieza el colegio, Lou Mauser les regala una regla a todos los niños de la escuela pública y de la católica. Puede que le cuesten medio centavo cada una, y pongamos que hay mil niños en el colegio. Cinco dólares.
—Jake, no haces más que decirme cosas de estas. Me haces pensar si no preferirías trabajar para Mauser.
—Te lo digo por tu propio bien. Tu padre y tu tío Ed ya no están aquí para decírtelo. Y también lo hago por mi bien, lo reconozco. El año que viene me jubilo, y si tienes que cerrar, no cobraré mis cincuenta dólares al mes.
—¿Si tengo que cerrar? ¿Quieres decir ir a la quiebra por culpa de Mauser?
—A menos que hagas algo para poder competir con él. Una vez dijiste que Mauser tendría problemas con los mayoristas y los fabricantes. Y sin embargo ahora las cosas están al revés. No te engañes, Tom. Los fabricantes se guían por los pedidos que les enviamos, y todavía tenemos excedentes del año pasado.
—Te diré una cosa: antes cerrar que hacer las cosas a su manera. No te preocupes. Tendrás tu pensión. Tengo otras fuentes de ingresos aparte de la tienda.
—Si tienes que cerrar la tienda, me quedaré sin pensión. No pienso aceptar limosnas. Me buscaré otro trabajo.
—Con Mauser.
—No, no trabajaré para Mauser. Eso es algo que no haré jamás. Para mí es como si Mauser le hubiera puesto la pistola en la cabeza a Arthur Davis, y Arthur era amigo mío, robase o no. No sé qué fue lo que Mauser le dijo a Arthur ese día, pero fuera lo que fuera, Arthur no vio otra salida. Nunca trabajaría para alguien así. A mí manera de ver, tiene sangre en las manos. Cuando me encuentre a Arthur Davis en la otra vida no quiero que me mire y me diga que no fui un amigo de verdad.
—Arthur nunca diría eso de ti, Jake.
—Quizá sí. Tú no conociste a Arthur Davis tan bien como yo. Ese hombre era un cúmulo de preocupaciones. A veces volvía a casa andando con él. Primero se preocupaba porque Minnie no estaba segura de querer casarse con él. Luego, los niños, y Minnie enferma la mitad del tiempo, pero los niños como si nada. Clases de piano. Un poco de dinero para ayudarlos cuando se casaron. Dicen que fue Dora Minzer la que le enseñó cómo arañarle dinero a Sam Bowler, y yo me lo creo. Lo que no me creo es que hubiera algo entre él y Dora. No. Esos dos tenían debilidad por el dinero, y eso es lo único que hubo entre ellos. Nunca sabremos cuánto le robaron a Sam Bowler, pero Arthur dio buen uso a su parte, y Sam nunca lo echó en falta. Tampoco Ada Bowler. Arthur no habría robado ese dinero si Sam y Ada hubieran tenido hijos.
—Ahora te estás pasando. Eso no lo sabes, y yo no me lo creo. Arthur hacía lo que Dora le decía. ¿Y qué hay de la vergüenza? ¿Acaso los hijos de Arthur no habrían preferido crecer pobres a ver morir a su padre como un ladrón?
—No lo sé —dijo Jake—. En parte era dinero limpio. Nadie sabe qué parte del dinero era robado. Sus hijos ni siquiera supieron que el dinero era robado hasta el final. Para entonces todos habían tenido una buena educación. Para honra de sus padres y de la iglesia y de la ciudad. No verás una familia mejor por aquí. Y los criaron en la honradez. Todos ellos son jóvenes decentes y respetables. No puede culpárselos por no haberle preguntado a su padre de dónde salía el dinero. Sam Bowler nunca sospechó, ¿verdad que no? El único que sospechó fue Lou Mauser. Y dicen que mantuvo la boca cerrada seis o siete años, así que en parte fue cómplice. Si yo creyera que alguno de tus empleados te la está pegando, lo diría. Pero Lou Mauser nunca soltó prenda hasta que fue el dueño. A veces pienso que quizá lo que quería era que llevaran a Sam a la bancarrota para luego poder comprar la tienda más barata.
—Vaya, eso sí es interesante —dijo Tom Esterly—. No lo descartaría.
—No digo que sea cierto, pero le pegaría —dijo Jake—. No, nunca iría a trabajar para ese tipo. Incluso a mi edad, prefería cavar zanjas.
—Mientras yo viva no tendrás que cavar zanjas, y no me digas que no piensas aceptar limosnas. Tú cobrarás tu pensión de Esterly Brothers tanto si seguimos como si no. Así que no me vengas otra vez con eso. Mejor aún, vuelve al trabajo. Mira, ahí hay una clienta.
—Seguramente querrá que le preste el paraguas —dijo Jake—. Está lloviendo.
Esterly Brothers duró más de lo que Jake Potts esperaba, y aun más que el propio Potts. Hubo años malos, algo fácil de explicar, pero también hubo años en que la tienda registró beneficios, cosa que sí es difícil de explicar. Lou Mauser se expandió; compró el local anejo al suyo. Abrió sucursales en otras dos ciudades del condado. Retiró definitivamente el nombre de Bowler. Esterly Brothers siguió como siempre, el centro de la tienda seguía siendo tan oscuro como de costumbre, con las luces eléctricas encendidas todo el día. La pesada fragancia de ferretería —algo a medio camino entre el olor acre de una herrería y el olor dulzón de una farmacia— se hallaba ausente de los edificios bien ventilados de Lou Mauser, que llenó sus tiendas de jóvenes ambiciosos. Sin embargo, algunos de los antiguos clientes de Esterly Brothers volvieron tras haber desertado temporalmente a Mauser’s, y en Esterly encontraron a dos o tres de los viejos dependientes que habían visto en Mauser’s, veteranos de los tiempos de Bowler. Aunque se lo guardara para sí, era obvio que Tom Esterly había decidido librar aquella competición de ambiciones con una atmósfera que iba veinte años por detrás de los tiempos. Los clientes que pagaban en metálico tenían que esperar a que su dinero se enviara a la parte de atrás de la tienda en un riel aéreo, que se procediera al cambio y que se les enviara la vuelta en un recipiente de madera atornillado al cable del riel. Tom nunca puso una registradora eléctrica, y las únicas rebajas que hizo fue cuando ofreció un descuento del cincuenta por ciento sobre todas las existencias con ocasión de la liquidación del negocio. Tres años malos seguidos, la única vez que algo así había ocurrido desde la fundación de la tienda, no admitían réplica, de modo que publicó un anuncio en los periódicos para anunciar su decisión. El anuncio era bien sencillo:
50% de descuento
en todos los artículos
Liquidación por cierre
A partir del 1 de agosto de 1922
ESTERLY BROTHERS
Fundado en 1859
Horario: 8-21 h
Solo compras en metálico. Sin derecho a devolución
La mañana que se publicó el anuncio, Tom Esterly fue a su despacho, donde no le extrañó encontrar a Lou Mauser esperándolo.
—Y bien, ¿qué puedo hacer por ti?
—He visto el anuncio. No sabía que la cosa fuera tan grave —dijo Lou—. Lo siento de verdad.
—No veo por qué —dijo Tom—. Es lo que buscabas. ¿A qué has venido? Si quieres comprar algo, mis dependientes te atenderán.
—Le compro todas las existencias, veinte centavos por dólar.
—Creo que prefiero hacerlo a mi manera, vendiéndoselo a los clientes.
—Habrá muchos excedentes.
—Los regalaré —dijo Tom Esterly.
—Veinte centavos por dólar, señor Esterly, y no tendrá que regalar nada.
—Y querrás que además incluya el nombre y el local —dijo Esterly.
—Pues sí.
—Me tienta vendértelo. Las existencias y el local. Pero el nombre tendría que ir por separado.
—¿Cuánto por el nombre? —dijo Lou Mauser.
—Un millón de dólares en metálico. Oh, ya sé que no vale tanto, Mauser, pero a ti no te lo vendería por menos. En otras palabras, no está en venta para ti. Dentro de una semana a contar desde el sábado a las nueve en punto, este negocio cierra para siempre. Pero nada de él te pertenece.
—Los últimos dos años ha estado llevando la tienda por puro capricho. Ha estado perdiendo dinero a espuertas.
—Podía permitírmelo, y estos tres años me han reportado más placer que todos los demás juntos. Cuando esta tienda cierre mucha gente la echara de menos. No porque sea una tienda. Tú también tienes una. Pero aquí teníamos algo mejor. Nunca hemos tenido que regalar reglas a los niños, ni que vender más barato que la competencia. Nunca hemos hecho nada de eso, y antes de hacerlo hemos decidido cerrar. Pero sobre todo le hemos dado a la gente algo que recordar. Nuestro tipo de negocio, no el tuyo, Mauser.
—¿Es usted de los que me echan en cara lo de Arthur Davis?
—No.
—Entonces ¿qué tiene contra mí?
—Sam Bowler te dio tu primer trabajo, te ascendió varias veces, te concedió aumentos, te animó. ¿Y cómo se lo pagaste? Mirando para el otro lado cuando supiste que Arthur Davis y Dora Minzer le estaban robando. Hay quien dice que lo hiciste porque tenías la esperanza de que Sam quebrara, así podrías comprarle el negocio más barato. Puede que sí, puede que no. No es eso lo que te echo en cara, sino que miraras para otro lado, que nunca le dijeras a Sam lo que le estaban haciendo. Eso fue lo que mató a Arthur Davis, Mauser. Sam Bowler era la clase de hombre al que si le hubieras contado lo de Arthur y Dora, habría mantenido la boca cerrada y les habría dado otra oportunidad. Tú nunca les diste otra oportunidad. Ni siquiera les diste la oportunidad de devolverlo. No puedo hablar por Dora Minzer, pero Arthur Davis tenía conciencia, y un hombre que tiene conciencia tiene derecho a usarla. Arthur Davis se habría pasado el resto de su vida intentando resarcir a Sam, y hoy estaría vivo, aunque todavía le estaría pagando a Ada Bowler, sin duda. Estaría pasando trabajos, sin duda. Pero vivo y con la conciencia tranquila. Tú no mataste a Arthur Davis al despedirlo ese día. Lo mataste mucho antes mirando para otro lado. Y estoy seguro de que no entiendes una sola palabra de lo que estoy diciendo.
—No me extraña que haya tenido que cerrar. Tendría que haber sido predicador.
—Lo pensé —dijo Tom Esterly—. Pero no tenía vocación.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar