John O’Hara
(Pottsville, Pensilvania, 1905 - Princeton, Nueva Jersey, 1970)
El hombre ideal (1939)
(“The Ideal Man”)
Originalmente publicado en la revista The New Yorker, XV (29 de abril de 1939);
Files on Parade
(Nueva York: Harcourt, Brace and Company, 1939, 277 págs.)
El desayuno en casa de los Jenssen no era muy distinto del desayuno en otros doscientos mil hogares de la zona metropolitana. Walter Jenssen tenía el periódico apoyado contra la vinagrera y el azucarero. Leía con ojo experto, sin apartar la vista de la página impresa ni siquiera cuando se llevaba la taza a la boca. Paul Jenssen, de siete años, casi ocho, estaba comiéndose sus cereales calientes, a los que había que echar azúcar en abundancia para que accediera a tocarlos. Myrna L. Jenssen, la hija de cinco años de Walter, se rascaba el cabello rubio con la mano izquierda mientras con la derecha iba comiendo. Myrna también era una experta a su manera: se ponía la cuchara en la boca, deslizaba los cereales y extraía la cuchara bocabajo. Elsie Jenssen (la señora Jenssen) había dejado de comer por un instante para explorarse mejor con la lengua un premolar que requería atención urgente. Eso era lo único que les echaba en cara a los niños: el estado de sus dientes desde que los había tenido. Todo el mundo se lo había advertido, pero ella quería…
—¡La madre que me parió! —exclamó Walter Jenssen, bajando de golpe la taza y salpicando su contenido sobre la mesa.
—¿Qué formas son esas delante de los niños? —dijo Elsie.
—¿Delante de los niños? Esta sí que es buena: los niños… —dijo Walter—. Echa un vistazo a esto. ¡A ver qué te parece!
Le alargó el periódico como si fuera a apuñalarla.
Elsie tomó el periódico. Sus ojos recorrieron la página y al fin se detuvieron.
—Ah, ¿esto? Me gustaría saber qué tiene de malo. En adelante te agradeceré que te guardes las palabrotas y las blasfemias para…
—Pero ¡cómo has podido! —dijo Walter.
—Myrna, Paul, al colegio. Id a por el abrigo y el gorro y traedlos. Andando —dijo Elsie. Los niños se levantaron y salieron al vestíbulo—. Reprime el mal humor hasta que los niños estén donde no puedan oírte despotricar como un loco.
Le abotonó el abrigo a Myrna, le dijo a Paul que se abotonara el suyo, le advirtió que se lo dejara abrochado y, a Myrna, que no se soltara de la mano de Paul; acto seguido, los despidió con una sonrisa que habría merecido la aprobación del Instituto de las Buenas Amas de Casa. Sin embargo, en cuanto los niños hubieron salido del apartamento, la sonrisa se esfumó.
—Adelante, macaco, despotrica hasta que te ahogues. Ya estoy acostumbrada.
—Devuélveme el periódico —dijo Walter.
—Todo tuyo —dijo Elsie alargándoselo—. Adelante, lee hasta que te dé una embolia. Tendrías que verte.
Walter empezó a leer en voz alta.
—“Ahora que están casados, ¿su marido es igual de atento que cuando eran novios? Respuesta: señora Elsie Jenssen, calle Ciento Setenta y Cuatro Oeste, ama de casa: “Sí, en realidad, más aún. Antes de casarnos mi marido no era muy romántico que digamos. Era muy tímido. Sin embargo, desde que nos casamos es el hombre ideal desde un punto de vista romántico. Nada que envidiar a Tyrone Power o a Clark Gable”.” ¡Por Dios bendito!
—¿Y qué pasa? —dijo Elsie.
—¿Que qué pasa? ¿Te parece gracioso? ¿Se puede saber qué mosca te ha picado? Mira que ir por ahí hablando de nuestra vida privada en el periódico. Supongo que también vas pregonando cuánto gano. ¿Quién va a respetarme si tú vas por ahí contando intimidades a los periodistas?
—Yo no voy por ahí haciendo nada. Me pararon.
—¿Quién te paró?
—El periodista. En Columbus Circle. Yo acababa de doblar la esquina y él se me acercó tocándose el sombrero como un caballero y me preguntó. Ahí lo pone.
Walter no escuchaba.
—La oficina —dijo—. Madre mía, la que me espera en la oficina. McGonigle. Jeffries. Hall. Ya verás cuando lo lean. Seguro que ya lo han visto. Estarán esperando a que llegue. Cuando vaya hacia mi mesa empezarán a llamarme Tyrone Power y Clark Gable. —Se quedó mirándola fijamente—. Sabes lo que pasará, ¿no? Se pondrán a chincharme hasta que llamen la atención y el jefe quiera saber qué pasa, y entonces se enterará. Puede que no le vayan con el cuento enseguida, pero se enterará. Y entonces me llamará a su despacho y me dirá que estoy despedido, y con razón. Deberían despedirme. Cuando uno trabaja para una sociedad financiera no quiere que sus empleados vayan por ahí llamando la atención tontamente. ¿Cómo vamos a transmitir confianza al público si…?
—Aquí no dice una palabra sobre ti. Pone Elsie Jenssen. No pone dónde trabajas ni nada. Y si miras la guía telefónica, está lleno de Walter Jenssens.
—Tres, contando Queens.
—Bueno, podría ser otro.
—No si vive en la calle Ciento Setenta y Cuatro. Y aunque el público no lo sepa, en la oficina sí lo sabrán. ¿Y si no les gusta este tipo de publicidad? Al jefe le basta con saber que tengo una mujer que… va por ahí cotorreando, y créeme, ahí no quieren a un empleado casado con una cotorra. El público…
—Oh, tú y el público.
—Sí, yo y el público. Este periódico tiene una difusión de dos millones de ejemplares.
—Qué bobadas —dijo Elsie, y empezó a apilar los platos del desayuno.
—Bobadas. Serán bobadas, pero yo hoy no pienso ir a trabajar. Llama y diles que estoy resfriado.
—Ya eres mayorcito. Si quieres quedarte en casa, llama tú mismo —dijo Elsie.
—Te he dicho que llames. No voy a ir a trabajar.
—Irás a la oficina o… Pero ¿quién te has creído que eres? Como si no te hubieras pedido suficientes días este año. El funeral de tu tío y la boda de tu hermano. Adelante, tómate el día libre, tómate la semana entera. Vámonos a dar la vuelta al mundo. Mejor, deja el trabajo y ya iré yo a pedirle al señor Fenton que me devuelva mi antiguo empleo. Yo te mantendré. Te mantendré mientras tú te quedas aquí sentado, como un macaco.
Y dicho esto, Elsie dejó los platos, se frotó los ojos con el delantal y salió corriendo del salón.
Walter sacó un cigarrillo y se lo puso en la boca, pero no lo prendió. Se lo sacó de la boca, lo golpeó sobre la mesa y lo encendió. Se levantó y miró por la ventana. Permaneció ahí un buen rato, con un pie sobre el radiador y la mano en la barbilla, contemplando la pared del otro lado del patio. Luego regresó a la silla, recogió el periódico del suelo y empezó a leer.
Lo primero que hizo fue releer la entrevista de su mujer, y después, por primera vez, leyó el resto de entrevistas. Había otras cinco. La primera, una risueña señora Bloomberg, de la avenida Columbus, ama de casa, decía que su marido llegaba tan cansado a casa por la noche que, para ella, lo del romanticismo no era más que una palabra del diccionario.
Una tal señora Petrucelli, de la calle Ciento Veintitrés Este, ama de casa, decía no haber notado ninguna diferencia entre las atenciones premaritales y presentes de su marido. Claro que solo llevaba cinco semanas casada.
Había tres más. El marido de una de las mujeres se había vuelto más atento, pero no se lo comparaba con Tyrone Power ni con Clark Gable. El marido de otra se había vuelto menos atento, pero la mujer no se había puesto sarcástica como la señora Bloomberg. La última mujer decía que su marido trabajaba de operador de radio en un barco y que no sabía muy bien qué responder porque solo lo veía cada cinco semanas, más o menos.
Jenssen se quedó mirando las fotografías y tuvo que admitirlo: Elsie era la más guapa. Leyó las entrevistas una vez más y, a su pesar, reconoció que, en fin, puestos a conceder una entrevista, la de Elsie era la mejor. La de la señora Bloomberg era la peor. Ciertamente, no le habría gustado ser el tal Bloomberg cuando sus amigos la leyeran.
Dejó el periódico, encendió otro cigarrillo y se miró los zapatos. Empezó a sentir pena por el señor Bloomberg, que probablemente trabajaba muy duro y cuando volvía a casa estaba de veras rendido. Al final… al final se puso a pensar en qué diría cuando los chicos de la oficina empezaran a chincharlo. Empezaba a sentirse francamente satisfecho.
Se puso la chaqueta, el sombrero y el abrigo y fue al dormitorio. Elsie estaba echada en la cama con la cara hundida entre las almohadas, sollozando.
—Bueno, creo que me voy a la oficina —dijo.
Elsie dejó de sollozar.
—¿Qué? —dijo, pero sin dejar que él le viera la cara.
—Que me voy —dijo él.
—¿Y si empiezan a burlarse de ti?
—¿Y qué, si lo hacen? —dijo él.
—¿Ya no estás enfadado conmigo? —dijo ella sentándose.
—No, qué demonios —dijo él.
Elsie sonrió, le rodeó la cintura con el brazo y lo acompañó por el vestíbulo hasta la puerta. El vestíbulo no era muy amplio, pero ella siguió abrazada a él. Walter abrió la puerta y se puso el sombrero en la cabeza. Elsie lo besó en la mejilla y en la boca. Él se puso bien el sombrero nuevamente.
—Pues bueno —dijo—, hasta la noche.
Fue lo primero que le vino a la cabeza. No había dicho eso en años.
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