John O’Hara
(Pottsville, Pensilvania, 1905 - Princeton, Nueva Jersey, 1970)


Las amigas de la señorita Julia (1963)
(“The Friends of Miss Julia”)
The Hat on the Bed
(Nueva York: Random House, 1963, 405 págs.)



      La señora esperaba de pie junto al mostrador de la recepcionista. La habitación era circular, con hornacinas en la pared, y en cada hornacina, bajo un pequeño foco, lucía alguna de las creaciones de belleza de Madame Olga’s. Dos o tres mujeres estaban sentadas, aunque no juntas, en el banco curvo que había pegado a la pared. En lo alto, y detrás del mostrador de la recepcionista, se veían las manecillas de un reloj oculto, empotrado en la pared, con números romanos en el lugar del 12, el 3, el 6 y el 9, y con tachas de latón en sustitución del 1, el 2, el 4, el 5, el 7, el 8, el 10 y el 11. Según las manecillas del reloj, eran las diez menos cinco minutos.
       La señora echó un vistazo al sillón vacío y se giró hacia el resto de mujeres, pero ninguna dijo nada. En ese momento se abrió una puerta curva y apareció una muchacha de aspecto sofisticado.
       —Oh, la señora Davis —dijo la joven—. A usted le tocaba con la señorita Julia, ¿verdad?
       —Sí, a las diez —dijo la señora Davis.
       La muchacha consultó una voluminosa agenda de cuero blanco que estaba abierta sobre el mostrador.
       —Solo marcar, ¿no?
       —Sí, solo marcar —dijo la señora Davis.
       —Verá… no sé cómo decirlo —dijo la muchacha.
       —¿Le han dado mi cita a otra persona?
       —No, no es eso —dijo la muchacha—. Estamos teniendo un lío tremendo. —Bajó la voz—. El problema es… que la señorita Julia se ha encontrado mal de repente.
       —Oh, cuánto lo siento. Espero que no sea grave.
       —Pues… me temo que sí. Voy a tener que cancelar todas sus citas. Pero yo puedo ocuparme de su marcado, si no le molesta esperar. Lo que quiero decir es que, ya que está aquí, podría colarla. Ha ocurrido hace quince o veinte minutos. Ha venido el médico de al lado, está aquí dentro ahora mismo.
       —Vaya, pues sí que parece serio. ¿El corazón?
       —Supongo —dijo la muchacha—. Han pedido una ambulancia. La sacarán por detrás. La señorita Judith va como loca tratando de ocuparse de la señorita Julia y de las clientas y todo.
       —Bueno, por mí no se preocupen —dijo la señora Davis.
       —Oh, la colaré, pero tendrá que esperar un ratito. Siéntese, señora Davis, tampoco creo que tenga esperar tanto. Eso sí, no les diga nada al resto de clientas, por favor. No saben lo que ocurre, y la señorita Judith nos ha dado órdenes. Sé que la señorita Julia era amiga suya.
       —¿Era?
       —No tienen muchas esperanzas —dijo la muchacha. En el mostrador se encendió una lucecita, y la muchacha levantó el teléfono—. ¿Sí? —dijo. Escuchó, volvió a colgar y, dirigiéndose a las clientas, añadió—: Señoras, lo lamento de verdad, pero era la señorita Judith, nuestra encargada. Vamos a tener que cancelar todas las citas para hoy.
       —Oh, venga ya —dijo una de las clientas—. He venido en coche desde Malibú. No pueden decirme esto.
       —¿Pero qué es esto? —dijo una segunda clienta—. Pedí cita hace más de una semana y esta noche tengo setenta personas a cenar. ¿Y ahora qué hacemos? Vaya una gracia, si quieres que te diga la verdad.
       —Lo lamento, señora Polk, pero todas las citas quedan canceladas —dijo la muchacha.
       —Bueno, al menos danos un motivo, por el amor del cielo —dijo la primera mujer.
       —El motivo es que… muy bien, les diré el motivo. La señorita Julia se ha muerto, espero que les parezca motivo suficiente. ¿Quieren entrar y comprobarlo ustedes mismas?
       —Tampoco hay que ponerse grosera —dijo la primera mujer—. ¿Van a cerrar el resto del día?
       —Sí, cerramos el resto del día —dijo la muchacha.
       —Muy bien, pues espero que cuando vuelvan a abrir haya algún cambio por aquí —dijo la primera mujer.
       —Oh, váyase al infierno —dijo la muchacha. Por puro instinto fue a abrazarse a la señora Davis, y el resto de las mujeres se marcharon. La muchacha estaba llorando, y la señora Davis la acompañó al banco—. Era tan buena, tan divertida, la señorita Julia.
       —Siempre tan alegre —dijo la señora Davis—. Siempre contando chistecitos.
       —Ha sido tan repentino —dijo la muchacha—. Cinco minutos antes yo estaba hablando con ella.
       —Cuando es repentino es una bendición —dijo la señora Davis.
       —Hoy iba a almorzar con ella —dijo la muchacha—. Los miércoles nos íbamos a almorzar juntas. Todos los miércoles desde que empecé a trabajar aquí, siempre íbamos al Waikiki. Es un hawaiano que está en South Beverly.
       —Me suena —dijo la señora Davis, posando una mano en el hombro de la muchacha.
       —Todos los miércoles sin excepción. Siempre nos sentábamos en el mismo reservado, y ella y Harry Kanoa, el barman, se ponían a hablar en hawaiano. Chapurreaba un poco. ¿Sabía que había sido peluquera del Lurline?
       —¿El transatlántico? —dijo la señora Davis.
       —No recuerdo cuántos viajes me dijo que había hecho —dijo la muchacha—, pero muchos. Siempre quiso volver a las islas. Iba a ir en octubre. Estuvo a punto de convencerme para que fuera con ella. Yo nunca he estado en las islas.
       —No, yo tampoco.
       —Ya me encuentro mejor, señora Davis. Es que de repente no he podido aguantarme.
       —No pasa nada, querida. Es mejor desahogarse.
       La muchacha sonrió.
       —Me ha llamado “querida”. Ni siquiera sabe cómo me llamo, ¿verdad, señora Davis?
       —No, la verdad es que no.
       —Me llamo Page. Page Wetterling. Siempre me cuesta convencer a la gente, pero es mi nombre de verdad. A mi madre siempre le gustó Page. Algunos clientes creen que la señorita Judith me lo puso porque llevo el pelo a lo paje, pero no es eso. Lo pone en mi certificado de nacimiento.
       —Es un nombre bonito —dijo la señora Davis.
       —Oiga, voy a ver si alguna de las chicas puede marcarla.
       —Oh, ni hablar, Page, solo vengo por pasar el rato. Por hacer algo.
       —Tiene un pelo muy bonito. Déjeme que hable con la señorita Frances. ¿Alguna vez la ha atendido ella?
       —No, siempre me atendía la señorita Julia.
       —La señorita Frances es la mejor. Ella es la que les corta a todas las chicas, pero le falta personalidad.
       —Sí, ya sé a quién te refieres —dijo la señora Davis—. Pero de verdad que no hace falta.
       —De acuerdo, ¿quiere que la apunte para el próximo miércoles, a la hora de siempre?
       —Sí, mejor —dijo la señora Davis.
       —¿Quiere que la ponga con alguna chica en concreto? —dijo Page Wetterling.
       —No. La primera vez, hace dos años, me pusieron con la señorita Julia, y desde entonces he seguido con ella. Vengo por hacer algo.
       —Le dejaré que pruebe con la señorita Frances.
       —Mejor pregúntale primero. A lo mejor no quiere perder el tiempo con una vieja.
       —Oh, oiga una cosa: ¿se cree que no saben lo que le regaló a la señorita Julia por Navidad? Podría decirle el nombre de unas cuantas estrellas de cine que nunca han sido tan generosas, ni de lejos. La atenderá.
       —De acuerdo —dijo la señora Davis.
       —Hoy ya no va a trabajar nadie, pero estarán encantadas de marcarla antes de irse a casa. Vamos a cerrar. Voy a escribir un aviso para colgar en la entrada.
       —¿Luego se toma el resto del día libre?
       —No. Tengo que quedarme para contestar el teléfono, cambiar las citas. Solo tengo la hora del almuerzo. Aunque mejor así, por hacer algo, como dice usted.
       —Me parece que lo decimos en sentidos distintos.
       —Oh, ya sé en qué sentido lo dice usted, señora Davis. Hay muchas señoras que vienen aquí solo por hacer algo. ¿Quiere que intente pedirle cita en otra parte? Conozco a la chica de Lady Daphne’s. O si quiere probar en George Palermo’s, solo que queda más lejos, al lado del Bullocks Wilshire.
       —No hace falta —dijo la señora Davis—. Pero gracias, Page. Toma.
       —¿Qué es esto? ¿Cinco dólares? No tiene que darme nada, señora Davis. No pienso aceptarlos. Ni hablar. Escuche, si no fuera por usted, habría perdido los nervios del todo. No es que me preocupe el trabajo. Si quisiera dejar Madame Olga’s, no me faltarían ofertas.
       —Entonces déjame que te lleve a almorzar. ¿Te gustaría comer en Romanoff’s?
       —Me encantaría, pero no tiene que hacer nada por mí, señora Davis.
       —Será un placer. Supongo que deberíamos reservar mesa. ¿Puedes llamar desde ese teléfono? Diles que es para la señora Davis, la suegra de Walter Becker. O la madre de la señora Becker.
       —¿De verdad? No sabía que fuera familia de Walter Becker. ¿Se refiere al productor de televisión Walter Becker?
       —Sí, está casado con mi hija. Siempre quiere que vaya a Romanoff’s, pero yo no voy nunca, salvo con él o con mi hija. Supongo que me conocen, pero di su nombre para asegurarnos.
       Page Wetterling hizo la llamada y colgó.
       —Un buena mesa para dos, han dicho —dijo—. Nos vemos ahí a las doce y media, ¿de acuerdo?
       La señora estaba cansada cuando por fin se presentó en el restaurante. La acompañaron a su mesa —bien situada, pero no de las mejores— y pidió una copa de oporto. Sabía que debería haber pedido jerez, pero ya le daban igual esas cosas. El dueño se acercó a la mesa.
       —Encantado de verla, señora Davis. Espero que disfrute de su almuerzo —dijo, hizo una inclinación y se alejó.
       Si reparó en su preferencia por el oporto sobre el jerez, no dio signos de ello. Menos impasible se mostró, al igual que el resto de hombres en las mejores mesas, cuando Page Wetterling entró en el local. Era una muchacha bonita en un lugar frecuentado por mujeres hermosas, pero para los hombres del restaurante era una desconocida; una cara nueva, no más bonita ni atractiva que las otras, pero sí nueva y no identificada.
       —¿Quiere que le diga una cosa? Nunca había estado aquí antes —dijo Page Wetterling—. Tomaré un… eh… un Dubonnet. —El camarero se fue por su bebida, y ella echó una rápida ojeada al comedor—. Algunas de las mujeres intentan ubicarme. No se acuerdan de qué me conocen.
       —Creía que una chica como tú vendría por aquí a diario —dijo la señora Davis.
       —Nunca en la vida había venido —dijo Page Wetterling—. Mi marido nunca habría podido permitírselo, cuando estaba casada, y desde entonces siempre que he salido con un hombre con dinero, hemos ido a otros sitios. Mi primera visita al famoso Romanoff’s, y eso que nací en el Sur de California. Whittier. ¿Sabe dónde está Whittier?
       —He oído el nombre, pero solo hace algo más de dos años que vivo aquí. Lo único que conozco es Beverly Hills y Holmby Hills y Westwood. Y Hollywood. He ido alguna vez a ver cómo hacen los programas.
       —¿Qué ha hecho desde que se ha ido del salón? ¿Ha encontrado algo con que matar el tiempo?
       —Me ha costado. He ido a la joyería, pero no tenía ninguna intención de comprar. Después he ido a la juguetería y ahí he gastado algo, para mis nietos. Luego he parado en un drugstore a tomarme una Coca-Cola. Pero sobre todo para sentarme. Luego he ido a sentarme en el banco de una parada de autobús, hasta que se ha hecho la hora de venir. ¿Tú qué has hecho? ¿Has estado ocupada?
       —¿Yo? Las clientas de las once, las once y media y las doce han empezado a llegar una tras otra. Podría haberme sacado fácilmente cien dólares en propinas colando a unas cuantas. Pero la señorita Judith ha enviado a todas las chicas a casa. La gente no hacía ni caso del aviso de la entrada. Algunas ni siquiera se paraban a leerlo, y otras entraban y trataban de sobornarme para colarlas. Una mujer ha llegado a ofrecerme cincuenta dólares. Me pregunto qué planes tendrá esta noche. Una no se gasta tanto dinero para una reunión familiar en casa. Se han ido todas menos unas cuantas. Las clientas habituales de la señorita Julia. Pero incluso una de ellas se ha comportado como una perfecta zorra. Perdón por decirlo así, pero es que no hay otra palabra. Ni que la señorita Julia fuera una especie de máquina a la que le hubiera dado por romperse para fastidiarle el día a la señora. Si de vez en cuando no me alejara de las mujeres, acabaría odiándolas a todas. Menos mal que conmigo tienen que portarse más o menos bien. Yo tomo las citas, y si por ejemplo dos mujeres quieren hacerse la permanente a la misma hora, yo puedo decirle a una que a esa hora no puede. O puedo llamar a alguien y decirle que tiene que cambiar la cita, y no le queda más remedio que hacerlo. La señorita Judith no se preocupa de esos pequeños detalles. Oh, y esa que esta mañana ha amenazado con hacer que me despidan. Espérese a que necesite un favor. ¿A usted le caen bien las mujeres, señora Davis?
       —La mayoría. No todas.
       —Si tuviera mi trabajo, aprendería a apreciar a las que saben comportarse. Pero créame, no son la mayoría. Hoy ha visto usted dos de los peores ejemplos. Y yo he visto uno de los mejores. Usted.
       —Gracias —dijo la señora Davis—. Me imagino que a muchas les gustaría parecerse a ti, Page.
       —Y las que no pueden, ¿por qué no tratan de ser más amables?
       —¿Cómo es que no eres modelo, con el aspecto que tienes?
       —Lo fui, pero eso es para los pajaritos. A mí me gusta comer, no morirme de hambre. Como tanto como muchos hombres. Tres o cuatro noches a la semana me como un filete, y espérese a ver lo que me como ahora. Por eso la mayoría de las modelos que conozco son tan desagradables. No comen lo suficiente. Y mi médico me decía, cuando todavía estaba casada, me decía: “Desnutrida como estás y todo el día de pie, si te quedas embarazada, si logras quedarte embarazada, te desnutrirás tú y desnutrirás al bebé”. Pues bien, embarazada no me quedé, a Dios gracias, pero sí dejé el modelaje.
       —¿Desean pedir, señoras? —dijo el maître.
       —Yo ya sé qué quiero, señora Davis —dijo Page Wetterling—. Quiero el pastel de pollo, con fideos. Es la primera vez que vengo, pero me han dicho que aquí es bueno.
       —Yo pediré lo mismo —dijo la señora Davis.
       La muchacha estaba animada y se lo pasó bien durante toda la comida. No fingió ningún tipo de indiferencia ante las estrellas de cine y televisión, y se comió hasta la corteza de hojaldre del pastel.
       —¿Compota de frutas? —dijo el maître.
       —Para mí sí —dijo Page Wetterling—. Pida una usted también, señora Davis. No se ha comido ni la mitad del pollo.
       —De acuerdo —dijo la señora Davis—. Vas a pensar que quiero meterme a modelo, pero nunca como mucho.
       La broma de la señora hizo reír a la muchacha.
       —¿Sabe que tiene un sentido del humor estupendo? Ojalá hubiera más mujeres con sentido del humor. Si las mujeres que vienen al salón y a sitios como este tuvieran un poco de sentido del humor, no estarían siempre refunfuñando. Oh, oh, tenemos visita. Por las fotos, diría que es su yerno.
       —Hola, mamá. —El visitante era un hombre robusto con un traje azul de solapas mínimas, corbata azul con nudo francés muy estrecha y camisa blanca con cuello americano. Se inclinó apoyando las palmas de las manos sobre la mesa.
       —Oh, hola, Walter. Esta es mi amiga, la señorita Wetterling, y este es mi yerno, el señor Becker.
       —Veo que por fin has venido aquí por tu propio pie —dijo Walter Becker—. ¿O quizá te ha traído la señorita?
       —No, ha sido idea suya —dijo Page Wetterling.
       —¿De qué se conocen, si no es mucho preguntar?
       —Trabajo en el salón de belleza al que va la señora Davis.
       —Ya veo. Entonces ¿no hace películas ni nada por el estilo? Por eso no la reconocía. Se lo estaba diciendo a Rod Proskauer. Bueno, mamá, solo he venido a saludar y a llevarme la cuenta. Encantado, ¿señorita?
       —Wetterling. Page Wetterling.
       —Ajá. Mamá, te veo esta noche, ¿no?
       Walter Becker regresó a su mesa, una de las muy buenas.
       —La llama “mamá” —dijo Page.
       —Sí.
       —¿Cómo es su hija? Nunca viene a nuestro salón.
       —No. Antes sí, pero su peluquera abrió un local propio. Fui ahí cuando vine a vivir a California, pero costaba veinte dólares por prácticamente nada. Madame Olga’s no es barato, pero no quiero gastarme veinte dólares cada vez. Diez ya duele suficiente, para alguien de mi edad. La mayor parte de mi vida nunca tuve dinero para gastármelo en un salón de belleza. Me lavaba con champú quizá una vez a la semana, quizá ni siquiera tanto. Y también con jabón. Nada que ver con los preparados especiales de Madame Olga. Pero aquí he tomado la costumbre, y la señorita Julia era encantadora.
       —Sí. La echaremos de menos. Había mañanas en que llegaba y solo con oírla hablar de sus resacas… Podía estar pasando las penas del infierno, pero nos hacía reír a todas.
       —Lo sé —dijo la señora—. Bueno, supongo que tendrás que volver a contestar el teléfono. Te llevaré en taxi, me viene casi de camino.
       —No sabe cuánto le agradezco todo esto, señora Davis. ¿Qué le parecería ser mi invitada el miércoles próximo? Podemos quedar a las once y media, ¿le viene bien? Así no tendrá tanto tiempo entre medio.
       —Bueno, yo encantada, pero ¿seguro que te apetece?
       —Claro que me apetece. La llevaré al Waikiki. Tienen comida americana, si no le gusta la polinesia.
       —Oh, no tengo muchas manías para comer —dijo la señora Davis.
       A medida que se acercaba el miércoles siguiente, la señora Davis estuvo tentada de cancelar la cita y eximir así a la chica de la obligación de llevarla a almorzar. ¿Qué gusto podía encontrar una muchacha tan joven y guapa en llevar a comer a una vieja? Pero Page Wetterling era una muchacha afectuosa y afable, y si quería echarse atrás, tenía maneras de hacerlo, aunque fuera en el último minuto.


       —He venido en coche. Cuando acabe con la señorita Frances, podemos ir juntas al Waikiki —dijo Page tras saludar a la señora—. Es decir, si todavía quiere ir.
       —Oh, me parece bien —dijo la señora Davis.
       El Waikiki estaba formado por varias salas pequeñas en lugar de un único comedor grande. El mobiliario y los decorados eran todos de bambú, y la iluminación, tenue. En los altavoces sonaba la canción “South Sea Island Magic”, insistente pero discreta, y la clientela y el personal parecían conocerse… o estar a punto.
       —Ey, Page —dijo el barman.
       —Aloha, Harry —dijo la muchacha—. Oooma-ooma nooka-nooka ah-poo ah ah.
       El barman se echó a reír.
       —Muy bien. Vas mejorando. Poquito a poco. Eh, Charlie. Mesa cuatro para Page y su invitada.
       —¿Mesa cuatro? Mesa dos, querrás decir —dijo Charlie, el camarero.
       —No, quiero decir mesa cuatro —dijo Harry.
       —Page se sienta en la mesa dos —dijo Charlie—. Está usted flaco de memoria, señor Harry Kanoa. ¿Dónde estuviste anoche?
       —Mesa cuatro, mesa cuatro —dijo el barman.
       —Charlie, quiero la mesa cuatro —dijo Page.
       —Muy bien, corazón, si quieres la mesa cuatro, tendrás la mesa cuatro. Tú pide por esa boquita. ¿Hoy vienes con tu mamá?
       —No, es una amiga mía. La señora Davis. Le presento a Charlie Baldwin.
       —De los Baldwin de Baldwin Locomotives, nada que ver con otros Baldwin —dijo Charlie.
       —No entiendo qué quiere decir, pero lo dice siempre —dijo Page.
       —Ve a las islas, corazón. Lo averiguarás enseguida —dijo Charlie—. ¿Les apetece comida nativa o americana? Del continente, debería decir. Tenemos categoría de estado. Bueno, bueno. ¿Algo de beber, señoras? Aquí no sacamos nada con la comida, solo con la bebida. Ja, ja, ja, ja. ¿Page? ¿Daiquiri helado doble? ¿O el Especial del Estado? Es casi igual que el zombi. No más de dos por cliente.
       —Tengo que trabajar.
       —Vaya, hoy no vamos rascar nada. ¿Y usted, mamá, le apetece probar el Especial del Estado?
       —No, gracias —dijo la señora Davis.
       —Hoy no hay manera. Muy bien, ¿y que querrán para comer? Pidan el especial Charlie Baldwin. Se lo recomiendo. Es un invento mío. Cerdo asado con piña cocida y aguacate con aliño ruso. Te gustará, Page, ¿por qué no lo pedís las dos?
       —¿Qué le parece, señora Davis?
       —Cerdo no, gracias. ¿Quizá la ensalada de aguacate? —dijo la señora Davis—. Y té frío, por favor.
       A la señora le gustó el Waikiki. El ambiente alegremente informal resultaba agradable… siempre y cuando pudiera sentarse y disfrutarlo sin tener que participar de él. Casi todas las personas que iban entrando conocían a Page Wetterling; unas cuantas se acercaron a expresar sus condolencias por el fallecimiento de Julia. La señora Davis quería volver, pero para ello tendría que invitar a su nueva y joven amiga a Romanoff’s.
       —¿Te gustaría ir a Romanoff’s el próximo miércoles? —dijo la señora.
       —Cuando quiera, yo encantada.
       Acordaron que almorzarían juntas todos los miércoles, alternando restaurante, y el arreglo resultó satisfactorio para ambas mujeres. A las pocas semanas la señora ya conocía gran parte de la vida pasada y presente de Page; en cuanto a ella misma, la señora Davis tardó un poco más en abrirse.
       —No hago más que hablar como una cotorra —dijo Page—. Le he contado más cosas a usted que a mi propia madre, y se lo digo en serio.
       —Me gusta escuchar —dijo la señora Davis.
       —¿Adónde va a almorzar su hija? —dijo Page—. No dejo de pensar que un día nos la encontraremos en Romanoff’s.
       —Supongo que va a Perino’s. Ahí y a un restaurante francés de Sunset Boulevard. Romanoff’s no acaba de gustarle. Dice que aquí solo prestan atención a los hombres. A ella le gusta arreglarse bien para salir.
       —Pero muchas mujeres van a Romanoff’s.
       —No sé. Sus razones tendrá —dijo la señora Davis.
       —Me da la impresión de que a usted no le gusta mucho California.
       —Supongo que todavía soy nueva.
       —¿Fue su hija la que la hizo trasladarse?
       —Mi yerno. Walter Becker. Fue cosa suya. Durante años se ganó bien la vida con la radio y la tele. Pero entonces, de un día para otro, se hizo titular o cotitular de tres programas de televisión, los vendió por un dineral y ahora tiene su propio negocio. Walter es rico. Rolls-Royce. Casa en Beverly Hills, al otro lado de Sunset, detrás del hotel. Hace obras de caridad. Es imposible que vuelva a arruinarse. Recibe cierta cantidad como consultor de la CBS. Hay que reconocer que ha trabajado duro. Pero no sé. No tenía por qué hacerme venir a vivir aquí.
       —Entonces ¿por qué lo hizo?
       —No quería que la suegra de Walter Becker viviera en un pequeño apartamento de Nueva York. A mí me encantaba ese apartamento. Tenía un salón por si quería invitar a las amigas a jugar a las cartas. Un buen cuarto para dormir. Nunca tuve que quejarme de la calefacción. La dejaban encendida fuera cual fuera la temperatura en la calle. No era grande, pero para mí era suficiente. Tenía dos radios. Una en el dormitorio, que podía escuchar mientras me bañaba, y una en la cocina. Y un televisor de veintiuna pulgadas en el salón. Si no me apetecía salir, podía pedir la comida en el delicatessen. Servían a domicilio. A veces no salía en dos o tres días. Dicen que la gente mayor se siente sola, pero no era mi caso. Toda la vida había vivido en un apartamento demasiado pequeño para toda la familia. Mis dos hermanas y yo dormíamos en el mismo cuarto, y mis tres hermanos en otro. Me casé y dormí en la misma cama que mi marido durante treinta años, y mis dos hijas compartían cama en su habitación. Supuestamente era el comedor. Luego mi marido falleció y mis hijas se casaron y yo me trasladé a un apartamento más pequeño. Vivía de maravilla, de auténtico lujo. A poco rato a pie de la calle Ciento Cuarenta y Nueve, por si quería ir a comprar o a ver un espectáculo. Era la envidia de todas las mujeres.
       —Suena ideal —dijo Page.
       —Ajá. Pero Walter quería que viniera aquí. Mi hija también, pero sobre todo Walter. Quería una abuela para sus hijos. Su madre murió joven, así que me tocó a mí.
       —Pero usted no dejaba de ser su abuela, aunque viviera en el este.
       La señora sacudió la cabeza.
       —Con Walter todo tiene que poder verse. Tiene que enseñarle a la gente hasta la última habitación de la casa y todo lo que hay en los armarios. “Mi mujer tiene sesenta y cuatro pares de zapatos”, va diciendo, y les abre el armario para que lo vean. Lo mismo con la abuela. ¡Tener a la abuela en Nueva York no es lo mismo que tener a la abuela en casa!
       —Pero debe de ser agradable vivir con los nietos —dijo Page.
       —Se van acostumbrando —dijo la señora—. Hasta que vine aquí hace dos años nunca me habían visto. Hasta mi hija ha tenido que acostumbrarse a mí. —Movió la cabeza como asintiendo consigo misma—. Y también yo he tenido que acostumbrarme a ellos.
       —¿Ha hecho nuevas amigas aquí?
       —Aquí no es tan fácil hacer amistades —dijo la señora Davis—. A mi edad es demasiado tarde para aprender a conducir. Tengo que ir en taxi a todas partes. Todas las señoras están en la misma situación. Mi hija me lleva en su coche si se lo pido, pero no me gusta pedírselo.
       —Era usted más feliz en su pequeño apartamento —dijo Page.
       —Reconozco que sí, pero no quiero decírselo. Creen que están haciendo lo correcto. Mi yerno me llevó a los estudios de televisión, me presentó a Red Skelton y a Lucille Ball y a muchos otros. Walter decía que así tendría algo que contar cuando escribiera a mis amigas. Pero luego me pedía que le enseñara aquella carta, y yo no podía herir sus sentimientos. Le escribí una carta a mi amiga la señora Kornblum, una vecina del edificio, pero no pude enseñársela a Walter. Era una carta nostálgica. Le decía que Lucille Ball era agradable, pero que seguro que no jugaba tan bien al stuss como otra amiga nuestra, la señora Kamm. El stuss es un juego de cartas al que jugábamos de vez en cuando. Walter me preguntaba si les había dicho a sus amigas que tenía un Rolls-Royce. Yo nunca haría algo así, presumir de yerno. Una de nuestras amigas se ponía insoportable presumiendo siempre de que a su hijo lo habían elegido senador. El Senador, lo llamaba. Ni que fuera Jacob Javits, en lugar de un simple senador de Albany.
       —¿No sería mejor que se buscara un apartamento aquí?
       —No quiero un apartamento. Lo único que quiero es volver a mi casa, a la calle Ciento Cincuentra y Tres Este del Bronx, Nueva York. O una parecida.
       —Entonces, váyase —dijo Page Wetterling.
       —¿Qué?
       —Váyase, señora Davis. Dígales a su hija y a su yerno que se va el martes que viene.
       —Cuántas veces lo habré pensado, Page. Cuántas veces.
       —Pero ¿se lo ha dicho alguna vez?
       —No. No sabría cómo. Ellos creen que lo hacen todo por mí. Sería como darles una bofetada en toda la cara.
       —Bueno, ¿es que nunca le dio una bofetada a su hija cuando era pequeña?
       —Muchas. Cuando necesitaba una buena bofetada, se la daba. Y a su hermana. Y a su padre también.
       —Pero a Walter Becker nunca le ha dado una bofetada.
       —No. A veces me entran ganas, pero nunca lo he hecho.
       —¿Acaso le tiene miedo? —dijo Page.
       —¿Miedo a él?
       —Entonces dele una bofetada. No quiero decir que le dé con la mano en la cara. Pero dígale que se vuelve a Nueva York. Y no le deje responder. No se ponga a discutir con él. Cómprese su billete de avión y escríbale a la señora Kornblum diciéndole que vuelve.
       —La señora Kornblum no, pero la señora Kamm podría dejarme un cuarto. Page, me estás metiendo ideas en la cabeza.
       —En absoluto. La idea es suya. Yo solo estoy dándole un pequeño empujón. ¿Tiene dinero?
       —Más del que necesito. Me dan cien dólares a la semana. ¿Por qué, pensabas ofrecerme un préstamo?
       —Sí.
       —Eres una amiga de verdad, sabes mucho para ser tan joven —dijo la señora Davis.
       —El mérito no es todo mío, señora Davis. La señorita Julia sabía que usted se sentía desgraciada.
       —Por eso siempre intentaba animarme.
       —Tenía un gran corazón —dijo Page Wetterling.
       La señora sonrió.
       —Tampoco le atribuyas todo el mérito a ella, señorita Page Wetterling.
       —¿Perdón? No tengo la menor idea de a qué se refiere, señora Davis.
       —Te lo explicaré en una carta —dijo la señora Davis.




Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar