O.
Henry
(William Sydney Porter)
(North Carolina, 1862 -
New York, 1910)
Primavera a la càrte (1905)
(“Springtime à la Carte”)
Originalmente publicado en el periódico New York World,
Vol. 45, Núm. 15930 (2 de abril de 1905);
The Four Million
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1906, 159 págs.)
Corrían los primeros días de la primavera.
Nunca jamás se debe comenzar un cuento de este
modo, cuando se escribe. No hay apertura peor. Es seca, sin relieve, carente de
imaginación y, según todas las probabilidades, sólo ha de contener viento. Pero
en este caso resulta permisible. Pues el párrafo siguiente, que debería haber
inaugurado la narración, es demasiado extravagante, descabellado y ridículo
para que se lo lance a la cara del lector, sin preparación alguna.
Sara estaba llorando sobre el menú.
¡A quién se le ocurre! ¡Una neoyorquina
derramando lágrimas sobre el menú!
Para explicar este hecho, se permitirá al lector
pensar que se habían terminado las langostas, o que ella había hecho promesa de
no comer helados durante la Cuaresma, o que acababa de pedir cebollas, o que
terminaba de ver una película muy triste. Y luego, considerando que todas estas
teorías son erróneas, se dignará el lector permitir que el relato continúe.
Cierto caballero afirmó una vez que el mundo era
una ostra y que él la abriría con su espada; en realidad, acertó más de lo que
merecía. No es difícil abrir una ostra con una espada. Pero ¿alguna vez se vio
que alguien tratara de abrir a ese terrestre molusco utilizando una máquina de
escribir? ¿Querría esperar a que abran una docena con tal sistema?
Sara había logrado apartar las valvas con esa
incómoda arma, lo bastante como para mordisquear un poquito el frío mundo
interior. Sabía tan poca estenografía como una recién graduada de la escuela de
comercio.
Por lo tanto, incapaz de taquigrafiar, no podía
ingresar a la brillante galaxia de los talentos oficinescos. Trabajaba como
mecanógrafa independiente, haciendo copias para quien se lo pidiera.
En su batalla contra el mundo, su triunfo mayor
había sido el trato hecho con el restaurante Schulenberg, Comidas Caseras. Ese
local estaba junto al viejo edificio de ladrillo en donde ella alquilaba un
cuarto. Una noche, después de consumir los cinco platos del Menú Fijo
Schulenberg de Cuarenta Centavos (servidos con la misma celeridad con que se
arrojan cinco pelotas en el béisbol), Sara se llevó la lista de comidas. Estaba
redactada en una escritura casi ilegible, que no era inglés ni alemán, y
dispuesta de modo tal que, si uno no se andaba con cuidado, empezaba la cena
con escarbadientes y budín de arroz, para terminarla con sopa y el día de la
semana.
Al día siguiente, Sara presentó a Schulenberg
una pulcra tarjeta en donde se leía el menú, bellamente mecanografiado, con las
viandas tentadoramente dispuestas bajo los encabezamientos adecuados, desde “Antipastos”
hasta “No nos responsabilizamos por la pérdida de sobretodos y paraguas”.
De inmediato, Schulenberg se convirtió en
ciudadano naturalizado. Antes de que Sara lo dejara ir habían llegado
afablemente a un acuerdo: ella debía proveer listas de platos mecanografiadas
para las veintiuna mesas del restaurante (una nueva por cada día), más las
correspondientes al desayuno y al almuerzo, con tanta frecuencia como lo
requirieran los cambios de menú o la pulcritud de las tarjetas.
A cambio, Schulenberg le enviaría tres comidas
diarias a su habitación, por medio de un mozo (obsequioso, de ser posible) y le
proporcionaría, todas las tardes, un borrador a lápiz de lo que el Destino
depararía a los clientes de Schulenberg al día siguiente.
El acuerdo funcionó para satisfacción de ambos.
Los comensales del restaurante pasaron a saber cómo se llamaba lo que comían,
si bien a veces los intrigaba su naturaleza. Y Sara tuvo comida asegurada a lo
largo de un invierno frío y oscuro, lo cual era su mayor interés.
Pero entonces el almanaque, mentiroso, dijo que
había llegado la primavera. La primavera llega cuando llega. Las heladas nieves
del crudo invierno aún yacían, inexorables, sobre las calles de la ciudad. Los
organillos seguían tocando En los buenos tiempo del verano, con tanta
vivacidad y sentimiento como al concluir el otoño. Los hombres empezaron a
librar pagarés a 30 días para pagar vestidos primaverales. Los porteros
suprimieron la calefacción. Y cuando ocurren estas cosas, uno puede estar seguro
de que la ciudad sigue en las garras del invierno.
Aquella tarde, Sara temblaba en su elegante
dormitorio separado por un tabique del resto de la sala, “calefacción; limpieza
esmerada; comodidades; ver para creer”, sin nada que hacer salvo los menús de
Schulenberg. Sentada en su chirriante mecedora de mimbre, miraba por la
ventana. El calendario de la pared insistía en gritarle: “Llegó la primavera,
Sara, te digo que llegó la primavera. Mírame, Sara: mis números lo dicen. Y tú,
Sara, tienes una silueta primaveral. ¿Porqué miras por la ventana con tanta
tristeza?”
El cuarto de Sara estaba en la parte trasera de
la casa. Al mirar por la ventana sólo veía un alto muro de ladrillos, sin
aberturas, correspondiente a la fábrica de cajas de la calle siguiente. Pero
ese muro era del más puro cristal, y la muchacha contemplaba una pradera
cubierta de césped, sombreada por cerezos y olmos, bordeada por matas de
frambuesa y rosales silvestres.
Los heraldos reales de la primavera son
demasiado sutiles para la vista y el oído. Algunos necesitan ver florecido el
azafrán y estrellado el bosque de cornejos, o escuchar la voz del mirlo, e
incluso un recordatorio tan grosero como la despedida de las ostras y el
alforfón en retirada, antes de recibir a la dama de verde con sus pechos
entumecidos. En cambio, para los hijos dilectos de este viejo mundo, hay
mensajes directos y dulces de la nueva esposa, diciéndole que no serán
hijastros a menos que así lo prefieran.
En el verano anterior, Sara había ido al campo,
donde se enamoró de un granjero.
(Al escribir un cuento nunca se debe retroceder
así. Es mala literatura y mutila el interés. Es preciso dejar que la acción
camine y camine.)
Sara pasó dos semanas en la granja Sunnybrook,
donde llegó a enamorarse de Walter, el hijo del viejo Franklin. Muchos
granjeros han sido amados, desposados y enviados a pasturas en menos tiempo.
Pero el joven Walter Franklin era un agricultor moderno. Tenía teléfono en los
establos y sabía exactamente qué efecto causaría la cosecha de trigo de Canadá,
el año siguiente, en las papas plantadas durante la luna nueva.
Fue en esa sombreada y aframbuesada pradera,
donde Walter le hizo la corte y la conquistó. Allí se habían sentado juntos,
tejiendo una corona de dientes de león para su pelo. Después él alabó
exageradamente el efecto de los capullos amarillos contra sus cabellos
castaños; ella dejó allí la corona y volvió a la casa agitando en las manos el
sombrero de paja.
Debían casarse en la primavera... con las
primeras señales de la primavera, había dicho Walter. Y Sara volvió a la ciudad
para castigar su máquina de escribir.
Un golpe a la puerta borró las visiones de Sara
sobre aquel día feliz. Un mozo traía el borrador a lápiz de Comidas Caseras,
redactada con la escritura angulosa del viejo Schulenberg. Ella se sentó ante
la máquina y puso una tarjeta entre los rodillos. Era hábil mecanógrafa; por lo
general, una hora y media le bastaba para terminar los veintiún menús.
Ese día, los cambios de la lista eran más
numerosos que de costumbre. Las sopas eran más livianas; había desaparecido el
cerdo de entre los antipastos y sólo figuraba, con nabos, en la sección “Parrilla”.
El gracioso espíritu de la primavera impregnaba todo el menú. Los corderos que
poco antes brincaban en las verdes colinas habían entrado en explotación, con
una salsa que conmemoraba sus cabriolas. El canto de la ostra , aunque no
acallado, estaba diminuendo con amore. La sartén parecía pender inactiva
tras las barras benéficas de la parrilla. La lista de pasteles se había
henchido; los budines más sustanciosos ya no existían, y los embutidos, con
todas sus vestiduras, perduraban apenas en una agradable catalepsia, con los
alforfones y el dulce pero malhadado jarabe de arce.
Los dedos de Sara bailaban como los mosquitos
sobre un arrollo estival. De plato en plato, fue dando a cada uno su sitio
exacto, según la longitud del nombre, calculando con ojo experto.
Antes del postre venía la lista de verduras:
zanahorias y arvejas, espárragos sobre pan tostado, los perennes tomates, maíz,
chauchas, repollo y...
Sara estaba llorando sobre su lista de platos.
Desde las profundidades de alguna sagrada desesperación, las lágrimas se
elevaron en su corazón y se le agolparon en los ojos. Bajó la cabeza sobre la
pequeña máquina de escribir, y el teclado matraqueó un seco acompañamiento a
sus húmedos sollozos.
Pues no había recibido carta de Walter en las
dos últimas semanas, y el siguiente plato del menú era diente de león... diente
de león con huevos... ¡Pero a quién le importaban los huevos! Diente de león,
con cuyos dorados pimpollos la había coronado Walter, nombrándola su reina de
amor y futura esposa. Dientes de león, los heraldos de la primavera, la corona
de espinas de su tristeza, remembranza de días más felices.
Señora, la desafío a sonreír en medio de esta
prueba. Que le sirvan en ensalada, con aderezo francés, las rosas finísimas que
le trajo Percy la noche en que usted le dio su corazón. Si Julieta hubiera
visto así deshonrados los testimonios de su amor, tanto antes habría ansiado las
hierbas letales del buen boticario.
Pero ¡qué bruja es la primavera! Era preciso
enviar un mensaje a la fría metrópolis de piedra y acero. No había quién lo
llevara, salvo el pequeño y resistente mensajero de los campos, el de tosco
abrigo verde y aspecto humilde. Era un verdadero soldado de la fortuna, este
diente de león. Florido, será asistente del amor, enredado en la cabellera
castaña de mi dama; joven, imberbe y sin flor, entra en la cacerola y transmite
la palabra de su soberana.
Poco a poco, Sara contuvo las lágrimas. Había
que escribir los menús. Sin embargo, demorada todavía un leve, dorado
resplandor de flores amarillas, golpeó distraídamente las teclas de la máquina
por un ratito, con la mente y el corazón en la pradera de su joven granjero. De
todos modos, pronto regresó a las rocosas laderas de Manhattan; entonces los
tipos metálicos empezaron a saltar como un automóvil en carrera a campo
traviesa.
A las seis de la tarde, el mozo le trajo la cena
y se llevó las tarjetas mecanografiadas. Sara dejó a un lado, suspirando, el
plato de dientes de león con su corona de huevos. Tal como esa masa oscura se
había transformado, de una flor brillante, sostenida por el amor, en una
ignominiosa verdura, así sus esperanzas estivales se marchitaban y perecían. Como
decía Shakespeare, el amor puede alimentarse a sí mismo, pero Sara no se podía
decidir a comer plantas que, como adorno, habían agraciado el primer banquete
espiritual de su corazón.
A las 7.30, la pareja del cuarto vecino empezó a
discutir; el hombre del cuarto de arriba buscaba un Do en su flauta; la luz de
gas perdió un poco de potencia; tres carros de carbón empezaron a descargar...
único ruido que pone celoso al fonógrafo; los gatos de las cercas traseras se
retiraron lentamente hacia otros vecindarios. Estas señales indicaron a Sara
que era hora de leer. Sacó El claustro y el hogar (el libro menos
vendido del mes), apoyó los pies en su arcón y empezó a divagar con Gerard.
En eso oyó el timbre de la puerta principal.
Atendió la propietaria, pero Sara abandonó a Gerard y a Danys, acorralados en
un árbol por un oso, para prestar atención. ¡Oh, por supuesto, ustedes hubieran
hecho lo mismo!
Y entonces se oyó una fuerte voz en el vestíbulo
de abajo. Sara brincó hacia la puerta, dejando el libro en el suelo y al oso
como fácil vencedor del primer encuentro.
Sí, adivinó usted. Apenas había llegado a la
escalera cuando apareció su granjero, subiendo los escalones de a tres, y la
segó limpiamente, sin dejar nada a los espigadores.
—¿Por qué no me escribiste? ¿Por qué? —gritó
Sara.
—Nueva York es una ciudad bastante grande —observó
Walter Franklin—. Llegué hace una semana y fui a la dirección que me habías
dado. Allí me dijeron que te habías retirado un jueves. Eso me consoló, porque
eliminaba la posible mala suerte del viernes. ¡Pero eso no quita que te haya
estado buscando desde entonces con la policía y todo!
—¡Yo te escribí! —afirmó Sara, vehemente.
—¡No recibí nada!
—¿Y cómo me encontraste?
El joven granjero esbozó una sonrisa de
primavera.
—Esta tarde entré a ese restaurante de al lado. Y
no me importa decirlo: a esta altura del año me gusta comer un plato de
verduras. Estaba buscando algo que me agradara en ese lindo menú, tan bien
mecanografiado, pero en cuanto pasé el repollo volteé la silla y llamé al propietario
a grito pelado. Él me dio tu dirección.
—Me acuerdo —suspiró Sara, feliz—. Después del
repollo había diente de león.
—En cualquier sitio del mundo sería capaz de
reconocer esa W mayúscula, elevada sobre la línea, que hace tu máquina de
escribir— dijo Franklin.
—Pero si “diente de león” no se escribe con W —exclamó
ella, sorprendida.
El joven sacó el menú del bolsillo y señaló un
renglón. Sara reconoció entonces la primera tarjeta que había mecanografiado
esa tarde. Aún se notaba la mancha irregular, en la esquina superior derecha,
dejada por una lágrima caída. Pero sobre la mancha, donde hubiera debido leerse
el nombre de la planta de las praderas, el insistente recuerdo de sus capullos
dorados había hecho que sus dedos operaran teclas extrañas.
Entre el repollo colorado y los pimientos verdes
rellenos figuraba el plato:
QUERIDÍSIMO WALTER, CON RODAJAS DE HUEVO DURO.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar