O. Henry
(William Sydney Porter)

(North Carolina, 1862 - New York, 1910)


Némesis y el vendedor de caramelos (1905)
(“Nemesis And The Candy Man”)
Originalmente publicado en el periódico New York World,
Vol. 46, Núm. 16056 (6 de agosto de 1905);
The Voice of the City
(New York: The McClure Company, 1908, 244 págs.)



      —Zarpamos mañana por la mañana, a las ocho, en el Celtic —dijo Honoria, quitándose una hebra de su manga de encaje.
       —Ya me lo han dicho —declaró el joven Ives, lanzando el sombrero al aire sin lograr volver a atraparlo—, y por eso he venido a desearte un feliz viaje.
       —Supongo que te lo habrán dicho por ahí —dijo Honoria con gélida dulzura—, porque yo, desde luego, no he tenido ocasión de informarte personalmente.
       Ives la miró suplicante, pero sin esperanza.
       De la calle llegó una voz aguda que entonaba, no sin cierta musicalidad, una cancioncilla comercial:
       —¡Carameeeelos! ¡Riquíííísimos caramelos recién hechos!
       —Es nuestro viejo vendedor de caramelos —dijo Honoria, asomándose a la ventana y llamándolo por señas—. Quiero comprarle unos cuantos «besitos» de esos con verso. En las tiendas de Broadway no son ni la mitad de buenos.
       El vendedor de caramelos detuvo el carrito frente a la vieja casa de Madison Avenue. Tenía un aire festivo infrecuente en los vendedores ambulantes. Llevaba una corbata nueva de color rojo vivo con un alfiler en forma de herradura casi de tamaño natural, que lanzaba engañosos destellos desde los pliegues de la tela. Su oscuro y tostado rostro de arrugaba formando una sonrisa medio estúpida. Unos puños rayados con gemelos en forma de cabeza de perro cubrían la piel morena de sus muñecas.
       —Debe de estar a punto de casarse —dijo Honoria con tristeza—. Nunca lo había visto vestido así. Y hoy es la primera vez en muchos meses que se ha puesto a vocear la mercancía, estoy segura.
       Ives lanzó una moneda a la acera. El vendedor de caramelos conoce bien a sus clientes. Llenó una bolsa de papel, subió la anticuada escalinata y se la entregó.
       —Me acuerdo de cuando... —empezó Ives.
       —Espera un momento —ordenó Honoria.
       Y sacó una pequeña carpeta del cajón del escritorio, y de la carpeta una finísima hojita de papel de cuatro centímetros de largo por medio de ancho.
       —Esto —dijo Honoria con voz inflexible— es con lo que iba envuelto el primer caramelo que abrimos.
       —Hace un año de esto —alegó Ives con tono de disculpa, al tiempo que alargaba la mano para cogerlo.
       Y leyó en la hojita lo siguiente:

Mientras el cielo siga azul
conmigo, amor, seguirás tú.


       —Habíamos planeado zarpar hace quince días —dijo Honoria con tono de reproche—. El verano ha sido tórrido. La ciudad está medio desierta. No hay ningún sitio a donde ir. Aunque me han dicho que hay uno o dos bailes al aire libre que están divertidos. Parece ser que sus atracciones han calado hondo en más de uno.
       Ives no se inmutó. Cuando uno está en el ring, no le sorprende que el adversario le pegue en las costillas. —Aquel día —dijo Ives con poco tacto— seguí al vendedor de caramelos y le di cinco dólares al llegar a la esquina de Broadway.
       Cogió la bolsita de papel, que Honoria se había colocado en el regazo, sacó uno de los cuadrados caramelos y quitó lentamente el papel que lo envolvía.
       —El padre de Sara Chillingworth —explicó Honoria— le acaba de regalar un automóvil.
       —Lee esto —pidió Ives, alargándole el papel del caramelo recién desenvuelto:

Del arte de vivir la vida es dueña
y el amor a perdonar nos enseña.


       Las mejillas de Honoria se pusieron rojas como la grana.
       —¡Honoria! —exclamó Ives, levantándose de un salto de la silla.
       —Miss Clinton —corrigió Honoria, emergiendo como Venus entre la espuma de las olas—. Ya te advertí que no volvieras a pronunciar ese nombre.
       —Honoria —repitió Ives—, tienes que escucharme. Ya sé que no merezco tu perdón, pero he de conseguirlo. En ocasiones nos vemos poseídos por una locura de la que no es responsable lo mejor de nosotros mismos. Arrojo al viento todo lo que no seas tú. Rompo las cadenas que me han tenido preso. Renuncio a la sirena que me alejó de ti con malas artes. Permite que ese verso de vendedor ambulante te suplique en mi nombre. Eres la única a quien puedo amar. Deja que tu amor perdone, y yo te juro que el mío seguirá contigo «mientras el cielo siga azul».

* * *

      Al oeste de Manhattan, entre la Sexta y la Séptima Avenida, un callejón se abre en la mitad de la manzana y muere en un pequeño patio en el centro de la misma. Es un barrio de gente de teatro, y sus habitantes son la espuma de media docena de naciones. El ambiente es bohemio, el idioma políglota, el entorno miserable.
       El vendedor de caramelos vivía en el patio, al final del callejón. A las siete en punto empujaba su carrito por la estrecha entrada, lo apoyaba sobre las irregulares losetas de piedra y se sentaba en una de sus barras para refrescarse. Por aquel callejón pasaba una fresca corriente de aire.
       Había una ventana justo encima del lugar donde siempre se sentaba. En el frescor de la tarde, mademoiselle Adèle, atracción principal de Aerial Roof Garden, uno de los bailes al aire libre, se sentaba junto a la ventana a tomar el aire. Solía dejar caer su hermosa mata de pelo castaño rojizo, para que la brisa tuviese la dicha de ayudar a Sidonie, la doncella, en la tarea de secarlo y airearlo. Llevaba un pañuelo de color heliotropo colocado muy flojo alrededor de los hombros, que eran la parte de su anatomía más explotada por los fotógrafos. Llevaba los brazos desnudos hasta el codo, y aunque no había allí escultores para extasiarse con ellos, ni las estólidas paredes de ladrillo del callejón habrían sido tan insensatas como para no darles su aprobación. Mientras permanecía allí sentada, Felice, otra de sus doncellas, bañaba y ungía aquellos pequeños pies que tanto fascinaban con sus guiños a la audiencia nocturna del Aerial.
       Paulatinamente, mademoiselle empezó a percibir la presencia del vendedor de caramelos que se paraba bajo su ventana para enjugarse la frente y refrescarse un poco. En manos de sus doncellas se encontraba temporalmente apartada de su profesión: el fascinante y obligatorio carro del hombre. A mademoiselle le molestaba perder el tiempo. Allí estaba el vendedor de caramelos y aunque, ciertamente, no era la presa más adecuada para sus dardos, pertenecía al sexo contra el cual ella había nacido para luchar.
       Después de lanzarle miradas de indiferente frialdad una docena de veces, una tarde se desheló de repente y derramó sobre él una sonrisa que hizo ruborizarse a los caramelos del carrito.
       —Vendedor de caramelos —dijo con voz acariciadora, mientras Sidonie la seguía en su impulsivo arrebato sin dejar de cepillar su espesa cabellera caoba—, ¿no crees que hoy soy hermosa?
       El vendedor de caramelos se rió con aspereza y miró hacia arriba con su fina mandíbula apretada, al tiempo que se secaba la frente con un pañuelo azul y rojo.
       —Valdría usted para la portada de una revista masculina —dijo a regañadientes—. Guapa o no, es cosa de ellos. Ese no es mi estilo. Si lo que anda buscando son cumplidos, vaya a cualquier otro sitio entre las nueve y las doce. Me parece que va a llover.
       Es cierto que un vendedor de caramelos no es mucho más fascinante que ponerse a cazar conejos en medio de una espesa nevada, pero el cazador tiene el corazón muy grande. Mademoiselle cogió un gran mechón de pelo de entre las manos de Sidonie y lo dejó caer por la ventana.
       —Óyeme bien, vendedor de caramelos, ¿tienes una novia en algún sitio con un pelo tan largo y suave como éste? ¿Y con los brazos tan redondeados?
       Alargó un brazo por el alféizar de la ventana como Galatea después del milagro.
       El vendedor de caramelos soltó una risita chillona y se puso a recoger unos cuantos caramelos de mantequilla y azúcar moreno que se le habían caído al suelo.
       —¡Esfúmate! —dijo con vulgaridad—. No tiene nada que hacer con esas armas. Soy demasiado listo para dejarme engatusar por un mechón de pelo y un brazo recién untado de crema. Supongo que estará usted muy bien en el escenario, con cantidad de polvos y maquillaje encima, mientras la orquesta toca «Bajo el viejo manzano». Pero no se le ocurra ponerse el sombrero y correr escaleras abajo para venirse conmigo a la iglesita de la esquina. Ya he tenido que lidiar en otras ocasiones con cajas de tinte y maquillaje. Y ahora, bromas aparte, ¿no cree que va a llover?
       —Vendedor de caramelos —insistió mademoiselle con suavidad, curvando los labios y formando un hoyuelo en la barbilla—, ¿no me encuentras bonita?
       El hombre hizo una mueca.
       —Ahorrando dinero, ¿no es así? —dijo—. Debe de ser muy rentable eso de hacerse la publicidad uno mismo. Yo fumo, pero no he visto nunca su jeta en ninguna caja de cigarros de cinco centavos. De todas formas haría falta que saliera una nueva marca de mujer para lograr conquistarme. Las conozco desde las peinetas hasta los cordones de los zapatos. Dame un buen día de ventas y un filete con cebolla a las siete, y una pipa y un periódico de la tarde al volver aquí al patio, y no me inmutaré ni aunque la mismísima Lillian Russel me guiñe el ojo, con su perdón.
       Mademoiselle hizo un puchero.
       —Vendedor de caramelos —dijo suave y profundamente—, aun así me dirás que soy hermosa. Todos los hombres lo hacen y tú no serás menos.
       El vendedor de caramelos se rió y vació la pipa.
       —Bueno —contestó—, tengo que marcharme. Estoy leyendo un relato que viene en el periódico. Hay unos hombres buscando un tesoro en el mar, y los piratas los espían desde detrás de los arrecifes. Y no hay una sola mujer por tierra, mar o aire. Buenas noches.
       Y se fue callejón adelante, empujando su carrito de regreso al húmedo patio donde vivía.
       Asombrosamente para aquel que no conozca las mujeres, mademoiselle se sentaba todos los días junto a la ventana y lanzaba sus redes a su ignominiosa presa. En una ocasión estuvo esperando a un caballero de altos vuelos durante media hora en la salita de espera, mientras se dedicaba a bombardear en vano la ruda filosofía del vendedor de caramelos. Su áspera risa hería su vanidad en lo más profundo. Todos los días se sentaba en su carrito a recibir la brisa del callejón mientras a ella le arreglaban el pelo, y diariamente las flechas de su belleza rebotaban contra su duro pecho tan despuntadas como ineficaces. Un resentimiento de despecho encendía sus ojos. Con el orgullo herido, le lanzaba miradas que habrían elevado al séptimo cielo a sus más devotos admiradores. Los duros ojos del vendedor de caramelos la miraban con una mal disimulada burla que acabó por impulsarla a usar la flecha más afilada del carcaj de su belleza.
       Una tarde se apoyó en el alféizar, y no se dedicó a desafiarle ni a torturarle como otras veces.
       —Vendedor de caramelos —dijo—, ponte de pie y mírame a los ojos.
       El hombre se puso de pie y la miró a los ojos, con su áspera risa resonando como una aserradora. Se quitó la pipa de la boca, jugueteó un poco con ella y se la volvió a meter en el bolsillo con mano temblorosa.
       —Ya basta —dijo mademoiselle con una sonrisa lenta—. Ahora tengo que marcharme a la sesión de masaje. Buenas noches.
       La tarde siguiente, a las siete en punto, el vendedor de caramelos apareció y apoyó su carrito bajo la ventana. Pero ¿era realmente el vendedor de caramelos? Su corbata era de un rojo rabioso y la llevaba adornada por un reluciente alfiler de corbata en forma de herradura casi de tamaño natural. Los zapatos estaban recién lustrados; el moreno de sus mejillas había palidecido y se había lavado las manos. La ventana estaba vacía y esperó allí con la nariz vuelta hacia arriba, como un perro esperando un hueso.
       Finalmente apareció mademoiselle, con Sidonie sujetando su mata de pelo. Miró al vendedor de caramelos y sonrió, una lenta sonrisa que se desvaneció hasta convertirse en aburrimiento. Supo al instante que la presa estaba ya en el bote, e inmediatamente se sintió hastiada de aquella cacería. Empezó a hablar con Sidonie.
       —Ha hecho un día magnífico —dijo el vendedor de caramelos con voz profunda—. Es la primera vez en un mes que me he sentido de primera. Me he recorrido Madison de arriba para abajo voceando la mercancía como antaño. ¿Cree que lloverá mañana?
       Mademoiselle rodeó con ambos brazos el cojín que tenía en el alféizar de la ventana y apoyó sobre ellos su barbilla con hoyuelo.
       —Vendedor de caramelos —dijo suavemente—, ¿no me amas?
       El hombre se puso de pie y se apoyó contra el muro de ladrillo.
       —Señora —dijo jadeando—, tengo ochocientos dólares ahorrados. ¿Dije que no erais hermosa? Tomadlo, tomadlo todo entero y comprad con ello una correa para vuestro perro.
       Un sonido como el de cien campanas de plata se oyó en la habitación de mademoiselle. La risa invadió el callejón y resonó en el patio de atrás, y aquel eco resultó allí tan ajeno como la mismísima luz del sol. Mademoiselle estaba divertida. Sidonie, su sabio eco, añadió una voz de contralto tan fiel como sepulcral. La risa de ambas pareció al fin penetrar al vendedor de caramelos. Empezó a juguetear con el alfiler de corbata. Al fin, mademoiselle, exhausta, volvió su bello rostro arrebolado hacia la ventana.
       —Vendedor de caramelos —dijo—, márchate. Cuando me río, Sidonie me tira del pelo. Y no puedo hacer otra cosa si sigues ahí.
       —Aquí hay una nota para mademoiselle —dijo Felice, acercándose en aquel momento a la ventana.
       —No es justo —dijo el vendedor de caramelos, levantando las barras de su carrito y alejándose con él.
       Se había desplazado unos cuantos metros, cuando se detuvo. Una serie de gritos agudos salieron de la ventana de mademoiselle. Regresó a toda prisa. Oyó el ruido de un cuerpo que caía al suelo y el sonido de unos tacones que parecían patalear sobre él.
       —¿Qué pasa? —gritó.
       El rostro severo de Sidonie se asomó a la ventana.
       —Mademoiselle ha recibido malas noticias —dijo—. Aquel a quien ella amaba con toda el alma se ha marchado. Habrá usted oído hablar de él, se trata de monsieur Ives. Zarpa mañana en un barco hacia el otro lado del océano. ¡Ay, cómo son ustedes los hombres!



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