O. Henry
(William Sydney Porter)

(North Carolina, 1862 - New York, 1910)


La ciencia exacta del matrimonio (1908)
(“The Exact Science of Matrimony”)
The Gentle Grafter
(New York: The McClure Company, 1908, 235 págs.)



      —Como te he dicho otras veces —dijo Jeff Peters—, nunca he creído en la perfidia de los mujeres. Como asociadas o cómplices, aun en los más sencillas manifestaciones del timo, merecen que se las haga partícipes de nada.
       —Les haces un justo complido —repuse—. Creo que deben ser llamadas sexo sincero.
       —¿Por qué no han de ser sinceras? —sugirió Jeff—. Ten en cuenta que continuamente obligan a los del otro sexo a que trabajen o estafen para ellas. Nada hay que alegar contra las mujeres en los negocios, mientras sus emociones o sus cabellos no sean rozados en lo más minimo. En ese momento necesitas ofrecerles un imbécil cualquiera, que jadee al respirar y use bigote rubio, con el aditamento de desear cinco hijos y ofrecer una casa construida a plazos, si deseas que tus asociadas continúen trabajando contigo. Y, si no, ahí está el ejemplo de aquella viuda a quien Andy Tucker y yo contratamos para que nos ayudase en nuestra agencia matrimonial de Cairo.
       “Si uno tiene suficiente capital para la propaganda, y ese ‘suficiente’ puede ser de tamaño como el extremo del tope de un vagón, siempre hay dinero en eso de las agencias matrimoniales. Nosotros poseíamos unos seis mil dólares y esperábamos doblarlos en un par de meses, que es el tiempo que uno puede sostener una empresa de esa clase sin ir a Nueva Jersey en la forma que te figuras.
       “Empezamos redactando un anuncio con el texto siguiente:

    Viuda encantadora, bella, amante del hogar, treinta y dos años de edad, con tres mil dólares en metálico y valiosas propiedades rurales, desea casarse. Preferiría hombre pobre, con carácter afectuoso, a otro con grandes medios, porque le consta que las verdaderas virtudes se encuentran a menudo en los más humildes planos de la vida. No rechazará hombres de edad o de apariencia corriente, siempre que sean fieles y sinceros y valgan para administrar propiedades e invertir dinero con sensatez. Diríjanse, con detalles, a

SOLITARIA                                    
Agencia Peters y Tucker, Cairo, Illinois.

      “Cuando terminamos aquella pieza literaria, dije a mi compañero:
       “—Hasta ahora no veo en esto nada de pernicioso. Pero ¿dónde está la mujer?
       “Como hacía a veces, Andy me miró con serena irritación.
       “—Jeff —contestó—, me parece que vas perdiendo las ideas del realismo en tu arte. ¿Qué necesidad hay de una mujer? Cuando se colocan en Wall Street acciones de una empresa que se funda en el agua, ¿esperas encontrar en ellas una sirena? Explícame qué tiene que ver una mujer con una agencia matrimonial.
       “—Escucha —repliqué—, ya conoces mi regla. Te consta, Andy, que en todas mis incursiones contra el articulado literal de la ley el artículo que vendo ha de existir y ser visible y exhibido. De ese modo, y mediante un cuidadoso estudio de las ordenanzas municipales y los horarios de trenes, me he mantenido siempre libre de esa clase de policía que no cala a cambio de un cigarro y un billete de cinco dólares. Creo que para llevar adelante este plan debemos estar en condiciones de mostrar corporalmente una viuda encantadora, o cosa que lo valga, con o sin la belleza, heredades y bienes citados en el catálogo y que pueden constituir meros errores. De lo contrario, podemos vernos las caras con un juez de paz.
       “—Bien —dijo Andy, reformando adecuadamente sus opiniones—, puede ser que eso nos resulte útil en el caso de que la administración de Correos o las autoridades judiciales entren en indagaciones sobre nuestra agencia. Pero ¿crees que habrá una viuda que acceda a participar en un negocio matrimonial en el que no existe matrimonio alguno?
       “Entonces le dije a Andy que yo creía conocer a la persona adecuada. Un antiguo amigo mío, llamado Zeke Trotter, que solía expender refrescos en una barraca de feria, había dejado viuda a su mujer, un año antes, por haberse querido aliviar la dispepsia con una receta médica en vez de con aplicaciones de un linimento que solía usar. Yo había estado en su casa a menudo y esperaba convencer a la viuda de que colaborase con nosotros.
       “La poblacioncita donde ella vivía sólo distaba sesenta millas de Cairo, de modo que tomé el I. C. y encontré a la buena mujer en su casa, con los mismos girasoles de costumbre adornando su tina de lavar. La señora Trotter se adaptaba admirablemente a nuestras exigencias, con la excepción, acaso, de lo de la belleza y la posesión de bienes. Pero resultaba atractiva a la vista y, además, era un tributo a la memoria de Zeke el proporcionarle el empleo en cuestión.
       “—¿Es un trato honrado el que me propone, señor Peters? —me preguntó, cuando le hube expuesto el motivo de mi visita.
       “—Señora Trotter —le dijo—, Andy Tucker y yo hemos calculado que a través de nuestro anuncio unos tres mil habitantes masculinos de este holgado y bello país se mostrarán aspirantes a la bella mano de usted y a sus ostensibles propiedades pecuniarias e inmobiliarias. Entre el número precitado, unos treinta centenares esperarán, si la consiguen, ofrecerle, en cambio, el desecho de un holgazán amigo del dinero, de un fracasado en la vida, de un petardista y de un despreciable cazador de fortunas. —Y añadí—: Andy y yo nos proponemos dar una lección a esos parásitos de la sociedad. Trabajo nos costó no formar una corporación con el título ‘Gran Agencia Matrimonial, Moral, Milenial y Malevolente’. ¿Le satisfacen mis palabras?
       “—Sí, señor Peters —repuso la viuda—. Ya sabía yo que usted no se mezclaría en nada que no fuese trigo limpio. Pero ¿cuáles han de ser mis deberes? ¿He de rechazar personalmente a esos tres mil pícaros de que habla o puedo desairarlos en conjunto?
       “—Su misión, señora Trotters —dije yo—, será prácticamente una sinecura. Vivirá usted en un hotel tranquilo y no tendrá nada que hacer. Andy y yo despacharemos toda la correspondencia y la parte comercial del asunto. Claro está —agregué— que algunos de los más impetuosos y ardientes adoradores de usted acaso puedan levantar suficiente dinero para tomar el tren e ir a Cairo, a fin de presionarla personalmente o de hacer planchar a su costa la fracción de traje que les pueda quedar. En ese caso, probablemente sufrirá usted la molestia de darles personalmente calabazas. Le pagaremos veinticinco dólares a la semana y los gastos de hospedaje.
       “—Deme cinco minutos —repuso la señora Trotter— para coger la polvera y dejar la llave a una vecina. Así ya puede empezar a correr mi salario.
       “Llevé, pues, a Cairo a la señora Trotter y la instalé en una pensión familiar lo bastante lejana de donde vivíamos para no despertar sospechas y para tenerla a mano, y yo dije a Andy que ya disponíamos de la viuda.
       “—¡Magnífico! —respondió él—. Y ahora que tu conciencia queda tranquila respecto a la tangibilidad y proximidad del cebo, espero que, prescindiendo del carnero, vayamos en busca de los peces.
       “Empezamos, en consecuencia, a insertar nuestro anuncio en periódicos que circulaban por toda la región. Usamos un solo texto. No podíamos utilizar más, o tendríamos que tomar otras empleadas con el cabello ondulado, y acaso corriéramos el riesgo de que el olor de la goma que mascaran atrajese las sospechas de la Dirección General de Correos.
       “Pusimos dos mil dólares en un banco a nombre de la señora Trotter y le entregamos el correspondiente talonario de cheques, a fin de que lo exhibiera si alguien ponía en duda la sinceridad y buena fe de la agencia. Yo sabía que la viuda era mujer de confianza y que podíamos entregarle el talonario sin peligro.
       “Y bastó aquel único texto del anuncio para que Andy y yo nos pasáramos el día contestando correspondencia.
       “Llegaban unas cien cartas al día. Nunca hubiese creído que había en el país tantos hombres indigentes, pero de corazón magnánimo, dispuestos a adquirir una viuda encantadora y a correr con el sacrificio que significaba gastarse su dinero.
       “La mayoría de los solicitantes admitían francamente que eran hombres maduros, que perdían los empleos con frecuencia, que eran incomprendidos por el mundo, pero estaban seguros de poseer un corazón tiernísimo, y muchas cualidades propias de su sexo, garantizando que la viuda haría el mejor negocio de su vida si les aceptaba como compañeros de matrimonio.
       “Cada uno de los aspirantes recibía una carta de Petters y Tucker, informándole de que la viuda se había sentido profundamente impresionada por su franca e interesante carta, en virtud de la cual se les rogaba que la escribiesen de nuevo, con más pormenores, y que incluyesen, si les era posible, una fotografía. Peters y Tucker le añadían al pretendiente que la tarifa que ellos cobraban por entregar la segunda carta a su bella cliente era la de dos dólares, que debían adjuntarse al escribirles con los datos pedidos.
       “Ya ves cuán bellamente sencillo era el plan. Cerca del noventa por ciento de aquellos nobles extranjeros de doméstico origen buscó de un modo y otro la cantidad pedida y la metió en la carta que nos enviaban. Y ya no había más quehacer. Excepto el lamentarnos Andy y yo de tener que abrir tantos sobres para recoger los fondos que contenían.
       “Unos cuantos clientes llegaron en persona. Los enviamos a la señora Trotter, y ella hizo el resto. Tres o cuatro nos visitaron después para pedimos algo con que sufragar el viaje de regreso. Después empezaron a afluir cartas de los distritos más alejados. Andy y yo andábamos ya en los doscientos dólares diarios de ganancia.
       “Una tarde, cuando más ocupados estábamos —yo metía en cajas de cigarros los billetes de uno y de dos dólares y Andy silbaba la tonada No sonarán las nupciales campanas-, un hombre bajito y escurridizo entró en el cuarto y recorrió las paredes con la mirada, como si buscara el rastro de una cuadrilla de descuideros. Tan pronto como le vi sentí el escalofrío del orgullo, porque a mí no me cabía duda de que llevábamos nuestros asuntos sobre una base estrictamente comercial.
       “-Veo que han tenido ustedes mucho correo hoy —dijo el individuo.
       “Me levanté y tomé el sombrero.
       “—Venga —respondí—. Le esperábamos. Voy a mostrarle la mercancía. ¿Cómo estaba Teddy cuando salió usted de Washington?
       “Le conduje al hotel Miraelrío y le hice estrechar la mano de la señora Trotter.
       “Después le enseñé su talonario de banco, con los dos mil dólares a su favor.
       “—Parece que todo está en regla —dijo el del Servicio Secreto.
       “—En efecto —convine—. Y, si no es usted un hombre casado, les dejaré solos para que puedan hablar. No mencionaremos los dos dólares.
       “—Gracias —dijo él—. Si no estuviese casado, puede que el asunto me interesara. Buenos días, señor Peters.
       “Al cabo de tres meses habíamos reunido cinco mil dólares y comprendimos que era ya momento de marcharse. Se recibían muchas quejas y la Trotter comenzaba a parecer cansada del trabajo. La habían visitado demasiados pelapavas, y eso no le agradaba.
       “Así, decidimos emprender la marcha, y yo fui al hotel de la señora Trotter para decirle adiós, pagarle el salario de la última semana y recoger el talonario de los dos mil dólares.
       “Cuando llegué la encontré llorando como un niño que no quiere ir a la escuela.
       “—Vamos, vamos —dije—. ¿A qué viene todo eso? ¿Le han hecho algo? ¿Añora su casa?
       “—No, señor Peters —respondió—. Y seré franca con usted. Ha sido usted amigo de Zeke y no me importa explicárselo todo. Estoy enamorada. Amo tanto a un hombre que me es insoportable la idea de no poderme casar con él. Es el ideal que siempre había soñado.
       “—Cásese con él —respondí—. Si se trata de un caso de mutuo afecto... ¿Le corresponde él de acuerdo con las calorías y la intensidad que usted manifiesta?
       “—Por supuesto —dijo ella—. Pero es uno de los caballeros que me visitaron con motivo del anuncio y no se casará conmigo mientras yo no le entregue los dos mil dólares. Se llama Guillermo Wilkinson.
       “Y otra vez estalló en esas agitaciones histéricas a que las novelas nos tienen acostumbrados.
       “—Señora Trotter —dije—, no hay hombre que comprenda los sentimientos de las mujeres tan bien como yo. Además, ha sido usted la esposa de uno de mis mejores amigos. Si sólo dependiera de mí, le diría que se quedara con esos dos mil dólares y que fuera feliz. Y podemos hacerlo, porque hemos ganado cinco mil dólares a costa de esos miserables parásitos que esperaban casarse con usted. Pero he de consultar con Andy Tucker. Andy es un buen hombre y muy serio en los negocios. Pero participa en la sociedad con los mismos derechos que yo. Sin embargo, le consultaré y veremos lo que puede hacerse.
       “Regresé al hotel y expuse el caso a Andy.
       “—Ya me esperaba algo parecido —dijo mi amigo—. No se puede confiar en una mujer para hacerla entrar en un asunto que afecte a sus emociones o a sus preferencias.
       “—Es triste, Andy —dije—, pensar que vamos a desgarrar el corazón de una mujer.
       “—Triste es —convino Andy—, y estoy dispuesto a hacer lo que sugieres. Siempre has sido hombre de condición blanda y generosa, Jeff. Acaso yo sea demasiado práctico, duro y codicioso. Pero por una vez coincidimos. Que la Trotter saque el dinero del banco, que se lo de a ese hombre y que sea feliz.
       “Estreché la mano de Andy durante cinco minutos y después volví a ver a la señora Trotter y le conté lo que habíamos resuelto. Lloró de alegría tanto como había llorado de disgusto.
       “Dos días después, Andy y yo hicimos el equipaje.
       “—¿Te agradaría visitar a la Trotter antes de que nos vayamos? —dije—. Desea vivamente conocerte, elogiarte y agradecerte.
       “—Mejor será —contestó Andy— que nos demos prisa en coger el tren.
       “Ya estaba yo guardando en un cinturón nuestro dinero, como siempre lo hacía, cuando Andy sacó un grueso fajo de billetes y me dijo que los pusiera con los demás.
       “—¿Qué es esto? —pregunté.
       “—Los dos mil dólares de la señora Trotter —repuso Andy.
       “—¿Cómo los tienes tú?
       “—Me los dio ella —aseguró Andy—. La he estado visitando tres veces a la semana durante un mes.
       “—Entonces ¿eres tú Guillermo Wilkinson? —le pregunté.
       “—Lo era —me contestó.



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