O.
Henry
(William Sydney Porter)
(North Carolina, 1862 -
New York, 1910)
La venganza de Cisco Kid (1906)
(“The Caballero’s Way”)
Originalmente publicado en Everybody’s Magazine,
Vol. 17, Núm. 1 (julio de 1907);
Heart of the West
(Nueva York: McClure Co., 1907, 334 págs.)
Cisco Kid había matado a seis hombres en pendencias más o menos
honestas, había asesinado a dos mexicanos, y había dejado inútiles a
otros muchos, a los cuales, modestamente, no se preocupó en contar. Por
consiguiente, una mujer lo amaba.
Cisco Kid tenía veinticinco años y aparentaba veinte; y una compañía
de seguros celosa de su dinero hubiera calculado la probable fecha de su
muerte fijándola alrededor de los veintiséis años. Se movía en una zona
situada entre el Frío y el Río Grande. Mataba por afición… porque
estaba de mal humor… para evitar que lo detuvieran… para divertirse…
Había escapado de la captura porque podía disparar ocho décimas de
segundo antes que cualquier sheriff o ranger de servicio, y porque
montaba un caballo ruano que conocía al dedillo todas las vueltas y
revueltas de los caminos, incluso de los de cabras, desde San Antonio a
Matamoras.
Tonia Pérez, la muchacha que amaba a Cisco Kid, era medio Carmen,
medio Madona, y el resto —¡Oh, sí! Una mujer que es medio Carmen y medio
Madona puede ser siempre algo más—, el resto era colibrí. Vivía en un
jacal con techo de ramas cerca de un pequeño poblado mexicano en el Lone
Wolf Crossing, del Frío. Con ella vivía un padre o abuelo, un
descendiente de los aztecas, que tenía por lo menos mil años, pastoreaba
un centenar de cabras y se pasaba la mayor parte del tiempo borracho,
por culpa del mescal. Detrás del jacal se extendía un inmenso bosque. A
través de su espinosa espesura, el ruano llevaba a Kid a visitar a su
novia. Y en cierta ocasión, trepando como una lagartija hasta el tejado
de ramas, Kid había oído a Tonia, con su rostro de Madona y su belleza
de Carmen y su alma de colibrí, hablar con el sheriff, negando conocer a
su hombre en su dulce mezcolanza de inglés y castellano.
Un día, el ayudante general del Estado, que es, ex officio,
comandante de las fuerzas de rangers, escribió unas sarcásticas líneas
al capitán Duval, de la Compañía X, estacionada en Laredo, acerca de la
tranquila existencia que llevaban los asesinos y “desperados” en el
territorio del susodicho capitán.
La tez del capitán adquirió el color del ladrillo al leer aquellas
líneas y se las remitió, con unos comentarios de cosecha propia, al
teniente Sandridge, que estaba acampado en las inmediaciones de Nueces
con un escuadrón de cinco hombres para mantener el orden y hacer cumplir
la ley.
El teniente Sandridge enrojeció intensamente, se metió la carta en el
bolsillo y masticó uno de los extremos de sus largos bigotes.
A la mañana siguiente ensilló su caballo y se dirigió, solo, al
poblado mexicano del Lone Wolf Crossing, que se hallaba a veinte millas
de distancia.
Con sus seis pies de estatura, rubio como un vikingo, calmoso como un
diácono, peligroso como una ametralladora, Sandridge fue de jacal en
jacal en busca de noticias acerca de Cisco Kid.
Mucho más que a la ley, los mexicanos temían la fría y segura
venganza del jinete solitario por el cual se interesaba el ranger. Uno
de los pasatiempos de Kid había consistido en disparar contra los
mexicanos “para verles patalear”: y si había hecho aquello para
divertirse, ¿qué no sería capaz de hacer con alguien que provocara su
furor? Uno a uno, los mexicanos fueron encogiéndose de hombros, llenado
el aire de “¿Quién sabe?” y negando conocer a Cisco Kid.
Pero había un hombre llamado Fink, que tenía una tienda en el
Crossing…, un hombre de muchas nacionalidades, lenguas, intereses y
modos de pensar.
—Es inútil que les pregunte a los mexicanos —le dijo a Sandridge—.
Tienen miedo. Ese hombre, al que llaman el Kid —su verdadero nombre es
Goodall, ¿no?—, ha estado en mi tienda un par de veces. Creo que sé cómo
podría atraparle usted…, pero no sería prudente por mi parte decírselo:
tardo un par de segundos más en sacar el revólver de lo que tardaba
antes, y el hecho merece ser tenido en cuenta tratándose de Cisco Kid.
Lo que puedo decirle es que tiene una novia medio mexicana en el
Crossing, y viene a verla con cierta frecuencia. Vive en el jacal que
está a un centenar de yardas del arroyo, en el lindero del bosque. Tal
vez ella… no, supongo que no lo haría; pero, de todos modos, el jacal
sería un excelente lugar para vigilar.
Sandridge se dirigió al jacal de Pérez. El sol estaba bajo, y la
sombra de los grandes árboles cubría ya el tejado de ramas de la choza.
Las cabras estaban encerradas para pasar la noche en una especie de
corral construido con estacas junto a la cabaña. Unos cuantos chiquillos
jugueteaban por los alrededores. El viejo mexicano estaba tendido en
una manta sobre la hierba, atiborrado de mescal, soñando, quizás, en las
noches en que él y Pizarro habían brindado por el Nuevo Mundo. Y en la
puerta del jacal estaba Tonia, en pie. El teniente Sandridge, sin
apearse de su montura, se quedó mirándola fijamente.
Cisco Kid, al igual que todos los eminentes y afortunados asesinos,
era una persona vanidosa. Su orgullo habría sufrido un rudo golpe de
haber sabido que, con un simple intercambio de miradas, dos personas, en
cuyas mentes estaba él desde hacía mucho tiempo, le olvidaban por
completo (al menos momentáneamente).
Tonia no había visto nunca un hombre como aquél. Parecía estar hecho
de rayos de sol, piel sonrosada y agua clara. Al sonreír pareció
iluminar la sombra de los árboles, como si hubiera vuelto a salir el
sol. Los hombres que ella había conocido eran bajitos y morenos. Incluso
Kid, a pesar de sus hazañas, no era mucho más alto que ella, con un
pelo negro y liso y un rostro tan frío como el mármol.
En cuanto a Tonia, tenía el pelo de color negro azulado y unos ojos
enormes y llenos de la melancolía latina que le conferían su aspecto de
Madona. Sus movimientos revelaban el fuego oculto y el deseo de agradar
que había heredado de las gitanas españolas. Lo que de colibrí había en
ella moraba en su corazón; no podía percibirse a menos que su brillante
falda roja y su blusa azul le recordaran a uno aquel pájaro.
El recién llegado pidió un vaso de agua. Tonia se lo sirvió de la
jarra roja colgada de una rama, a la sombra. Sandridge estimó necesario
descabalgar para hacer menos embarazosa la situación.
No hago de espía; ni pretendo conocer los pensamientos de cualquier
corazón humano; pero afirmo, con mi derecho de cronista, que antes de
que hubiera transcurrido un cuarto de hora, Sandridge le estaba
enseñando a Tonia a tejer una cuerda con fibras vegetales y Tonia le
había explicado a Sandridge que, de no haber sido por el pequeño libro
inglés que su peripatético padre le había regalado y por el pequeño
chivo tullido, se hubiera sentido muy sola.
Lo cual conduce a la sospecha de que las defensas de Kid necesitaban
una reparación, y de que el sarcasmo del ayudante general había caído
sobre un terreno improductivo.
En su campamento, el teniente Sandridge anunció y reiteró su
intención de acabar con las andanzas de Cisco Kid, abatiéndolo sobre las
praderas del Frío o arrastrándolo a la presencia de un juez y de un
jurado. La cosa no parecía fácil. Y necesitaba una cuidadosa
preparación. Dos veces a la semana, Sandridge se dirigía al jacal de
Pérez y conducía los inexpertos dedos de Tonia por los intrincados
caminos que había que recorrer para tejer una cuerda con fibras
vegetales. Tejer una cuerda es difícil de aprender y fácil de enseñar.
El ranger sabía que podía encontrar a Kid allí en cualquiera de sus
visitas. Por lo tanto, durante sus estancias en el jacal, se mantenía
ojo avizor, con la artillería siempre a punto y sin perder de vista la
parte trasera de la cabaña. Así podría abatir al milano y al colibrí con
una sola piedra.
Mientras el rubio ornitólogo proseguía sus estudios, Cisco Kid
atendía también sus obligaciones profesionales. Armó una trifulca en una
cantina de un pequeño pueblo ganadero en Quintana Creek, liquidó al
sheriff (haciendo que la bala agujereara limpiamente su estrella de
latón) y luego ahuecó el ala, malhumorado e insatisfecho. Ningún
verdadero artista se enorgullece de haber matado a un viejo armado con
un antiguo cacharro del 38.
En su camino, Kid experimentó súbitamente el deseo que experimentan
todos los hombres cuando su propia conducta los ha dejado insatisfechos.
Deseó que la mujer a la que amaba le asegurase que era suya a pesar de
todo. Deseó que Tonia le sirviera agua de la jarra roja colgada a la
sombra del árbol, y que le contara cómo se tomaba el biberón el chivo.
Kid volvió la cabeza del ruano hacia los chaparrales de diez millas
de longitud que se extienden por Arroyo Hondo hasta terminar en el Lone
Wolf Crossing, del Frío. El ruano relinchó alegremente, ya que poseía el
mismo sentido de la orientación que un caballo que trabaja uncido a un
carro y sabía que al final de aquel trayecto lo esperaba una sabrosa
ración de hierba de mesquite.
Cabalgar a través de un chaparral tejano resulta más aburrido y
solitario que una exploración amazónica. Las multiformes variedades de
cactos jalonan el camino, extendiendo sus retorcidos miembros para
hacerlo intransitable. Y la “planta del diablo”, que parece vivir sin
tierra ni lluvia, aumenta las dificultades del viajero, tendiendo ante
él una inextricable red espinosa.
Perderse en un chaparral significa sufrir la muerte del ladrón en la
cruz, traspasado por clavos y con grotescas formas demoníacas
revoloteando a su alrededor.
Pero ése no era el caso de Kid y su montura. Dando vueltas y
revueltas, abriéndose paso por los lugares más inverosímiles, el buen
ruano fue acortando insensiblemente la distancia que les separaba del
Lone Wolf Crossing.
Mientras avanzaban, Kid cantaba. No sabía más que una canción y la
cantaba, del mismo modo que sólo conocía un código y lo vivía, y sólo
conocía a una muchacha y la amaba. Era un hombre sencillo, de ideas
convencionales. Tenía una voz parecida a la de un coyote acatarrado,
pero cuando había decidido cantar, cantaba. Era una canción muy popular
en los campamentos, que empezaba con estas palabras:
No bromees con mi novia Lulú,
si no quieres tener un disgusto…
El ruano estaba acostumbrado a la canción… y a la voz, y no le importaba.
Pero, incluso el peor de los cantantes acaba por cansarse de
contribuir a los ruidos del mundo. De modo que Kid, cuando se encontraba
a un par de millas del jacal de Tonia, había dejado de cantar… no
porque sus gorgoritos sonaran desagradablemente a sus propios oídos,
sino porque sus músculos laríngeos estaban fatigados.
Como si estuviera en la pista de un circo, el ruano giró y danzó a
través del laberinto de maleza hasta que el jinete supo, por ciertos
detalles del terreno, que el Lone Wolf Crossing se encontraba cerca.
Luego, a medida que la maleza se hacía menos tupida, Kid divisó el
tejado de ramas del jacal. Unos metros más allá, Kid detuvo al ruano,
desmontó y siguió avanzando a pie, tan silenciosamente como un indio. El
ruano, conociendo su papel, permaneció completamente inmóvil, sin
producir el menor ruido.
Kid se deslizó silenciosamente hasta el mismo borde del chaparral y se escondió entre las hojas de un grupo de cactos.
A diez metros de su escondrijo, y a la sombra del jacal, vio a su
Tonia tejiendo tranquilamente una cuerda vegetal. La ocupación en sí no
era condenable; todo el mundo sabe que las mujeres, de cuando en cuando,
tienen los más raros caprichos. Pero, para decirlo todo, hay que añadir
que la cabeza de Tonia reposaba contra el ancho y cómodo pecho de un
hombre alto y rubio, y que el brazo del hombre rodeaba los hombros de la
muchacha, guiando sus pequeños dedos en una tarea que, al parecer,
precisaba de continuas lecciones.
Sandridge miró rápidamente hacia la oscura masa del chaparral al oír
un leve ruido que no le resultaba desconocido. Un pistolero puede hacer
aquel ruido al empuñar repentinamente su revólver. Pero el sonido no se
repitió; y los dedos de Tonia necesitaban una cuidadosa atención.
Luego, Tonia y el hombre alto y rubio empezaron a hablar de su amor; y
en la plácida tarde de julio, todas las palabras que pronunciaban
llegaron a oídos de Kid.
—Recuerda que no debes volver hasta que yo te avise —decía Tonia—. No
tardará en presentarse. Un vaquero ha dicho hoy en la tienda que lo vio
en Guadalupe hace tres días. Cuando está tan cerca, siempre viene. Y si
llega y te encuentra aquí, te matará. De modo que, por favor, no vengas
hasta que yo te avise.
—De acuerdo —dijo el ranger—. Y entonces, ¿qué?
—Entonces —dijo la muchacha—, tienes que venir con tus hombres y matarlo. Si no, él te matará a ti.
—No es un hombre que se deje detener, desde luego —dijo Sandridge—.
El oficial que se enfrente a Cisco Kid tiene que estar dispuesto a matar
o morir.
—Tienes que matarlo —dijo la muchacha—. Si no lo haces, no habrá paz
en el mundo para ti ni para mí. Ha matado a muchos hombres. De modo que
merece la muerte. Tráete a tus hombres, y no le dejes ninguna
posibilidad de escapar.
—Antes no pensabas eso de él —dijo Sandridge.
Tonia dejó caer la cuerda que estaba tejiendo, y rodeó el cuello del ranger con un brazo de color limón.
—Antes —murmuró en un fluido castellano— no te conocía a ti, amor
mío. Y tú eres cariñoso y bueno, además de fuerte. ¿Cómo podría pensar
en él, después de conocerte a ti? Tiene que morir, para que el miedo de
que pueda hacernos algún daño no llene mis días y mis noches.
—¿Cómo sabré que ha venido? —preguntó Sandridge.
—Cuando viene —dijo Tonia—, suele quedarse dos días, y a veces tres.
Gregorio, el hijo de la vieja Luisa, la lavandera, tiene una yegua muy
rápida. Te escribiré una carta, diciéndote cómo puedes atraparlo.
Gregorio te la llevará; no vengas solo, querido, y ten mucho cuidado, ya
que la serpiente de cascabel no es más rápida en su ataque que el
Chivato, como llaman a Kid, en “sacar”.
—Kid es muy rápido con su revólver, desde luego —admitió Sandridge—,
pero cuando venga aquí a por él vendré solo. El capitán me escribió unas
cuantas cosas que me hicieron desear capturar a Kid sin la ayuda de
nadie. Hazme saber cuando llegue Mr. Kid, y yo me encargaré del resto.
—Te enviaré el mensaje por medio de Gregorio —dijo la muchacha—. Sé
que eres más valiente que aquel pequeño asesino, que nunca sonríe. ¿Cómo
es posible que haya podido estar interesada por él?
El ranger se dispuso a regresar a su campamento. Antes de montar en
su caballo levantó a Tonia del suelo con un solo brazo y se despidió
cariñosamente de ella. La bochornosa tarde veraniega volvió a sumirse en
una profunda quietud. El humo del fuego que ardía en el jacal, donde
los frijoles hervían en la olla de hierro, surgía tan recto como una
plomada por encima de la chimenea de arcilla. Ningún sonido ni
movimiento turbaba la calma que envolvía al chaparral.
Cuando la forma de Sandridge hubo desaparecido, Kid se deslizó hasta
el lugar donde se hallaba su propio caballo, montó en él y retrocedió
por el tortuoso camino que había seguido al venir.
Pero no llegó muy lejos. Se detuvo a esperar en las silenciosas
profundidades del chaparral hasta que transcurrió media hora. Poco
después, Tonia oyó las notas desafinadas de su canción, cada vez más
cerca; y corrió hacia el lindero del chaparral para recibirlo.
Kid no sonreía casi nunca; pero sonrió y agitó su sombrero cuando vio
a Tonia. Desmontó, y la muchacha se echó en sus brazos. Kid la
contempló cariñosamente. Su rostro moreno, que habitualmente estaba tan
rígido como una máscara de arcilla, parecía sacudido por una corriente
subterránea de sentimientos.
—¿Cómo está mi muchacha? —preguntó, abrazándola.
—Enferma de tanto esperar, querido —respondió Tonia—. Me duelen los
ojos de tanto mirar hacia el chaparral, esperando verte aparecer. Pero
ahora estás aquí, amor mío, y soy completamente feliz. ¡Qué mal
muchacho! No venir a ver a su alma más a menudo… Entra y descansa; yo
cuidaré de abrevar a tu caballo y lo trabaré. En la jarra hay agua
fresca para ti.
Kid la besó afectuosamente.
—No puedo permitir que una dama cuide de mi caballo —dijo—. Pero si
me preparas un poco de café mientras yo lo atiendo, chica, te quedaré
eternamente agradecido.
Además de su habilidad con el revólver, Kid poseía otra cualidad por
la que se admiraba mucho a sí mismo. Era muy caballero, como dicen los
mexicanos, en lo que respecta a las damas. Siempre las había tratado con
el mayor respeto. No podía hablarle rudamente a una mujer. Podía
asesinar despiadadamente a sus maridos y hermanos, pero era incapaz de
alzar un dedo contra una mujer. Muchas personas que lo habían tratado
superficialmente se mostraban reacias a creer las historias que
circulaban acerca de Mr. Kid. Y cuando les presentaban pruebas de algún
hecho infamante cometido por él, decían que tal vez lo habían obligado a
hacerlo, y que, de todos modos, sabía tratar a una dama.
Teniendo en cuenta ese aspecto de la idiosincrasia de Kid y lo
orgulloso que se sentía de él, no resulta difícil intuir que el problema
que se le planteaba después de lo que había visto y oído desde su
escondrijo aquella tarde (al menos en lo que respecta a uno de los
actores) era de los más peliagudos. Y, sin embargo, no cabía imaginar a
Cisco Kid atosigado por asunto de tan poca monta.
Después del breve crepúsculo, se reunieron alrededor de una cena
compuesta de frijoles, filetes de cabra, melocotón en conserva y café, a
la luz de un farol en el interior del jacal. Más tarde, el antepasado
se fumó un cigarrillo y se convirtió en una momia envuelta en una manta
gris. Tonia lavó los escasos platos mientras Kid los secaba con un trozo
de saco de harina. Los ojos de Tonia brillaban; charló volublemente de
los triviales acontecimientos que se habían producido en su pequeño
mundo desde la última visita de Kid; los mismos que en las anteriores
visitas.
Luego salieron al exterior y Tonia se tendió en una hamaca de hierba con su guitarra y cantó melancólicas canciones de amor.
—¿Sigues queriéndome igual, nena? —preguntó Kid, liando un cigarrillo.
—Exactamente igual, amor mío —dijo Tonia, acariciándolo con sus oscuros ojos.
Se produjo un corto silencio. Al cabo de un rato, Kid se puso en pie y dijo:
—Voy a llegarme a casa de Fink para comprar tabaco. Creí que llevaba
otro paquete, pero se me ha terminado. Regresaré dentro de un cuarto de
hora.
—Date prisa —dijo Tonia—. Y, dime… ¿Cuánto vas a quedarte esta vez?
¿Te irás mañana, dejándome con mi pesar, o te quedarás más tiempo con tu
Tonia?
—¡Oh! Esta vez puedo quedarme dos o tres días —dijo Kid bostezando—.
He estado huyendo durante un mes, y quiero descansar un poco.
Cuando regresó, al cabo de media hora, Tonia seguía tendida en la hamaca.
—Me sucede una cosa muy rara —dijo el Kid—. Tengo la sensación de que
hay alguien emboscado detrás de los arbustos, dispuesto a matarme.
Nunca me había pasado una cosa así. Tendré que marcharme antes de que
amanezca. La región de Guadalupe está en ascuas desde que me cargué a
aquel viejo sheriff.
—No tendrás miedo… Nadie puede asustar a mi valiente.
—Bueno, hasta ahora nadie puede decir que soy un conejo cuando llega
el momento de dar la cara; pero no me gustaría tener complicaciones
mientras me encuentro en tu jacal. Podría perjudicarte a ti…
—Quédate con tu Tonia, aquí no te encontrará nadie.
Kid contempló pensativamente, a través de la oscuridad, las lejanas luces del poblado mexicano.
—Ya hablaremos de eso más tarde —decidió.
A medianoche, un jinete se presentó en el campamento de los rangers,
gritando desaforadamente para señalar su presencia e indicar que sus
intenciones eran pacíficas. Sandridge y uno de sus hombres acudieron a
su encuentro. El jinete se presentó a sí mismo diciendo que se llamaba
Domingo Sales y vivía en el Lone Wolf Crossing. Traía una carta para el
señor Sandridge. La vieja Luisa, la lavandera, lo había convencido para
que la trajera, porque su hijo Gregorio estaba enfermo y no podía
cabalgar.
Sandridge encendió un farol y leyó la carta.
“Querido mío:
Ya ha llegado. Apenas te habías marchado cuando se presentó. Al
principio, dijo que se quedaría dos o tres días. Luego, pareció cambiar
de idea y dijo que se marcharía antes de que amaneciera, y me habló de
un modo muy raro, como si sospechara que no le he sido fiel. Estoy muy
asustada. Le he jurado que lo amo, que sigo siendo su Tonia. Y él me ha
dicho que tengo que demostrarle que soy sincera. Cree que hay hombres
emboscados entre los arbustos, dispuestos a matarlo en cuanto se marche
del jacal. Para huir, dice que se pondrá mis ropas, la falda roja, la
blusa azul y la mantilla en la cabeza. Pero antes tengo que ponerme yo
sus pantalones, su camisa y su sombrero, y salir del jacal montada en su
caballo, dar unas vueltas por el chaparral y regresar. Así podrá ver si
soy sincera y si hay hombres emboscados en el chaparral para matarlo.
Es horrible. Eso será una hora antes de que amanezca. Ven, querido, y
mata a ese hombre. No trates de cogerlo vivo. Mátalo en cuanto le eches
la vista encima. No quiero que corras riesgos inútiles. Puedes venir
antes de la hora que te he indicado y esconderte en el pequeño cobertizo
que hay cerca del jacal, donde guardamos el carro y los arreos. Nadie
te verá. Él llevará mi falda roja, mi blusa azul y mi mantilla negra. Te
envío un millar de besos. Dispara contra él en cuanto le eches la vista
encima. Es lo más seguro. Siempre tuya,
Tonia.”
Sandridge explicó rápidamente a sus hombres la parte oficial de la
misiva. Los rangers se mostraron reacios a dejarlo marchar solo.
—Será coser y cantar —dijo el teniente—. La muchacha le tiene bien atrapado. No podrá escapar.
Sandridge ensilló su caballo y cabalgó hacia el Lone Wolf Crossing.
Ató al animal detrás de un macizo de arbustos junto al arroyo, cogió su
Winchester y se acercó cautelosamente al jacal de Pérez. La luna, que se
encontraba en su cuarto menguante, quedaba oculta a intervalos detrás
de unas grandes nubes de color lechoso.
El cobertizo era un lugar excelente para apostarse; y el teniente se
acomodó en él. Tuvo que esperar casi una hora antes de que dos figuras
salieran del jacal. Una, vestida de hombre, montó rápidamente en el
caballo que estaba delante de la cabaña y emprendió un rápido galope en
dirección al poblado. La otra figura, vestida con una falda roja, una
blusa azul y una mantilla negra, permaneció en pie a la débil claridad
de la luna, contemplando al jinete que se alejaba. Sandridge pensó que
sería mejor aprovechar la ocasión antes de que Tonia regresara.
Imaginaba que el espectáculo no sería de su agrado.
—¡Arriba las manos! —ordenó, en voz alta, saliendo del cobertizo con la culata del Winchester apoyada en el hombro.
La figura se volvió rápidamente, pero no hizo ningún movimiento que
demostrara que estaba dispuesta a obedecer; el ranger apretó el gatillo
una, dos, tres veces… y luego dos veces más. Tratándose de Cisco Kid,
había que asegurarse bien. A aquella distancia no podía fallar el tiro,
ni siquiera en la semioscuridad que lo rodeaba.
El viejo antepasado, dormido en su manta, se despertó con el ruido de
los disparos. Tendió el oído y escuchó el grito que profería un hombre
aquejado de un intenso dolor o de una enorme angustia, y se levantó
gruñendo contra las “tonterías de los modernos”.
El alto y enrojecido fantasma de un hombre irrumpió en el jacal,
blandiendo una carta en una mano. Se acercó a la luz del farol y gritó:
—¡Mire esta carta, Pérez! ¿Quién la ha escrito?
—¡Ah! Es el señor Sandridge —murmuró el viejo, acercándose—. Pues,
señor, esa carta la escribió el Chivato…, el novio de Tonia. Dicen que
es un hombre malo; yo no lo sé. Mientras Tonia dormía, escribió la carta
y le encargó a Domingo Sales que se la llevara a usted. ¿Ocurre algo?
Yo soy muy viejo y no sé nada. ¡Válgame Dios! Este mundo está cada día
más loco; y no hay nada en la casa para beber…, nada para beber.
Lo único que Sandridge pudo hacer fue salir del jacal y dejarse caer
boca abajo en el suelo, junto a su pequeño colibrí que ahora no agitaba
ni una sola de sus plumas. Sandridge no era caballero por instinto, y no
podía comprender los refinamientos de la venganza.
A una milla de distancia, el jinete que poco antes había emprendido
un rápido galope en dirección al poblado, rompió a cantar, con voz de
coyote acatarrado, una canción que empezaba con las siguientes palabras:
No bromees con mi novia Lulú, si no quieres tener un disgusto…
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