O.
Henry
(William Sydney Porter)
(North Carolina, 1862 -
New York, 1910)
La voz de la ciudad (1905)
(“The Voice of the City”)
Originalmente publicado en New York Sunday World Magazine (25 de junio de 1905);
The Voice of the City
(New York: The McClure Company, 1908, 244 págs.)
Hace veinticinco años, los colegiales solían recitar
la lección con un sonsonete. El estilo con el que pronunciaban aquella salmodia
monótona era una mezcla de sermón de obispo y zumbido de aserradero fatigado.
No pretendo con ello ofender a nadie. Tiene que haber por fuerza maderos y
serrín.
Me acuerdo de una bonita e instructiva
cancioncilla que surgió de la clase de fisiología. La línea más sorprendente de
todas era esta:
“El hueso más largo del cuerpo humano es
la es-pi-niii-lla.”
¡Qué maravilloso habría sido si todos los
datos corporales y espirituales que conciernen al hombre hubiesen sido
inculcados tan melodiosa y lógicamente en nuestros jóvenes cerebros! Pero los
conocimientos que adquirimos en anatomía, música y filosofía fueron exiguos.
El otro día me sentí confuso de repente.
Necesitaba un rayo de luz. Regresé a aquellos días del colegio en busca de
ayuda, pero entre todas aquellas armonías nasales que pronunciábamos como en un
lamento desde los duros bancos, no pude recordar ni una sola que hablase de la
voz del género humano en aglomeración.
En otras palabras, del mensaje vocal
articulado de la humanidad en masa.
En otras palabras, de la Voz de una Gran
Ciudad.
No es la voz individual lo que está
ausente. Entendemos la canción del poeta, el murmullo del arroyo, las palabras
del hombre que nos pide cinco dólares hasta el lunes siguiente, las
inscripciones de las tumbas de los faraones, el idioma de las flores, los
enérgicos golpes de batuta del director de orquesta, y el preludio que entonan
los cántaros de leche a las cuatro de la madrugada. Algunas personas de oído
muy fino llegan incluso a asegurar que son capaces de percibir las vibraciones
del tímpano producidas por la conmoción del aire que emana del señor Henry
James. Pero ¿quién puede desentrañar el significado de la voz de la ciudad?
Salí a la calle para descubrirlo.
Primero fui a preguntarle a Aurelia.
Llevaba un vestido de batista blanco y un sombrero con flores, y por todas
partes se agitaban a su alrededor cintas y colgajos.
—Dime —le pregunté con un tartamudeo,
porque yo no tengo una voz propia—, ¿qué es lo que la e—enorme, in—inmensa
ciudad dice? Ha de tener alguna clase de voz. ¿Te habla a ti alguna vez? ¿Cómo
la interpretas tú? Es una masa ingente, pero tiene que existir una clave.
—¿Como la llave de un baúl de Saratoga?
—preguntó Aurelia.
—No —le respondí—. No lo trivialices, por
favor. Se me ha metido en la cabeza que cada ciudad tiene su voz. Todo ser
tiene algo que decirle a quien puede escucharlo. ¿Qué te dice a ti la gran
ciudad?
—Todas las ciudades —aseguró Aurelia con
tono judicial— dicen lo mismo. Cuando lo dicen llega siempre un eco de
Filadelfia. Así que son unánimes.
—Aquí hay cuatro millones de personas
—dije yo con tono escolástico—, comprimidas en una isla, que es una especie de
jamón rodeado por el agua de Wall Street. La conjunción de tantas unidades en
tan pequeño espacio ha de resultar en una identidad —o más bien una
homogeneidad— que encuentre su expresión oral en un canal común. Es, como si
dijéramos, una especie de acuerdo de traducción, concentrado en una idea
general cristalizada que se revela a sí misma como lo que podría ser denominado
la Voz de la Ciudad. ¿Puedes decirme cuál es?
Aurelia sonrió de un modo maravilloso. Se
sentó en el escalón más alto de la entrada de su casa. Una insolente ramita de
hiedra se agitó rozándole la oreja derecha. Un atrevido rayo de luna jugueteó
sobre su nariz. Pero yo permanecí impasible, niquelado.
—Tengo que ir a descubrir —dije— cuál es
la Voz de esta ciudad. Otras ciudades tienen voz. Es una misión que he de
cumplir. Tengo que conseguirlo. Escucha, Nueva York —proseguí, alzando la voz—,
más te vale no alargarme un cigarro y decirme: “Oye, amigo, no puedo hablar
para la prensa.” Ninguna otra ciudad se comporta de ese modo. Chicago dice
tajante: “Lo haré”. Filadelfia dice: “Debería hacerlo”; Nueva Orleáns dice: “Lo
solía hacer”; Louisville dice: “No se preocupen si lo hago”; Saint Louis dice: “Lo
siento”; Pittsburg dice: “Esfúmate.” Y Nueva York…
Aurelia sonrió.
—Muy bien —dije—. Me iré a otro lugar y lo
descubriré.
Fui a un local de suelo embaldosado y
techo de querubines, con la policía a la vuelta de la esquina. Apoyé el pie en
la barra de latón y le dije a Billy Magnus, el mejor barman de la diócesis:
—Billy, tú llevas mucho tiempo viviendo en
Nueva York, ¿qué clase de serenata te ofrece esta vieja ciudad? Lo que quiero
decir es si no te parece como si su parloteo se arremolinara y se deslizara por
encima de la barra, como un remedo de propina que describiese con acierto la
gran urbe mediante una especie de epigrama con una nube de cerveza y una
rebanada de…
—Discúlpame un segundo —dijo Billy—, están
llamando al timbre de la puerta lateral.
Se marchó; volvió con un pichel de
hojalata vació; volvió a desaparecer con él lleno, y finalmente regresó y me
dijo:
—Era mami. Siempre llama dos veces. Le
gusta beberse un vaso de cerveza para cenar. A ella y al niño. Si vieras al
sinvergüenza de mi pequeñín izarse en su silla alta y coger la cerveza y… Pero
¿qué era lo que me estabas diciendo? Me he alterado al oír los dos timbrazos…
¿Me preguntabas el resultado del partido de béisbol o me pedías un gin fizz?
—Ginger ale —le contesté.
Subí hacia Broadway. Vi a un poli en la
esquina. Los polis recogen a los muchachos, abordan a las mujeres y enchiqueran
a los hombres. Me acerqué a él.
—Si no es excesiva temeridad por mi parte
—dije—, permítame preguntarle una cosa. Usted ve Nueva York durante sus horas
de servicio. Es función suya y de sus colegas de la policía preservar la
acústica de la ciudad. Tiene que existir alguna voz urbana que le sea
inteligible. Durante sus solitarias rondas nocturnas ha tenido que oírla. ¿Cuál
es el resumen de su tumulto y sus gritos? ¿Qué le dice a usted la ciudad?
—Amigo —repuso el policía, haciendo girar
la porra—, no dice nada. Yo cumplo las órdenes de mi superior. Un momento, creo
que ya lo he entendido. Espere aquí unos minutos y esté atento por si viene el
inspector.
El policía se sumergió en la oscuridad de
la bocacalle. A los diez minutos estaba de regreso
—Nos casamos el martes pasado —dijo, medio
de mal humor—. Ya sabe usted cómo son. Ella viene a esa esquina todas las
noches a las nueve para…, viene a decir “hola”. Por lo general, me las apaño
para estar ahí. Pero ¿qué es lo que me ha preguntado hace un momento? ¿Que qué
ofrece la ciudad? Hay una o dos terrazas abiertas doce manzanas más arriba.
Crucé por una pata de gallo de raíles de
tranvía, y fui paseando por el borde de un parque umbrío. Una Diana artificial,
dorada, heroica, serena y dominada por el viento, brillaba con luz trémula
sobre su pedestal bajo el claro resplandor de su tocaya en el cielo. Y entonces
llegó mi poeta con el sombrero puesto, apresurado, peludo, emitiendo dáctilos,
espondeos y troqueos. Lo agarré.
—Bill —le dije (en la revista se le llama
Cleón)—, échame una mano. Me ha sido encomendada la misión de descubrir la Voz
de la ciudad. Es una orden especial, ¿entiendes? Normalmente, todo suele
reducirse a un simposio que comprende las opiniones de Henry Clews, John J.
Sullivan, Edwin Markham, May Irwin y Charles Schwab. Pero este asunto es muy
distinto. Queremos una vocalización amplia, poética y mística del alma de la
ciudad y su mensaje. Tú eres el más adecuado para ayudarme. Hace algunos años,
un hombre se fue a las cataratas del Niágara y nos trajo su timbre de voz. La
nota estaba como unos dos pies por debajo de la G más baja del piano. Y no creo
que se pueda reducir a Nueva York a una nota, a menos que esté algo más
confirmada que esa. Pero dame una idea de lo que podría decir si supiese
hablar. Forzosamente tiene que ser un discurso poderoso y de largo alcance.
Para llegar a él tenemos que captar el tremendo estrépito de los acordes del
tráfico diurno, las risas y la música de la noche, los tonos solemnes del
doctor Parkhurst, el ragtime, los lamentos, el sigiloso murmullo de las ruedas
de los taxis, los gritos del agente de publicidad, el campanilleo de las
fuentes en las azoteas ajardinadas, el vocerío del vendedor de fresas y los
cronistas del Everybody’s Magazine, los susurros de los amantes en los
parques… Todos esos sonidos han de entrar en la Voz, no combinados, sino
mezclados, y de esa mezcla se ha de extraer una esencia, y de esa esencia un
extracto, un extracto audible, del que una sola gota habrá de formar aquello
que perseguimos.
—¿Te acuerdas —dijo el poeta, soltando una
risita sofocada— de aquella chica de California que conocimos la semana pasada
en el estudio de Stiver? Pues voy ahora a verla. Repitió aquel poema mío, “El
tributo de la primavera”, palabra por palabra. Es la proposición más
inteligente de esta ciudad en este momento. Dime, ¿qué aspecto tiene esta
condenada corbata? He estropeado cuatro antes de lograr que una quedase bien.
—¿Y la voz sobre la que te he preguntado? —inquirí.
—No, ella no canta —dijo Cleón—. Pero
tendrías que oírla recitar mi “Ángel de la brisa de la costa”.
Seguí andando. Me topé con un muchacho
vendedor de periódicos, y me endilgó unas proféticas hojas rosa que le sacaban
a las noticias una ventaja de dos vueltas de la aguja larga del reloj.
—Hijo —le dije, mientras fingía rebuscar
unas monedas en mi bolsillo—, ¿no te parece a veces como si la ciudad pudiese
hablar? Con todos estos acontecimientos y negocios curiosos y cosas raras que
suceden constantemente, ¿qué crees tú que diría si pudiese hablar?
—Deje de tomarme el pelo —dijo el chico—.
¿Qué periódico quiere? No puedo perder el tiempo. Es el cumpleaños de Mag, y
quiero treinta centavos para comprarle un regalo.
No había allí ningún intérprete del
portavoz de la ciudad. Compré un periódico, y arrojé sus tratados sin declarar,
sus asesinatos con premeditación y sus batallas no libradas al fondo de una
papelera.
Me dirigí otra vez al parque y me senté a
la luz de la luna. Estuve pensando y pensado durante largo tiempo,
preguntándome por qué nadie podía decirme lo que les preguntaba.
Y entonces, tan súbita como la luz de una
estrella fija, me llegó la respuesta. Me levanté y me apresuré, me apresuré
como tantos razonadores se han de ver obligados a hacer, a regresar rodeando mi
círculo. Conocía la respuesta, y mientras corría veloz la llevaba abrazada
contra mi pecho, no fuera a ser que alguien me detuviese en el camino para
arrancarme mi secreto.
Aurelia seguía sentada en la escalera. La
luna estaba más alta y las sombras de la hiedra eran más profundas. Me senté a
su lado y nos pusimos a contemplar una nubecita que se inclinaba hacia la
errante luna para luego separarse, pálida y desconcertada.
Y entonces, ¡prodigio de prodigios y
delicia de delicias!, nuestras manos se tocaron de algún modo, y nuestros dedos
se enlazaron y no volvieron a separarse.
Al cabo de media hora, Aurelia dijo con
aquella sonrisa suya:
—¿Sabes que no has dicho una palabra desde
que has vuelto?
—Esa —dije, asintiendo sabiamente— es la
Voz de la ciudad.
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