O. Henry
(William Sydney Porter)

(North Carolina, 1862 - New York, 1910)


El Código Calloway (1906)
(“Calloway’s Code”)
Originalmente publicado en Munsey's Magazine (septiembre de 1906), págs. 662-690;
Whirligigs
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1910, 314 págs.)



I

      El Enterprise de Nueva York envió a H. B. Calloway como corresponsal al teatro de operaciones de la guerra rusojaponesa.
       Durante dos meses Calloway anduvo vagando por Yokohama y Tokio, jugando a los dados con los otros corresponsales por las copas; la verdad es que no se ganaba el salario que le pagaba su diario. Pero la culpa no era de Calloway. Los hombrecitos morenos que sostenían en sus dedos los hilos del destino no estaban dispuestos a sazonar el desayuno de los lectores del Enterprise con batallas de los descendientes de los dioses.
       Pero pronto la columna de corresponsales que había de salir con el Primer Ejército se ajustó las correas de los binóculos y fue hasta orillas del Yalú con Kuroki. Calloway estaba entre ellos.
       No nos proponemos referir la batalla del río Yalú, la cual ya fue relatada en detalle por los corresponsales que contemplaron los anillos de humo formados por las granadas desde tres millas de distancia. Pero, sea dicho en honor de la verdad, lo cierto es que el comandante japonés les prohibió que se acercaran más.
       Calloway realizó su hazaña antes de la batalla; y el consistió en ofrecer al Enterprise la noticia más sensacional de la guerra. Su diario publicó en forma exclusiva y con lujo de detalles la noticia del ataque a las líneas del general ruso Zassulich el mismo día en que tuvo lugar. Ninguno otro diario publicó una palabra al respecto antes de dos días después, con la sola excepción de un diario londinense cuya crónica era absolutamente falsa.
       Calloway logró cumplir la proeza a pesar de que el general Kuroki desplazaba a sus soldados y concebía sus planes dentro del más profundo secreto, y del hecho de que sobre los corresponsales recaía la prohibición de despachar noticias sobre tales planes, hasta el punto de que todo mensaje pasaba por una censura rígidamente severa.
       El corresponsal del diario londinense envió un despacho en que se puntualizaban los planes de Kuroki y, como era falso de punta a cabo, el censor hizo una mueca y lo dejó pasar.
       Pues bien, allí estaban enfrentados Kuroki, de un lado del Yalú, con cuarenta y dos mil soldados de infantería, cinco mil de caballería y ciento veinticuatro cañones. En la otra orilla acampaba Zassulich y lo esperaba con nada más que veintitrés mil soldados que, por añadidura, debían defender una larga extensión del río. Calloway llegó a obtener cierta importante información confidencial que, lo sabía, haría reunir a todo el personal del Enterprise en torno del cable que la anunciara. Si sólo pudiera disfrazar el mensaje para que el censor no advirtiera su contenido... Había llegado un nuevo censor, quien se había hecho cargo del puesto aquel mismo día.
       Calloway hizo lo que suele hacerse en semejantes circunstancias. Encendió la pipa y se sentó a pensar en la cureña de un cañón. Dejémoslo allí, pues el resto de la historia pertenece a Vesey, un cronista del Enterprise que ganaba dieciséis dólares por semana.

II

       A las cuatro de la tarde el secretario general del Enterprise recibió el cable. Lo leyó tres veces; luego sacó un espejo de bolsillo de una casilla del escritorio, y se puso a mirar atentamente sus reflejos. Luego fue hasta el escritorio de Boyd, su ayudante (habitualmente llamaba a Boyd cuando lo necesitaba) y puso ante éste el telegrama.
       —Es de Calloway —dijo—. Vea qué puede sacar en limpio.
       El mensaje estaba fechado en Wi-ju y contenía las siguientes palabras:

Asunto preconcertado temeraria culpanicargo sinprevio alfilodela fidedigno rumor aguerrido favorito oficialista infortunado sorpresivo actuales línea en acérrimo nieblavisibilidad bruta influyente nohaypalabraspara azarosos viajero supina incontrovertible.

       Boyd lo leyó dos veces.
       —Es un mensaje cifrado, o Calloway se pescó una insolación —dijo.
       —¿Ha habido alguna vez un código, un código secreto en esta oficina? —preguntó el secretario general, que solamente hacía dos años que desempeñaba tal cargo. Los secretarios generales suelen cambiarse con frecuencia.
       —El único que ha habido es el de la jerga de la página de modas —dijo Boyd—. ¿No será un acróstico!
       —Ya pensé en eso —dijo el secretario general—, pero no pude formar ninguna palabra. Por fuerza ha de estar escrito en código.
       —Tratemos de formar grupos —sugirió Boyd—. Veamos: “temeraria culpanicargo”... ¡vaya con la dama!; ¡temeraria e inocente!; “fidedigno rumor aguerrido”..., ¡vaya con el rumor, qué sólido es!; “viajero supina incontrovertible”... no, no sale nada. Llamaré a Scott.
       El secretario de redacción llegó al punto y probó suerte. Un secretario de redacción debe saber algo sobre todas las cosas, y por eso Scott poseía conocimientos rudimentarios de la escritura cifrada.
       —Acaso sea lo que se conoce con el nombre de código de alfabeto invertido —dijo—. Haré la prueba.
       Scott trabajó rápidamente con el lápiz por espacio de dos minutos; partiendo de la cantidad de letras repetidas formó un código, reemplazando las que figuraban más veces por aquellas letras que, según el espíritu del idioma, aparecen con mayor frecuencia.
       Luego mostró la primera palabra, con arreglo al lectura: “scejtez”.
       —¡Estupendo! —exclamó Boyd—. Es una charada. La primera palabra es el nombre de un general ruso. ¡Adelante, Scott!
       —No, no da resultado —dijo el secretario de redacción—. Indudablemente, se trata de un código. Es imposible leerlo sin la clave. ¿Empleó alguna vez la redacción un código?
       —Eso es lo que yo preguntaba —dijo el secretario general—. Que vengan todos los que puedan saber algo al respecto. Hemos de descifrar de cualquier modo el mensaje. Evidentemente, Calloway nos envía una noticia muy importante y, para burlar al censor, ha debido valerse de este galimatías.
       Desde todas las dependencias del Enterprise fue llegando gente a la redacción que, por razón de su sabiduría, información, inteligencia natural o largos años de servicio pudiera saber algo de un código, pasado o presente. Formaron un apiñado grupo en cuyo centro se hallaba el secretario general. Nadie había oído hablar de un código. Cada cual comenzó a explicar al jefe que los diarios jamás se valen de códigos o, por lo menos, jamás envían mensajes cifrados. Desde luego, la Associated Press emplea una suerte de código, pero esta es más bien una abreviación antes que...
       El secretario general sabía todo aquello y así lo dijo. Preguntó a cada uno de los reunidos cuánto hacía que trabajaba en el diario. Ninguno de ellos había recibido el sobre semanal del Enterprise desde hacía más de seis años.
       Y hacía doce años que Calloway estaba en el diario.
       —Probemos con el viejo Heffelbauer —dijo el secretario general—. Ya trabajaba aquí cuando Parle Row era un baldío.
       Heffelbauer era una institución. Era medio portero, medio ordenanza y medio sereno. Lo enviaron a buscar y apareció irradiando inequívocamente su nacionalidad. —Heffelbauer —dijo el secretario del general—, ¿oyó hablar alguna vez de un código perteneciente a la redacción hace mucho tiempo... un código privado? Usted sabe lo que es un código, ¿no es cierto?
       —Sí —dijo Heffelbauer—. Claro que sé lo que es un código —añadió con fuerte acento alemán—. Sí, hace unos doce o quince años la oficina tenía un código. Los redactores lo tenían aquí, en la redacción.
       —¡Ah! —dijo el secretario general—. Ya estamos sobre la pista. ¿Dónde lo guardaban, Heffelbauer?
       —A veces —dijo el alemán— lo ponían allí, en el cuartito que queda atrás de la biblioteca.
       —¿Podría usted encontrarlo? —preguntó ansiosamente el secretario general—. ¿Sabe usted dónde está?
       —¡Mein Gott! —exclamó Heffelbauer—. ¿Cuánto cree usted que puede vivir una cabra? Los redactores la tenían como mascota. Pero un día le dio un topetazo al director y...
       —¡Oh!, habla de una cabra —dijo Boyd—. Váyase, Heffelbauer.
       Otra vez desconcertados, los redactores del Enterprise concentraron sus talentos en el enigma que les proponía Calloway, considerando en vano sus misteriosas palabras.
       Entonces llegó Vesey.
       Vesey era el cronista más joven. Era una especie de pigmeo, pero su resplandeciente traje de tela escocesa le confería una atildada presencia y lo ponía siempre en primer plano. Se colocaba el sombrero de tal modo que la gente lo seguía para verlo cuando se lo sacaba, convencida de que debía colgar de un taco oculto entre el abundante pelo de la nuca. Jamás se desprendía de un bastón inmenso, nudoso, de dura madera, con un casquillo plateado en el puño curvo. Vesey escribía siempre sus propias notas, excepto las de mucha importancia, de las que se encargaba un redactor. Añádase a este hecho el que entre todos los habitantes, templos y bosques sagrados de la tierra nada existía que pudiera confundir a Vesey y se tendrá un pálido esbozo de su personalidad.
       Vesey se abrió paso en el círculo de lectores del criptograma de modo muy semejante al que hubiera empleado el “código” de Heffelbauer, y preguntó de qué se trataba. Alguien se lo explicó, con el dejo de condescendencia semifamiliar que todos empleaban con él. Vesey llegó al centro del círculo y tomó el cable de las manos del secretario general. Bajo la protección de alguna Providencia especial, continuamente hacía cosas aterradoras como esa y siempre salía ileso.
       —Es mensaje cifrado —dijo Vesey—. ¿Alguien tiene la clave?
       —La oficina no tiene código —dijo Boyd, alargando la mano para coger el mensaje. Pero Vesey lo retuvo.
       —Esto quiere decir que el viejo Calloway espera que lo descifremos —dijo—. Ha pescado algo bueno y se las ha ingeniado para burlar al censor. ¡Caramba! ¿Por qué no me habrán mandado con él? Pero... no podemos fallarle. “Asunto preconcertado culpanicargo sinprevio”. ¡Ejem!
       Vesey se sentó en el ángulo de una mesa y comenzó a silbar suavemente, mirando con el ceño fruncido el cable.
       —Démelo, por favor —dijo el secretario general—. Tenemos que descifrarlo.
       —Creo que ya descifré una línea —dijo Vesey—. Déme diez minutos.
       Avanzó hacia su escritorio, arrojó él sombrero en el cesto de los papeles, se echó boca abajo en el escritorio como un vistoso lagarto y comenzó a escribir. La flor y nata de la sabiduría del Enterprise permaneció en un grupo apartado; reían entre sí y echaban significativas miradas hacia Vesey. Luego comenzaron a cambiar ideas sobre el mensaje.
       Vesey trabajó durante quince minutos, y luego llevó al secretario general una hoja de papel donde estaba escrita la clave del código.
       —Apenas lo vi, olí de qué se trataba —dijo Vesey—. ¡Viva el viejo Calloway! Burló a los japoneses y asestó un golpe a todos los diarios que se van en comentarios y no dan noticias. Mire esto.
       Vesey había dado a cada una de las palabras del mensaje una equivalencia:

       asunto — concluido
       preconcertado — arreglo
       temeraria — acción
       culpanicargo — sin previo — aviso
       alfilodela — medianoche
       fidedigno — informe
       rumor — dice
       aguerrido —ejército
       favorito — caballo
       oficialista — mayoría
       infortunado — peatón
       sorpresivo — ataque
       actuales — condiciones
       líneaen — blanco
       acérrimo — enemigo
       nieblavisibilidad — escasa
       bruta — fuerza
       influyente — falso
       nohaypalabraspara—describir
       azarosos — tiempos
       viajero — corresponsal
       supina — ignorancia
       incontrovertible — hecho

      —Es simplemente el lenguaje periodístico —explicó Vesey—. Hace bastante que trabajo en el Enterprise para conocerlo de memoria. El viejo Calloway nos da una o dos palabras de las expresiones generalmente usadas por el periodismo y todo lo que tuve que hacer es completarlas con las palabras que faltaban. Léanse ahora las dos columnas y se verá cómo las palabras que están en la misma línea encajan perfectamente y forman modos de decir periodísticos. Ahora bien, este es el mensaje que quiso transmitirnos.
       Vesey presentó otra hoja de papel:

Concluido arreglo para actuar sin aviso a medianoche. El informe dice que un ejército de caballería y una fuerza abrumadoramente superior de infantería atacará. Condiciones blancas. El enemigo dispone de escasas fuerzas. Es falsa la descripción del ‘Times’. Su corresponsal ignora los hechos.

      —¡Diablos! —exclamó Boyd, excitado—. Kuroki cruza esta noche el Yalú y ataca. ¡Hundiremos a todos los rivales!
       —Mr. Vesey —dijo el secretario general con su modo condescendiente— ha hecho usted una reflexión profunda sobre los usos literarios del diario que lo emplea. Asimismo su concurso ha sido decisivo para que podamos ofrecer a nuestros lectores la noticia más sensacional del año. Dentro de dos o tres días le haré saber si decidimos despedirlo o retenerlo en la redacción con mayor salario. Que alguien busque a Ames.
       Ames era la estrella más brillante en el firmamento de redactores del Enterprise. Veía tentativas de asesinato en los cólicos provocados por manzanas verdes, ciclones en el céfiro estival, niños perdidos en cada pilluelo que vagaba por las calles, un levantamiento de las masas pisoteadas cada vez que alguien lanzaba una papa podrida contra un automóvil. Cuando no redactaba para el diario, Ames sentado en la galería del frente de su chalet de Brooklyn, jugaba a las damas con su hijo de diez años.
       Ames y el “redactor bélico” se encerraron en un cuarto. Contra la pared había un mapa lleno de alfileres que representaban los ejércitos y las divisiones. Durante días sus dedos habían sentido el irresistible impulso de mover aquellos alfileres a lo largo de la línea curva del Yalú. Y eso hicieron ahora; con palabras de fuego Ames trasladó el breve mensaje de Calloway a la primera página del diario, primera página que resultó una obra maestra comentada por todo el mundo. Refirió lo tratado en los consejos secretos de los oficiales japoneses; transcribió íntegros los encendidos discursos de Kuroki; dio los números exactos de los soldados de caballería y de infantería, sin olvidar ni un solo infante ni un solo caballo; describió la rápida y silenciosa construcción del puente en Suikauchen, a través del cual las legiones del Mikado se lanzaron sobre el sorprendido general Zassulich, cuyas tropas estaban dispersas a lo largo del río. ¡Y la batalla!... Bien podrá imaginar el lector qué puede hacer Ames con una batalla apenas le den un hilillo de humo en qué fundarla. Y en el mismo relato, con un conocimiento de los hechos aparentemente sobrenatural, censuró alegremente al más serio diario de Inglaterra por la información falsa y equívoca sobre los movimientos del Primer Ejército Japonés, aparecida en la edición de la misma fecha.
       Sólo se deslizó un error, y de él fue culpable el operador telegráfico de Wi-ju. Calloway lo señaló cuando volvió a Nueva York. Las palabras “líneaen” del mensaje debieron ser “líneade”, con su palabra complementaria “batalla”. Pero Ames recibió en el mensaje las palabras “condiciones blancas” y, desde luego, entendió que se trataba de una tormenta de nieve. Su descripción de la lucha librada por el ejército japonés en medio de la tormenta de nieve cegado por los densos y remolineantes copos, fue espeluznantemente vivida. Los dibujantes realizaron algunas ilustraciones eficaces, cuadros notables en que se veía la artillería arrastrando los cañones por el hielo. Pero, como el ataque tuvo lugar el primero de mayo, las “condiciones blancas” no dejaron de provocar sonrisas divertidas. De todos modos, el éxito del Enterprise fue rotundo.
       Fue algo estupendo. Y Calloway también estuvo estupendo cuando le hizo creer al nuevo censor que aquella retahíla de palabras sólo expresaba una queja por la falta de noticias y una petición de nuevos envíos de dinero. Vesey también estuvo estupendo. Pero las más estupendas son las palabras, así como estupendo es el modo en que traban amistad unas con otras, y a mal nudo se enlazan de tal suerte que ni siquiera las noticias necrológicas las separan.


III

       A los dos días de la publicación del ataque, el secretario de redacción se detuvo ante el escritorio de Vesey, donde el cronista escribía la historia de un hombre que se había quebrado una pierna al caer en una carbonera. Ames no había logrado hallar en el hecho un motivo de crimen.
       —El viejo le aumentó el salario a veinte dólares por semana —dijo Scott.
       —Muy bien —dijo Vesey—. Algo es algo. Dígame... Mr. Scott, ¿qué expresión le gusta más: “Estamos en condiciones de afirmar sin temor a equivocarnos” o “En general, puede aseverarse con certeza”?




Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar