O. Henry
(William Sydney Porter)

(North Carolina, 1862 - New York, 1910)


El califa, Cúpido y el reloj (1904)
(“The Caliph, Cupid and the Clock”)
Originalmente publicado en el periódico New York World,
Vol. 45, Núm. 159734 (18 de septiembre de 1904);
The Four Million
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1906, 159 págs.)



      El príncipe Michael, del electorado de Valleluna, hallábase sentado en su banco favorito del parque. La frescura de la noche de septiembre animaba la vida en él como un raro vino tónico. Los otros bancos no estaban ocupados, pues los que holgazanean en los parques, con su sangre paralizada, están prontos a descubrir y huir a sus hogares de la fragilidad de comienzos del otoño. La luna recién aclaraba los techos de las casas de un radio que abarcaba un cuadrángulo en el este. Los chicos reían y jugaban alrededor de la fuente que esparcía un perfecto abanico de agua. En los sitios sombreados, flirteaban faunos y hamadríades, ajenos a la mirada de los ojos de los mortales. Una armónica—Filomela por la gracia de nuestro carpintero de coches, Fantasía — tocaba y holgazaneaba en una calle lateral. Alrededor de los encantados límites del pequeño parque, tranvías y enjaulados y elevados trenes rugían como tigres y leones rondando en busca de un sitio para introducirse. Y sobre los árboles brillaba la enorme, redonda y reluciente esfera de un reloj iluminado, de la torre de un viejo edificio público.
       Los zapatos del príncipe Michael estaban tan rotos, que su arreglo estaba más allá de la habilidad del más esmerado zapatero remendón. El trapero habría rechazado cualquier negociación concerniente a sus ropas. El rastrojo de dos semanas de su rostro era gris y marrón, rojo y amarillo verdoso, como si hubiera sido reunido mediante contribuciones individuales del coro de una comedia musical. No existía hombre alguno que tuviera suficiente dinero como para usar un sombrero tan malo como el de él.
       El príncipe Michael estaba sentado en su banco preferido, y sonreía. Le resultaba divertido pensar que era lo suficientemente rico como para comprar todas las enormes mansiones cercanas, de ventanas iluminadas, que lo rodeaban. Podía haber equiparado oro, carruajes, joyas, tesoros artísticos y tierras, con cualquier Creso en esa orgullosa ciudad de Manhattan y apenas he comenzado a enumerar la parte principal de sus posesiones. Podía haberse sentado a la mesa con los soberanos reinantes. El mundo social, el mundo del arte, la hermandad de los elegidos, la adulación, la imitación, el homenaje de los más prósperos, los honores de los más elevados, la ponderación de los más ilustrados, el halago, la estima, el crédito, el placer, la fama: toda la miel de la vida lo esperaba, en el panal en la colmena del mundo, al príncipe Michael, del Electorado de Valleluna, siempre que se le ocurriera tomarla. Pero elegía sentarse harapiento y sucio en el banco del parque, pues había probado de la fruta del árbol de la vida y, encontrándola amarga, había salido del Edén durante un tiempo en busca de distracción cercana al palpitante e indefenso corazón del mundo.
       Esas ideas se extraviaban en forma soñadora a través de la mente del príncipe Michael, mientras sonreía bajo el rastrojo de su policromática barba. Holgazaneando en esa forma, vestido como el más pobre de los mendigos de la plaza, le agradaba estudiar la humanidad. Encontraba mayor placer en el altruismo que en sus riquezas, su situación y todas las mayores dulzuras que la vida le brindaba. Su principal placer y satisfacción lo constituía aliviar los pesares individuales, conferir favores a las personas dignas que necesitaran ayuda, sorprender a los desdichados con inesperados y extraordinarios obsequios de verdadera magnificencia real, hechos, empero, con tacto y discernimiento.
       Y, mientras los ojos del príncipe Michael descansaban sobre la resplandeciente esfera del gran reloj de la torre, su sonrisa, a pesar de ser altruista, se tiñó ligeramente de desprecio. Grandes pensamientos eran los del príncipe, y siempre consideraba, con un movimiento de cabeza, la sujeción del mundo a la arbitraria medida del Tiempo. Las idas y venidas de la gente apresurada y temerosa, controladas por las pequeñas y móviles manos de acero del reloj, siempre lo hacía entristecer.
       Luego apareció un joven vestido de etiqueta y sentóse a tres bancos de distancia del príncipe. Durante media hora fumó cigarros con nerviosa premura y luego observó la esfera iluminada del reloj, que se veía por sobre los árboles. Su inquietud era evidente y el príncipe advirtió en su tristeza que sus cansas estaban vinculadas, de alguna manera, con las manecillas de lento movimiento del reloj.
       Su Majestad se puso de pie y dirigióse al banco del joven.
       —Discúlpeme que me dirija a usted —dijo—, pero me percato de que está preocupado. Si la libertad que me he tomado puede servirle para mitigar su preocupación, agregaré que soy el príncipe Michael, heredero del trono del Electorado de Valleluna. Ando de incógnito, como usted lo deducirá por mi indumentaria. Es una originalidad de mi parte, con el objeto de prestar ‘ayuda a quienes juzgo dignos de ella. Quizá la cuestión que parece inquietarlo pueda rendirse con mayor facilidad a nuestros mutuos esfuerzos.
       El joven miró al príncipe con animación. Con animación, pero la línea perpendicular de perplejidad, situada entre sus cejas, no se alisó. Rió y ni siquiera la risa consiguió borrarla. Pero aceptó la momentánea diversión.
       —Me alegro de conocerlo, príncipe —dijo con tono bonachón—. Sí, yo diría que estamos de incógnito, perfectamente. Gracias por su ofrecimiento de ayuda, mas no veo cómo su intervención pueda solucionar las cosas. Se trata de una especie de asunto privado, comprende; pero, de cualquier manera, le agradezco.
       El príncipe Michael sentóse al lado del joven. A menudo se lo rechazaba, pero nunca en forma descomedida, pues sus maneras corteses y sus palabras lo impedían.
       —Los relojes —dijo el príncipe— son grillos colocados en los tobillos de la humanidad. Lo he observado a usted mirando insistentemente al reloj. El rostro de éste es el de un tirano; sus números son falsos como los de los billetes de lotería; sus manos, las de un estafador, que hace un convenio con usted para arruinarlo. Permítame que le ruegue que se deshaga de sus humillantes vínculos y deje de ordenar sus asuntos de acuerdo con ese insensato monitor de bronce y acero.
       —Yo no uso, por lo general —repuso el joven—, reloj, salvo cuando visto mis mejores ropas.
       —¡Conozco la naturaleza humana como los árboles y el pasto! —dijo el príncipe con extrema dignidad—. Soy un maestro de psicología, graduado en arte y tengo el bolsillo de un afortunado. Existen pocas aflicciones de mortales, que yo no pueda aliviar o vencer. He leído su semblante y hallado en él honestidad y nobleza, así como inquietud. Le ruego que acepte mi consejo o ayuda. No desmienta la inteligencia que advierto en su rostro, juzgando por mi apariencia mi habilidad para vencer sus dificultades.
       El joven volvió a echar una ojeada al reloj y frunció obscuramente el ceño. Cuando su mirada abandonó la brillante esfera, se posó atentamente en una casa de cuatro pisos, de ladrillo rojo, en la hilera que se ubicaba frente a ellos. Las sombras se retiraron y brillaron las luces en muchas de sus habitaciones.
       —¡Las 20.50! —exclamó el joven con un impaciente gesto de desesperación. Dio su espalda a la casa y un par de pasos en dirección contraria.
       —¡Quédese! —ordenó el príncipe Michael con una voz tan potente que el contrariado se dio vuelta con una risa algo enfadada.
       —Ce daré a ella diez minutos de plazo y luego me iré —musitó y luego en voz alta se dirigió al príncipe—: Me uniré a usted en la tarea de confundir todos los relojes, amigo, también en la de deshacernos de las mujeres.
       —Siéntese —dijo el príncipe con calma—. No acepto su agregado. Las mujeres son enemigas naturales de los relojes y, por consiguiente, las aliadas de los que buscan la liberación de los monstruos que miden nuestras locuras y limitan nuestros placeres. Si usted confiara en mí, le rogaría que me contase su historia.
       El joven se lanzó sobre el banco con una descuidada carcajada.
       —Lo haré, Su Majestad —repuso con tono de fingida atención—. ¿Ve usted aquella casa que tiene tres ventanas altas, en la que se advierte luz? Bueno, a las 18 estuve en esa casa con la joven con quien estoy... es decir, estuve... comprometido. He estado procediendo mal, mi querido príncipe; he sido un muchacho travieso y ella llegó a saberlo. Por supuesto que deseé que se me perdonara: siempre queremos que las mujeres nos perdonen, ¿verdad, príncipe?
       “Deseo darme tiempo para pensarlo —dijo la muchacha—. Una cosa es cierta: o te perdonaré completamente o no volveré a verte más la cara. No andaré con paños tibios. A las 20.30, exactamente a las 20.30, tú observarás la ventana del medio del piso más alto. ¡Si decido perdonarte colgaré de esa ventana una bufanda blanca! Por ello te enterarás de que todo queda como antes, y podrás venir a verme. Si no ves ninguna bufanda, puedes considerar que todo entre nosotros ha terminado para siempre.” Por eso—concluyó amargamente el joven — he estado observando el reloj. La hora para la señal ha pasado hace veintitrés minutos. ¿Se maravilla de que me sienta un poco intranquilo, mi príncipe de los Harapos y la Barba?
       —Permítame que le repita —dijo el príncipe Michael con suave y bien modulado tono— que las mujeres son las enemigas naturales de los relojes. Los relojes son malos; las mujeres, una bendición. La señal puede aparecer todavía.
       —¡Nunca, por su principado! —exclamó el joven con desesperación—. Usted no conoce a Marian, por supuesto. Siempre es puntualísima. Eso fue, precisamente, lo primero que me atrajo en ella. Tengo el mitón en lugar de la bufanda. A las 30.31, yo debería haberme convencido de que estaba desahuciado. Esta noche parto para el oeste, en el tren de las 23.45, con Jack Milburn. Ha terminado el baile. Trataré de vivir un tiempo en el rancho de Jack y ahogar las penas en whisky. Buenas noches, príncipe.
       El príncipe Michael dibujó su sonrisa enigmática, cortés y comprensiva, y lo tomó de la manga del saco. La brillante luz de los ojos del príncipe se suavizaba tornándose soñadora y sombríamente traslúcida.
       —Espere —dijo con solemnidad— hasta que el reloj dé la hora. Tengo riqueza, poder y conocimiento mayor que muchos hombres, pero cuando el reloj da la hora siento miedo. Quédese a mi lado hasta entonces. Esa mujer será suya. Tiene usted la palabra del príncipe heredero de Valleluna. El día de su boda le daré cien mil dólares y un palacio a orillas del Hudson. Pero en él no deberá tener relojes en el palacio, pues miden nuestras locuras y limitan nuestros placeres. ¿ Está usted de acuerdo en esto?
       —Por supuesto —dijo el joven alegremente—, de cualquier manera, son una molestia, siempre produciendo el tic tac, dando las horas y haciéndonos llegar tarde a cenar.
       Volvió a mirar el reloj de la torre. Las manecillas señalaban las 20.57.
       —Creo —dijo el príncipe Michael— que dormiré un rato. El día ha sido muy fatigoso.
       Se estiró sobre el banco como alguien que está acostumbrado a hacerlo.
       —En esta plaza me encontrará usted cualquier noche en que reine buen tiempo —dijo el príncipe en forma soñolienta—. Cuando haya fijado el día de la boda véame y le entregaré un cheque.
        —Gracias, Su Majestad —dijo seriamente el joven—. No me parece que vaya a necesitar ese palacio del Hudson, pero aprecio lo mismo su ofrecimiento.
       El príncipe Michael se hundió en el sueño. Su gastado sombrero rodó desde el banco al suelo. El joven lo levantó, lo colocó sobre el rostro fruncido y colocó una de las piernas, grotescamente ablandadas, en una posición más cómoda.
       —¡Pobre diablo! —dijo mientras arreglaba las raídas ropas alrededor del pecho del príncipe.
       Sonoras y sobrecogedoras, de la torre del reloj surgieron las nueve campanadas. El joven volvió a suspirar, dio vuelta la cabeza para echar una última ojeada a la casa de sus abandonadas esperanzas y gritó con voz fuerte palabras profanas y de santo embeleso.
       Del medio de la ventana alta surgió, en medio del polvo, un tremolante, nevado, ondulante, maravilloso y divino emblema de perdón y promesa de reconciliación.
       Allí cerca apareció un ciudadano grueso, de andar tranquilo, que se dirigía a su hogar, ajeno a los deleites de bufandas de seda que se agitaban en las esquinas de parques débilmente alumbrados.
       —¿Quiere hacer el favor de decirme la hora, señor? —interrogó el joven.
       El ciudadano, consultando cuidadosamente su reloj para estar seguro, contestó:
       —Son las 20.29 y medio, señor.
       Y luego, por costumbre, echó una ojeada al reloj de la torre y continuó su discurso:
       —¡Por George! ¡Ese reloj está adelantado una hora! Es la primera vez, en diez años, que he visto que adelante. Mi reloj nunca varía un...
       Pero el ciudadano hablaba al vacío. Se dio vuelta para mirar a su interlocutor y lo vio como una negra sombra que marchaba apresuradamente, en dirección a la casa de las tres ventanas altas iluminadas.
       Y, por la mañana, llegaron dos policías que cumplían la ronda. El parque estaba desierto; la única persona que quedaba era una harapienta figura tendida, dormida, sobre un banco. Los vigilantes se detuvieron al lado de ella.
       —Es Dopy Mike —dijo uno de los agentes—. Viene todas las noches. Hace veinte años que es holgazán de parques. Creo que ya está en sus últimas.
       El otro policía se agachó y miró algo arrugado y torcido en la mano del hombre dormido.
       —¡Caramba! —exclamó—. De cualquier manera, se ha dopado por valor de cincuenta dólares. Me gustaría saber qué clase de opio fuma.
       Y luego, el bastón del realismo sonó “¡bang, bang, bang!” contra las suelas de los zapatos del príncipe Michael, del Electorado de Valleluna.




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