O.
Henry
(William Sydney Porter)
(North Carolina, 1862 -
New York, 1910)
Los caprichos de la suerte (1905)
(“The Shocks of Doom”)
Originalmente publicado en el periódico New York World,
Vol. 45, Núm. 15958 (27 de marzo de 1905);
The Voice of the City
(New York: The McClure Company, 1908, 244 págs.)
Existe una aristocracia de los parques públicos, e incluso de los
vagabundos que los emplean como apartamentos privados. Vallance era un novato
en la materia, pero cuando emergió de su mundo para internarse en el caos, sus
pasos le llevaron directamente a Madison Square.
Seco y adusto como una colegiala —de las de antes—, el joven mayo
suspiraba con austeridad entre los árboles florecientes. Vallance se abotonó la
chaqueta, encendió su último cigarrillo y se sentó en un banco. Durante tres
minutos lamentó la pérdida de los últimos cien de sus últimos mil dólares,
arrebatados por un policía motorizado que había puesto fin a su última correría
en automóvil. Luego se revisó todos los bolsillos y no encontró un solo
penique. Aquella mañana había dejado su apartamento. Los muebles habían servido
para pagar ciertas deudas. Su ropa, salvo la que tenía puesta, había pasado a
manos de su criado, en concepto de salarios atrasados. Y allí estaba, en una
ciudad que no le deparaba una cama, una langosta asada, un pasaje de tranvía,
un clavel para la solapa, a menos que los obtuviera dando un sablazo a sus
amigos o mediante algún engaño. Por lo tanto, había elegido el parque.
Y todo por culpa de un tío que lo había desheredado, pasándole de una
generosa asignación a la nada. Y todo porque su sobrino le había desobedecido
con respecto a cierta muchacha que no entra en esta historia, razón por la cual
los lectores que hayan comenzado a interesarse por ese lance no deben avanzar
más. Existía otro sobrino, de una rama diferente, que en un tiempo había
despuntado como probable heredero favorito. Falto de gracia y esperanza, había
desaparecido en el fango largo tiempo atrás. Ahora rastreaban su paradero:
debía ser rehabilitado y devuelto a su posición. De modo que Vallance, como
Lucifer, había caído aparentemente a la sima más honda, reuniéndose así con los
andrajosos fantasmas del pequeño parque.
Allí sentado, se reclinó a sus anchas en la dura madera del banco y,
sonriendo, lanzó un chorro de humo hacia las ramas más bajas de un árbol. La
repentina ruptura de todos sus vínculos vitales le había acarreado una alegría
libre, estremecedora, casi exultante. Era la misma sensación del aeronauta que
se aferra al paracaídas y deja que su globo se aleje sin rumbo.
Eran casi las diez. En los bancos no había demasiados vagabundos. El
morador del parque, si bien combate tercamente al frío otoñal, es lento en
atacar a la vanguardia del ejército primaveral.
Entonces alguien abandonó su banco, cerca del surtidor saltarín, y fue
a sentarse al lado de Vallance. No era ni joven ni viejo; las pensiones baratas
le habían contagiado un olor a moho; peines y navajas no tenían tratos con él,
en su cuerpo la bebida había sido embotellada y etiquetada bajo la vigilancia
del diablo. Pidió una cerilla, lo cual suele servir de presentación entre esa
clase de banqueros, y después comenzó a hablar.
—Usted no es de los habituales —le dijo a Vallance—. Reconozco la ropa
hecha a medida apenas la veo. Usted sólo ha parado aquí un momento. ¿Le molesta
que le hable mientras tanto? Es que he de estar con alguien. Tengo miedo, tengo
miedo. Se lo he dicho a dos o tres de esos gandules que hay por ahí. Creen que
estoy loco. Escuche, escuche lo que le voy a decir: todo lo que me queda para
comer hoy son dos rosquillas y una manzana. Mañana me presento para heredar
tres millones, y aquel restaurante que ve allí, todo rodeado de coches, me
resultará demasiado barato. No me cree, ¿verdad?
—Almorcé en ese restaurante ayer —dijo Vallance riéndose— sin el menor
problema. Esta noche no podría pagar los cinco centavos de una taza de café.
—Usted no parece uno de nosotros. Bien, supongo que esas cosas suceden.
Hace algunos años yo estaba en la cumbre. ¿Qué fue lo que lo hizo caer?
—Oh..., yo... perdí mi trabajo —dijo Vallance.
—Esta ciudad es la esencia del Hades —continuó el otro—. Un día uno
come en porcelana china, y al día siguiente come a lo chino: un puñado de
arroz. He tenido muy mala suerte. Hace cinco años que no soy más que un
mendigo. Me criaron para vivir a lo grande y no hacer nada. No me importa
decírselo, sabe; he de hablar con alguien porque tengo miedo; ¿se da cuenta?,
tengo miedo. Me llamo Ide. Usted no me creerá si le digo que el viejo Paulding,
uno de los millonarios de Riverside Drive, era tío mío. ¿Me cree? Y bien, así
es. En otro tiempo viví en su casa y tuve todo el dinero que me dio la gana.
Oiga, ¿por casualidad no tendrá para pagar un par de copas, mister...? ¿Cómo se
llama usted?
—Dawson —dijo Vallance—. No; lamento declarar que financieramente estoy
liquidado.
—Hace una semana que vivo en un depósito de carbón de Division Street
—prosiguió Ide—, con un granuja llamado Blinky Morris. No tenía otro sitio
adonde ir. Hoy, mientras estaba fuera, se ha presentado un tipo con un montón
de papeles, preguntando por mí. Yo he pensado que era un policía de paisano,
así que no he vuelto hasta la noche. Había una carta esperándome. Oiga, Dawson;
era de Mead, un gran abogado de la ciudad. He visto su placa en Ann Street. Paulding
pretende convertirme en el sobrino pródigo, quiere que regrese, vuelva a ser su
heredero y despilfarre su dinero. Mañana, a las diez, he de presentarme en la
oficina del abogado para calzar otra vez mis viejos zapatos... Heredaré tres
millones, Dawson, y me darán diez mil dólares al año. Y tengo miedo... Tengo
miedo.
El vagabundo se puso en pie de un salto y se llevó los brazos
temblorosos a la cabeza. Contuvo la respiración y lanzó un gemido histérico.
Vallance lo agarró del brazo y le obligó a sentarse.
—¡Serénese! —ordenó en un tono parecido al del asco—. Se diría que ha
perdido usted una fortuna, en lugar de haberla ganado. ¿De qué tiene miedo?
Encogido en el banco, Ide se estremeció. Agarró la manga de Vallance e,
incluso al débil resplandor de las luces de aquella avenida de donde éste fuera
expulsado, se podían ver en los ojos del otro lágrimas impelidas por un extraño
terror.
—Temo que me pase algo antes del amanecer. No sé qué... Algo que me
impida alcanzar ese dinero. Tengo miedo de que me caiga un árbol encima, de que
me atropelle un coche, o me aplaste una cornisa o algo por el estilo. Nunca
había sentido esto. He pasado cientos de noches en este parque, tan en calma
como una figura de piedra, sin saber cómo iba a desayunar. Pero ahora es
diferente. Yo adoro el dinero, Dawson, soy feliz como un dios cuando lo palpo,
cuando la gente se inclina a mi paso, cuando me veo rodeado de música, flores y
ropa cara. Mientras supe que estaba fuera del juego no me preocupé. Hasta pasé
momentos felices sentado aquí, andrajoso y hambriento, escuchando el rumor de
la fuente y mirando los coches de la avenida. Pero ahora que está nuevamente al
alcance de mi mano..., no soy capaz de soportar las doce horas de espera,
Dawson, no soy capaz. Hay cincuenta cosas que pueden sucederme... Podría
quedarme ciego, podría sufrir un ataque al corazón, el mundo podría acabarse
antes de...
Ide volvió a ponerse en pie con un chillido. En los bancos la gente se
agitó y empezó a mirar. Vallance le tomó del brazo.
—Vamos, caminemos —le dijo suavemente—. Y trate de calmarse. No hay por
qué excitarse o preocuparse. Todas las noches son iguales.
—Es verdad —dijo Ide—. Quédese conmigo, Dawson... Usted es un buen
tipo. Andemos juntos un poco. Jamás he estado así de deshecho, y eso que he
sufrido muchos golpes duros. ¿Cree usted que podría conseguir algo de comer,
amigo? Temo que estoy demasiado nervioso para mendigar.
Vallance condujo a su compañero por una casi desierta Quinta Avenida, y
luego hacia el oeste, por la Treinta, hacia Broadway.
—Espere aquí un momento —dijo dejando a Ide en un lugar silencioso,
entre las sombras. Entró en un conocido hotel y se encaminó hacia la barra con
la soltura de otros tiempos.
—Mira, Jimmy, fuera hay un pobre diablo —explicó al camarero— que dice
tener hambre, me parece que es cierto. Ya sabes lo que esa gente hace si les
das dinero. Prepárale un par de sándwiches, y yo me ocuparé de que no los tire
por ahí.
—Seguro, mister Vallance —dijo el camarero—. No todos son mentirosos. Y
no me gusta que nadie se muera de hambre.
Envolvió en una servilleta una generosa ración del menú libre. Vallance
salió con ella y se reunió con su compañero. Ide se abalanzó sobre la comida
con una avidez famélica.
—En todo el año no había comido un menú como éste —declaró—. ¿No va a
probarlo, Dawson?
—Gracias, no tengo hambre —dijo Vallance.
—Volvamos a la plaza —propuso Ide—. Allí no nos molestarán los polis.
Guardaré el resto del jamón y lo demás para el desayuno. No comeré más. Tengo
miedo de enfermarme. ¡Imagínese que muera de un calambre y jamás llegue a tocar
el dinero! Todavía faltan once horas para ver al abogado. Usted no me
abandonará, ¿verdad, Dawson? Temo que pueda sucederme algo. Usted no tiene
adónde ir, ¿verdad?
—No —dijo Vallance—. Esta noche no tengo casa.
—Si es verdad lo que me ha contado —continuó Ide—, se lo toma usted con
mucha calma. Juraría que cualquier hombre que se quedara en la calle después de
perder un buen trabajo, estaría arrancándose los pelos.
—Creo haber señalado ya —dijo Vallance— que, para mí, un hombre en
situación de recibir una fortuna debería sentirse alegre y sereno.
—Es curioso —filosofó Ide— ver cómo la gente se toma las cosas. Aquí
está su banco, Dawson, justo al lado del mío. En este lugar la luz no le dará
en los ojos. Oiga, Dawson, cuando vuelva a casa haré que el viejo escriba una
carta de recomendación para que usted encuentre trabajo. Me ha ayudado mucho
esta noche. De no haber dado con usted, no habría sobrevivido.
—Gracias —dijo Vallance—. ¿Se duerme sentado o tumbado?
Durante horas, casi sin parpadear, Vallance contempló las estrellas a
través de las ramas de los árboles y escuchó el agudo retumbar de los cascos de
los caballos que, sobre el mar de asfalto, pasaban hacia el sur. Si bien
mantenía la mente activa, sus sentimientos se habían adormecido. Parecía como
si le hubiesen extirpado toda emoción. No sentía pena ni angustia, ni dolor ni
incomodidad. Hasta cuando pensaba en la muchacha, le daba la impresión de que
ella habitaba una de las estrellas remotas que estaba contemplando. Recordó las
absurdas bufonadas de su compañero y se rió quedamente, pero sin regocijo
alguno. Pronto el ejército cotidiano de carros de lechero convirtió la ciudad
en un tambor bramante al compás del cual marchaban. Vallance se durmió en el
incómodo banco.
Al día siguiente, a las diez, ambos se presentaron a la puerta del
despacho del abogado Mead, en Ann Street.
A medida que se aproximaba la hora, los nervios de Ide iban de mal en
peor; y Vallance no se decidía a entregarlo a los peligros que temía.
Cuando entraron en el despacho, Mead les miró estupefacto. Vallance y
él eran viejos amigos. Después de saludarlo se volvió hacia Ide, quien se
hallaba lívido y temblequeante, al borde de la presumible crisis.
—Anoche envié a su dirección una segunda carta, mister Ide —dijo el
abogado—. Le informa de que mister Paulding ha reconsiderado la propuesta de
acogerlo una vez más bajo su protección. Ha decidido no hacerlo, y desea
comunicarle que esto no afectará a las relaciones entre ustedes.
El temblor de Ide cesó repentinamente. Su rostro recuperó el color, y
enderezó la espalda. Adelantó tres centímetros la mandíbula y en sus ojos
despuntó un fulgor. Retiró con una mano su estropeado sombrero, y tendió la
otra, de dedos rígidos, al abogado. Inspiró profundamente y acabó por lanzar
una risa sardónica.
—Dígale al viejo Paulding que se puede ir al infierno —dijo con voz
clara y rotunda, y, dándose la vuelta, salió del despacho con paso firme y
vivo.
Mead giró sobre sus talones para enfrentarse a Vallance, y sonrió.
—Me alegro de que hayas venido —dijo de buen
humor—. Tu tío quiere que vuelvas a casa enseguida. Ha reflexionado sobre la
situación que produjo su apresurada decisión, y desea comunicarte que a partir
de ahora todo volverá a ser como... —Mead interrumpió la frase y gritó a su
ayudante—: ¡Eh, Adams! Traiga un vaso de agua... Mister Vallance acaba de
desmayarse.
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