O.
Henry
(William Sydney Porter)
(North Carolina, 1862 -
New York, 1910)
El rescate (1907)
(“The Ransom of Red Chief”)
Originalmente publicado en The Saturday Evening Post (1907);
Whirligigs
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1910)
La cosa en principio parecía bien, pero esperen a que
se lo cuente todo. Bill Driscoll y yo nos hallábamos
en el sur, en Alabama, cuando se nos ocurrió aquella
malhadada idea del secuestro. Lo hicimos, como Bill
expresó después, «en un momento de transitoria desorientación
mental», mas eso no lo descubrimos hasta
más tarde.
Existe allí una localidad llana como una pieza de
franela llamada, como era de esperar, La Cumbre.
Tal lugar está habitado por una nada deletérea[venenosa] y
autosatisfecha clase campesina, como no se ha congregado
jamás en torno a un árbol de mayo.
Bill y yo teníamos un capital conjunto de seiscientos
dólares, y necesitábamos dos mil más para montar
un negocio fraudulento, en una ciudad del oeste de
Illinois. Hablamos, pues, del asunto a la puerta del
hotel en que nos alojábamos.
La filifilia, convenimos, es muy intensa en las comunidades
semirrurales, y por esa y otras razones un
plan de secuestro podía ser allí mucho más fructífero
que en demarcaciones comprendidas dentro del radio
de acción de los periódicos, los cuales tienen la
mala costumbre de enviar reporteros para averiguar
esas cosas y hablar de ellas. Nos constaba que en La
Cumbre no encontraríamos otro enemigo más temible
que los guardias, acaso algún ingenuo sabueso y
un par de diatribas[críticas violentas] en la Hoja Semanal del Campesino.
De manera que los auspicios se presentaban favorables.
Elegimos como víctima al hijo único del conocido
ciudadano Ebenezer Dorset. El padre era respetable
y avaro, se dedicaba a hacer hipotecas y prestaba
dinero a cambio de los objetos de plata que le entregaban
como garantía. El hijo era un niño de diez años,
con pecas en bajorrelieve y cabello del color de la revista
que uno compra en el puesto de periódicos de
la estación, en espera de que llegue el tren.
Bill y yo calculamos que Ebenezer pagaría, hasta el
último centavo, un rescate de dos mil dólares. Pero
esperen a que lo cuente todo.
A dos millas de La Cumbre había un otero cubierto
de cedros y espesa vegetación. En la parte trasera de
la altura se abría una cueva. Allí almacenamos nuestras
provisiones.
Un atardecer, después de ponerse el sol, tomamos
un carricoche y pasamos en él ante la casa de Dorset.
El niño estaba a la puerta, entreteniéndose en tirar
piedras a un gato subido a un cercado del otro lado
de la calle.
—¡Eh, muchacho! —dijo Bill—. ¿Quieres una bolsita
de caramelos y disfrutar de un paseo en coche?
El rapaz asestó a Bill un ladrillazo en un ojo.
—Esto le va a costar a Ebenezer un plus de quinientos
dólares —prometió Bill, y puso un pie en una
rueda para apearse.
El chico se defendió como un oso hormiguero de
peso gallo, pero al fin lo obligamos a estarse quieto
en el fondo del vehículo, y emprendimos la marcha.
Metimos al mocito en la cueva y até el caballo a un
cedro. Cuando hubo oscurecido por completo, devolví
el carricoche al poblado, distante tres millas, donde
lo habíamos alquilado y retorné al otero.
Bill estaba poniéndose pomada y esparadrapo en las
heridas recibidas en el empeño. Ardía un buen fuego
detrás de la gruesa roca que ocultaba la entrada de la
gruta, y el rapaz contemplaba la ebullición del café en
una marmita puesta a calentar. Se había colocado dos
plumas de avutarda en la pelirroja cabeza. Cuando
me vio llegar, me apuntó con un palo y habló así:
—Maldito rostro pálido, ¿cómo te atreves a acercarte
al campamento de Jefe Rojo, terror de las praderas?
Bill se arremangó los pantalones y se examinó varias
contusiones que le desfiguraban los tobillos.
—El chico se ha tranquilizado algo —manifestó—.
Hemos estado jugando a los indios. A nuestro lado,
las hazañas de Búffalo Bill han quedado a la altura
de una exhibición de linterna mágica, con vistas de
Palestina, en el ayuntamiento de la localidad. Soy el
viejo Hank, el trampero, cautivo de Jefe Rojo, y me va
a arrancar la cabellera cuando despunte la aurora
—y agregó—: ¡Por todos los indios! Este demonio de
muchacho sabe dar puntapiés que es un primor.
Aquel niño parecía divertirse como nunca en su vida.
La diversión de acampar en una cueva le hacía olvidar
que estaba secuestrado. De inmediato me aplicó el nombre
de Ojo de Serpiente, el espía, y anunció que cuando
sus bravos regresasen del sendero de la guerra, sería
quemado vivo, en el poste de los suplicios, al salir el sol.
Cenamos. El niño se hartó de tocino, pan y salsa, y en
cuanto tuvo la boca llena comenzó a hablar. En el curso
de la comida vino a formular un discurso como este:
—Me agrada mucho la situación. Nunca he acampado
al raso, pero tengo un erizo y cumplí nueve años
el día de mi último cumpleaños. No me gusta ir a la
escuela. Las ratas se han comido dieciséis huevos
del corral de la tía de Jimmy Talbot. ¿Hay verdaderos
pieles rojas en estos bosques? Quiero más salsa.
¿Producen viento los árboles cuando se mueven? En
casa hay cinco cachorritos. ¿Por qué tienes la nariz
tan encarnada, Hank? Mi padre es muy rico. ¿Queman
las estrellas si se las toca? El sábado pegué dos
veces a Ed Walter. No me gustan las niñas. Para coger
sapos, lo mejor es usar una cuerda. ¿No dicen
nada los bueyes? ¿Por qué son redondas las naranjas?
¿Hay en esta cueva camas para dormir? Amos
Murray tiene seis dedos. Los loros hablan, pero los
monos no, y los peces tampoco. ¿Cuántos unos se
necesitan para hacer doce?
cada minuto se acordaba de que era un jefe piel
roja y, empuñando el palo que le servía de fusil, se
acercaba a la boca de la cueva para cerciorarse de
que no llegaban escuchas de los odiados rostros pálidos.
De manera inopinada solía lanzar aullidos de
guerra que hacían estremecerse a Hank, el trampero.
Aquel muchacho había sabido aterrorizar a Bill
desde el principio.
—Jefe Rojo —dije al niño—, ¿te gustaría volver a casa?
—¿Para qué? —respondió—. En casa no me divierto.
Y no me gusta ir a la escuela. Prefiero acampar así.
¿Verdad, Ojo de Serpiente, que no me llevarán otra
vez a casa?
—Por ahora, no —dije—. Pensamos pasar algún
tiempo en esta gruta.
—Muy bien —expresó—. Me alegro. Nunca en mi
vida me he divertido tanto.
A eso de las once de la noche, nos acostamos. Extendimos
en el suelo varias mantas y colocamos a
Jefe Rojo entre los dos, no precisamente porque temiéramos
que huyese. Durante tres horas nos tuvo
despiertos.
A cada momento se levantaba de un salto, cogía su
imaginario fusil y gritaba:
—¡Eh, aquí!
Lo hacía siempre que la rotura de una ramita o el
chasquido de una hoja seca le hacían suponer que se
acercaba una banda de forajidos. Al fin caí en un inquieto
letargo, y soñé que había sido raptado y atado
a un árbol por un feroz pirata pelirrojo.
Al amanecer, me despertaron unos espantosos chillidos;
eran de Bill. No podría afirmarse que fueran
gritos, ni aullidos, ni vociferaciones, ni alaridos en la
forma que usualmente los producen los órganos vocales,
sino indecorosos, aterrorizados y humillantes
chillidos, análogos a los que emiten las mujeres cuando
ven un ratón o una oruga. Resulta tremendo oír a un
hombre fuerte, decidido y gordo proferir semejantes
sones en una caverna al amanecer.
Me incorporé para saber lo que pasaba, y vi que Jefe
Rojo estaba sentado sobre el pecho de Bill. En tal
posición le sujetaba el cabello con una mano, mientras
en la otra tenía el afilado cuchillo que utilizábamos
para cortar el tocino. Industriosa y realmente, el
mocito procuraba arrancarle a mi amigo el cuero cabelludo,
de acuerdo con la sentencia que pronunciara
la noche anterior.
Quité el cuchillo al niño y lo obligué a acostarse de
nuevo. Pero, desde aquel momento, los arrestos de Bill
se disiparon. Se tendió en el improvisado lecho, mas
no volvió a cerrar los ojos mientras el chico estuvo en
nuestra compañía.
Por mi parte, dormité un rato, si bien al salir el sol
recordé que Jefe Rojo me había condenado a ser quemado
en el poste de los suplicios. No me sentía nervioso
ni temeroso, pero me senté en las mantas, encendí
una pipa y me recosté en la roca.
—¿Por qué te has despertado tan pronto, Sam? —preguntó
mi compañero.
—Porque me duele un hombro —respondí— y creí
que se me aliviaría sentándome.
—Eres un embustero —dijo Bill—. Te sientas porque
tienes miedo. Ibas a ser quemado al salir el sol y temes
que ocurra en realidad. El muchacho lo haría si
tuviese cerillas. Esto es horroroso, Sam. ¿Crees que
habrá alguien que pague algo por rescatar a semejante
demonio?
—Sin duda —contesté—. Esta clase de chicuelos
traviesos son los que vuelven locos a sus padres.
Ahora lo mejor será que tú y Jefe Rojo se levanten y
preparen el desayuno, mientras subo a lo alto del
monte para practicar un reconocimiento.
Subí a la cima de la colina y atalayé los contornos.
Esperaba ver en las cercanías de La Cumbre al rudo
paisanaje, armado con guadañas y horquillas de labranza,
explorando la campiña en busca de los malvados
raptores. Pero todo lo que vi fue un paisaje pacífico,
en el que solo resaltaba un hombre que araba
caminando tras una mula. Nadie andaba por la barranca,
ni mensajero alguno circulaba de un lado a otro
para llevar noticias a los desolados padres. Reinaba un
selvático ambiente de somnolencia en aquella zona de
la superficie externa de Alabama que tenía delante
de los ojos.
«¿Acaso, me dije, no se haya descubierto aún que
los lobos han robado al más tierno cordero del aprisco?
¡Dios ayude a los lobos!»
Regresé a la caverna para desayunarme. Cuando,
después de bajar la cuesta, llegaba a la entrada de
nuestro escondrijo, distinguí a Bill agazapado contra
la pared de piedra, mientras el niño se preparaba a
tirarle una piedra tan grande como un coco.
Bill explicó:
—Me metió entre camisa y espalda una papa hirviendo,
y además hizo presión con el pie para triturarla.
Le di un bofetón y…, ¿tienes un arma a mano,
Sam?
Quité la piedra al niño y procuré dirimir la disputa.
—Yo te enseñaré —dijo el niño a Bill—. Jamás un
hombre ha tocado a Jefe Rojo sin pagar las consecuencias.
Más te vale andar con cuidado.
Después de desayunarse, el pequeño sacó del bolsillo
una pieza de cuero con una cuerda arrollada y
salió de la cueva.
Bill exclamó con ansiedad:
—¿Qué es eso? ¿No se escapará, Sam?
Lo tranquilicé.
—No temas. Este niño no parece muy amante de su
casa. Pero tenemos que ver el modo de gestionar
su rescate, Bill. No parece que en La Cumbre haya
causado gran impresión la desaparición del muchacho.
Quizá no se hayan dado cuenta de ello todavía.
Tal vez sus padres piensen que ha pasado la noche en
casa de su tía Juana o en la de cualquier vecino. De
todos modos, hoy sí notarán su falta. Esta noche debemos
enviar un recado a su padre pidiéndole dos mil dólares
si quiere que su hijo vuelva.
En aquel momento oímos una especie de grito de
guerra, tal como el que debió lanzar David cuando
dio en tierra con Goliat. Lo que Jefe Rojo había sacado
del bolsillo era una honda que, en aquel momento,
hacía girar en torno a su cabeza.
Miré al pequeño y al instante oí un poderoso ruido.
Bill exhaló un suspiro que recordaba el de un
caballo cansado cuando se le desensilla. Una piedra
del tamaño de un huevo lo había alcanzado en la
oreja izquierda. El pobre hombre perdió el equilibrio
y cayó de bruces en el fuego, derribando el caldero
de agua caliente que teníamos allí para fregar los
platos.
Lo arrastré fuera del peligroso lugar, y hube de pasar
media hora aplicándole agua fría en el lugar donde
recibió la pedrada.
Poco a poco, Bill reaccionó. Se llevó una mano a la
oreja, se tanteó la contusión y dijo:
—Oye, Sam, ¿sabes qué personaje bíblico despierta
mis simpatías?
—Tranquilízate —repuse—. Pronto te habrás recobrado
del dolor.
—El rey Herodes [Rey de Judea que ordenó degollar a los niños del lugar] —remachó—. Te ruego que no me
dejes solo, Sam.
Salí, así al mocito y lo zarandeé hasta casi hacer
que le sonaran las pecas.
—Si no te portas bien —dije—, te llevaré a casa.
¿Vas a ser bueno o no?
—Ha sido una broma —repuso adusto—. No me proponía
hacer daño al viejo Hank. Pero, ¿por qué me
golpeó? Seré bueno, Ojo de Serpiente, si me prometes
no llevarme a casa y me dejas ser hoy el Patrullero
Negro.
—No conozco ese juego —dije—. Ponte de acuerdo
con el señor Bill. Por hoy, él es tu compañero de distracciones.
Tengo que salir a unos asuntos. Haz las
paces con mi amigo o, de lo contrario, te llevo a casa
sin más demora.
Hice que el niño y Bill se estrechasen las manos, y
después, llevando aparte al segundo, le indiqué que iba
a encaminarme a Poplar Grove, un pueblecito situado a
tres millas de la cueva, donde procuraría averiguar lo
que se decía del secuestro en La Cumbre, y, de paso, enviaría, aquel mismo día, una carta perentoria a Dorset
exigiéndole el rescate e indicándole la manera de
hacer efectivo su importe.
—Ya sabes, Sam —dijo Bill—, que estaré a tu lado en
lo que sea, y ni siquiera pestañearé si tenemos que andar
entre terremotos, ciclones, incendios, partidas de
póquer, atentados dinamiteros, asaltos a trenes y redadas
policíacas. Jamás he perdido el valor hasta que se
nos ocurrió raptar a esta especie de cohete de guerra
que es el niño de Dorset. No me dejes solo con él, Sam.
—Volveré esta tarde —respondí—. Procura mantenerlo
tranquilo y entretenido hasta que regrese. Ahora
vamos a escribir la carta al buen Dorset.
Bill y yo aprestamos papel y pluma y redactamos el
mensaje, mientras Jefe Rojo, con una manta sobre
los hombros, paseaba ante la entrada de la gruta
montando la guardia.
Casi con lágrimas en los ojos Bill me pidió que fijáramos
el precio del rescate en mil quinientos dólares
y no en dos mil.
—No intento —expresó— menoscabar el afamado
aspecto moral de los afectos paternales, pero me parece
inhumano pedir dos mil dólares por esas cuarenta
libras de gato montés pecoso. Yo opto por los mil
quinientos dólares. Descuenta la diferencia retirándola
de mi participación en los beneficios.
Para satisfacer a Bill accedí a su propuesta, y entre
los dos compusimos el siguiente escrito:
A Ebenezer Dorset:
Tenemos en nuestro poder a su hijo, y lo hemos
encerrado en un paraje muy lejano de La Cumbre.
Es inútil que usted recurra a la policía. Ni los más
expertos investigadores conseguirían encontrarlo.
Podemos decirle esto de una manera absoluta: las
únicas condiciones en que podrá recobrarlo son
las que vamos a mencionarle:
Exigimos mil quinientos dólares, en billetes grandes,
por la devolución del pequeño. El dinero será
dejado hoy, a medianoche, en el preciso lugar y
circunstancias que después le describiremos.
Si está de acuerdo con nuestra proposición, envíe
un emisario, que debe ir solo, llevando su respuesta
por escrito. Esta debe enviarse a las ocho y media
de la noche.
Después de pasar el Arroyo del Búho, en el camino
de Poplar Grove, encontrará, a unos cien pasos de
distancia, un grupo de tres árboles solitarios próximos
a un trigal cercado que hay a la derecha de
dicho camino. Junto al cercado, enfrente del tercer
árbol, hallará una cajita de cartón.
El mensajero colocará la respuesta en la caja y
volverá de inmediato a La Cumbre.
Si usted intenta alguna traición o deja de hacer lo
que le señalamos, no verá más al niño en su vida.
Si deja el dinero y la caja en el mismo sitio, a la
hora que al principio le dijimos, el niño le será devuelto
sano y salvo en el término de tres horas. Nuestras
condiciones son definitivas, y si no accede a
ellas no se intentará otra ulterior comunicación.
DOS HOMBRES DESESPERADOS
Puse las señas de Dorset en el sobrescrito y me eché
la carta en el bolsillo. Cuando iba a partir, el niño se
me acercó y me dijo:
—Me prometiste, Ojo de Serpiente, que podría jugar
al Patrullero Negro cuando te fueras.
—Sí —contesté—. Bill te ayudará. ¿En qué consiste
ese juego?
Jefe Rojo explicó:
—Yo soy el Patrullero Negro y tengo que llegar a la
estacada para advertir a los colonos que los indios se
acercan. Ya estoy harto de ser siempre un indio. Ahora
quiero ser el Patrullero Negro.
—Muy bien —repuse—. No me parece que haya mal
en eso. Seguro el señor Bill te facilitará el terminar
con los odiosos salvajes.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó Bill mirando
al niño con desconfianza.
—Tú eres el caballo y andas en cuatro patas —dijo
Patrullero Negro—. ¿Cómo voy a llegar a la estacada
sin caballo?
—Lo mejor es que procures tener al chico distraído
hasta que la cosa acabe, Bill —aconsejé—. Sé condescendiente.
Bill se puso a gatas. En sus ojos se advertía la expresión
del conejo que se encuentra cogido en una
trampa.
—¿Está muy lejos la estacada, niño? —preguntó con
voz desfallecida.
Patrullero Negro repuso:
—Dista noventa millas, y tendrás que apresurarte
para que lleguemos a tiempo. En marcha —y el Patrullero
Negro saltó a lomos de Bill y le hundió los
talones en las costillas.
—¡Por amor al Cielo, Sam, date toda la prisa que
puedas! —me instó Bill—. Deploro no haber pedido
solo mil dólares por el rescate. Y tú, nené, deja de patearme el cuerpo, si no quieres que me levante y te
dé una nalgada.
Me dirigí a Poplar Grove y entré en el almacén donde
estaba instalada la estafeta de correos. Allí charlé
con los tipos que acudían a comprar. Un sujeto bigotudo
afirmó que en La Cumbre andaban muy trastornados
porque el hijo de Ebenezer Dorset se había
perdido; lo habían robado, o algo parecido.
Era todo lo que me interesaba conocer. Compré tabaco,
hablé del precio de los guisantes, deposité a
hurtadillas mi carta en el buzón y salí. El encargado
del correos dijo que el cartero llegaría antes de una
hora para llevar la correspondencia a La Cumbre.
Cuando volví a la cueva no encontré a Bill ni al niño.
Exploré las cercanías y hasta ensayé una o dos llamadas
a gritos, pero no me respondió nadie.
Así, pues, encendí mi pipa y me senté en un recuesto
musgoso en espera de los acontecimientos.
A la media hora oí rumor entre la maleza y Bill apareció
en el claro que quedaba frente la caverna. Tras
él llegaba el muchacho andando sigiloso, como un
batidor de la selva, y sonriendo.
Bill se detuvo, retiró el sombrero de su cabeza y enjugó
su faz con un pañuelo rojo. El niño se detuvo también,
como a ocho pies de distancia de mi amigo.
—Sam —dijo Bill—, me tomarás por un renegado, pero
no he podido evitarlo. Soy una persona mayor, con inclinaciones
varoniles e instinto de conservación, pero
hay momentos en que todos los sistemas personales y
de autodominio fracasan.
—¿Te refieres…?
—A que el rapaz se ha ido. Lo he enviado a su casa.
Todo ha terminado —y Bill continuó—: Hubo mártires
en la antigüedad, y todos sufrieron la muerte antes que
ceder en las particulares opiniones que mantenían. Mas
ninguno se vio sometido a las sobrenaturales torturas
que he padecido. He procurado ser fiel a nuestros acuerdos
depredatorios, pero todo tiene un límite.
—¿Qué ha pasado, Bill? —pregunté.
—Que he servido de caballo hasta la estacada —repuso
él—. Noventa millas, y no me ha perdonado
una sola pulgada. Y, después de salvar a los colonos,
he recibido mi pienso de avena. No habiéndola
a mano resultó que, al parecer, la arena era un sustituto
muy sabroso. Después, durante una hora, tuve
que explicar al bendito niño por qué los agujeros
están vacíos, por qué los caminos van en dos direcciones
y en virtud de qué motivos crece la hierba. Te
digo, Sam, que no hay ser humano que resista lo
que yo. Así que lo cogí por el cuello de la chaqueta y
lo hice bajar a viva fuerza la montaña. Por el camino,
pateó de tal modo que me ha dejado las piernas,
de las rodillas para abajo, renegridas y moradas.
Además, recibí dos o tres mordiscos en los dedos y
he tenido que cauterizarme la mano. En fin, ya se ha
ido a su casa. Le enseñé el camino de La Cumbre y
le asesté un puntapié que ha debido de acortarle la
distancia lo menos tres varas. Siento haber perdido
el rescate, pero peor sería que Bill Driscoll concluyese
en un manicomio.
Aunque Bill jadeaba y resoplaba, una expresión de
paz e inefable contento se pintaba en sus rubicundas
facciones.
—Oye, Bill —le dije—, ¿no son las personas de tu
familia propensas a enfermedades del corazón?
—En mi familia no somos propensos a nada crónico
—contestó Bill—, no siendo al paludismo o a los accidentes.
¿Por qué me lo preguntas?
—Volviéndote y mirando, tendrás la respuesta —repliqué.
Bill se volvió, miró al muchacho y perdió en el acto
el color. Se sentó en el suelo y empezó a cortar briznas
de hierba y a recoger ramitas, sin saber lo que
hacía. Durante cerca de una hora estuve temeroso
de que hubiera perdido la razón. Al fin, le expliqué
que mi plan era llevar adelante las cosas sin más
demora, y que a medianoche podríamos tener el importe
del rescate y librarnos de aquel asunto, si el
viejo Dorset aceptaba la proposición. Gracias a esto
Bill se repuso lo bastante para dirigir al niño una
pálida sonrisa, y prometerle jugar con él a la guerra
ruso-japonesa una vez que hubiera reaccionado un
poco.
Yo tenía, para recoger el rescate sin ser víctima de
contramaniobras, un plan que me permito recomendar
a todos los secuestradores. El árbol a cuyo pie
había de dejarse la respuesta —y después el dinero—
estaba cerca de una valla baja del camino, rodeado
por anchos campos abiertos. Si un grupo de
guardias llegaba, cabía verlos desde una gran distancia.
A las ocho y media, bien escondido en la copa del
árbol, como un sapo en su madriguera, esperaba la
llegada del mensajero.
A la hora en punto apareció un adolescente por el
camino en una bicicleta, localizó la caja de cartón
junto al vallado, deslizó en ella un papel doblado y
pedaleó de nuevo hacia La Cumbre. Esperé una hora,
y luego que me pareció que todo marchaba sin novedad,
descendí del árbol, cogí la nota, seguí el cercado
hasta llegar a los bosques y alcancé la cueva. Abrí la
carta, encendí la linterna y leí a Bill el texto. Estaba
escrito a pluma, con mano insegura, y decía lo siguiente:
A dos hombres desesperados
Señores:
Hoy he recibido por correo su carta concerniente a
la cantidad que me piden por el rescate de mi hijo.
Creo que sus demandas son un tanto excesivas y,
por lo tanto, les formulo una contrapropuesta que
me inclino a creer que aceptarán. Ustedes me traen
a casa a Johnny y me pagan doscientos cincuenta
dólares en efectivo, y en esas condiciones consiento
en aceptarlo. Vale más que vengan de noche, porque
los vecinos creen que el muchacho se ha perdido,
y no puedo hacerme responsable de los excesos
a que estos se entreguen contra los que hagan
que el chico vuelva al pueblo.
Respetuosamente suyo,
EBENEZER DORSET
—¡Grandísimo miserable! —exclamé—. Entre todos
los desvergonzados de este mundo, no he…
Miré a Bill y titubeé. En sus ojos se pintaba la más
patética expresión que haya visto jamás en un animal
parlante.
—Sam —dijo—, a fin de cuentas, ¿qué son doscientos
cincuenta dólares? ¿No tenemos lo suficiente? Una
noche más al lado de este muchacho acabaría llevándome
al manicomio. Además de que muestra ser un
perfecto caballero, creo que el señor Dorset se manifiesta
muy liberal al formularnos tan magnánima oferta.
¿Verdad que no desaprovecharemos la ocasión?
—A decir verdad, Bill —repuse—, también ese jovencito
me ataca un poco los nervios. Lo llevaremos
a su casa, pagaremos el rescate y seguiremos nuestro
camino.
Y a su casa lo condujimos aquella noche. Tuvimos
para ello que convencerlo de que su padre le había
comprado una escopeta con incrustaciones de plata y
unos zapatos, y de que íbamos a cazar osos al día
siguiente.
A las doce en punto de la noche llamamos a la puerta
de Ebenezer. Aquel era el momento en que debíamos
retirar mil quinientos dólares junto a un árbol, según
la propuesta original, pero, de hecho, Bill hubo
de contar doscientos cincuenta dólares nuestros para
darlos al padre del muchacho.
Cuando este comprobó que lo dejábamos en su casa,
empezó a gritar ferozmente y se aferró como una sanguijuela
a la pierna de Bill. Su padre lo desprendió de
allí poco a poco, como si fuera un emplasto poroso.
—¿Durante cuánto tiempo podrá usted sujetarlo?
—preguntó Bill.
—No estoy tan fuerte como antes, pero supongo que
no se moverá en diez minutos —respondió el viejo
Dorset.
—Bastan —dijo Bill—. En diez minutos habremos
atravesado los estados centrales, meridionales y del
oeste medio, y nos hallaremos camino de la frontera
canadiense.
Y, a pesar de la oscuridad y de lo rollizo que estaba
Bill, rompió a correr y no pude alcanzarlo hasta milla
y media más allá de La Cumbre.
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