O.
Henry
(William Sydney Porter)
(North Carolina, 1862 -
New York, 1910)
Un error técnico (1910)
(“A Technical Error”)
Originalmente publicado en Munsey's Magazine (febrero de 1910), págs. 637-640;
Whirligigs
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1910, 314 págs.)
I
Nunca me han interesado especialmente las
rencillas entre clanes, tal vez porque creo que en nuestro país son productos
aún más sobrevalorados que el pomelo, las riñas callejeras y las lunas de miel.
A pesar de ello, si ustedes me lo permiten, pasaré a relatarles una disputa
ocurrida en el territorio indio, en la cual actué como agente de prensa,
corresponsal y jurado.
Me hallaba de visita en el rancho de Sam Durkee,
donde lo pasaba muy bien cayéndome de los ponis y saludando con la mano a las
fauces de lobos que estaban a tres kilómetros de distancia. Sam era un
individuo endurecido, de unos veinticinco años de edad, con fama de regresar
siempre a su hogar bien entrada la noche y en total equilibrio, si bien a
menudo con cierta desgana.
Allá, en Creek Nation, había una familia que
llevaba el apellido de Tatum. Me contaron un día que los Durkee y los Tatum
eran antiguos rivales. Varios miembros de ambas familias habían mordido el
polvo y no se descartaba la posibilidad de que otros corrieran la misma suerte.
En una y otra familia iban creciendo
nuevas generaciones, y al mismo ritmo aumentaba el polvo. Pero, por lo que
deduje, jamás habían jugado sucio: a nadie se le había ocurrido ocultarse en un
maizal para apuntar por la espalda a los calzoncillos del enemigo, en parte,
tal vez, porque por allí no había campos de maíz y nadie tenía más que un par
de calzoncillos. Tampoco se había herido nunca a las mujeres ni a los niños. En
aquellos tiempos —y la costumbre sigue vigente— las mujeres estaban a salvo.
Sam Durkee tenía una chica. (Si yo escribiese
esta historia con el objeto de venderla a una revista de folletines
sentimentales, diría: “Mister Durkee gozaba de los favores de una novia”.) Se
llamaba Ella Baynes. Daba la impresión de que se querían mucho y se tenían una
confianza absoluta, como suele suceder con todas las parejas, o como no siempre
suele suceder. Ella era bastante bonita, a lo cual contribuía su espesa melena
de color castaño. El hecho de que Sam me la presentara no pareció deteriorar el
afecto que ella sentía por él; razoné, por tanto, que en verdad eran almas
gemelas.
Miss Baynes vivía en Kingfisher, a treinta
kilómetros del rancho. Sam vivía encima de un caballo que pasaba todo el tiempo
galopando entre ambos lugares.
Un día llegó a Kingfisher un joven valiente y
algo bajito, de rostro suave y correctas facciones. Hizo muchas preguntas sobre
los negocios del pueblo y, en especial, sobre los apodos de sus habitantes.
Dijo que era de Muscogee, cosa que tanto sus zapatos amarillos como su berlina
de cuatro caballos con adornos de ganchillo parecían corroborar. Me lo encontré
cierta vez que iba yo a buscar el correo. Aseguró llamarse Beverly Travers, lo
cual resultaba bastante improbable.
Por entonces se desarrollaba en el rancho una
gran actividad y Sam estaba demasiado ocupado para ir al pueblo a menudo. En mi
calidad de huésped incompetente y deleznable, se me encargó la misión de acudir
en busca de postales, toneles de harina, levadura, tabaco y... cartas de Ella.
Un día, mientras me dirigía a comprar media
gruesa de libritos
de papel de fumar y un par de neumáticos para carreta, vi que el presunto
Beverly Travers paseaba con Ella Baynes en una calesa de ruedas amarillas, con
toda la ostentación que el negro y ceroso barro del pueblo permitía. Yo sabía
que la noticia no obraría precisamente como un bálsamo en el alma de Sam razón
por la cual me abstuve de incluirla en el resumen de noticias que referí a mi
regreso. Pero a la tarde siguiente, un alargado vaquero llamado Simmons, viejo
compinche de Sam, que poseía una tienda de ultramarinos en Kingfisher, se
presentó en el rancho y sólo se decidió a hablar después de haber liado consumido
varios cigarrillos. Cuando por fin articuló un discurso, sus palabras fueron
las que siguen:
—Sabes, Sam, desde hace dos semanas hay por ahí
un tipo que se hace llamar Beverly Travers, contaminando el ambiente de
Kingfisher. ¿Y sabes quién es? No es otro que Ben Tatum, de Creek Nation, hijo
de aquel viejo Gopher Tatum que tu tío Newt mató en febrero. ¿Y sabes qué ha
hecho esta mañana? Ha matado a tu hermano Lester... Le disparó en el patio del
juzgado
Me pregunté si Sam habría oído. Arrancó tina
vaina de mezquita, la mordisqueó meditabundo y dijo:
—Así que ha hecho eso, ¿eh? Ha matado a Lester.
—Al mismo —dijo Simmons—. Y peor aún. Se ha
escapado con tu chica, es decir con Ella Baynes. Me pareció que te interesaría
saberlo, por eso he venido a darte la información.
—Te lo agradezco mucho, Jim —dijo Sam sacándose
de la boca la vaina mordisqueada—. Sí, me alegro de que hayas venido. Estoy muy
contento.
—Bien, creo que ahora debo regresar. Ese
muchacho que he dejado en la tienda no distingue la avena del centeno. El tipo
mató a Lester por la espalda.
—¿Por la espalda?
—Sí, mientras él enganchaba su caballo.
—Muchas gracias, Jim.
—No sé por qué, me pareció que querrías saberlo
cuanto antes.
—¿Por qué no entras y tomas una taza de café antes de marcharte, Jim?
—Oh, no. Mejor no; debo volver a la tienda.
—Y has dicho que...
—Así es, Sam. Todo el mundo los vio alejarse en
una carreta, con un bulto enorme, como si fuera ropa, atado detrás. Los
caballos eran los mismos cuatro que había traído de Muscogee. Será difícil
alcanzarlos.
—¿Y por dónde...?
—Estaba por decírtelo. Se marcharon por el
camino de Guthrie; pero no se sabe qué bifurcaciones seguirían después, ya te
imaginas.
—Bien, Jim. Muchas gracias.
—De nada, Sam.
Simmons lió un cigarrillo y azuzó su poni con
ambas espuelas. Veinte metros más allá tiró de las riendas y gritó:
—¿Necesitas, digamos... ayuda?
—Para nada, gracias.
—Me lo suponía. Bien, ¡hasta la vista!
II
Sam sacó del bolsillo una navaja con mango de
hueso, la abrió y se rascó el barro seco de la bota izquierda. Al principio
creí que iba a jurar vendetta o a recitar una maldición gitana sobre la
hoja de acero. Las pocas peleas entre familias que yo conocía directamente o
por los libros, empezaban, por lo general, de ese modo. Esta, sin embargo,
parecía obedecer a un tratamiento nuevo. En caso de haber sido puesta en
escena, el público la habría abucheado, exigiendo en su lugar algún conmovedor
melodrama de Belasco.
—Me pregunto —dijo Sam con una expresión
hondamente reflexiva— si aún quedarán habichuelas frías.
Cuando Wash, el cocinero negro, le respondió
que, en efecto, quedaban, le ordenó que pusiese el cazo a calentar y preparase
un café fuerte. Luego nos trasladamos los dos al cuarto privado de Sam, donde
él dormía y guardaba sus armas, sus perros y las sillas de montar de sus
caballos preferidos. Tomó de una caja tres o cuatro revólveres y, absorto, los
contempló silbando “El lamento del vaquero”. Después mandó ensillar y atar al
poste los dos mejores caballos del rancho.
Ahora bien, en diversas zonas del país he
observado que, en este asunto de las disputas familiares, existe un detalle
sobre el cual debe mantenerse una estricta etiqueta. Jamás hay que mencionar el
tema en presencia de uno de los contendientes. Este hecho sería más reprensible
que referirse a la verruga que una tía rica tiene en la barbilla. Más tarde
descubrí una segunda regla tácita, si bien ésta sólo se cumple en el Oeste.
Faltaban aún dos horas para la cena, pero apenas
veinte minutos más tarde, Sam y yo devorábamos las judías recalentadas, el café
y unas rodajas de ternera fría.
—No hay nada como una buena comida antes de una
larga marcha a caballo —dijo Sam—. ¿Estás satisfecho?
Me asaltó una sospecha.
¿Por qué has hecho ensillar dos caballos?
—pregunté.
Uno y uno, dos —dijo Sam—. ¿O es que no sabes
contar?
Su aritmética me procuró un breve vahído y una
lección. No le había pasado por la cabeza la idea de que tal vez yo no quisiera
transitar a su lado por el rojo sendero de la venganza y la justicia. El
cálculo era arriesgado. Se me había reservado un pasaje. Empecé a comer más
judías.
Una hora después, poníamos rumbo al este con un
galope sostenido. Montábamos caballos criados en Kentucky y fortalecidos por la
hierba de mezquite que crece en el Oeste. Los corceles de Ben Tatum podían ser
más veloces, y llevaba buena ventaja, pero si hubiese oído el puntual golpeteo
de los cascos de nuestros animales, nacidos en el corazón de la tierra de las
rencillas, habría pensado que era el espectro del desquite el que avanzaba
sobre las huellas de sus pulcros rocines.
Yo sabía que la carta que debía jugar Ben Tatum era la de la huida;
huiría a toda carrera hasta ganar el seguro territorio de sus partidarios y
seguidores. No desconocía que el hombre que le iba persiguiendo le seguiría el
rastro hasta cualquier confín.
Durante la marcha Sam habló de las perspectivas
de lluvia, del precio de la carne y de la música del cristal. Nadie habría
pensado que hubiese tenido nunca un hermano, una amada o un enemigo en este
mundo. Hay temas demasiado importantes para encontrar definición incluso en las
mayores enciclopedias. Conociendo esa faceta del código de las disputas, pero
no habiéndolo practicado lo bastante, intenté regatearla contando unas cuantas
anécdotas divertidas. Sam se reía cuando la cortesía lo indicaba. Se reía...
con la boca; cuando de reojo miré esa boca, deseé que me hubiesen bendecido con
un sentido del humor capaz de evitar las anécdotas.
La primera vez que los vimos fue en Guthrie.
Cansados y hambrientos, entramos tambaleándonos, polvorientos, en un pequeño
hotel y nos sentamos a una mesa. En el otro extremo del salón se encontraban
los fugitivos. Estaban inclinados sobre la comida, pero a ratos miraban
inquietos a su alrededor.
La muchacha llevaba un vestido castaño, una de
esas prendas suaves, semibrillantes, como de seda, con cuello y puños de
encaje, y con falda de las que, creo, llaman plisadas. Un tupido velo también
castaño le cubría el rostro hasta la nariz, y llevaba un sombrero de paja, de
ala ancha, adornado con varias plumas. El hombre vestía sobriamente de oscuro y
llevaba el pelo muy corto. Era de esos que se ven en cualquier sitio.
Allí estaban: el asesino y la mujer robada. Allí
estábamos nosotros: el vengador justiciero, que se comportaba según el código,
y el supernumerario que escribe estas líneas.
Por una vez, al fin, en el corazón del
supernumerario se despertó el instinto asesino. Por un instante se unió a los
combatientes. Verbalmente.
—¿Qué esperas, Sam? —susurré—. ¡Liquídalo ahora!
Sam emitió un suspiro melancólico.
—Tú no comprendes,
pero él sí —dijo—. Él sabe. Mister Tenderfoot, existe entre los blancos
del territorio indio una regla según la cual no se puede matar a un hombre
cuando está con una mujer. Hasta ahora no conozco a nadie que la haya violado. No
se puede. Hay que sorprenderlo entre hombres, o solo. Así que ya ves. Él lo
sabe. Todos lo sabemos. ¡De modo que ése es mister Ben Tatum! ¡Uno de los
“guapos”! ¡Lo separaré del rebaño antes de que salgan del hotel y le ajustaré
las cuentas!
Después de la cena los fugitivos desaparecieron
enseguida. A pesar de que Sam vigiló vestíbulo, escalera y corredores durante
la mitad de la noche, de alguna forma misteriosa le burlaron; y por la mañana
la velada dama de blusa castaño y falda plisada y el atildado caballero de pelo
corto, así como la carreta de los briosos caballos, se habían marchado.
III
La de la persecución a caballo es una historia
monótona; por lo tanto, seré breve. Volvimos a darles alcance por el camino.
Íbamos a unos cincuenta metros detrás de ellos. Se volvieron y nos miraron;
luego siguieron adelante sin castigar a los caballos. Su suerte ya no dependía
de la rapidez. Ben Tatum lo sabía. Sabía que la única tabla de salvación que le
quedaba era el código. De haber estado solo, sin duda Sam Durkee habría
liquidado el asunto de la forma acostumbrada. Pero a su lado iba alguien que no
permitía apretar los gatillos. No era probable que Tatum fuese cobarde.
Pueden ustedes observar, pues, que a veces la
mujer es capaz de diferir un conflicto entre hombres en lugar de precipitarlo.
Lo cual no significa que lo haga voluntaria o conscientemente. A ella no le
interesan los códigos.
Ocho kilómetros más adelante, entramos en la
futura gran ciudad occidental de Chandler. Los caballos de perseguidos y
perseguidores estaban exhaustos y famélicos. Había un hotel que ofrecía peligro
a los hombres y diversión a las bestias; de nuevo, pues, nos reunimos los
cuatro en el comedor al tañido de una campana tan enorme y sonora, que había
acabado por agrietar la bóveda
celeste. El comedor no era tan amplio como el de Guthrie.
Estábamos comiendo tarta de manzana —¡y cuán
relacionadas se hallan las manzanas y la tragedia!— cuando noté que Sam
observaba con intensidad a nuestro perseguido, sentado al otro lado del salón.
La muchacha aún tenía puesto el vestido castaño con cuello y puños de encaje, y
el velo caído hasta la nariz. El hombre se inclinaba sobre su plato, la cabeza,
de cortísimos cabellos, gacha.
—Según las reglas —oí que decía Sam, no sé si a
mí o a sí mismo—, no se puede disparar a un hombre que está en compañía de una
mujer. Pero ¡demonios!, nada prohíbe matar a una mujer acompañada de un hombre.
Y, sin darme tiempo a cavilar sobre el
razonamiento, sacó un Colt automático de la cartuchera izquierda y descargó
seis balas en el cuerpo cubierto por el vestido castaño; el vestido castaño de
puños y cuello de encaje y falda plisada.
La joven persona del traje oscuro, de cuya cabeza
había sido recortada la gloria femenina tanto como de su vida, se dejó caer
sobre la mesa con los brazos estirados; mientras la gente corría a levantar del
suelo a Ben Tatum, envuelto en el disfraz de mujer que había permitido a Sam
salvar técnicamente las obligaciones del código.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar