O.
Henry
(William Sydney Porter)
(North Carolina, 1862 -
New York, 1910)
El oro que relucía (1904)
(“The Gold that Glittered”)
Originalmente publicado en periódico New York The World,
Vol. 44, Núm. 15615 (22 de mayo de 1904);
Strictly Business
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1910, 310 págs.)
Un cuento con moraleja final es como una
picadura de mosquito. Después de fastidiarle a uno, le inyecta una gota de
escozor para irritarle la conciencia. Por consiguiente, empecemos por la
moraleja y acabemos por el asunto. No es oro todo lo que reluce, pero juicioso
es el muchacho que nunca se olvida de mantener cerrado su frasquito de ácido
para experimentos.
Allí donde Broadway bordea la esquina de la
plaza presidida por Jorge el Veraz se encuentra el Pequeño Rialto. En ese lugar
se reúnen los actores del barrio, y su cantinela siempre es la misma.
—No —le dije a Frohman, antes de largarme—, no
me sacarás un kopek por menos de dos ciencuenta. Alejándose, hacia el
oeste y hacia el sur, del resplandor de las candilejas hay una o dos calles
donde se ha apiñado una colonia hispanoamericana para encontrar algo de calor
tropical en el gélido norte. La vida de este recinto tiene su centro de reunión
en El Refugio, un café y restaurante que abastece a los volátiles exiliados
venidos del sur. De Chile, Bolivia y Colombia, de las inestables repúblicas
centroamericanas y las iracundas islas de las Antillas vienen huyendo los
caballeros de capa y sombrero, que se encuentran esparcidos como lava ardiente
por causa de las erupciones políticas de sus respectivos países. Llegan aquí
para preparar conspiraciones, a esperar la hora propicia, a pedir préstamos, a
reclutar mercenarios, a sacar armas y municiones de contrabando, a seguir el
juego desde la distancia. En El Refugio encuentran un ambiente donde prosperar.
En el restaurante El Refugio se sirven platos
deliciosos para el paladar del hombre de Capricornio o de Cáncer. El altruismo
obliga a hacer un alto en este punto del relato. ¡Oh, comensal cansado de los
subterfugios culinarios del chef galo, apresúrate a entrar en El
Refugio! Sólo allí encontrarás un pescado —pez azul, sábalo o pámpano del Golfo—
asado a la manera española. Los tomates le dan color, personalidad y alma; el
colorado pimentón le otorga entusiasmo, originalidad y fervor; desconocidas
hierbas lo rocían de picante y misterio, y... Pero la cumbre de su gloria
merece una frase aparte. Rodeándolo y sobrevolándolo, por debajo y en las
proximidades, pero nunca dentro de él, flota un aura etérea, un efluvio tan
inclasificable y delicado que sólo la Sociedad de Investigaciones Físicas
podría precisar su origen. Que nadie diga jamás que el pescado de El Refugio
tiene ajo. Es, más bien, como si el espíritu del ajo hubiese pasado rozando
para dejar al vuelo un beso que se queda prendido en la fuente coronada de
perejil, tornándose tan inolvidable como esos besos fingidos que en nuestra
desesperada fantasía dejamos caer sobre unos labios que no nos pertenecen. Y
luego, cuando Conchito, el camarero, trae una fuente de fríjoles y una garrafa
de vino que no ha encontrado reposo desde Oporto hasta El Refugio, entonces...
¡Ay, Dios!
Un día, un transatlántico de la Hamburg–América
dejó en el muelle 55 al general Perico Ximénez Villablanca Falcón, pasajero
procedente de Cartagena. El general tenía una tez entre arcillosa y baya, medía
cuarenta y dos pulgadas de cintura y levantaba cinco pies y cuatro pulgadas del
suelo sobre sus tacones Du Barry. Tenía un bigote como de dueño de una caseta
de tiro al blanco, iba vestido de arriba abajo como un congresista tejano,
exhibía ese aire importante dei delegado poco instruido.
El general Falcón tenía suficientes nociones de
inglés escondidas bajo el sombrero como para ser capaz de preguntar por dónde
se iba a la calle de El Refugio. Cuando llegó a aquel barrio vio un letrero
colgado en una respetable casa de ladrillo rojo, que decía: «Hotel Español». En
la ventana había una tarjeta escrita en español: «Aquí se habla español». El
general entró, seguro de haber llegado a buen puerto.
En la acogedora oficina estaba mistress O’Brien,
la dueña. Tenía el pelo rubio, sí, intachablemente rubio. Por lo demás era toda
afabilidad, y su cuerpo se extendía generosamente ocupando unas cuantas
pulgadas de los alrededores. El general Falcón rozó el suelo con su sombrero de
ala ancha, y soltó una buena retahíla en español, cuyas sílabas sonaron como
petardos estallando suavemente en hilera.
—¿Español o dago?—preguntó mistress O’Brien con amabilidad.
—Soy colombiano, señora —dijo orgulloso el
general—. Hablo el español. El anuncio que tiene usted en la ventana dice que
aquí se habla español. ¿Cómo es eso?
—Bueno, usted acaba de hablar en él, ¿no? —comentó
la dama—. Yo, desde luego, no tengo ni idea.
El general Falcón reservó habitación en el Hotel
Español y allí se estableció. Al anochecer salió a merodear por las calles para
ver las maravillas de aquella rugiente ciudad del norte. Mientras paseaba iba
pensando en el maravilloso pelo dorado de madame O’Brieni. «Aquí es —se dijo el
general, hablando en su idioma sin lugar a dudas— donde se encuentran las
mujeres más hermosas del mundo. En mi Colombia natal no he visto jamás una
belleza que pueda compararse can alguna de éstas. ¡Pero no! El general Falcón
no puede andar pensando en la belleza. Es mi país el que reclama toda mi
devoción.»
Al llegar a la esquina de Broadway con el Litle
Rialto, el general empezó a verse en apuros. Los tranvías le desconcertaban, y
el guardabarros de unos de ellos le hizo retroceder hasta chocar con un carrito
cargado de naranjas. Un conductor de taxi lo esquivó por unas pocas pulgadas
gracias a un frenazo, y empezó a proferir bárbaras blasfemias contra él. Llegó
arrastrándose hasta la acera y allí volvió a saltar aterrorizado cuando el
silbato de un tostador de cacahuetes introdujo en su oído un alarido
estentóreo.
—¡Válgame Dios! ¡Esta ciudad es un infierno!
Cuando el general iba caminando, en un intento
de esquivar la corriente de transeúntes al igual que un pajarillo herido, fue
señalado simultáneamente como presa por dos cazadores. Uno era Bully
McGuire, cuyo sistema de caza requería el uso de un fuerte brazo y el mal uso
de un trozo de cañería que medía ocho pulgadas. El otro Nemrod del asfalto era Spider
Kelley, un cazador de métodos más refinados.
En su impulso hacia la visible presa, míster
Kelley fue ligeramente más rápido. Su hombro apartó con precisión la furiosa
embestida de míster McGuire.
—¡G’wan! —ordenó con aspereza—. Yo lo vi
primero. McGuire se esfumó, amedrentado por una inteligencia superior a la
suya.
—Perdone —le dijo míster Kelley al general—, se
ha visto usted atrapado por el tránsito, ¿verdad? Déjeme ayudarle.
Cogió el sombrero del general y le limpió el
polvo. Las maneras de míster Kelley no podían conducirle más que al éxito. El
general, consternado y aturdido por las ruidosas calles, dio la bienvenida a su
salvador como a un caballero de desinteresado corazón.
—Tengo el deseo —dijo el general— de regresar al
hotel de O’Brien, en el que estoy parando. ¡Caramba, señor, vaya velocidad y
ruido que hay en esa Nueva York!
La educación de míster Kelley no podía permitir
que el distinguido colombiano se enfrentara solo a los peligros del regreso. Al
llegar a la puerta del Hotel Español se detuvieron. Un poco más allá, bajando
por la otra acera, brillaba el letrero modestamente iluminado de El Refugio.
Míster Kelley, para quien había pocas calles desconocidas, conocía superficialmente
aquel lugar como «un garito de dagos». Míster Kelley clasificaba a todos los
extranjeros en dos grupos, los franceses y los «dagos». Propuso al general que
repusiesen allí sus fuerzas y regasen su encuentro con un buen elemento
líquido.
Una hora más tarde, el general Falcón y míster
Kelley estaban sentados en una mesa de El Refugio en el rincón de los
conspiradores. Numerosos vasos y botellas se alzaban entre los dos. Por décima
vez el general le confió el secreto de su misión en Estados Unidos. Había ido
allí —declaró— para comprar armas, dos mil rifles Winchester destinados a los
revolucionarios colombianos. Llevaba en el bolsillo talones, por valor de
veinticinco mil dólares, extendidos por el banco de Cartagena para ser cobrados
en la correspondiente sede neoyorquina. En otras mesas había otros
revolucionarios que gritaban a voz en cuello sus secretos políticos a sus
compinches de conspiración, pero nadie lo hacía en voz tan alta como el
general. Este golpeaba la mesa, aullaba para pedir más vino y vociferaba para
decirle a su amigo que aquella misión era secreta, y que ni un alma debía
sospecharla siquiera. Hasta el propio míster Kelley se sintió espoleado por un
entusiasmo clemente y agarró la mano al general a través de la mesa.
—Señor —dijo con seriedad—, no sé dónde se
encuentra ese país suyo, pero estoy con él. De todas formas, debe de ser una
sucursal de los Estados Unidos, porque los poetas y los estudiantes también nos
llaman a veces Columbia. Ha tenido suerte al encontrarse conmigo esta noche.
Soy la única persona de todo Nueva York que puede arreglarle ese asunto de las
armas. El secretario de Guerra de Estados Unidos es mi mejor amigo. Ahora se
encuentra en la ciudad, y mañana iré a verle para lo suyo. Mientras tanto, monsieur,
guarde usted bien esos talones en el bolsillo interior. Le vendré a buscar
mañana y le llevaré a ver a mi amigo. ¡Por cierto! ¿No será el barrio de
Columbia de lo que está usted hablando? ¿Verdad? —concluyó míster Kelley,
asaltado por una duda súbita—. Eso no se puede tomar ni con dos mil rifles; ya
se ha intentado con muchos más.
—¡No, no, no! —exclamó el general—. Se trata de
la República de Colombia, una gran república situada en la parte alta de
América del Sur. Sí. Sí.
—Ah, bueno —dijo míster Kelley, sintiéndose
seguro de nuevo—. Y ahora debemos irnos a casa y despedirnos ya. Esta noche
escribiré al secretario de Guerra y le pediré una cita. Es una tarea muy
delicada sacar armas de Nueva York. No lo puede hacer McClusky personalmente.
Se separaron en la puerta del Hotel Español. El
general volvió los ojos hacia la luna y suspiró.
—Es un gran país su Nueva York —dijo—. Es cierto
que los coches lo cazan a uno por las calles, y el motor de tostar cacahuetes
produce un chirrido espantoso. Pero, ¡ay, señor Kelley, las señoras con
cabellos muy dorados y admirables redondeces, son realmente magníficas! ¡Muy
magníficas!
Kelley se dirigió a la cabina telefónica más
cercana y llamó al café de McCrary, en la parte alta de Broadway. Preguntó por
Jimmy Dunn.
—¿Eres Jimmy Dunn? —preguntó Kelley.
—Sí —respondió la voz.
—Mentiroso —respondió Kelley con voz cantarina y
alegre—. Eres el secretario de Guerra. Espérame ahí hasta que llegue. Acabo de
pescar el pez más suculento que jamás soñaste. Es un colorado maduro, con una
banda dorada y cupones suficientes para comprar una lámpara de oro macizo y una
estatuilla de Psique jugueteando en el arroyo. Llegaré en el próximo metro.
Jimmy Dunn era miembro asociado de Crookdom, un artista del timo. No había visto en su vida una cachiporra, y
despreciaba los puñetazos. De hecho, jamás habría puesto delante de una futura
víctima nada que no fuese la más pura de las bebidas, si hubiera sido posible
procurarse tal cosa en Nueva York. La mayor ambición de Spider Kelley
era llegar a tener la clase de Jimmy.
Los dos susodichos caballeros sostuvieron una
conferencia aquella noche en el local de McCrary. Kelley planteó el asunto.
—Es pan comido. Es oriundo de la isla de
Colombia, donde hay una huelga, o una lucha intestina o algo así, y lo han
enviado aquí para que compre dos mil Winchester con los que arbitrar el asunto.
Me ha enseñado dos talones de diez mil dólares cada uno, y uno de cinco mil
extendido por un banco de aquí. Es la pura verdad, Jimmy; casi estuve a punto
de enfadarme con él porque no los llevase en billetes de mil dólares y me los
sirviese en bandeja de plata. Así que tendremos que esperar a que vaya al banco
y saque el dinero para nosotros.
Estuvieron dos horas dándole vueltas al asunto,
y por fin dijo Dunn:
—Llévalo mañana por la tarde al número... de
Broadway, a las cuatro en punto.
Kelley fue a buscar al general con tiempo
suficiente al Hotel Español. Se encontró a aquel astuto guerrero en una
placentera conversación con mistress O’Brien.
—El secretario de Guerra nos está esperando —anunció
Kelley.
El general se apartó de allí con notable y
desgarrador esfuerzo.
—¡Ay, señor! —exclamó—. El deber me reclama.
Pero, señor, las señoras de sus Estados Unidos, ¡qué bellezas! Tomemos como
ejemplo a madame O’Brien, ¡qué magnífica!
Es una diosa, una Juno, lo que ustedes llaman una Juno de ojos de buey.
Conviene decir que míster Kelley era un
gracioso, y mejores hombres que él se han marchitado con el fuego de su propia
imaginación.
—¡Claro que sí! —asintió con una mueca—, pero
querrá usted decir más bien que parece un buey Juno, y además rubio del frasco.
Mistress O’Brien oyó aquellas palabras y levantó
su dorada cabeza. Su mirada de mujer de negocios se quedó clavada unos instantes
en la silueta ahusada de míster Kelley. Excepto en los tranvías, uno no tiene
por qué ser innecesariamente grosero con una dama.
Cuando el galante colombiano y su escolta
llegaron a la dirección de Broadway, los tuvieron en una sala de espera durante
media hora y luego los hicieron pasar a un despacho lujosamente amueblado en el
que un hombre de porte distinguido y rostro amable estaba escribiendo, sentado
ante una mesa. El general Falcón le fue presentado al secretario de Guerra de
los Estados Unidos, y éste fue informado por su viejo amigo, míster Kelley, de
la misión que le había llevado hasta allí.
—¡Ah, Colombia! —dijo el secretario con énfasis,
cuando hubo comprendido el asunto—. Me temo que en ese caso habrá algunas
dificultades. El presidente y yo diferimos en nuestras simpatías acerca de su
país. El se inclina por el Gobierno establecido, mientras que yo... —el
secretario dirigió al general una misteriosa pero estimulante sonrisa—. Usted
sabrá, por supuesto, general Falcón, que a partir de la guerra de Tammany se
promulgó una ley del Congreso mediante la cual se exige que todas las armas de
fábrica y municiones exportadas por este país pasen previamente por el
Departamento de Guerra. Ahora bien, si puedo hacer algo por usted, estaré
encantado de servirle como un favor a mi amigo míster Kelley. Pero habrá de ser
dentro del más absoluto de los secretos, ya que el presidente, como acabo de
decirle, no mira con buenos ojos los esfuerzos de su partido revolucionario en
Colombia. Le diré a mi ordenanza que me traiga una lista de las armas de que
actualmente dispone el almacén.
El secretario tocó una campanilla, y un
ordenanza con las letras A D T grabadas en el sombrero entró inmediatamente en
la habitación.
—Tráigame el cuadro B del inventario de armas
pequeñas —ordenó el secretario.
El ordenanza retornó al punto con un papel
impreso. El secretario lo estudió con detenimiento.
—Por lo que veo —dijo—, en el almacén número
nueve de las reservas del Gobierno hay un cargamento de dos mil rifles
Winchester que fueron encargados por el sultán de Marruecos, quien se olvidó de
mandar el dinero junto con el pedido. Nuestra regla es que se ha de pagar al
contado y en metálico, en el mismo momento de la compra. Mi querido Kelley, su
amigo el general Falcón tendrá este lote de armas, si así lo desea, a precio de
fábrica. Y en cuanto a usted, le ruego que me perdone si me veo obligado a dar
por terminada nuestra entrevista. Seguro que lo comprenderá. Estoy esperando al
ministro japonés y a Charles Murphy... ¡de un momento a otro!
Uno de los resultados de aquella entrevista fue
que llenó de gratitud al general hacia su estimado amigo míster Kelley. Otro
fue que el diestro secretario de Guerra estuvo muy ocupado durante los dos días
siguientes comprando cajones de rifles vacíos y llenándolos de ladrillos, hecho
lo cual fueron apilados en un almacén alquilado para tal fin. Y como un tercer
resultado podríamos citar que, cuando el general regresó al Hotel Español,
mistress O’Brien fue a su encuentro, le quitó un hilo de la solapa y dijo:
—Dígame, señor, no es que quiera meterme en lo
que no me importa, pero ¿qué diablos quiere de usted ese duro de pacotilla con
cara de mono, ojos de gato y encima chismoso?
—¡Sangre de mi vida! —exclamó el general—. No es posible que se esté usted refiriendo a mi
buen amigo el señor Kelley.
—Venga usted al jardín de verano —dijo mistress
O’Brien—. Quiero hablar con usted.
Supongamos ahora que ha transcurrido una hora
entera.
—¿Y dice usted —estaba diciendo el general— que
por la suma de dieciocho mil dólares puede comprarse el mobiliario de la casa y
el alquiler de un año con derecho a este lindo jardín, tan parecido a los
patios de mi querida Colombia?
—Y es una ganga —suspiró la dama.
—¡Ay Dios! —jadeó el general Falcón—. ¿Qué
significan para mí la guerra y la política? Este lugar es un paraíso. Mi país
encontrará otros muchos héroes que continúen la lucha. ¿Qué serían para mí la
gloria y la muerte de tantos hombres? ¡Ah, no! Aquí es donde he encontrado un
ángel. Compremos el Hotel Español y seréis mía, y ese dinero no se
desperdiciará en armas.
Mistress O’Brien apoyó su rubia cabeza en el
hombro del patriota colombiano.
—Oh, señor —suspiró feliz—, ¡es usted terrible!
Dos días después llegó la fecha señalada para la
compra de armas por el general. Las cajas de supuestos rifles estaban ya en el
almacén alquilado, y el secretario de Guerra se hallaba sentado sobre ellas, en
espera de que su amigo Kelley fuese a buscar a su víctima.
Míster Kelley corrió, a la hora fijada, hacia el
Hotel Español. Se encontró allí al general detrás del mostrador, haciendo
cuentas.
—He decidido —dijo el general— no comprar armas.
Hoy mismo acabo de comprar el interior de este hotel, y se celebrará matrimonio
entre el general Perico Ximénez Villablanca Falcón con madame O’Brien.
Míster Kelley estuvo a punto de ahogarse:
—Oigame bien, viejo cabeza de betún —soltó al
fin—, es usted un estafador, ¡eso es lo que es usted! Ha comprado usted una
casa de huéspedes con dinero de su infernal país, dondequiera que se encuentre.
—Ah —dijo el general, apoyándose en una columna—,
eso es lo que ustedes llaman política. La guerra y la revolución no son
bonitas. Sí. No es deseable seguir siempre a Minerva. No. Es mucho mejor
regentar hoteles y estar con esta Juno, con esta Juno de ojos de buey. ¡Ay, qué
dorado pelo tiene!
Míster Kelley volvió a atragantarse.
—¡Ay, señor Kelley! —exclamó el general, con
sentimiento y para terminar—. ¿Ha comido usted alguna vez la carne asada que
prepara madame O’Brien?
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