O. Henry
(William Sydney Porter)

(North Carolina, 1862 - New York, 1910)


La ambigüedad de Hargraves (1902)
[Otro título en español: “La Duplicidad de Hargraves”]

(“The Duplicity of Hargraves”)
Originalmente publicado en Munsey’s Magazine (febrero de 1902);
Sixes and Sevens
(Garden City: Doubleday, Doran & Co., 1911, 367 págs.)



      Cuando el comandante Pendleton Talbot, de Mobile, señor, y su hija la señorita Lydia Talbot se mudaron a Washington, eligieron como lugar de residencia una casa que estaba a cincuenta metros de una de las avenidas más tranquilas. Era un anticuado edificio de ladrillo, con un pórtico sostenido por columnas blancas. El jardín recibía la sombra de majestuosos olmos y acacias, y una catalpa derramaba sobre la hierba sus flores blancas y rosadas. La valla y los senderos estaban bordeados de altos arbustos de boj. Lo que gustó a los Talbot fue la apariencia y el estilo sureños del lugar.
       En esta grata residencia privada alquilaron sus habitaciones, incluyendo un estudio para el comandante Talbot, que estaba corrigiendo y culminando los capítulos finales de su libro Anécdotas y recuerdos del ejército, los tribunales y la justicia de Alabama.
       El comandante Talbot era un producto del viejo Sur. El presente carecía para él de todo interés y cualidades. Tenía la mente anclada en el periodo anterior a la guerra de Secesión, época en que los Talbot poseían miles de acres para plantar algodón y los esclavos necesarios para trabajarlos; en que la mansión familiar era escenario de una hospitalidad principesca y lo mejor de la aristocracia sureña llegaba de visita. De aquellos tiempos provenían su orgullo y sus escrúpulos en cuestiones de honor, una cortesía puntillosa y pasada de moda, y hasta puede que su vestuario.
       Seguramente hacía cincuenta años que no se confeccionaban prendas semejantes. El comandante era alto, pero cada vez que practicaba la maravillosa genuflexión que él denominaba reverencia, los faldones de su levita barrían el suelo. El atuendo sorprendía incluso a los habitantes de Washington, de antiguo habituados a las levitas y los sombreros de ala ancha de los diputados sureños. Uno de los huéspedes la había bautizado con el nombre de “chaquetón de Papá Hubbard”, y lo cierto es que era ancha de solapas y de cumplidos faldones.
       Sin embargo, a pesar de sus ropas extrañas, de la inmensa extensión de su pechera de barrocos bordados y del corbatín de lazo siempre desequilibrado, era objeto de las sonrisas y la estima de los selectos inquilinos de la pensión de la señora Vardeman. Algunos jóvenes oficinistas solían “azuzarlo”, según expresión de él, para que comenzara a hablar del tema que más le apasionaba: las tradiciones y la historia de su adorado Sur. Durante esas charlas no se privaba de citar párrafos de las Anécdotas y recuerdos. Pero los otros se cuidaban muy bien de evidenciar sus verdaderas intenciones, pues, a pesar de sus sesenta y ocho años, el comandante podía fulminar al más osado con la inflexible mirada de sus penetrantes ojos grises.
       A sus treinta y cinco años, la señorita Lydia era una doncella algo entrada en años, pequeña y rolliza, con un cabello levemente ondulado que, peinado hacia atrás, la hacía parecer aún mayor. También era anticuada; pero no irradiaba el mismo esplendor prebélico del comandante. Poseía un frugal sentido común, y era ella quien manejaba las finanzas de la familia y trataba con los acreedores. Para el comandante, las cuentas de la pensión y la lavandería eran molestias despreciables, con tal frecuencia y terquedad acostumbraban a llegar. ¿Por qué razón, hubiese querido saber, no podían acumularse y ser pagadas mediante una suma redonda en el momento conveniente, por ejemplo una vez editadas las Anécdotas y recuerdos? Por toda respuesta la señorita Lydia seguía cosiendo sin alterarse y decía: “Pagaremos puntualmente mientras dure el dinero, y después quizá tengan que acumular las cuentas”.
       La mayoría de los huéspedes de la señora Vardeman pasaba el día fuera, pues casi todos eran empleados y hombres de negocios; pero había uno que andaba mucho por la casa de la mañana a la noche. Este joven se llamaba Henry Hopkins Hargraves —todo el mundo en la pensión se dirigía a él por el nombre completo— y trabajaba en un conocido teatro de vodevil. En los últimos años el vodevil había alcanzado tal plano de respetabilidad, y el señor Hargraves era una persona tan modesta y educada, que la señora Vardeman no había podido hallar objeción alguna para no incluirle en la lista de inquilinos.
       En el teatro, Hargraves tenía fama de cómico políglota, dueño de un repertorio que incluía el alemán, el irlandés, el sueco y los dialectos negros. Pero el señor Hargraves era ambicioso y a menudo hablaba de su anhelo de triunfar en la comedia artística.
       Daba la impresión de que en el joven había nacido un profundo cariño por el comandante Talbot. Bastaba que el caballero diera rienda suelta a sus reminiscencias sureñas, o repitiera las anécdotas más animadas, para que Hargraves se encontrara entre los oyentes más atentos.
       Durante cierto tiempo el comandante mostró una tendencia a desalentar las acometidas del “cómico”, como le denominaba en privado; pero pronto los afables modales y el indudable gusto que el joven mostraba por sus historias acabaron por vulnerar las defensas del caballero.
       Poco después eran ya como viejos camaradas. Todas las tardes el comandante elegía unas páginas del manuscrito para leérselas al actor. Cuando se trataba de anécdotas, Hargraves jamás dejaba de reírse en el momento debido. Un día el comandante se vio obligado a confesar a la señorita Lydia que el joven Hargraves poseía una notable sensibilidad y mostraba un reconfortante respeto por los logros del antiguo régimen. Y cuando se hablaba de los viejos tiempos —en caso de que el comandante Talbot deseara hacerlo—, el señor Hargraves escuchaba con toda atención.
       Como a casi todos los viejos que hablan del pasado, al comandante le gustaba entrar en detalles. Al describir los fastuosos, casi regios días transcurridos en las plantaciones, solía vacilar hasta que recordaba el nombre del negro que le preparaba el caballo, la fecha exacta de algún acontecimiento sin importancia o el número de balas de algodón recolectado en determinado año; pero Hargraves no perdía el interés ni la paciencia. Al contrario, formulaba preguntas sobre diversos temas relacionados con la vida de la época, y las réplicas no se hacían esperar.
       Las cacerías de zorros, las cenas a base de zarigüeya, los funerales y los festejos en los caseríos negros, los banquetes en el gran salón de la mansión, cuando acudían invitados de ochenta kilómetros a la redonda; las disputas ocasionales con clanes vecinos; el duelo del comandante con Rathbone Culbertson por la mano de Kitty Chalmers, que finalmente se había casado con cierto Thwaite de Carolina del Sur; las carreras privadas de yates, por sumas fabulosas, en Mobile Bay; las singulares creencias, las costumbres impróvidas y la lealtad de los viejos esclavos; esos eran los temas que, a veces durante horas, mantenían absortos al comandante y a Hargraves.
       Algunas noches, cuando el joven subía las escaleras al regresar de la función, el comandante asomaba a la puerta de su estudio y le hacía una seña para invitarle a entrar. Al hacerlo, Hargraves encontraba una mesita con una jarra, una azucarera, fruta y un buen ramo de menta fresca.
       —Se me ha ocurrido —comenzaba el comandante, que era un hombre ceremonioso— que tal vez el trabajo en… su lugar de ocupación… le haya resultado lo bastante arduo, señor Hargraves, para apreciar lo que quizás el poeta tuviera en la mente al escribir “la cansada naturaleza es un dulce bálsamo”. Aquí tiene usted un julepe sureño.
       A Hargraves le fascinaba observar los preparativos. Los llevaba a cabo con una seriedad de artista y jamás introducía cambio alguno. ¡Con qué delicadeza maceraba la menta; con qué exquisito amor calculaba los ingredientes; con qué solícito cuidado batía la mezcla de fruta escarlata y líquido verde oscuro! Y había que ver la gracia y generosidad con que la ofrecía, después de haber sumergido en ella unas pajas de avena escogidas.
       Una mañana, cuando llevaban cuatro meses viviendo en Washington, la señorita Lydia descubrió que estaban a punto de quedarse sin dinero. Anécdotas y recuerdos estaba acabado, pero no podía decirse que los editores se pelearan por las gemas más selectas de la sabiduría y el ingenio de Alabama. El inquilino de la casita que aún poseían en Mobile no pagaba desde hacía dos meses. Faltaban solo tres días para que en la pensión les presentaran la cuenta del mes. La señorita Lydia decidió consultar a su padre.
       —¿No hay dinero? —dijo él con una mirada atónita—. Tener que pagar constantemente sumas tan insignificantes es de lo más molesto. La verdad es que…
       El comandante hurgó en sus bolsillos. No encontró más que un billete de dos dólares, que devolvió a su chaleco.
       —Debo ocuparme de esto enseguida, Lydia —dijo—. Ten a bien darme mi paraguas, que iré inmediatamente a la ciudad. El diputado por nuestro distrito, general Fulghum, me aseguró días atrás que usaría de su influencia para que mi libro fuese publicado cuanto antes. Iré a su hotel a ver qué ha hecho.
       Con una sonrisa triste, la señorita Lydia lo contempló abotonarse la levita y partir, no sin antes detenerse en la puerta, según su costumbre, para hacer una profunda reverencia.
       Volvió al anochecer. Parecía que el diputado Fulghum había visto al editor que tenía el manuscrito del comandante. El editor había dicho que si las Anécdotas eran reducidas aproximadamente a la mitad, a fin de eliminar los prejuicios de clase y raza que las teñían de principio a fin, podría tomarse en cuenta su publicación.
       El comandante venía lívido de furia pero, de acuerdo con su código personal, tornó a la ecuanimidad no bien se halló en presencia de la señorita Lydia.
       —Tenemos que conseguir dinero —dijo ella frunciendo apenas el entrecejo—. Dame los dos dólares y esta misma noche le enviaré un telegrama a tío Ralph.
       El comandante sacó un sobrecito del bolsillo de su chaleco y lo arrojó sobre la mesa.
       —Puede que haya sido una insensatez —dijo tímidamente—, pero la suma era tan irrisoria que he comprado entradas para ir al teatro esta noche. Es una obra nueva sobre la guerra, Lydia. Pensé que te gustaría presenciar el estreno en Washington. Me han dicho que tratan muy bien al Sur. Te confieso que a mí me gustaría mucho verla.
       La señorita Lydia alzó las manos en un gesto de silenciosa impotencia.
       Pero ya que las entradas estaban allí, no quedaba más remedio que usarlas.
       De modo que esa noche, sentada en el teatro mientras se desarrollaba el animado preludio musical, incluso la señorita Lydia se vio impulsada a relegar los problemas a segundo plano, al menos por unas horas. El comandante, vestido de forma impecable, con la extraordinaria levita perfectamente abotonada y el pelo blanco peinado con soltura, tenía un aspecto de lo más distinguido. El telón subió para que comenzara el primer acto de Una flor de magnolia, y en el escenario apareció una típica plantación sureña. El comandante Talbot delató cierto interés.
       —¡Eh, mira! —exclamó la señorita Lydia apretando el brazo de su padre y señalando el programa.
       El comandante se puso los lentes y leyó la línea del reparto que indicaba el dedo de ella.
       Coronel Webster Calhoun…. H. Hopkins Hargraves
       —Es nuestro el señor Hargraves —dijo la señorita Lydia—. Debe de ser la primera vez que actúa en lo que llama “teatro serio”. ¡Cuánto me alegra!
       El coronel Webster Calhoun no apareció en escena hasta el segundo acto. Cuando hizo su entrada, el comandante Talbot soltó un bufido, clavó la mirada en él y pareció quedar congelado. La señorita Lydia lanzó un imperceptible gritito ambiguo y estrujó el programa. Porque el coronel Calhoun se parecía al comandante Talbot como un guisante a otro. El largo y delicado cabello blanco rizado en las puntas, la amplia pechera bordada, el corbatín con el lazo desequilibrado eran copias perfectas del original. Y, para coronar la imitación, llevaba puesta una gemela de la supuestamente inigualada levita del comandante. Ninguna otra podría haber servido de patrón a esa prenda de cuello alto, abultada, de sisa imponente y amplios faldones, varios centímetros más larga por delante que por detrás. A partir de ese momento, hechizados, el comandante y la señorita Lydia asistieron al falso itinerario de un arrogante Talbot “arrastrado —según el término que después emplearía el comandante— en el fango ignominioso de un escenario corrupto”.
       El señor Hargraves había aprovechado bien la oportunidad. Había captado a la perfección las características del lenguaje, el acento y la entonación del comandante, así como su rimbombante cortesía, exagerando todo para cumplir con los dictados del teatro. Cuando hacía la maravillosa reverencia, que en la imaginación del comandante era la sublimación de los saludos, el público estallaba en un súbito aplauso entusiasta.
       La señorita Lydia estaba paralizada; no se atrevía a mirar a su padre. A veces la mano que descansaba junto a él había de alzarse hasta la mejilla, como para disimular una sonrisa que, a pesar del disgusto, no lograba reprimir.
       El momento culminante de la audaz imitación de Hargraves surgió en el tercer acto. Era la escena en que el coronel Calhoun recibía a unos cuantos terratenientes vecinos en su “estudio”.
       De pie junto a una mesa, en el centro del escenario, rodeado de sus amigos, pronunciaba el inimitable y divagante monólogo que ha popularizado a Una flor de magnolia, mientras diestramente preparaba julepes para sus invitados.
       El comandante Talbot, sereno pero pálido de indignación, oyó cómo eran contadas sus mejores historias, como eran reveladas y divulgadas sus pequeñas teorías y pasatiempos, y cómo, grotesco y mutilado, se ofrecía al público el sueño de sus Anécdotas y recuerdos. No faltaba ni siquiera su relato favorito —del duelo con Rathbone Culbertson—, impregnado de más ardor, gusto y egotismo de los que él mismo le confería.
       El monólogo concluía con una extraña, deliciosa e inteligente conferencia ilustrada sobre el arte de preparar julepes. La ciencia delicada pero pintoresca del comandante era reproducida hasta en los menores detalles, desde el primoroso manejo de la hierba fragante —“una presión exagerada en solo una milésima de segundo, caballeros, y en lugar del aroma extraerían ustedes la hiel de esta planta celestial”— hasta la cuidadosa selección de las pajas de avena.
       Finalizada la escena el público explotó en una tumultuosa ovación. El retrato era tan exacto, acabado y preciso, que incluso hacía olvidar a los personajes principales. Después de ser reclamado repetidamente, Hargraves apareció delante del telón y saludó, su cara algo infantil radiante y sonrosada por el éxito.
       Por fin la señorita Lydia se volvió para mirar a su padre. Las aletas de la nariz le vibraban al comandante como las de un pez. Apoyó las manos temblorosas en los brazos de la butaca para levantarse.
       —Marchémonos, Lydia —dijo con voz ahogada—. Esto es una profanación abominable.
       Antes de que lograra levantarse, ella lo hundió de nuevo en el asiento.
       —Aguantaremos —declaró—. ¿O acaso pretendes dar publicidad a la copia de la levita enseñando el original a todo el mundo?
       De modo que se quedaron hasta el final.
       Esa noche el triunfo debió de haber mantenido despierto a Hargraves hasta tarde, ya que no se presentó en la mesa a la hora del desayuno ni a la del almuerzo.
       Alrededor de las tres de la tarde llamó a la puerta del estudio del comandante Talbot. El comandante abrió y Hargraves entró con las manos llenas de periódicos; demasiado llenas de gloria para notar nada desacostumbrado en el talante del viejo.
       —Los he dejado boquiabiertos, comandante —dijo exultante—. Tenía mis cartas, y creo que triunfé. Fíjese en lo que dice el Post:
       La concepción y el retrato del viejo coronel sureño, con su grandilocuencia absurda, su garbo excéntrico, sus rebuscadas frases y modismos, su orgullo familiar devorado por el moho, pero también con su corazón sincero, su inquietante sentido del honor y su admirable sencillez, es la mejor creación de un personaje que pueda verse en la actualidad. El traje que usa el coronel Calhoun es ni más ni menos que una genialidad. El señor Hargraves se ha metido al público en el bolsillo.
       —¿Qué le parece como debut, comandante?
       —He tenido el honor —dijo el comandante en un tono glacial que nada bueno auguraba— de presenciar su muy notable actuación de ayer por la noche, caballero.
       Hargraves se quedó desconcertado.
       —¿Estaba usted allí? Nunca imaginé que… No sabía que le gustara el teatro. Oh, por favor, comandante Talbot —exclamó con franqueza—, no se sienta ofendido. Admito que he tomado de usted un montón de detalles que me ayudaron a redondear el papel. Pero se trata de un tipo, comprende, no de un individuo. Lo demuestra la reacción del público. Más de la mitad de los que van a ese teatro son sureños. Han reconocido el personaje.
       —Señor Hargraves —dijo el comandante, que continuaba en pie—, usted me ha infligido un insulto imperdonable. Me ha caricaturizado, ha traicionado groseramente mi confianza y pisoteado mi hospitalidad. Si pensara que posee la más vaga noción de las normas de la caballerosidad, o de lo que así suele llamarse, lo retaría a un duelo, viejo como soy. Y ahora, señor, hágame el favor de marcharse de aquí.
       El actor, ligeramente intimidado, parecía no comprender por completo el significado de las palabras del viejo.
       —Siento de veras que se haya ofendido —dijo apenado—. Aquí no vemos las cosas del mismo modo que ustedes. ¡Sé de gente que compraría la mitad del teatro solo para verse representada en escena y que el público la reconociese!
       —Eso es porque no nacieron en Alabama, señor —dijo el comandante altanero.
       —Tal vez no. Yo tengo muy buena memoria, comandante; permítame citarle unas líneas de su libro. En respuesta al brindis de un banquete (ofrecido creo que en Milledgeville), usted pronunció, y piensa publicar, las siguientes palabras:
       El hombre del Norte carece de todo sentimiento y calor humano, salvo cuando la sensibilidad pueda rendirle beneficios comerciales. Es capaz de soportar sin inmutarse toda humillación ejercida tanto sobre él como sobre sus seres queridos, siempre y cuando no comporte una pérdida pecuniaria. La caridad la ejerce con mano espléndida; pero exige que se la anuncie con trompetas y se perpetúe en bronce.
       —¿Cree usted que este retrato es más honesto que el del coronel Calhoun?
       —Esa definición —dijo el comandante arrugando el ceño— no carece de fundamento. En los discursos públicos está permitido exag… tomarse ciertas licencias.
       —Lo mismo que en el arte de actuar.
       —No se trata de eso —insistió el mayor, inflexible—. La de ayer fue una caricatura personal. Me niego rotundamente a pasarlo por alto, señor.
       —Comandante Talbot —dijo Hargraves con una sonrisa encantadora—, desearía que me entendiese. Quiero que sepa que jamás ha pasado por mi ánimo la idea de insultarle. En mi profesión uno siente que la vida entera está a su disposición. Uno toma lo que le apetece, o lo que puede, y lo representa ante las candilejas. Pero, si me permite, dejemos el tema. Durante varios meses hemos sido muy buenos amigos y voy a correr el riesgo de ofenderle una vez más. Sé que tiene problemas económicos (no importa cómo me he enterado, una pensión no es el mejor sitio para mantener estas cosas en secreto) y quiero que me deje usted ayudarle a salir del paso. Toda esta temporada me han pagado un buen salario, así que he podido ahorrar. Si necesita usted doscientos dólares, o incluso más, hasta conseguir…
       —¡No siga! —ordenó el mayor con el brazo extendido—. Parece que, al fin y al cabo, mi libro no miente. Usted piensa que su dinero podrá restañar las heridas del honor. Pero yo no aceptaría un préstamo de parte de un conocido fortuito en ninguna circunstancia; y en cuanto a usted, señor, me moriría de hambre antes de considerar siquiera la execrable propuesta de saldar nuestro altercado mediante un arreglo financiero. Me veo obligado a repetir mi ruego de que abandone este cuarto.
       Hargraves salió sin volver a abrir la boca. El mismo día se marchó también de la pensión, mudándose, según informó la señora Vardeman durante la cena, a una pensión cercana al teatro donde, por una semana, se representaría Una flor de magnolia.
       La situación del comandante Talbot y la señorita Lydia era crítica. En todo Washington no había nadie a quien los escrúpulos del mayor le permitieran pedir un préstamo. La señorita Lydia había escrito una carta a tío Ralph, pero no estaba claro que los menguantes negocios del pariente le permitieran brindar auxilio. El comandante se vio forzado a realizar frente a la señora Vardeman una disertación apologética referente a “inquilinos inmorales” y “remesas retrasadas” que se mezclaban confusamente.
       La salvación surgió de una fuente del todo inesperada.
       Un atardecer la doncella subió a anunciar que un hombre de color preguntaba por el comandante Talbot. El comandante indicó que lo enviaran al estudio. Pronto se presentó en la puerta un viejo negro que, con el sombrero en la mano, hizo una reverencia y movió torpemente un pie. Llevaba un traje oscuro muy holgado pero decoroso. Sus toscos zapatones negros tenían un brillo metálico, de curtido casero. La mata de sus rizos era gris, casi blanca. Siempre es difícil calcular la edad de un negro después de la madurez. Aquel debía de tener tantos años como el comandante Talbot.
       —Apuesto a que no me reconoce, señorito Pendleton —fueron sus primeras palabras.
       Al oír la antigua manera familiar de dirigirse a él, el comandante se puso de pie y avanzó hacia la puerta. Sin duda era uno de los negros de la plantación; pero hacía mucho que todos se habían dispersado y no lograba recordar el rostro ni la voz.
       —Creo que no —dijo con amabilidad—, a menos que usted me ayude.
       —¿Recuerda al Moisés de Cindy, señorito Pendleton, aquel que emigró apenas acabar la guerra?
       —Espera un momento —dijo el comandante frotándose la frente con las yemas de los dedos. Le apasionaba recordar todo lo relacionado con aquellos tiempos añorados—. El Moisés de Cindy —repitió—. Trabajabas con los caballos, domando potros. Sí, ahora te recuerdo. Después de la capitulación tomaste el nombre de… no me lo digas… Mitchell, y te largaste al Oeste… A Nebraska.
       —Sí, señor, sí, señor —la cara del negro se dilató en una sonrisa de satisfacción—. Eso es. Nebraska. Ese soy yo, Mose Mitchell. El viejo Tío Mose Mitchell, así me llaman ahora. Cuando marché, señor, su padre me dio un par de mulas jóvenes para el viaje. ¿Se acuerda de las mulas, señorito Pendleton?
       —Me parece que de las mulas no me acuerdo —dijo el comandante—. Supongo que sabes que me casé durante el primer año de la guerra y fui a vivir al viejo Follinsbee. Pero siéntate, siéntate, Tío Mose. Me alegro de verte. Espero que hayas prosperado.
       Tío Mose acercó una silla y con gran cuidado dejó su sombrero en el suelo, junto a ella.
       —Sí, señor. Al final me hice muy famoso. Cuando llegué a Nebraska, la gente de allí se juntó a mi alrededor para mirar las mulas. En Nebraska nunca habían visto mulas como aquellas. Las vendí, las mulas, por trescientos dólares. Sí, señor, trescientos
       ”Después puse una herrería, señor; hice algo de dinero y compré tierras. Con mi mujer criamos varios niños, señor, y a todos les va bien, salvo a dos, que murieron. Hace cuatro años apareció el ferrocarril y empezó a armar lío y me compró las tierras que tenía más cerca del pueblo. Y ahora, señorito Pendleton, Tío Mose tiene miles de dólares en dinero, tierra y propiedades.
       —Me alegra oírlo —dijo el comandante con sinceridad—. Me alegra oírlo.
       —¿Y aquella hijita suya, señor Pendleton, la que usted bautizó señorita Liddy? Apuesto a que ha crecido tanto que nadie podría reconocerla.
       El comandante fue hasta la puerta y llamó:
       —Lydia, querida, ¿podrías venir?
       La señorita Lydia, luciendo bastante mayorcita y algo preocupada, salió de su habitación.
       —¡Cielos! ¿Qué le había dicho yo? Sabía que esa niña crecería con ganas. ¿No se acuerda de Tío Mose, niña?
       —Este es el Tío Mose, Lydia, el de Cindy —explicó el comandante—. Se marchó de Sunnymead, rumbo al Oeste, cuando tú tenías dos años.
       —Bueno —dijo Lydia—, a esa edad es difícil que uno recuerde a la gente, Tío Mose. Y, como usted dice, he crecido mucho, de ello hace bastante. Pero aun así, me alegra verle.
       Y era verdad, como también lo era en el caso del comandante. Algo vivo y tangible había venido a renovar el vínculo con su pasado feliz.
       Hablaron los tres de los viejos tiempos, Tío Mose y el comandante asistiéndose y corrigiéndose el uno al otro cuando se trataba de recomponer el paisaje y las jornadas de la plantación.
       El comandante preguntó al negro qué estaba haciendo tan lejos de su hogar.
       —Tío Mose es delegado en la gran convención Bautista que hay en esta ciudad —explicó el negro—. Yo nunca he predicado, pero como soy de los más viejos de la iglesia y puedo pagarme el viaje, me han enviado.
       —¿Y cómo supo que estábamos en Washington? —inquirió la señorita Lydia.
       —En el hotel donde duermo trabaja un hombre de color que es de Mobile. Él me dijo que había visto al señorito Pendleton saliendo de esta casa una mañana. Pero a lo que he venido —continuó Tío Mose metiendo una mano en el bolsillo—, además de para verle, es para pagarle al señorito Pendleton lo que le debo.
       —¿Lo que me debes? —dijo el comandante sorprendido.
       —Sí, señor, trescientos dólares —entregó al mayor un rollo de billetes—. Cuando yo partí el amo dijo: “Llévate esas mulas jóvenes, Mose, y si puedes, ya las pagarás”. Sí, señor, esas fueron sus palabras. La guerra dejó al amo muy pobre. Y como el amo murió hace mucho tiempo, la deuda hay que pagársela al señorito Pendleton. Trescientos dólares. Tío Mose puede pagarlos sin problema. Cuando el ferrocarril aquel me compró las tierras, separé lo de las mulas. Cuente el dinero, señorito Pendleton. Esto fue lo que me dieron por las mulas. Sí, señor.
       Los ojos del comandante Talbot se habían llenado de lágrimas. Con una mano estrechó la de Tío Mose, y le apoyó la otra en el hombro.
       —Querido y fiel servidor —dijo con voz vacilante—, no me importa confesarte que tu “señorito Pendleton” gastó la semana pasada el último dólar que le quedaba en el mundo. Mira, Tío Mose, aceptaremos este dinero porque en cierto modo es tanto el pago de una deuda como un símbolo de lealtad y devoción hacia el antiguo régimen. Recibe el dinero, querida Lydia. Estás más capacitada que yo para administrarlo.
       —Tómelo, niña —dijo Tío Mose—. Le pertenece a usted. Es dinero de los Talbot.
       Cuando Tío Mose se marchó, la señorita Lydia se echó a llorar… de alegría; y el comandante volvió el rostro hacia un rincón del cuarto y fumó volcánicamente su pipa de arcilla.
       El día siguiente marcó el restablecimiento de la paz y la tranquilidad entre los Talbot. El rostro de la señorita Lydia se despojó de toda preocupación. El comandante se presentó con una levita nueva, que le daba el aspecto de una figura de cera que encarnara el recuerdo de su edad dorada. Un segundo editor, que había leído el manuscrito de las Anécdotas y recuerdos, opinó que con solo retocar el conjunto y suavizar el tono de algunos párrafos, podía lograrse un volumen en verdad brillante y con posibilidades de éxito. En resumen, la situación era alentadora y no carecía de ese toque de esperanza que a menudo resulta más dulce que una bendición.
       Un día, alrededor de una semana después de aquel afortunado lance, una criada subió una carta al cuarto de la señorita Lydia. El matasellos indicaba que provenía de Nueva York. La señorita Lydia, que no conocía a nadie allí, se sentó a su mesa ligeramente intrigada y abrió el sobre con las tijeras. Lo que leyó fue esto:

     Estimada señorita Talbot:
     Pensé que le alegraría recibir buenas noticias mías. Una compañía de Nueva York me ha ofrecido doscientos dólares semanales para representar el papel del coronel Calhoun en Una flor de magnolia, propuesta que he aceptado.
     Quiero que sepa algo más. Supongo que será mejor no contárselo al comandante Talbot. Mi deseo era ofrecerle algún tipo de reparación por la ayuda que me brindó en el estudio de mi personaje, así como por el disgusto que le causé. Él se negó a recibirla, y por lo tanto lo hice sin su consentimiento. No me será difícil recuperar los trescientos dólares.
     Suyo sinceramente

H. Hopkins Hargraves

P. D. ¿Qué le pareció mi interpretación del Tío Mose?

      El comandante Talbot, que pasaba por el vestíbulo, vio abierta la puerta del dormitorio de Lydia y se detuvo.
       —¿Ha llegado correo para nosotros, querida Lydia? —preguntó.
       Ella escondió la carta en un pliegue del vestido.
       —He dejado La Crónica de Mobile sobre tu escritorio —se apresuró a responder.




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