O. Henry
(William Sydney Porter)

(North Carolina, 1862 - New York, 1910)


El estreno de Maggie (1906)
(“The Coming Out Of Maggie”)
The Four Million
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1906, 159 págs.)



       Todos los sábados por la noche, el Clover Leaf Social Club ofrecía un baile en la sala de la Give and Take Athletic Association, en East Side [barrio judío neoyorquino]. Para concurrir a uno de esos bailes se requería ser miembro de la Give and Take, o, si uno pertenecía a la clase de los que comienzan a bailar el vals con el pie derecho, debía trabajar en la fábrica de cajas de cartón de Rhinegold. Además, cualquier miembro del Clover Leaf tenía el privilegio de acompañar o ser acompañado por un extraño a un solo baile. En general, cada uno de los socios de la Give and Take llevaba a una muchacha de la fábrica, de la cual gustara, y pocos extraños podían alardear de haber sacudido los pies en los bailes semanales.
       Maggie Toóle, a causa de sus ojos opacos, su ancha boca y su estilo desmañado al bailar el two step, iba a los bailes con Anna McCarty y su “compañero”. Anna y Maggie trabajaban juntas en la fábrica y eran las mejores amigas. Por eso Anna hacía que Jimmy Burns la acompañara a la casa de Maggie todos los sábados por la noche, para que su amiga pudiera ir con ellos al baile.
       La Give and Take Athletic Association desarrollaba sus actividades dentro del marco que enuncia su nombre. Su salón, en la calle Orchard, estaba equipado con todos los inventos para el desarrollo muscular. Con sus fibras musculares adiestradas, se requería que sus miembros se trabaran en alegres torneos con la policía y las organizaciones sociales y atléticas rivales, matizando esas ocupaciones más serias, los bailes del sábado a la noche, con las muchachas de la fábrica de cajas de cartón, ejercían una influencia refinada y eran un eficaz pretexto. Porque a veces las apuestas alcanzaban para todos, y si usted se encontraba entre los elegidos, que descendían las escaleras en puntas de pie, en la obscuridad, le era posible ver clara y satisfactoriamente un encuentro de pesos welter, hasta un final como el que ocurre dentro de las cuerdas.
       Los sábados, la fábrica de cajas de cartón de Rhinegold cerraba a las 15. Una tarde, Anna y Maggie regresaron juntas a sus hogares. Al llegar a la puerta de la casa de ésta, Anna le dijo, como de costumbre:
       —Está lista para las diecinueve en punto, Mag. Jimmy y yo vendremos a buscarte.
       Pero, ¿qué ocurrió? En lugar del acostumbrado y reconocido agradecimiento de la muchacha exenta de compañía, su amiga observó un ligero movimiento de unos hoyuelos orgullosos en las esquinas de su amplia boca y casi un destello en sus opacos ojos castaños.
       —Gracias, Anna —dijo Maggie—; pero esta noche tú y Jimmy no tendrán que molestarse en acompañarme. Un caballero me llevará al baile.
       La gentil Anna palmeó a su amiga, sacudió la cabeza, la increpó y luego la rogó. ¡Maggie Toóle había conseguido un compañero! Maggie, la simple, querida, leal y exenta de atractivos, tan dulce como una colegiala, tan no buscada para bailar un two step, u ocupar un banco a la luz de la luna en el pequeño parque. ¿Cómo era eso? ¿Cuándo ocurrió? ¿Quién era el candidato?
       —Ya verás esta noche —dijo Maggie sonrosada por el vino de las primeras uvas que había cortado del parral de Cupido—. Es un tipo bastante bien; dos pulgadas más alto que Jimmy y viste a la moda. Te lo presentaré, Anna, tan pronto como lleguemos al salón de baile.
       Anua y Jimmy fueron de los primeros del Clover Leaf que llegaron esa noche. Anna mantenía sus ojos con brillante fijeza en la puerta del salón para captar el primer destello de la “conquista” de su amiga.
       A las 20.30, miss Toóle irrumpió en el salón con su compañero. Sus triunfantes ojos descubrieron rápidamente a su amiga, bajo el ala de su fiel Jimmy.
       —¡Oh, caramba! —gritó Anna—, ha dado el gran golpe, ¡oh! ¿Lindo tipo? Bueno, ¡caramba! ¿Estilo? Míralo.
       —Llega todo lo lejos que quieras —dijo Jimmy con papel de lija en su voz—. Sóbralo nomás, si quieres. Pero estos noveles siempre ganan por la novedad. No me hagas caso. Pero no se las llevará todas de arriba. ¡Hum!
       —Cállate, Jimmy. Tú sabes lo que quiero decir. Me alegro por Mag. Es el primer amigo que consigue. Oh, aquí vienen.
       Maggie surcó la pista como un coqueto yate convoyado por un majestuoso crucero. Y, realmente, su compañero justificaba las ponderaciones de su fiel amiga. Era dos pulgadas más alto que el término medio de los atletas de la Give and Take; de cabellos negros y ondeados; y sus ojoso y sus dientes destellaban cada vez que regalaba sus frecuente sonrisas. Los jóvenes del Clover Leaf Club no depositaban tanto su fe en las gracias personales como en sus fuerzas, en sus realizaciones, en luchas mano a mano y en su resguardo de los castigos legales que constantemente los amenazaban. Los miembros de la asociación que ataría una doncella de la fábrica de cajas de cartón al carro de su conquistador, desdeñaban emplear aires de Hermoso Brummel, los cuales no eran considerados métodos honorables de lucha. Los bíceps abultados, los botones del saco tirantes sobre el pecho, el aire de consciente convicción de la supereminencia del hombre en la cosmografía de la creación, y hasta una tranquila exhibición, de piernas arqueadas, como agentes subyugantes y encantadores en los corteses torneos de Cupido: éstos eran las armas y los pertrechos aprobados por los galanes del Clover Leaf. Miraban, pues, las genuflexiones y las poses seductoras de los visitantes, con sus barbillas en un nuevo ángulo.
       —Un amigo, Mr. Terry O’Sullivan —fue la fórmula de presentación de Maggie, quien guió al visitante alrededor del salón, presentándolo a todos los que iban llegando. La muchacha estaba ahora casi bonita, mostrando la rara luminosidad en sus ojos, que se enciende en las muchachas ante su primer pretendiente y en un gato en presencia de su primera laucha.
       —Por fin, Maggie Toóle consiguió un amigo —era la frase que circulaba de boca en boca entre las muchachas de la fábrica de cajas de cartón.
       —Es el capataz de la delgada Mag —así expresaban su indiferente desprecio las muchachas de la Give and Take.
       Usualmente, durante los bailes semanales, Maggie guardaba con su espalda un sitio en la cálida pared. Experimentaba y demostraba tanto su agradecimiento cuando un sacrificado compañero la invitaba a bailar, que su placer se reducía y menguaba. Hasta se había acostumbrado a notar cuando Anna tocaba con el codo al renuente Jimmy, como señal para que la invitara a que le caminase sobre los pies en un two step.
       Pero esa noche, la calabaza habíase convertido en una carroza. Terry O’Sullivan era un victorioso Príncipe Encantado, y Maggie Toóle iniciaba su primer vuelo de mariposa. Aunque nuestra metáfora de la tierra de las hadas se mezcle con la de la entomología, no harán que se derrame una gota de ambrosía de la melancolía coronada de rosas de una noche perfecta de Maggie.
       Las muchachas la asediaban para que las presentara a su “amigo”. Los jóvenes del Clover Leaf, después de dos años de ceguera, percibieron, de pronto, encantos en Maggie Toóle. Hinchaban sus fuertes músculos ante ella y la apalabraban para bailar.
       Así logró ventaja entre las muchachas; pero, para Terry O’Sullivan, los honores de la velada proliferaban. Sacudió sus rulos, sonrió, pasó fácilmente a través de las siete posturas que para adquirir gracia hacía en su habitación ante una ventana abierta, diez minutos diarios. Bailaba como un fauno, introducía “maneras”, “estilo” y “atmósfera”, las palabras le surgían fácilmente de su lengua y bailó dos veces seguidas el vals con la chica de la fábrica de cajas de cartón que acompañaba a Dempsey Donovan.
       Dempsey era el líder de la asociación. Vestía traje de etiqueta y podía dar dos vueltas a la barra con una mano. Era uno de los lugartenientes de “Big Mike” O’Sullivan, y nunca se inquietaba por las inquietudes. Ningún agente se atrevía a arrestarlo. Siempre que rompía una carretilla en la cabeza de un hombre o le disparaba un proyectil en la rodillera de algún miembro de la Heinrick B. Sweeney Outing an Literary Association, aparecía un agente y decía:
       —El capitán desearía verlo unos minutos en la comisaría, cuando tenga usted tiempo, Joven Dempsey.
       Pero en la comisaría se encontraban siempre varios caballeros con largas cadenas de oro y negros cigarros; alguien contaba alguna historia divertida y luego Dempsey regresaba y hacía ejercicio con pesas de seis libras. Bailar sobre un alambre tendido a través del Niágara resultaba un acto terpsicóreo más fácil que danzar dos veces el vals con la muchacha de la fábrica de cajas de cartón que acompañaba a Dempsey Donovan. A las 22, el rostro redondo y alegre de “Big Mike” O’Sullivan brilló en la puerta, durante cinco minutos. Siempre se asomaba durante ese breve lapso, sonreía a las muchachas y lanzaba verdaderos “perfectos” a los deleitados muchachos.
       Dempsey Donovan se colocaba de inmediato al lado de él, hablándole con rapidez. “Big Mike”‘ observaba cuidadosamente a los bailarines, sonreía, sacudía la cabeza y marchábase.
       La música cesó. Las parejas se dirigieron hacia las sillas situadas alrededor del salón. Terry O’Sullivan, con su fascinante corbata de lazo entregó una hermosa muchacha vestida de azul a su compañero, y regresó en busca de Maggie. Dempsey le interceptó el paso en la mitad de la pista.
       Cierto bello instinto que Roma debió de habernos trasmitido hacía que casi todos se dieran vuelta y lo miraran; se experimentaba una sutil sensación de que dos gladiadores se encontraban en la liza. Dos o tres miembros del Give and Take, que vestían sacos de apretadas mangas, se acercaron.
       —Un momento, Mr. O’Sullivan —dijo Dempsey—. Espero que se esté divirtiendo. ¿Dónde dijo que vivía?
       Los dos gladiadores estaban bien a la altura. Dempsey podía, quizá, haber rebajado diez libras de peso. O’Sullivan respiraba con rapidez. Dempsey tenía un ojo glacial, la boca de rasgo dominante, una quijada indestructible, el cutis de una belleza y la tranquilidad de un campeón. El visitante demostraba más fuego en su desprecio y menos control sobre su conspicuo desprecio. Eran enemigos por la ley escrita cuando las rocas estaban derretidas. Ambos eran demasiado espléndidos, demasiado poderosos, demasiado incomparables para dividir la preeminencia. Uno solo debía sobrevivir.
       —Yo vivo en Grand —dijo O’Sullivan con insolencia— y no cuesta trabajo encontrarme en casa, i Dónde vive usted?
       Dempsey no prestó atención a la pregunta.
       —¿Dijo usted que su nombre es O’Sullivan? —continuó—. Bueno, “Big Mike” dice que nunca lo ha visto a usted antes.
       —Muchas cosas no ha visto —dijo el favorito del baile.
       —Por regla general —siguió diciendo Dempsey con voz ronca y dulce—, los O’Sullivan del barrio se conocen. Usted acompaña a una dama que es miembro de esta asociación y deseamos obtener una oportunidad. Si usted tiene árbol genealógico veamos algunos brotes históricos de O’Sullivan que crezcan en él. ¿ O desea usted que nosotros se lo desenterremos por las raíces?
       —¿Qué le parece si se ocupara de sus propias cosas ? —sugirió O’Sullivan con suavidad.
       Los ojos de Dempsey chispearon. Levantó, inspirado, el dedo índice, como si lo hubiera asaltado una brillante idea.
       —Ahora comprendo —dijo cordialmente—. Fue un pequeño error. Usted no es O’Sullivan. Es usted un mono de cola anillada. Discúlpeme por no haberlo reconocido al principio.
       A O’Sullivan se le encendieron los ojos. Hizo un rápido movimiento, pero Andy Geoghan, que estaba atento, le cogió la mano.
       Dempsey le hizo una seña con la cabeza a Andy y a William McMahan, secretario del club, y marchó aprisa hacia la puerta, situada al final del salón. Otros dos miembros de la Give and Take Association se unieron con presteza al pequeño grupo. Terry O’Sullivan estaba ahora en manos del tribunal de reglamentaciones y de los referees sociales, quienes lo hablaron breve y suavemente, y lo condujeron a través de la misma puerta del final del salón.
       Este movimiento por parte de los miembros del Clover Leaf requiere unas palabras explicativas. En la parte de atrás del salón de la asociación había una piecita alquilada por el club. Las dificultades personales que surgían en el salón de baile se arreglaban en ella de hombre’ a hombre, con las armas de la naturaleza, y bajo la supervisión del tribunal. Ninguna dama podía decir que había presenciado una lucha en un baile de Clover Leaf en varios años. Lo ‘garantizaban los caballeros que eran miembros del club.
       Dempsey y el tribunal habían hecho el trabajo preliminar en forma tan fácil y suave, que muchas de las personas presentes en el salón no advirtieron el contratiempo sufrido por el triunfo social del fascinante O’Sullivan. Y entre ellos se hallaba Maggie, quien miraba en derredor en busca de su compañero.
       —¡Hola! —exclamó Rose Cassidy—. ¿No estabas aquí? Demps Donovan se trenzó en discusión con tu amigo y los muchachos lo llevaron a la habitación de matanza. ¿Cómo me queda el cabello así levantado, Mag?
       Maggie se llevó la mano a la pechera de su corpiño de estopilla de algodón.
       —¿Ha ido a pelear con Dempsey? —interrogó sin aliento—. Habrá que detenerlos. Dempsey Donovan no puede luchar con él. ¡Caramba, lo… matará!
       —¡Ah!, ¿qué te importa? —interrogó Rose—. ¿Acaso algunos de ellos no luchan todos los días en que se realizan, bailes?
       Pero Maggie se había alejado, lanzándose en zig zag entre el grupo de bailarines. Irrumpió a través de la puerta de la parte de atrás del salón, en la pieza obscura y lanzó sus sólidos hombros contra la de la habitación de combate. La puerta cedió y, en el momento en que la muchacha penetraba sus ojos captaron la escena.— los miembros del tribunal, de pie, formando un círculo, reloj en mano; Dempsey Donovan bailando a una holgada distancia de su adversario, en mangas de camisa, con ágiles piernas y la aguda gracia del moderno pugilista. Terry O’Sullivan, de pie, con los brazos cruzados y mirada sanguinaria en sus obscuros ojos. Sin disminuir la velocidad de su entrada, la muchacha se adelantó prorrumpiendo un grito, y saltó a tiempo para coger el brazo a O’Sullivan, que lo levantó de súbito, y desviar el largo y brillante estilete que había extraído de su cintura.
       El cuchillo cayó y corrió por el suelo. ¡Frío acero extraído en las habitaciones de la Give and Take Association! Cosa semejante no había ocurrido nunca antes. Todos permanecieron inmóviles durante un momento. Andy Geoghan dio un puntapié, curiosamente, al estilete, como un anticuario que ha dado con algún arma antigua por él desconocida.
       O’Sullivan silbó algo ininteligible entre dientes. Dempsey y el tribunal intercambiaron miradas. Dempsey miró a O’Sullivan sin ira, como quien observa a un perro extraviado, e hizo una seña con la cabeza en dirección a la puerta.
       —La escalera de atrás, Giuseppi —dijo lacónicamente—. Alguien te alcanzará el sombrero.
       Maggie se acercó a Dempsey Donovan. Por las mejillas de ella, en las que se observaba una brillante mancha roja, descendían lentas lágrimas. Pero lo miró a los ojos con valentía.
       —Lo sabía, Dempsey —dijo, mientras sus ojos se tornaban opacos, a pesar de las lágrimas—. Sabía que era italiano. Su nombre es Tony Spinelli. Me apresuré a venir cuando me dijeron que tú y él estaban luchando. Los italianos siempre llevan cuchillo. Pero tú no entiendes, Dempsey. Nunca en mi vida tuve un amigo. Estaba cansada de venir con Anna y Jimmy todas las noches, de manera que convinimos en que lo llamaría O’Sullivan y lo traje. Yo no ignoraba que no tendría nada que hacer si revelaba que era italiano. Creo que ahora renunciaré del club.
       Dempsey se dirigió a Andy Geoghan.
       —Saca ese cortador de queso de la ventana——dijo— y comunica adentro que Mr. O’Sullivan recibió un llamado telefónico que fuera a Tammany Hall.
       Luego se dirigió a Maggie.
       —Oye, Maggie —dijo—. Te veré en tu casa. Y, ¿qué me dices del sábado por la noche? ¿Vendrás al baile conmigo si te hablo?
       Era extraordinaria la rapidez con que los ojos de la muchacha podían variar del opaco al marrón brillante.
       —¿Contigo, Dempsey? —tartamudeó— ¡Caramba!... ¿qué más quiere el pato, que lo echen al agua?




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