O.
Henry
(William Sydney Porter)
(North Carolina, 1862 -
New York, 1910)
El alegre mes de mayo (1905)
(“The Marry Month of May”)
Originalmente publicado en el periódico New York World,
Vol. 45, Núm. 15979 (21 de mayo de 1905);
Whirligigs
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1910, 314 págs.)
Os ruego que le propinéis un buen golpe al poeta
cuando os cante las alabanzas del mes de mayo. Se trata de un mes que presiden
los espíritus de la travesura y la demencia. En los bosques en flor rondan los
duendes y los trasgos: Puck y su séquito de gnomos se dedican febrilmente a
cometer desaguisados en la ciudad y en el campo.
En mayo, la naturaleza nos amonesta con un dedo
admonitorio, recordándonos que no somos dioses, sino súper engreídos miembros
de su gran familia. Nos recuerda que somos hermanos de la almeja y del asno,
vástagos directos de la flor y del chimpancé y primos de las tórtolas que se
arrullan, de los patos que graznan, y de las criadas y los policías que están
en los parques.
En mayo, Cupido hiere a ciegas: los millonarios
se casan con las taquígrafas, los sabios profesores cortejan a masticadoras de
chicle de blanco delantal que, detrás de los mostradores de los bares, sirven
almuerzos a la americana; los jóvenes, provistos de escaleras, se deslizan
rápidamente por los parques donde los espera Julieta en su enrejada ventana, con
la maleta pronta; las parejas juveniles salen a pasear y vuelven casadas; los
viejos se ponen polainas blancas y se pasean cerca de la Escuela Normal; hasta
los hombres casados, sintiéndose insólitamente tiernos y sentimentales, les dan
una palmada en la espalda a sus esposas y gruñen: “¿Cómo vamos, vieja?”
Este mes de mayo, que no es una diosa sino
Circe, que se pone un traje de disfraz en el baile dado en honor de la bella
Primavera que hace su presentación en sociedad, nos abruma a todos.
El viejo señor Coulson gruñó un poco y luego se
sentó, muy enhiesto, en su silla de inválido. Tenía un fuerte reumatismo gotoso
en un pie, una casa cerca de Gramercy Park, medio millón de dólares y una hija.
Y también un ama de llaves, la señora Widdup. El hecho y el nombre merecen una
frase cada uno. En la ventana junto a la cual estaba sentado el señor Coulson
había junquillos, jacintos, geranios y pensamientos. La brisa trajo el olor de
aquellas flores a la habitación. Inmediatamente se entabló una enconada lucha
entre el olor de las flores y los enérgicos y activos efluvios del linimento
para la gota. El linimento venció fácilmente, pero no antes de que las flores
le aplicaran un uppercut a la nariz del viejo señor Coulson. Mayo, la
implacable y falsa hechicera, había hecho su obra mortífera.
A través del parque, a las fosas nasales del
señor Coulson llegaron esos olores inconfundibles, característicos y patentados
de la primavera que le pertenecen en exclusividad a la gran ciudad que está
sobre el subterráneo: los olores del asfalto caliente, de las cavernas
subterráneas, de la nafta, del pachulí, ele las cáscaras de naranja, de las
alcantarillas, de los cigarrillos egipcios, de la mezcla de las construcciones
y de la tinta seca de los periódicos. El aire que penetraba era suave y
fragante. Los gorriones reñían gozosos dondequiera. No os fiéis jamás de mayo.
El señor Coulson retorció las guías de su blanco
bigote, maldijo su pie y agitó una campanilla que tenía en la mesa, a su lado.
Entró la señora Widdup. Era de aspecto
agradable, rubia, sonrosada, cuarentona y taimada.
—Higgins ha salido, señor —dijo, con una sonrisa
que parecía un masaje vibratorio—. Ha salido a echar una carta al correo.
¿Puedo servirle en algo, señor?
—Es hora de que tome mi acónito —dijo el viejo señor
Coulson—. Prepáremelo. Aquí está el frasco. Tres gotas. Con agua. ¡Maldito sea
Higgins! En esta casa a nadie le importa si me muero en esta silla por falta de
atención.
La señora Widdup dejó escapar un hondo suspiro.
—No diga eso, señor —declaró—. Hay quienes se preocuparían
más de lo que se imagina. ¿Dijo trece gotas, señor?
—Tres —respondió el viejo Coulson.
Tomó su dosis y luego la mano de la señora
Widdup.
Ésta se sonrojó. Oh, sí, eso puede hacerse.
Basta con contener el aliento y comprimir el diafragma.
—Señora Widdup —dijo el señor Coulson—. Estamos
ya en plena primavera.
—¿Verdad que sí? —dijo la señora Widdup—. El
aire está realmente tibio. Y hay letreros anunciando que se vende cerveza en
todas las esquinas. Y el parque está amarillo y rosado y azul de flores, y
siento punzantes dolores en las piernas y en el tórax.
—“En primavera —citó el señor Coulson,
retorciéndose el bigote— la imaginación de un hombre se vuelve fácilmente hacia
los pensamientos de amor.”
—¿Verdad? —exclamó la señora Widdup—. Eso parece
estar en el aire.
—Señora Widdup, esta casa sería solitaria sin
usted —continuó el viejo Coulson—. Soy... soy viejo, pero tengo una respetable
suma de dinero. Si medio millón de dólares en títulos del gobierno y el sincero
afecto de un corazón que, aunque no late ya con el primer ardor de la juventud,
puede palpitar aún con un auténtico...
El sonoro estrépito de una silla derribada cerca
de la puerta de vidriera del cuarto contiguo interrumpió a la venerable y
confiada víctima de mayo.
Entró con grandes pasos la señorita Van Meeker
Constantia Coulson, huesuda, alta, nariguda, frígida, bien nutrida, de treinta
y cinco años, y se caló unos impertinentes. La señora Widdup se inclinó
precipitadamente y arregló los vendajes del pie gotoso del señor Coulson.
—Creí que Higgins estaba contigo —dijo la
señorita Van Meeker Constantia.
—Higgins ha salido —explicó su padre—. Y la
señora Widdup atendió el llamado. Ya estoy mejor, señora Widdup, gracias. No.
No necesito nada más.
El ama de llaves se retiró, encarnada como una
amapola, bajo la fría e inquisitiva mirada de la señorita Coulson.
—Este tiempo primaveral es hermoso... ¿verdad,
hija? —dijo el viejo, afectado y comprensivo.
—Precisamente —replicó la señorita Van Meeker
Constantia Coulson, con tono algo vago—. ¿Cuándo se va de vacaciones la señora
Widdup, papá?
—Creo que dentro de una semana —dijo el señor
Coulson. La señorita Van Meeker Constantia se quedó parada durante un minuto
junto a la ventana, contemplando el pequeño parque, anegado por el tibio sol de
la tarde. Con ojos de botánico examinó las flores... las armas más poderosas
del insidioso mayo. Con el frío pulso de una virgen de Colonia soportó el
embate de la etérea dulzura. Los dardos del agradable sol retrocedieron,
helados, ante la fría panoplia de su inconmovible pecho. El olor de las flores
no despertaba sentimientos suaves en los inexplorados recovecos de su dormido
corazón. El gorjeo de los gorriones le causaban dolor. Se burlaba de mayo.
Pero aunque la señorita Coulson era inexpugnable
ante los ataques de la estación, era lo bastante sagaz para apreciar su poder.
Sabía que los hombres de edad y las mujeres de ancha cintura saltaban como
pulgas amaestradas en el ridículo séquito de mayo, el alegre burlador de los
meses. Había oído hablar ya de caballeros viejos y estúpidos que se casaban con
sus amas de llaves. ¡Qué humillante era, después de todo, aquel sentimiento que
se llamaba el amor!
A las ocho de la mañana siguiente, cuando llamó
el repartidor de hielo, la cocinera le dijo que la señorita Coulson quería
hablar con él en el subsuelo. El repartidor, algo asombrado y a título de
concesión, se bajó las mangas de la camisa, dejó sus anchos con el hielo sobre
un cantero y entró. Cuando la señorita Van Meeker Constantia Coulson le dirigió
la palabra, se quitó el sombrero.
—Hay una entrada por los fondos a este subsuelo —dijo
la señorita Coulson—. Y puede llegarse a ella a través del baldío contiguo,
donde están practicando las excavaciones para un edificio. Quiero que usted me
traiga por ese camino, en el término de dos horas, quinientos kilos de hielo.
Quizás necesite la ayuda de uno o dos hombres más. Le mostraré dónde quiero que
lo pongan. También necesito que me traiga quinientos kilos diarios, por el
mismo camino, durante los cuatro días próximos. Su compañía puede anotarnos el
hielo en la cuenta de todos los meses. Tome por su molestia extra.
La señorita Coulson le tendió al repartidor un
billete de diez dólares. El repartidor se inclinó y mantuvo su sombrero en
ambas manos, a la espalda.
—No se moleste, señorita. Será para mí un placer
arreglar las cosas como usted lo desee.
¡Ay de mayo!
A mediodía el señor Coulson hizo caer dos vasos
de la mesa, rompió el resorte de su campanilla y llamó a gritos a Higgins, todo
a un tiempo.
—Traiga un hacha o mande a buscar un litro de
ácido prúsico o a un agente de policía para que me mate a tiros —ordenó,
sardónicamente—. Lo prefiero a morirme de frío.
—Al parecer está haciendo frío, señor —dijo
Higgins—. No lo había notado antes. Cerraré la ventana, señor.
—Hágalo —dijo el señor Coulson—. ¿A esto lo
llaman primavera? Si dura mucho, volveré a Palm Beach. Esta casa parece una
morgue.
Más tarde entró respetuosamente la señorita
Coulson a preguntar por la gota de su padre.
—Constantia —dijo el viejo—. ¿Cómo está el
tiempo en la calle?
—Claro pero frío —respondió la señorita Coulson.
—Se diría que estamos en pleno invierno —dijo su
padre.
—“Es un caso en que el invierno se demora en el
regazo de la primavera” —dijo la joven mirando distraídamente por la ventana—.
Aunque la metáfora no es del gusto más refinado.
Poco después echó a andar, flanqueando el
pequeño parque, y se dirigió a Broadway para hacer unas compras.
Al poco rato la señora Widdup entró en la
habitación del inválido.
—¿Llamó usted, señor? —preguntó, dejando ver
muchos hoyuelos—. Le encargué a Higgins que fuera a la farmacia y creí oír que
usted tocaba el timbre.
—No llamé —dijo el señor Coulson.
—Temo que ayer lo interumpí, señor, cuando usted
iba a decir algo —dijo la señora Widdup.
—¿Cómo se explica, señora Widdup, que yo sienta
tanto frío en esta casa? —dijo con tono severo el viejo Coulson.
—¿Frío, señor? —dijo el ama de llaves—.
¡Caramba! Ahora que me lo dice, realmente me parece sentir frío en esta
habitación. Pero afuera el tiempo es tibio y hermoso como en pleno junio. ¡Y
cómo le hace saltar a uno el corazón este tiempo, señor! Y la hiedra ha brotado
sobre el flanco de la casa, y los organillos tocan, y los niños bailan en la
vereda ... Es la mejor oportunidad para decir lo que uno siente. Ayer usted
decía, señor ...
—¡Mujer, es usted una tonta! —bramó el señor
Coulson—. Yo le pago por cuidar de esta casa. Me estoy muriendo de frío en mi
propio cuarto y usted viene a charlar sobre la hiedra y los organillos.
Tráigame inmediatamente un abrigo. Cuide de que cierren abajo todas las puertas
y ventanas. ¡Pensar que un ser viejo, gordo, irresponsable y unilateral como
usted parlotea sobre la primavera y las flores en pleno invierno! Cuando vuelva
Higgins dígale que me traiga un ponche caliente. ¡Y ahora, váyase!
Pero ... ¿quién podría humillar el luminoso
rostro de mayo? Por pícaro que sea y por mucho que perturbe la paz de los
cuerdos, ni la astucia de una virgen ni todo un depósito de hielo le hará
abatir la cabeza en la brillante constelación de los meses.
Ah, sí. Este cuento no ha concluido aún.
Transcurrió una noche e Higgins le ayudó al
viejo
Coulson por la mañana a instalarse en su silla,
junto a la ventana. El frío había desaparecido de la habitación. Penetraban
olores celestiales y una fragante dulzura.
Entró la señora Widdup y se paró junto a la
silla. El señor Coulson tendió su huesuda mano y aferró la regordeta de su ama
de llaves.
—Señora Widdup, esta casa no sería un hogar sin
usted —dijo—. Tengo medio millón de dólares. Si eso y el sincero afecto de un
corazón que ya no está en la flor de la edad, pero que aún no se ha enfriado,
pudiera...
—Ya he descubierto la causa del frío, señor —dijo
la señora Widdup, reclinándose contra la silla del señor Coulson—. Era el hielo
... el hielo por toneladas... acumulado en el subsuelo y en el cuarto de la
caldera, en todas partes. ¡Cerré los registros por los cuales penetraba el frío
en su habitación, señor Coulson, pobrecito! Y ahora estamos de nuevo en mayo.
—Un corazón sincero —prosiguió el viejo Coulson,
divagando un poco— que la primavera ha hecho revivir y... pero... ¿Qué dirá mi
hija, señora Widdup?
—No tema, señor —dijo jovialmente la señora
Widdup—. ¡La señorita Coulson se fugó anoche con el repartidor de hielo!
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar