O.
Henry
(William Sydney Porter)
(North Carolina, 1862 -
New York, 1910)
El recuerdo (1908)
(“The Memento”)
The Voice of the City
(New York: The McClure Company, 1908, 244 págs.)
La señorita Lynnette D’Armande volvió la espalda a Broadway. No era más que una justa compensación,
porque Broadway había vuelto a menudo la espalda a
la señorita D’Armande. Con todo, parecía que la compensación
no era justa, porque mientras la ex primera
dama de la compañía Tajando el Viento tenía mucho
que pedir a Broadway, no podía contar con un adecuado
viceversa.
Así, la señorita Lynnette D’Armande volvió el respaldo
de su mecedora a Broadway, esto es, a la ventana
que se abría a aquella vía, y se sentó para zurcir
a tiempo la carretera que había sobrevenido en una
de sus medias de seda negra. El tumulto y esplendor de
Broadway, al pie de su ventana, no le ofrecía aliciente
alguno. Lo que ella deseaba era respirar el aire
viciado de un camarín en aquella calle de ensueño, y
escuchar los aplausos de un auditorio congregado
en tan caprichosa zona. Y, entretanto, no convenía
descuidar las medias. La seda no debe llevarse zurcida,
pero, al fin y al cabo, ¿no son las ropas los únicos
bienes que en el mundo quedan?
El hotel Talía miraba a Broadway como Maratón[referencia a la ciudad de Grecia]
miraba al mar. Se elevaba cual sombrío promontorio
en la conjunción de dos grandes arterias urbanas.
Allí, los músicos y otros animadores de la vida se reunían
para poder, libres de sus deberes, entregarse a
sus paliques. Cerca había agencias teatrales, teatros,
representantes de los mismos, escuelas dramáticas
y los restaurantes, ricos en langosta, a los que conducían
las espinosas calzadas del arte.
Cuando se navegaba a través de los excéntricos
salones del confuso y ruidoso Talía, a veces creía uno
encontrarse en una especie de enorme arca de Noé, o
de nutrida caravana a punto de zarpar, salir o caminar
sobre ruedas. En torno a todas las cosas reinaba
una honda sensación de inquietud, expectación, transitoriedad
y no pocas ansiedades y aprensiones. Aquellos
ámbitos eran un laberinto. Sin guía se perdía uno
y se desorientaba como si quisiera resolver un rompecabezas
de Sam Lloyd.
A la vuelta de cualquier esquina, un cul-de-sac[francés, callejón sin salida] podía atajar la marcha del más decidido. Se encontraban
alarmados trágicos caminando en albornoz,
en busca de baños de los que habían oído hablar. De
centenares de cuartos llegaba el rumor de otras tantas
conversaciones, con retazos de canciones antiguas
y modernas y alegres risas de actores recién
contratados.
Había llegado el verano. Las compañías se desbandaban
y cada desocupado se instalaba en su hotel
favorito, mientras asediaba a los empresarios en busca
de contrato para la temporada siguiente.
A cierta hora de la tarde, cesaba el diario recorrer
de las agencias artísticas. Pasando por esos lóbregos
ámbitos, se percibían visiones de huríes[mujeres bellísimas del paraíso de Mahoma] parleras,
con los fúlgidos ojos cubiertos por velos. Y, entre rumores
de seda y otras cosas diversas, se notaba en los
oscuros pasillos un singular aroma de alegría y de evocación
en los frangipanni[serios galanes jóvenes], con prominentes nueces
en la garganta, que se juntaban en los umbrales y
hablaban del escenario. Llegaba de la lejanía el olor a
jamón frito y lombarda cocida, y el entrechocar de platos
con americana prisa.
El indeterminado zumbido, característico de la incierta
vida de Talía, se animaba con el discreto rumor
del descorche, a razonables y saludables intervalos, de
las botellas de cerveza. Con estos jalonamientos, la
vida en el lugar transcurría fácilmente. Lo esencial
era vivir en un estado de coma, mientras las parrafadas
estaban extinguidas y los guiones abolidos.
El cuarto de la señorita D’Armande era muy pequeño.
Había sitio bastante para una mecedora entre el tocador
y el lavabo, siempre que el mueble se colocara
longitudinalmente. Sobre el tocador se hallaban los
usuales utensilios y productos de belleza, más ciertos
recuerdos de compromisos transitorios y algunas
fotografías de las mejores y dilectas amistades de la
ex primera dama.
Lynnette, en tanto zurcía, miró con atención dos o
tres veces uno de aquellos retratos.
—Me gustaría saber dónde está Lee en estos momentos
—murmuró casi en voz alta.
De haber podido mirar la fotografía digna de aquel
recuerdo, hubiera visto el lector lo que a primera vista
parecía una blanca flor de múltiples pétalos arrastrada
por el vendaval. Pero el reino floral no era responsable
de aquel despliegue de pétalos. Lo que se veía
era la vaporosa y corta falda de la señorita Rosalía Ray,
en el acto de efectuar lo que parecía un salto mortal
muy por encima del escenario y de las cabezas del
auditorio. Una inadecuada representación fotográfica
reproducía el excitante momento en que la artista,
alta y rauda, completaba su «baile de la wistaria», lanzando
al público la liga de amarilla seda que ornaba
su pierna ágil, y que cada noche enviaba, volando, a su
exquisito auditorio.
Se distinguían también, entre los centenares de
espectadores masculinos, muchas manos ansiosas
por apoderarse de la aérea prenda.
Aquella representación había valido a la señorita
Ray cuarenta semanas anuales de contrata durante
dos años seguidos. Durante sus doce minutos de actuación,
hacía otras cosas tales como imitaciones de
dos o tres actores, que no eran otra cosa sino imitaciones
de sí misma, y una hazaña de equilibrismo
con ayuda de una escalera y un plumero. Pero cuando
llegaba el número principal, y Rosalía aparecía
sonriente en el escenario, el auditorio se levantaba
como un solo hombre —y valga esta vez la palabra—
aprobando la especialidad que había hecho a la señorita
Ray favorita de las agencias teatrales.
Pasados los años la señorita Ray anunció súbitamente
a la señorita D’Armande que iba a pasar el
verano en una antediluviana aldea de la costa septentrional
de Long Island, y que no pensaba volver al
escenario.
Ahora, diecisiete minutos justos después de haber
expresado Lynnette su deseo de volver a ver a su
antigua amiga, se oyeron unos golpes en su puerta.
No duden de que era Rosalía Ray. Lynnette dijo vivamente:
—Adelante.
Les doy, repito, mi palabra de que era Rosalía. Entró
con fatigada premura y dejó caer en el suelo un
pesado bolso. Vestía un impermeable sucio y suelto,
de los que se usan para viajar en automóvil. El velo
se anudaba con dos largas cintas flotantes. Completaban
el atavío un traje oscuro de viaje y boticas de
ante[especie de ciervo] con caña de color lavanda.
Cuando se hubo desembarazado de velo y sombrero,
Rosalía dejó ver una bonita cara, enrojecida y conturbada
por alguna desconocida emoción, y unos inquietos
y grandes ojos en cuyas pupilas se pintaba el
descontento. Una espesa mata de cabellos castaños
se escapaba, en sedosos bucles y rizos, de las peinetas
que lo sujetaban.
La reunión de las dos amigas no se caracterizó por
las efusiones vocales, gimnásticas, osculatorias y
catequícticas que se notan en las reuniones de las
personas del mismo sexo en otros sectores no profesionales
de la sociedad. Hubo un breve abrazo, dos
simultáneos contactos labiales y, en el acto, las dos
pasaron a situarse en el mismo plano de los antiguos
días. Las efusiones y saludos de las personas que
andan con frecuencia por los caminos del mundo se
parecen mucho a los de los soldados o a los de quienes
viajan por los desiertos.
—Tengo que subir dos pisos más —dijo Rosalía—,
pero cuando supe que estabas en el hotel, decidí venir
a verte ante todo.
—Llevo aquí desde abril —dijo Lynnette—. Y me he
contratado para una gira con la compañía que va a
presentar Fatal herencia. Empezamos en Elizabeth la
semana que viene —cambió de tono—. Creí que habías
dejado la escena, Lee. Anda, cuéntame cosas.
Rosalía se instaló, con la destreza de la costumbre,
encima del baúl de Lynnette D’Armande y apoyó la
cabeza en la empapelada pared. El largo hábito hace
que las peripatéticas primeras damas y sus hermanas
en la escena, puedan instalarse en cualquier sitio
con tanta facilidad como en el más cómodo de los
sillones.
—Voy a contártelo todo, Lynn —dijo Rosalía con una
expresión singularmente sardónica y resignada en el
rostro juvenil—. Desde mañana emprenderé la conocida
peregrinación por las agencias de Broadway,
para gastar la pintura de los respaldos de las sillas
de los representantes. Si, desde que comenzó el último
trimestre hasta las cuatro de esta tarde, me hubieran
dicho que iba a volver a andar en busca de
trabajo como las demás del oficio, me hubiese muerto
de risa como una tonta de pueblo. ¡Pensar otra vez
en eso de oír: «Bueno, déjeme su nombre y dirección»!
Anda, préstame un pañuelo, Lynn. Estos trenes de
Long Island son horribles. Tengo en la cara tanto hollín
como para representar un papel de negra sin usar
corcho chamuscado. Y, hablando de corchos, ¿tienes
algo de beber?
La señorita D’Armande abrió la puerta del lavabo
cómoda y sacó una botella.
—Está casi llena de manhattan. Hay un ramo de
claveles en el vaso que uso para beber, pero…
—¡Bah! Dame la botella y reserva el vaso para las
visitas de cumplido. Gracias. Esto es otra cosa. ¡El
primer trago que bebo en tres meses! Sí, Lynn. Dejé
el escenario al terminar la temporada última. Y lo
hice porque me sentía harta de esta vida. Sobre todo
porque mi alma y mi corazón estaban saciados de los
hombres, es decir, de la clase de hombres que nosotras,
las mujeres de teatro, tenemos en contra nuestra.
Ya sabes lo que pasa: una lucha continua contra todos,
empezando por el empresario, que quiere que
probemos su nuevo automóvil, hasta el último fijacarteles
que pretende llamarnos por nuestro nombre
de pila.
»Pero los hombres con quienes tratamos fuera de la
escena son los peores de todos. Los tipos de puerta de
camarín y los amigos del director, que nos llevan a
cenar y nos exhiben sus diamantes y dicen que son
amigos de Fulano, de Zutano y de Mengano, como si
los conocieran de toda la vida; son unos verdaderos
bestias. Los odio.
»Te aseguro, Lynn, que las pobres mujeres que nos
dedicamos al teatro merecemos compasión. Me refiero
a las muchachas de buena familia, que son honradamente
ambiciosas y luchan de firme para hacer
méritos en la profesión, sin conseguirlo nunca. Todo
el mundo siente simpatía por las coristas que solo
ganan quince dólares a la semana. ¡Al demonio! No
hay disgusto de corista que no se cure con langosta.
»Si por alguien han de verterse lágrimas es por la
pobre actriz que, desempeñando papeles importantes,
gana de treinta a cuarenta y cinco dólares a la
semana. Sabe que nunca saldrá de ahí y, sin embargo,
lucha y lucha durante años, esperando una ocasión
que nunca llega.
»Eso, sin hablar de las obras necias que hemos de
representar. Llevar a otra mujer cogida por las piernas,
y dar así la vuelta al escenario representando El
coro de la carretilla en una comedia arrevistada, es casi
cumplir un digno papel dramático comparado con las
sandeces que por una porquería he tenido que representar.
»Pero lo que más aborrezco son los hombres, esos
hombres odiosos que se sientan con nosotras a la misma
mesa, creyendo que van a comprarnos con cerveza
o extraseco, según lo que calculan que valemos. Y no
te digo nada de los tipos del público, aplaudiendo, retorciéndose,
contorsionándose, aullando, amontonándose
para vernos como un hato de alimañas de la selva,
fijando los ojos en una como si quisieran comerla
en caso de poder tenerla al alcance de sus garras. ¡Oh,
como los detesto!
»De todos modos, veo que apenas te he hablado de
mí misma, Lynn.
»Yo tenía doscientos dólares ahorrados y decidí retirarme
de la escena. Era a principios del verano. Fui
a Long Island y allí encontré una aldeíta admirable,
llamada Soundport, a orillas del mar. Pensaba pasar
aquí el verano, perfeccionar la declamación y empezar
a dar clases en otoño. Una señora vieja tenía una
casa junto a la playa, y a veces alquilaba una o dos
habitaciones, más por tener compañía que por dinero,
y me puse de acuerdo con ella. Había otro huésped:
el reverendo Arthur Lyle.
»Y él fue el protagonista del caso. No te impacientes,
Lynn. Enseguida acabo. Es una función en un
solo acto.
»En cuanto vi a ese hombre, Lynn, me conmovió.
En cuanto me habló dos palabras me enamoré de él.
Resultaba distinto de los hombres que se ven entre
los públicos. Era alto, delgado y tan suave en el andar
que nunca se le oía llegar, pero se le sentía. Parecía
un caballero de la Tabla Redonda [mesa en torno a la que se reunían el rey Arturo y los caballeros
por él elegidos. Estos tenían como objetivo encontrar el Santo
Grial. Simboliza la
idea de caballerosidad], su voz era como
la de un violoncelo, y sus modales…
»Te digo, Lynn, que si tomas a John Drew en su
mejor escena de interiores y lo comparas con el pastor
Lyle, verías detener a Drew por perturbador del
orden público.
»Paso por alto los pormenores. El caso es que al
cabo de un mes Arthur y yo estábamos comprometidos
para casarnos. Él solía predicar en un púlpito
del tamaño de una butaca. El edificio de su parroquia
metodista no superaba el de un coche restaurante,
y en la casa rectoral había gallinas y madreselvas.
Arthur me predicaba mucho acerca del cielo, pero
mi pensamiento se concentraba siempre en las gallinas
y las madreselvas para cuando nos casáramos.
»No le dije que había pertenecido al teatro. Odiaba la
profesión y todo lo referente a ella, y no pensaba volver
a ejercerla en mi vida. De modo que me pareció lo
mejor no revolver las cosas. Yo era una mujer honrada
y no había hecho nada de lo que tuviera que avergonzarme.
Fuera de ser actriz, apenas mi conciencia
tenía otra cosa que reprocharme.
»Me sentía feliz, Lynn. Cantaba en el coro y asistía a
las reuniones del ropero de señoras. Una vez recité
Annie Laurie con «destreza que rayaba en lo profesional
», según comentó el órgano perodístico del pueblo.
Arthur y yo dábamos paseos por los bosques, y
también en bote, e íbamos de pesca, y aquel pueblecito
olvidado me parecía lo más admirable del mundo.
Hubiera vivido allí muy contenta todo el resto de
mi vida, pero…
»Una mañana la señora Gurley, la viuda que teníamos
por patrona, comenzó a hablar conmigo mientras
la ayudaba a desgranar alubias a la puerta de su
casa, y se esforzó en enterarme de lo que no me importaba,
como suelen hacer todas las patronas del
mundo. Me aseguró que el buen Lyle tenía la idea de
que yo era una santa bajada a la tierra, porque él,
desde luego, también estaba enamorado de mí.
»Prosiguió explicándome todas las virtudes y méritos
de su huésped, y acabó hiriéndome un poco al
revelarme que Arthur, poco antes de conocerme, había
tenido unos amores muy románticos que acabaron
de mala manera. Aunque no parecía estar muy
enterada de los detalles, sabía que aquel asunto afectó
a Arthur muy profundamente. Añadió que había adelgazado
mucho, y que tenía una especie de recuerdo
de la dama en una cajita de palo de rosa que guardaba
en un cajón del escritorio de su despacho.
»—Varias veces —dijo— lo he visto contemplar el
interior de esa caja durante las noches. Y siempre la
cierra cuando alguien entra en la habitación.
»Como puedes imaginar no pasó mucho tiempo sin
que tomase a Arthur por la muñeca y bajase la escalera
con él hablándole al oído.
»Por la tarde nos hallábamos en un bote, en la bahía,
al borde mismo de la orilla, junto a los lirios de
agua.
»—Arthur —le dije—, nunca me has confesado que
hayas tenido otro amor. Pero me lo ha contado la señora
Gurley. ¿Qué puedes decirme de eso?
»—Ya sabes, querida Lynn, que no resisto los hombres
mentirosos.
»Me miró con francos ojos, sin apartar la vista.
»—Puesto que lo sabes —respondió—, te diré que
he estado enamorado, y mucho. No quiero mentirte.
»—Explícamelo todo —pedí.
»—Mi querida Ida… —empezó Arthur.
»No te extrañes por lo del nombre, Lynn, pues en
Soundport usaba el mío propio.
»—Mi querida Ida, ese amor anterior fue, en realidad,
espiritual. Esa mujer despertó mis más profundos
sentimientos, y creo que hubiera sido mi esposa
ideal, pero nunca fuimos presentados ni le hablé. Todo
resultó platónico. Mi amor por ti no es menos ideal,
pero es diferente. Procuremos que aquella ilusión efímera
no se interponga entre nosotros.
»—¿Era bonita? —le pregunté.
»—Muy bella —dijo Arthur.
»—¿La viste a menudo?
»—Doce o quince veces.
»—¿Siempre a distancia?
»—Siempre a mucha distancia —respondió.
»—¿Y la querías?
»—Me parecía mi ideal de belleza, de gracia y de
espíritu —repuso Arthur.
»—Y lo que guardas de ella, ¿qué es?
»—Un recuerdo —dijo él— que conservo como un
tesoro.
»—¿Te lo envió ella?
»—De ella provino.
»—¿Indirectamente?
»—De manera un poco especial, pero más bien directa.
»—¿Y por qué no le propusiste nada? —pregunté—.
¿Tan diferentes eran sus posiciones en la vida?
»—Estaba muy distanciada de mí —contestó Arthur—.
Pero, ¿a qué viene esto, mujer? ¿Tienes celos?
»—No —repuse—. Viendo que eres capaz de enamorarte
platónicamente te estimo diez veces más que
antes.
»No sé si lo comprenderás, Lynn, pero no mentía.
Aquel amor ideal era cosa nueva para mí, y me pareció
lo más bello y espléndido que oyera nunca. ¡Un
hombre enamorado de una mujer a la que no había
hablado jamás, y cuyo recuerdo mantenía en el corazón
para seguir siéndole fiel! Era admirable. Los hombres
que conocía son los que buscan a las mujeres
ofreciendo diamantes, migajas de otra mesa, aumentos
de sueldo, pero ideales… Bueno, ¡basta! Sabemos
lo que eso significa.
»Para concluir, me quedé más enamorada de Arthur
que nunca. No podía sentirme celosa de aquella lejana
divinidad a la que había adorado, porque él iba a
ser para mí, y comencé a considerarlo un santo en la
tierra, como hacía la señora Gurley.
»Esta tarde, cerca de las cuatro, acudió un hombre
a ver a mi prometido para pedirle que fuera a visitar a
un individuo que estaba muy enfermo. La patrona se
encontraba durmiendo la siesta, de modo que quedé
sola en la casa.
»Al pasar ante el despacho de Arthur, vi que la puerta
estaba abierta. Tenía puesto el llavero en uno de los
cajones de su mesa, donde sin duda lo había olvidado.
»¿Verdad, Lynn, que a todas se nos ha ocurrido alguna
vez desempeñar el papel de mujeres de Barba
Azul? Resolví mirar el recuerdo que Arthur guardaba
tan secretamente; no porque me importase, sino
por curiosidad.
»Mientras abría el cajón calculé lo que podía ser tal
recuerdo. Acaso una rosa seca que le hubiesen tirado
desde un balcón, o una fotografía recortada de
una revista, porque si estaba, por lo visto, en una
posición tan distanciada…
»Abrí el cajón y encontré la cajita de palo de rosa
que tenía el tamaño de las que usan los hombres para
guardar los cuellos. Hallé la llave que se ajustaba a
la cerradura y alcé la tapa.
»Miré aquel recuerdo y enseguida corrí a mi cuarto
y preparé el equipaje. Recogí unas cuantas cosas, me
peiné de cualquier manera, me puse el sombrero y
desperté a la vieja de una patada. Hasta entonces
había procurado ser correcta pensando en Arthur,
pero entonces…
»—¡No empiece con las palmadas, y cierre el pico!
—dije—. La niña se va a los puertos. Me largo y le
debo ocho dólares. Mandaré al recadero a buscar el
baúl —y le entregué el dinero.
»—Querida señorita Crosby —dijo la mujer asombrada—,
¿se le ha molestado en algo? Creí que estaba
satisfecha en esta casa. ¡Válgame Dios! ¡Qué difícil
es comprender a las jóvenes, y que distintas son de
lo que pensamos!
»—Tiene usted más razón que una santa —repuse—.
Algunas son diferentes. Los hombres, no. La
que conoce a uno conoce a todos. Resuelto el problema
humano, ¿eh?
»Embarqué en el tren de las cuatro y treinta y ocho,
con carbonilla a discreción, y aquí me tienes.
—No me has dicho lo que contenía la caja de palo
de rosa —señaló Lynnette con ansiedad.
—Una de las ligas amarillas que solía tirar al público
en el número que sabes. ¡Los pastores metodistas!
Queda un poco de bebida, ¿Lynn?
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