O. Henry
(William Sydney Porter)

(North Carolina, 1862 - New York, 1910)


Mammon y el arquero (1905)
(“Mammon and the Archer”)
Originalmente publicado en The World (19 de marzo de 1905);
The Four Million
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1906, 159 págs.)



      El viejo Anthony Rockwall, fabricante retirado y propietario del Jabón Eureka de Rockwall, miró por la ventana de la biblioteca de su residencia de la Quinta Avenida y sonrió. Su vecino de la derecha —el aristocrático clubman V. Van Schuylight Suffolk–Jones— salió para subir al automóvil que lo esperaba, frunciendo la nariz como de costumbre con aire insultante ante los bajorrelieves renacentistas que ostentaba la fachada del palacio de Rockwall.
       —¡Vieja y engreída estatuilla de la inutilidad! —comentó el ex rey del jabón—. El Museo del Edén se quedará con ese viejo Nesselrode petrificado si no se cuida. En el verano próximo haré pintar esta casa de rojo, blanco y azul, y veremos si eso le hará mirarla con tanto desdén.
       Y Anthony Rockwall, que ignoraba los timbres, fue hacia la puerta de su biblioteca y gritó “¡Mike!” con la misma voz que había retumbado antaño en las praderas de Kansas.
       —Avise a mi hijo que venga antes de marcharse —ordenó al sirviente que acudió.
       Cuando el joven Rockwall entró en la biblioteca, el viejo dejó el periódico, lo miró con bondadosa severidad en su semblante liso y rubicundo y revolvió con una mano su mechón de pelo blanco, mientras hacía tintinear con la otra las llaves en el bolsillo.
       —Richard —dijo Anthony Rockwall—. ¿Cuánto pagas por el jabón que usas?
       Estas palabras sobresaltaron un tanto a Richard, quien había vuelto de la universidad seis meses antes.
       Aún no conocía lo suficiente al autor de sus días, un hombre tan pródigo en sorpresas como una muchacha en su primera fiesta.
       —Seis dólares la docena de pastillas, papá, según creo.
       —¿Y por tu ropa?
       —Calculo que unos sesenta dólares, generalmente.
       —Eres un caballero —declaró Anthony, con aire resuelto—. He oído decir que esos jóvenes petimetres pagan veinticuatro dólares por una docena de pastillas de jabón y exceden los cien tratándose de ropa. Tienes tanto dinero para derrochar como cualquiera de ellos y, con todo, te limitas a lo que es decente y moderado. Por mi parte, uso el viejo Eureka..., no por razones sentimentales, sino porque es el jabón más puro que se fabrica. Siempre que se paga más de diez centavos la pastilla, se compran malos perfumes y etiquetas. Pero cincuenta centavos está en consonancia con un joven de tu generación y posición. Como dije, eres un caballero. Afirman que se requieren tres generaciones para formar uno. Se equivocan. El dinero lo forma con la misma facilidad con que se desliza la grasa del jabón. Te ha convertido en un caballero. Y... ¡qué diablos!... por poco ha hecho uno de mí. Soy casi tan descortés y desagradable y mal educado como esos dos viejos linajudos que viven en las casas contiguas a la mía y que no duermen tranquilos desde que compré la casa que está entre las de ellos.
       —Hay cosas que no se pueden obtener con dinero —observó el joven Rockwall, con aire lúgubre.
       —Vamos, no hables así —dijo el viejo Anthony, escandalizado—. Apuesto mi dinero en favor del dinero en cualquier caso. He recorrido el diccionario íntegro, hasta la Y, buscando algo que no se pueda comprar con dinero; y creo que tendré que apelar al apéndice del diccionario en la semana próxima. Juego al dinero contra el mundo entero. Dime algo que no se pueda comprar con él.
       —Por lo pronto, no permite ingresar a los círculos selectos de la sociedad —respondió Richard, un poco fastidiado.
       —¡Ajá! ¿Con que no? —gritó el paladín de la raíz del mal—. ¿Dónde estarían tus círculos selectos si el primero de los Astor no hubiese podido pagarse su pasaje en el entrepuente para venir aquí?
       Richard suspiró.
       —Y a eso iba —dijo el viejo, más aplacado ya—. Por eso te llamé. A ti te pasa algo, muchacho. Lo he notado en estas dos últimas semanas. Vamos, habla. Creo que yo podría disponer de once millones en las veinticuatro horas próximas, sin contar mis inmuebles. Si se trata de tu hígado, tienes el “Rambler” fondeado en el puerto, cargado de carbón y listo para viajar a las Bahamas en dos días.
       —Tu conjetura es bastante acertada, papá; no la erraste por mucho.
       —¡Ah! —dijo con vivacidad el viejo Anthony—. ¿Cómo se llama la chica?
       Richard empezó a pasearse por la biblioteca. En su rústico padre había camaradería y solidaridad suficientes para suscitar su confianza.
       —¿Por qué no le declaras tu amor? —preguntó el viejo Anthony—. Se te echará al cuello. Tienes dinero y estampa y eres un muchacho decente. Tus manos están limpias. No hay jabón Eureka sobre ellas. Has estado en la universidad, pero la chica hará caso omiso de eso.
       —No he tenido oportunidad de hablarle —dijo Richard.
       —Búscala —dijo su progenitor—. Llévala de paseo por el parque o a dar una vuelta en coche, o acompáñala a su casa cuando vuelva de la iglesia. ¡Una oportunidad! ¡Vamos!
       —Tú no conoces el molino social, papá. Ella forma parte del torrente que lo hace girar. Cada día, cada hora y cada minuto de su tiempo están ocupados con días de antelación. Necesito conseguir a esa muchacha, papá, o esta ciudad será siempre para mí un pantano. Y no puedo escribirle: no puedo hacerlo.
       —¡Hombre! —dijo el viejo—. ¿Quieres hacerme creer que, con todo mi dinero, no puedes obtener un par de horas del tiempo de esa muchacha?
       —He postergado demasiado el asunto. Ella se embarca para Europa pasado mañana a mediodía, para quedarse allí dos años. Podré estar a solas con ella mañana por la noche durante unos pocos minutos. Ahora se halla en Larchmont, en casa de su tía. No puedo ir allí. Pero no me ha permitido que vaya a recibirla a la Estación Central mañana por la noche, con un coche, cuando llegue el tren de las 8.30. Iremos por Broadway a toda velocidad al Wallack, donde su madre y unos amigos nos esperarán en el vestíbulo. ¿Crees que escucharía una declaración mía durante esos seis u ocho minutos, en semejantes circunstancias? No. ¿Y qué probabilidades de éxito tendría yo en el teatro o más tarde? Ninguna. No, papá. Tu dinero no puede desenredar este embrollo. No podemos comprar un solo minuto de tiempo con dinero; si así fuera, la gente rica viviría mucho más. No tengo esperanzas de hablar con la señorita Lantry antes de que se embarque.
       —Perfectamente, hijo mío —dijo con aire risueño el viejo Anthony—. Ahora puedes irte a tu club. Me alegro de que no se trate de tu hígado. Pero no te olvides de quemar unas pajuelas perfumadas en el templo chino ante el gran dios Mazuma, de vez en cuando. ¿Dices que con el dinero no se puede comprar tiempo? Bueno, desde luego, uno no puede ordenar que le envuelvan la eternidad y se la manden a casa por un precio, pero he visto al Padre Tiempo magullarse los talones con las piedras cuando cruzaba los lavaderos de oro.
       Esa noche vino la tía Ellen, afable, sentimental, cubierta de arrugas, suspirante, abrumada por las riquezas, y al encontrar a su hermano Anthony leyendo el periódico de la noche, empezó a perorar sobre los infortunios de los enamorados.
       —Richard ya me dijo todo eso —declaró Anthony, bostezando—. Le contesté que mi cuenta bancaria estaba a su disposición. Entonces empezó a vapulear el dinero. Dijo que no podría ayudarle. Y que las normas sociales no podían ser desviadas ni un metro por un equipo de multimillonarios.
       —Oh, Anthony —replicó, con un suspiro, la tía Ellen—. Ojalá no le dieras tanta importancia al dinero. La riqueza nada significa cuando hay un verdadero afecto. El amor es todopoderoso. ¡Si Richard hubiese hablado antes! Ella no habría podido rechazarlo. Pero temo que ahora sea demasiado tarde. Ya no tendrá oportunidad de hablarle. Todo tu oro no podrá darle la felicidad a tu hijo.
       A las ocho de la noche siguiente la tía Ellen sacó un antiguo anillo de oro de un estuche apolillado y se lo dio a Richard.
       —Úsalo esta noche, sobrino —pidió—. Me lo regaló tu madre. Dijo que daba suerte en el amor. Me rogó que te lo diera cuando encontraras a la mujer amada.
       El joven Rockwall tomó el anillo con aire de veneración y se lo probó en el meñique. La sortija resbaló hasta el segundo nudillo, y se detuvo. Se la quitó y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta, de acuerdo con el hábito masculino. Luego pidió por teléfono su coche.
       En la estación, capturó a la señorita Lantry entre la ruidosa multitud a las 8.32.
       —No debemos hacer esperar a mamá y a los demás —manifestó la joven.
       —¡Al teatro Wallack, con toda la rapidez posible! —ordenó con lealtad Richard.
       Enfilaron velozmente por la calle 42 rumbo a Broadway y luego bajaron por el camino de blancas estrellas que lleva de las suaves praderas del crepúsculo a las rocosas colinas de la mañana.
       En la calle 34 el joven Richard levantó con rapidez la escotilla y ordenó al cochero que parara.
       —Se me ha caído un anillo —se excusó, mientras se apeaba—. Era de mi madre y me dolería mucho perderlo. Solo la demoraré un minuto. Vi donde cayó.
       Antes de que hubiera transcurrido el minuto, el joven Rockwall volvió al coche con el anillo.
       Pero en ese breve lapso, delante del coche se había detenido un automóvil. El cochero intentó desviar el cabriolé hacia la izquierda, pero un pesado camión le cerró el camino. Probó después por la derecha y tuvo que apartarse de un furgón de mudanzas que no tenía por qué estar allí. Procuró retroceder, pero finalmente dejó caer las riendas y blasfemó a conciencia. Lo bloqueaba una enredada maraña de vehículos y caballos.
       Se había producido una de esas congestiones de tránsito que suelen paralizar de pronto el comercio y el movimiento en la gran ciudad.
       —¿Por qué no sigue? —preguntó con impaciencia la señorita Lantry—. Llegaremos tarde.
       Richard se paró en el cabriolé y miró. Vio un mar de carros, camiones, coches, furgones y tranvías que llenaban el vasto espacio donde se cruzan Broadway, la Sexta Avenida y la calle 34, como llena una doncella de sesenta y cinco centímetros de talle su cinturón de cincuenta y cinco. Desde todas las calles adyacentes, otros vehículos avanzaban, traqueteando a toda velocidad hacia aquella densa y forcejeante masa, trabando las ruedas y añadiendo al fragor las imprecaciones de sus conductores. Parecía que todo el tránsito de Manhattan se apiñaba a su alrededor. Ni los más viejos neoyorquinos que había entre los miles de espectadores parados en las aceras recordaban una congestión de semejantes proporciones.
       —Lo siento muchísimo —dijo Richard, volviendo a sentarse—. Pero parece que nos hemos atascado. Ni en una hora arreglarán este lío. La culpa fue mía. Si no se me hubiese caído el anillo, nosotros...
       —Muéstremelo —dijo la señorita Lantry—. Ahora que esto no tiene remedio, tanto me da. De todos modos, los teatros me parecen algo estúpidos.
       A las once de la noche, alguien llamó suavemente a la puerta de Anthony Rockwall.
       —Adelante —gritó Anthony, quien vestía una bata roja y leía un libro de aventuras de piratas.
       Ese alguien era la tía Ellen, cuyo aspecto evocaba a un ángel de cabellos canos abandonado en la tierra por error.
       —Ya son novios, Anthony —dijo, con dulce voz—. Ha prometido casarse con Richard. Cuando iban al teatro, hubo una congestión de tránsito y su cabriolé tardó dos horas en salir de allí. Y..., ¡oh, hermano Anthony! ... No te vuelvas a jactar del poder del dinero. Lo que permitió a nuestro Richard encontrar la felicidad fue un pequeño símbolo del verdadero amor, un anillito que encarnaba un cariño infinito y desinteresado. Se le cayó en la calle y se apeó para recobrarlo. Y antes de que pudieran proseguir el viaje, se produjo la congestión. Richard le habló a su amada y la conquistó mientras el coche estaba clavado allí. El dinero es una basura comparado con el verdadero amor, Anthony.
       —Muy bien —dijo el viejo Anthony—. Me alegro de que el chico haya conseguido lo que quería. Ya le dije yo que no ahorraría gastos con tal que él...
       —Pero... ¿De qué habría podido servirle tu dinero, hermano Anthony?
       —Hermana —dijo Anthony Rockwall—. Mi pirata está en un apuro tremendo. Acaban de hundirle el barco y es un juez demasiado bueno del valor del dinero para permitir que se pierda. Por favor, déjame seguir leyendo este capítulo.
       Este cuento debería acabar aquí. Yo lo desearía tanto como el lector. Pero debemos llegar al fondo del pozo para descubrir la verdad.
       Al día siguiente, una persona de manos rojas y corbata a lunares, que dijo llamarse Kelly, vino a casa de Anthony Rockwall y fue recibido sin demora en la biblioteca.
       —Bueno —dijo Anthony, teniendo la mano hacia su talonario de cheques—. Fue un buen trabajo. Veamos... Le di 5 000 dólares al contado.
       —Agregué otros 300 de mi bolsillo —repuso Kelly—. Tuve que exceder un poco el presupuesto. Pude conseguir la mayoría de los carros y cabriolés por 5 dólares; pero los camiones y las yuntas de caballos me costaron 10. Los conductores de tranvías quisieron 10 dólares y algunos de los carreros 20. Los más costosos fueron los policías; a dos de ellos les pagué 50 dólares, y a los demás, 20 y 25. Pero... ¿verdad que salió bien, señor Rockwall? Me alegro de que William A. Brandy no haya presenciado esa escenita, esa aglomeración de vehículos al aire libre. ¡Se le habría encogido el corazón de envidia! ¡Y eso que no hicimos un solo ensayo! Los muchachos llegaron al sitio fijado con una puntualidad perfecta. Pasaron dos horas antes de que una víbora pudiera meterse debajo de la estatua de Greeley.
       —Aquí tiene 1300 dólares, Kelly —dijo Anthony, arrancando un cheque del talonario—. Sus 1000, y los 300 que debió agregar de su bolsillo. Usted no desprecia el dinero..., ¿verdad, Kelly?
       —¿Yo? —dijo Kelly—. Le daría una buena tunda al que inventó la pobreza.
       Anthony llamó a Kelly cuando este ya había llegado a la puerta.
       —¿No notó usted entre la congestión del tránsito a un niño regordete y desnudo que disparaba flechas con un arco? —le preguntó.
       —No —respondió Kelly, intrigado—. No lo noté. Si estaba desnudo, como usted dice, es probable que los policías lo hayan detenido antes de llegar allí.
       —Ya me imaginaba yo que ese bribonzuelo no se dejaría ver —dijo Anthony, riendo entre dientes—. Adiós, Kelly.




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