O. Henry
(William Sydney Porter)

(North Carolina, 1862 - New York, 1910)


Secuestro de un rehén (1905)
[Otro título en español: “Rehenes de Momo”]

(“Hostages to Momus”)
Originalmente publicado en la revista The Munsey, 33.4 (julio de 1905), págs. 466-473;
The Gentle Grafter
(New York: The McClure Company, 1908, 235 págs.)



I

      Sólo una vez entré en las profundidades de los ámbitos ilegítimos de la vida del fraude. Sí, lo repito; sólo una vez contrarié las decisiones de los estatutos establecidos inicié una empresa por la que tendría que disculparme incluso bajo las leyes de fideicomiso de Nueva Jersey.
       Yo y Calígula Polk, natural de Muskogee, en la Nación Creek, estábamos en el Estado mexicano de Tamaulipas dirigiendo una peripatética lotería y un salón donde se jugaba al monte. La venta de billetes de lotería es una ilegalidad exclusiva del Gobierno de México, como en los Estados Unidos lo es el vender por cuarenta y nueve centavos sellos de Correos que sólo valen cuarenta y ocho. Así que el tío Porfirio ordenó a los rurales para que se ocuparan de nuestro caso.
       ¿Rurales? Son una especie de policía que vela por el orden en el campo mexicano; pero que ningún norteamericano trace mentalmente un retrato a lápiz asemejando esos soldados a nuestros dignos policías con una estrella de hojalata y una perilla gris. Los rurales —bueno, si montáramos nuestra Corte Suprema en caballos salvajes, los armáramos con rifles Winchesters, lanzándolos inmmediatamente en persecución del hombre común y compañía, habremos obtenido una imagen bastante cabal de ese cuerpo mexicano.
       Cuando los rurales nos cayeron atrás, nosotros nos dirigimos hacia los Estados Unidos. Nos persiguieron hasta Matamoras. Nos escondimos en un ladrillero, y por la noche pasamos Río Grande a nado. Calígula llevaba un ladrillo en cada mano y los dejó caer, sin darse cuenta, en cuanto pisamos tierra de Texas.
       Desde allí emigramos a San Antone, y después a Nueva Orleans, donde resolvimos descansar algún tiempo. Y en aquella ciudad llena de balas de algodón y otros complementos de la belleza femenina, entablamos conocimiento con las bebidas inventadas por los creoles durante la época de Louey Cans, bebidas que todavía se sirven abundosamente poco menos que en todas las puertas laterales de todas las casas. Lo que más recuerdo de aquella ciudad es que Calígula, yo y un francés llamado McCarty —más concretamente, Adolfo McCarty— nos obstinábamos en hacer que el Barrio Francés nos pagara no sé qué cantidades sueltas, por derechos de estampillado, de los tiempos de la compra de la Luisiana. Estábamos en eso cuando alguien gritó que se aproximaban los juandarmes. Recuerdo difusamente haber adquirido dos billetes amarillos en una ventanilla y aún me parece ver a un hombre con un farol gritando: “¡Todos a bordo!” Y no recuerdo más sino que el carnicero del tren se esforzó en vendernos a Calígula y a mí las obras ilustradas de Augusta J. Evans.
       Cuando nos dimos cuenta de dónde estábamos, resultó que habíamos ido a parar al Estado de Georgia y a un lugar no señalado en las guías de ferrocarriles más que por un asterisco, lo que significaba que los trenes se detenían allí los jueves de cada semana, y eso aún tenía que ser facultativamente, si se les hacía la oportuna señal. Despertamos en un hotel de paredes de pino amarillo, ruidoso a flores y oloroso a aves. Y esto no es una paradoja, puesto que el viento lanzaba contra los muros de la casa girasoles tan grandes como ruedas de coche y nuestra ventana daba precisamente sobre un gallinero. Calígula y yo nos vestimos y bajamos. El posadero estaba pelando guisantes junto a la puerta. Medía seis pies de alto, le sacudían escalofríos de fiebre y tenía el color propio de un hijo de Hong-Kong, aunque en otros aspectos parecía susceptible de ser víctima del ejercicio de sus sentimientos.
       Calígula, que era portavoz de nacimiento, aunque fuese pelirrojo e impaciente ante cualquier tipo de dolor, habló.
       —Socio —dice—, buenos días, y váyase todo al diablo. ¿Le importaría decirnos por qué estamos? Sabemos la razón por la que estamos donde, pero no podemos averiguar exactamente en qué lugar.
       —Bueno, caballeros —respondió el posadero—, ya me figuraba yo que algo así me preguntarían cuando despertasen. Se apearon aquí del tren de las nueve y treinta, y estaban muy bebidos. Sí, muy cargados de alcohol. Y puedo informarles de que se hallan en la ciudad de Mountain Valley, en el estado de Georgia.
       —Además de lo cual —argumentó Calígula— quizá corramos el riesgo de que nos diga que no hay nada que comer.
       —Siéntense, caballeros —dice el propietario—, y en veinte minutos los llamaré para el mejor desayuno que puedan conseguir en la ciudad.
       El desayuno resultó componerse de tocino frito, más una especie de bloque amarillento que nos pareció intermedio entre un bollo y una masa de piedra caliza. El hostelero daba a aquello el nombre de pastel de maíz. Tras esto nos sirvió ese plato exageradamente popular conocido por el nombre de gachas, y así Calígula y yo pudimos saborear el célebre manjar que capacitaba a Juanito Reb para liquidar dos o tres yanquis y a persistir en la misma hazaña durante cuatro años seguidos.
       —Lo que me extraña, después de probar esto —dijo Calígula—, es que los muchachos del tío Roberto Lee no batiesen y persiguiesen a Grant y a Sherman hasta arrojarlos al Hudson. Yo me volvería loco si comiera con frecuencia semejante potingue.
       —El cerdo y el maíz —le explico— son la comida típica de estas tierras.
       —Pues debieran dedicarlo a usos apropiados —observó Calígula—. Yo creía que esto era un hotel y no un establo. Si estuviéramos en Muskogee, la taberna de San Lucifer, ya te enseñaría yo lo que es un auténtico desayuno. Para empezar, filetes de antílope e hígado frito, chuletas de venado con chili con carne y frituras de piña, y luego sardinas y escabeche, todo rematado con una cesta de fruta escogida y una botella de cerveza. En los restaurantes del Este no so encuentra una minuta parecida.
       —Demasiado espléndido —dije—. He viajado mucho, desde luego, y no tengo prejuicios. Pero te aseguro que no tomará un desayuno perfecto quien no tenga los brazos bastante largos para alcanzar su café en Nueva Orleans y sus panecillos en Norfolk, mientras extiende el brazo hasta Vermont para cortar una tajada de manteca fresca, en tanto que toma en Indiana miel de una colmena próxima a un campo de trébol. Entonces se acercaría bastante a hacer una colación igual a la de los dioses en el Monte Olimpo.
       —Demasiado efímero —dice Calígula—. Yo prefiero huevos con jamón o estofado de conejo. ¿Qué consideras el más edificante y casual en el camino de una cena?
       —He estado enamorado de vez en cuando —respondo—, con ramificaciones elegantes de larvas tales como tortugas acuáticas, langostas, ave acuática, jamón con gelatina y pato a la cazuela; pero después de todo, no hay nada menos desagradable para mí que un filete de res, guarnecido de setas y comido en una terraza donde se perciba el ruido de los vehículos de Broadway, mientras en la acera toca un organillo y los vendedores de periódicos vocean las ediciones extraordinarias publicadas con motivo del último suicidio. En cuanto al vino, ofréceme un razonable Ponticani. Y esto es todo, excepto que hay que completarlo con una demi-tasse.
       —Bien —murmuró Calígula—. No te niego que en Nueva York podrás ser un entendido. Quien habla de demi-tasse es natural que busque comidas refinadas.
       —Nueva York es una ciudad ideal para los epicúreos —repuse—. Pronto te acomodarías a las costumbres locales si estuvieses allí.
       —A otros les he oído lo mismo —dijo Calígula—. Pero me parece que no me pasaría lo que aseguras. Yo sé buscarme las cosas por mi propia cuenta.


II

      Después del desayuno salimos a la terraza, encendimos dos de los más perfectos cigarros de que el posadero disponía y echamos una mirada a Georgia.
       La parte visible del escenario nos pareció bastante pobre. No se veía sino una sucesión de montes rojizos llenos de quebradas y manchones boscosos. Las zarzamoras eran lo único que evitaba el derrumbe total de las cercas. A unas quince millas hacia el norte se divisaba una cadena de montañas nutridas de vegetación.
       Decididamente aquella aldea de Mountain Valley andaba mal. Unas doce personas vagaban desalentadamente por las aceras; pero lo que más abundaba eran los barriles para contener el agua de lluvias, los gallos y los chiquillos hurgando en unos montones de cenizas, restos de las escenas inspiradoras del Tío Tom.
       Cuando nos encontrábamos entregados a esta contemplación, pasó por el otro lado de la calle un hombre muy alto con levita y sombrero de castor. Cuantos lo veían lo saludaban ceremoniosamente y algunos hasta cruzaban la calle para estrecharle la mano; la gente salía de tiendas y casas para darle los buenos días; las mujeres se asomaban a las ventanas y le sonreían; y los niños cesaban de jugar para mirarlo. Nuestro posadero bajó de la terraza, se dobló en dos como la regla de un carpintero y cantó con voz estremecida: “Buenos días, mi coronel”, cuando el hombre iba ya a doce yardas de distancia.
       —¿Es ese Alejandro, amigo? —preguntó Calígula—. ¿Podría informarme por qué le llaman “el Grande”?
       —Ese, señores, es nada menos que el coronel Jackson T. Rockingham, presidente del Ferrocarril de Sunrise & Edenville Tap, alcalde de Mountain Valley y director del Comité de Inmigración y Salud Pública.
       —Ha estado ausente muchos años, ¿eh? —pregunté yo.
       —No, señor. El coronel Rockingham se dirige al correo en busca de su correspondencia. Sus conciudadanos se complacen en honrarlo de este modo todas las mañanas. El coronel es nuestro más eminente ciudadano. Además del total de las acciones del Ferrocarril de Sunrise & Edenville Tap, es dueño de unos mil acres de aquellas tierras que se extienden más allá del barranco. Mountain Valley considera un placer poder venerar a un ciudadano de tan importante fortuna y tan noble espíritu cívico.
       Esa tarde, Calígula pasó una hora tendido de espaldas y estudiando periódicos, acto inusitado en un hombre que generalmente abomina de la literatura en todas sus formas. Cuando salió de su ensimismamiento, me condujo al fondo de la terraza donde se sacaban los paños de cocina a la luz de la luna. Comprendí inmediatamente que Calígula había concebido una idea lucrativa. Se mascaba una punta del bigote y corría nerviosamente los ganchos de sus suspensores.
       —¿De qué se trata ahora? —le pregunté—. Mientras no se te haya ocurrido relatar una mina anegada o descubrir tesoros enterrados, estoy dispuesto a escucharte.
       —¿Descubrir tesoros? ¡Ah! Te refieres al sistema de los Keystoners. Quemaban las plantas de los pies a las ancianas presuntamente ricas para que les revelaran el lugar donde tenían oculto su dinero.
       Cada vez que Calígula hablaba de negocios, sus frases eran cortas y amargas.
       —¿Ves aquellas montañas? —dijo, apuntando hacia ellas—. ¿Y recuerdas a aquel coronel que es dueño de un ferrocarril y causa más sensación cuando va al correo que Roosevelt cuando lo desmantela? He pensado que sería oportuno secuestrar a este opulento personaje y pedir un rescate de diez mil dólares.
       —Sería ilegal —protesté, sacudiendo la cabeza.
       —Ya sabía que alegarías eso —contestó Calígula—. No te niego que, a primera vista, parece contrario a todos los principios de paz y dignidad. Pero te equivocas. Ese periódico me dio la idea. ¿Te avendrías a tomar parte en un negocio equitativo que el propio gobierno de los Estados Unidos ha perdonado, endosado y ratificado?
       “El secuestro figura como acto inmoral en la lista derogatoria de los estatutos. Si los Estados Unidos lo sustentan ahora, ha de ser porque ha variado su ética en este punto y otros tales como el suicidio racial y el contrabando de drogas.
       “Escúchame y te contaré el caso que acabo de leer en ese diario —me dijo Calígula—. Había un ciudadano griego, llamado Burdick Harris, que fue cogido prisionero por los africanos; Estados Unidos mandó dos acorazados al estado de Tánger y obligó al rey de Marruecos a entregar setenta mil dólares a Al-Raisuli.
       —No te apresures —le rogué—. Este asunto me parece demasiado internacional para una clara y rápida comprensión. Dame más detalles del caso.
       —Las noticias vienen firmadas por el corresponsal en Constantinopla —me informó Calígula—. Sucedió todo hace seis meses. Pronto la historia vendrá confirmada en las revistas mensuales y no tardaremos en encontrar versiones minuciosas, junto a las fotos de erupciones del monte Pelée, en los semanarios de peluquerías. Ya verás que es perfectamente verosímil, Pick. El tal Raisuli secuestró a Burdick Harris en sus montañas y envió circulares a diferentes naciones indicando el precio del rescate. Vamos, y no te figurarás por un momento que John Hay iba a comprometerse en un asunto turbio si no se tratara de algo perfectamente justificado.
       —Ya lo creo —afirmé—. Siempre he considerado atinada la política de Bryan y no podría, en conciencia, decir una palabra en contra de la administración republicana…, hasta el momento. Pero si Harris era griego, ¿amparado en qué cláusula del protocolo internacional intervino Hay?
       —No lo dice claramente en el periódico —continuó Calígula—. Supongo que por delicadeza. Tú sabes que él fue quien escribió ese poema sublime, “Pantaloncitos”, y que los griegos usan poco o nada de esta prenda. En todo caso, John Hay mandó el Brooklyn y el Olympia para que cubrieran la costa africana con cañones de treinta y cinco pulgadas. Enseguida, Hay cablegrafió preguntando por la salud de la persona grata. “¿Y cómo están hoy?”, decía el cable. “¿Está vivo aún Burdick Harris o ha muerto Al-Raisuli?”. Y, entonces, el rey de Marruecos envió los setenta mil dólares del rescate y los secuestradores dejaron libre a Burdick Harris. Después de esto no existe, entre las naciones afectadas por este incidente, ni siquiera la animosidad que provoca un congreso de paz. Y Burdick Harris responde a los periodistas, en idioma griego, que con frecuencia ha oído hablar de los Estados Unidos y que admira a Roosevelt casi tanto como a Al-Raisuli, el más blanco y caballero de los secuestradores que jamás le haya tocado en suerte. Ya ves, pues, Pick; tenemos a nuestro favor la ley de la nación. Apartaremos del rebaño a este coronel, lo acorralaremos en la montaña y anunciaremos a sus socios y herederos que avaluamos en diez mil dólares la libertad del eminente ciudadano.
       —¡Ah! ¡Tú, auténtico terror territorial! —exclamé—. Te sería difícil engañar a tu tío Tecumseh Pickens. Te acompañaré en este negocio. Pero dudo de que hayas comprendido a fondo este asunto de Burdick Harris, y si una mañana recibimos un telegrama del Secretario de Estado preguntando por la salud de nuestra pequeña estratagema, te propongo adquirir la más próxima y ágil de las mulas y galopar diplomáticamente hacia la cercana y pacífica nación de Alabama.


III

      Calígula y yo pasamos los tres días siguientes explorando las montañas en que nos proponíamos secuestrar al coronel Jackson T. Rockingham. Finalmente nos decidimos por un trozo topográfico rodeado de arbustos y árboles, al cual solo se tenía acceso por un sendero secreto que formamos con nuestras propias manos. Y la única manera de llegar a lo alto del monte era siguiendo la pendiente de una quebrada que ascendía por entre dos elevaciones del terreno.
       Enseguida procedí a una minuciosa organización de los procedimientos. Me dirigí por tren a Atlanta e invertí doscientos cincuenta dólares en los más suculentos y exquisitos artículos alimenticios que pude encontrar. Siempre fui un admirador de los refinamientos gastronómicos en sus formas más paliativas y apetecibles. La carne de cerdo y el hominy no solo son antiestéticos, sino que producen indigestión en mis sentimientos morales. Pensaba que el coronel Jackson T. Rockingham, presidente del Ferrocarril de Sunrise & Edenville Tap, extrañaría el lujo de su hogar opulento, como es fama entre los millonarios sureños. E impulsado por esta preocupación, gasté la mitad de mi capital y el de Calígula en la más deliciosa provisión de comestibles frescos y en conserva que jamás pudiera encontrar en un campamento Burdick Harris o cualquier otro rehén profesional.
       Otros doscientos dólares me costaron algunos cajones de burdeos, dos botellas de coñac, doscientos cigarros habanos con anillos dorados, una cocina portátil, pisos y camas plegables. Quería que el coronel Rockingham estuviera cómodo y esperaba que, al cabo de su involuntaria expedición a las montañas, alabara nuestra finura y don de gentes, tal como hiciera el griego de su amigo que convirtió a los Estados Unidos en cobrador de impuestos africanos. Cuando llegaron los víveres de Atlanta, alquilamos un carro, los trasladamos a la montaña e inauguramos el campamento. Después fuimos en busca del coronel.
       Lo sorprendimos una mañana a unas dos millas de Mountain Valley, mientras visitaba sus tierras pardas. Era un elegante anciano, alto y flaco como una caña de pescar truchas; usaba puños tiesos y unas gafas colgadas de una cinta negra. Le explicamos breve y rápidamente lo que deseábamos y Calígula le mostró con gesto indiferente la culata de su cuarenta y cinco.
       —¿Cómo? —exclamó el coronel Rockingham—. ¿Bandidos en Perry County, Georgia? Daré aviso de esto al Comité de Inmigración y Salud Pública.
       Condujimos al coronel a la montaña y avanzamos por la ladera hasta donde pudo llevarnos el cochecillo. Luego amarramos el caballo y continuamos a pie hasta nuestro campamento.
       —Ahora, coronel —le dijimos—, nuestro interés inmediato es cobrar su rescate. Nada le sucederá si el rey de Marr…, es decir, sus amigos, nos mandan la suma exigida. Entretanto, somos caballeros igual que usted. Si nos promete no escapar, le otorgamos la más amplia libertad de movimientos.
       —Les doy mi palabra —contestó el coronel.
       —Está bien —afirmé—. Son las once de la mañana y procederé con mi socio, el señor Polk, a amenizar el acto con algunas viandas y menudencias de nuestro repostero particular.
       —Gracias —contestó el coronel—. Yo también me siento dispuesto a saborear una tajada de jamón y un plato de hominy.
       —Imposible —le dije con tono enfático—. No en este campamento. Nos encontramos en regiones superiores a las ocupadas por vuestro célebre pero repulsivo guiso.
       Mientras el coronel leía el diario, Calígula y yo nos quitamos las chaquetas y preparamos un almuerzo de lujo, resueltos a demostrar a nuestro huésped el grado de nuestro refinamiento. Calígula era un espléndido cocinero en guisos del Oeste. Podía asar un búfalo o convertir en fricasé un par de venados con la misma facilidad con que una mujer prepara una taza de té. Tenía el talento de confeccionar comestibles cuando se precisaban fuerza, prisa y cantidad. En toda la región al oeste del río Arkansas no había quien pudiera superarlo en el arte de freír panqueques con la mano izquierda, asar costillas de venado con la derecha y pelar un conejo con los dientes al mismo tiempo. En cambio, yo podía hacer guisos à la casserole, à la créole, y manejar el aceite y la pimienta con la habilidad de un chef francés.
       A las doce del día teníamos un almuerzo que parecía un banquete en un barco del Mississippi. Colocamos las fuentes sobre tres grandes cajones, abrimos dos botellas de vino blanco, pusimos las aceitunas, un coctel de ostras y un martini seco junto al servicio del coronel, y lo llamamos a almorzar.
       El coronel Rockingham colocó su taburete plegable, limpió sus espejuelos y miró las cestas que cubrían la mesa improvisada. Luego me pareció que sus labios emitían una suave blasfemia y me arrepentí de no haber tenido mayor cuidado en la selección de los manjares. Pero me equivocaba; lo que me pareció una blasfemia era una oración de acción de gracias. Calígula y yo nos inclinamos respetuosos y de reojo vimos que una lágrima se deslizaba de los ojos del coronel y caía en su coctel.
       Nunca había visto a un hombre comer con tanta seriedad y aplicación; sin prisa, como los gramáticos; antes bien, lentamente y saboreando cada bocado como una anaconda o un verdadero vive bonjour.
       Hora y media más tarde, el coronel se echó atrás en su silla. Le serví una copita de coñac y el café, y coloqué la caja de habanos sobre la mesa.
       —Señores —dijo entonces, lanzando una bocanada de humo y olfateándola con fruición—. Cuando contemplamos los montes eternos, el paisaje sonriente benéfico, y reflexionamos sobre las bondades del Sumo Hacedor…
       —Excúsenos, coronel —lo interrumpí—. Pero nos urge atender a ciertos detalles financieros.
       Saqué papel y tinta y coloqué estos artículos ante él.
       —¿A quién desea usted escribir para que mande el dinero? —le pregunté.
       —Supongo que el más indicado será el vicepresidente de nuestro ferrocarril, en las oficinas centrales de la compañía, en Edenville —respondió al cabo de un momento.
       —¿Queda Edenville muy lejos de aquí? —inquirí.
       —A unas diez millas —contestó él.
       Entonces dicté estas líneas y el coronel las escribió:

    Dos terribles bandidos me han secuestrado y me mantienen prisionero en un lugar de la montaña que sería inútil buscar. Exigen diez mil dólares por mi rescate. Es preciso reunir inmediatamente esta suma y seguir las siguientes instrucciones: venga usted solo, con el dinero, a Stony Creek, que se encuentra en la montaña Blacktop. Ascienda por el lecho de la quebrada hasta llegar a una gran piedra plana, al costado izquierdo del monte, y allí encontrará una cruz marcada con tiza roja. Párese sobre la roca y agite una bandera blanca. Bajará entonces un guía para conducirlo donde me encuentro. Venga sin pérdida de tiempo.

       Cuando terminó de escribir esto, el coronel nos rogó que le permitiéramos insertar una posdata, en la cual diría cuán bien le tratábamos, para que los magnates ferroviarios no se desesperaran en extremo. Accedimos. Escribió entonces que acababa de almorzar con los dos rufianes, y transcribió toda la lista de guisos y exquisiteces, desde el coctel hasta el café. Terminó diciendo que la comida se serviría aproximadamente a las seis, y que probablemente fuera más opípara y deliciosa que el almuerzo.
       Leímos el mensaje y decidimos enviarlo; pues, siendo cocineros, nos sentíamos halagados por las alabanzas del coronel, aunque estuvieran un tanto fuera de lugar en una demanda de rescate por el valor de diez mil dólares.
       Bajé con la carta a la carretera de Mountain Valley y aguardé el paso de un mensajero. Al poco rato avanzó hacia mí un negro a caballo, y que se dirigía, según me dijo, precisamente a Edenville. Le di un dólar para que llevara la carta a las oficinas del ferrocarril, y enseguida regresé al campamento.


IV

      A las cuatro de la tarde, más o menos, Calígula me gritó desde su puesto de vigía:
       —¡Diviso señales con una camisa blanca a estribor, señor!
       Bajé y volví al poco rato con un hombre rubicundo y gordo, con chaqueta de alpaca y sin cuello.
       —Señores —nos dijo el coronel Rockingham—. Permítanme presentarles a mi hermano, el capitán Duval C. Rockingham, vicepresidente del Ferrocarril de Sunrise & Edenville Tap.
       —En otras palabras, el rey de Marruecos —observé yo—. Supongo que no le importará que cuente los billetes; no es más que una formalidad comercial.
       —En realidad, no, no me importa, cuando llegue el caso —respondió el obeso hombrecillo—. Traspasé la responsabilidad del asunto a nuestro segundo vicepresidente. Me angustiaba la situación de mi hermano Jackson, y deseaba saber cómo se encontraba. Nuestro segundo vice no tardará en llegar. Dime, hermano, ¿qué gusto tenía esa ensalada de langostas de la que hablas en tu carta?
       —Señor vicepresidente —intervine yo—. Nos hará usted el favor de permanecer aquí hasta que llegue el segundo vicepresidente. Se trata aquí de un ensayo privado, y no queremos que afluyan los curiosos.
       Al cabo de media hora, Calígula volvió a gritar:
       —¡A estribor! Esta vez parece un delantal en una escoba.
       Nuevamente bajé por la ladera de la montaña y escolté hacia el campamento a un individuo de seis pies y tres pulgadas, con una barba rubia y sin otras características evidentes. Pensé para mis adentros: “Si trae los diez mil dólares, ha de ser forzosamente en un solo billete sin doblar”.
       —El señor Patterson G. Coble, nuestro segundo vicepresidente —anunció el coronel.
       —Encantado de conocerlos, señores —dijo Coble—. He venido a divulgar la noticia de que el mayor Tallahassee Tucker, nuestro agente general, se encuentra ahora negociando un carro lleno de nuestros bonos ferroviarios con el banco de Perry County para un empréstito. Coronel Rockingham, ¿hablaba usted de una sopa de quingombó con ave, o de ropas y quimonos en su carta? Tuvimos una discusión a este respecto con el conductor del cincuenta y seis.
       —Otra bandera blanca sobre la roca —anunció Calígula—. Si llego a ver una más, le disparo, y juro que era una lancha torpedera.
       Nuevamente bajé y conduje al cubil a un individuo de overol, cargado con una linterna y un estado latente de ebriedad. Tengo tal seguridad de que me encuentro ante el mayor Tucker, que no le pregunto su nombre hasta que llegamos arriba, y solo entonces descubro que se trata del tío Timoteo, guardagujas de Edenville, quien nos trae la noticia de que el juez Prendergast, abogado de la compañía, está activamente ocupado en hipotecar la hacienda del coronel Rockingham para reunir el dinero del rescate.
       Mientras el mensajero nos informa de su cometido, dos hombres emergen de unos arbustos cercanos, y, como no llevan bandera blanca, Calígula les apunta con su fusil. Pero interviene el coronel Rockingham y nos presenta al señor Jones y al señor Batts, ingeniero y bombero, respectivamente, del tren cuarenta y dos.
       —Perdónennos —dice Batts—. Pero Jim y yo hemos cazado ardillas por estos montes y no precisamos de banderas blancas para llegar a donde queremos ir. ¿Es verdad, coronel, eso de las piñas y el pastel de ciruelas y los auténticos habanos?
       —¡Avizoro una toalla sobre una caña de pescar a las puertas! —grita Calígula—. Presumo que será la vanguardia de los maquinistas y ayudantes de la compañía.
       —Es la última vez que bajo —refunfuño, enjugándome el rostro—. Si la compañía desea organizar un picnic aquí simplemente porque hemos secuestrado a su presidente, que hagan lo que quieran. Deberíamos colocar una enseña: Café de los Secuestradores y Hogar Ferroviario.
       Esta vez el propio mayor Tallahassee Tucker me reveló su personalidad y ya me sentí mejor. Lo conduje entonces por la quebrada, resuelto a desbarrancarlo si luego resultaba ser un guardavías o un enganchador. Durante toda la ascensión no hizo sino hablarme de sándwiches de espárragos, manjar desconocido aún a su paladar.
       Cuando ya estábamos próximos a llegar al campamento, logré segregar su mente de los temas alimenticios y le pregunté si había obtenido el dinero del rescate.
       —Mi estimado amigo —respondió—. Conseguí obtener un préstamo con la garantía de nuestros bonos y…
       —No siga usted, mayor —lo interrumpí—. Está bien. Después de la comida hablaremos de negocios. Todos ustedes, señores —anuncié a la masa ferroviaria—, están invitados a cenar con nosotros. Hemos confiado mutuamente en nuestra caballerosidad, y la bandera blanca ha de presidir el ágape y las negociaciones.
       —Espléndida ocurrencia —afirmó Calígula, que se encontraba a mi lado.
       Mientras bajaba, dos bodegueros y un boletero se dejaron caer de un árbol.
       —¿Ha traído el mayor el dinero?
       —Dice que logró levantar un empréstito —contesté.
       Si alguna vez dos cocineros merecieron ganar la suma de diez mil dólares en doce horas, esos éramos Calígula y yo. A las seis de la tarde cubrimos la cima de la montaña con un despliegue de guisos y manjares como jamás haya visto ningún otro personal ferroviario en el mundo. Abrimos todas las botellas de vino y preparamos entrées y pièces de résistance; confeccionamos algunos chefs de cuisine, y organizamos un suculento desfile de guisos como nunca se hayan producido, de víveres embotellados y en conserva. Los ferroviarios se congregaron alrededor de la mesa, y hubo alegría y brindis en abundancia.
       Terminada la comida, Calígula y yo llevamos aparte al mayor Tucker para sostener una pequeña charla de negocios referente al rescate. El mayor extrajo entonces de sus bolsillos una cantidad surtida de monedas, que en suma ascenderían al precio de un sitio en los suburbios de Rabbitville, Arizona, y nos espetó el siguiente discurso:
       —Señores, las acciones del Ferrocarril de Sunrise & Edenville Tap se encuentran al presente ligeramente depreciadas. Con un valor, en bonos, de treinta mil dólares, no he podido conseguir sino un préstamo de ochenta y siete dólares y cincuenta céntimos. Por las haciendas del coronel Rockingham, el juez Prendergast logró obtener, en una novena hipoteca, la suma de cincuenta dólares. Deposito, pues, en vuestras manos, el monto total de nuestras operaciones; o sea, ciento treinta y siete dólares con cincuenta céntimos.
       —El presidente de un ferrocarril —dije, clavando la mirada en los ojos de Tucker—, dueño de mil acres de terreno y, sin embargo…
       —Señores —me interrumpió Tucker—. El ferrocarril tiene diez millas de largo. El tren corre solamente cuando nuestras cuadrillas de trabajadores reúnen suficiente leña en los bosques para encender las calderas. Hace mucho tiempo, en épocas de prosperidad, solíamos percibir un beneficio neto de dieciocho dólares semanales. Las tierras del coronel Rockingham han sido vendidas trece veces para pagar impuestos. Hace dos años que no tenemos una cosecha de duraznos en esta región de Georgia. La primavera demasiado húmeda acabó con nuestros plantíos de melones. Nadie por estos lados tiene dinero para comprar fertilizantes. Y las tierras son tan pobres que el maíz no crece y no hay pastos suficientes para mantener conejos. Lo único que hemos podido comer desde hace más de un año es carne de cerdo y hominy, luego…
       —Pick —intervino entonces Calígula, mesándose sus rojos cabellos—. ¿Qué vamos a hacer?…
       Devolví el dinero al mayor Tucker; enseguida me dirigí hacia el coronel Rockingham y le di una palmada en la espalda.
       —Coronel —le dije—. Espero que haya disfrutado de nuestra pequeña broma. No quisiéramos exagerar la nota. ¡Secuestradores! ¡Qué gracioso! Mi nombre es Rheingelder, y soy sobrino de Chauncey Depew. Mi amigo es primo segundo del editor de Puck. Nos encontramos aquí pasando una temporada, y de vez en cuando nos gusta practicar nuestro humorismo tradicional. Quedan aún varias botellas de coñac; cuando se hayan agotado terminará nuestra farsa.
       ¿De qué vale entrar en detalles? Uno o dos bastarán. Recuerdo al mayor Tallahassee tocando una marimba, y a Calígula danzando con la cabeza apoyada en el pecho de un gigantesco guardavías. Me resisto a describir el cakewalk bailado por mí y el señor Patterson G. Coble, y secundado por el propio Jackson T. Rockingham.
       A la mañana siguiente, perdidas ya todas nuestras esperanzas, tuvimos un consuelo. Comprendimos que Al-Raisuli no se divirtió tanto con su Burdick Harris como nosotros con el personal de la Compañía Ferroviaria del Sunrise & Edenville Tap.



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