O. Henry
(William Sydney Porter)

(North Carolina, 1862 - New York, 1910)


La moral en el arte (1908)
(“"Conscience in Art”)
The Gentle Grafter
(New York: The McClure Company, 1908, 235 págs.)



      —Jamás pude reducir el espíritu de Andy a los cánones de una legitimidad perfecta en la estafa lisa y llana.
       Estas palabras salían de los labios de Jefferson Peters.
       Continuando sus confidencias íntimas, dijo:
       —Andy tenía una imaginación demasiado fecunda para ser un hombre absolutamente honrado. Sus planes revestían un carácter tan extraordinariamente fraudulento y tan altamente financiero, que los hubiera rechazado el legislador más cínico en un proyecto de reglamentación contra los abusos de los ferrocarriles.
       Yo por mi parte profesaba un principio básico. Jamás tomaba un dólar ajeno sin dar, en cambio, un equivalente, ya fuera en forma de joya, de semilla, de loción contra el lumbago, de bonos, de polvos para pulir metales o de insomnio por haber perdido tontamente el dinero. Creo que mis antepasados han de haber sido gentes timoratas de la Nueva Inglaterra, nacidas y criadas en el santo temor de la Policía.
       Y supongo que el árbol genealógico de Andy tenía sus raíces en algún monopolio financiero.
       Recordé lo acaecido durante un verano en que Andy recorría el Estado de Ohío vendiendo un álbum para retratos de familia, un polvo infalible para las jaquecas y una receta para destruir la plaga de las truchas. Andy concibió entonces la más temeraria de sus combinaciones financieras.
       —Jeff —me dijo–, dejemos estas bagatelas y dediquémonos a cosas más nutritivas y prolíficas. Levantémonos hasta la altura remota de los rascacielos y asestemos un golpe en el testuz de uno de los monopolistas que ejercen el canibalismo de alto coturno. Si seguimos operando con esta fauna indigente nos creerán naturalistas fracasados.
       —Andy —respondí—, demasiado conoces mi idiosincrasia. Yo prefiero el estilo pedestre de la legalidad que actualmente nos caracteriza. Mis principios me obligan a dejar objetos tangibles en las manos del que contrata conmigo y me da su dinero. Así se distrae, al menos, su atención y tengo tiempo para encaminar mis pasos hacia otro sitio más seguro. Pero si has concebido alguna idea, comunícamela. No estoy ligado a una sola forma honesta de vivir para que desdeñe otra igualmente honorífica y más fructuosa.
       —Hay una cacería de gran provecho, sin cuerno, sin jauría y sin escándalo. Podemos buscar esa bestia montés que se llama el millonario de Pittsburg.
       —¿En Nueva York?
       —No; en el monte donde tiene su origen. Ese ganado no gusta de ir a Nueva York, y lo hace sólo de vez en cuando. Un millonario de Pittsburg, en Nueva York, se siente como una mosca tomando un baño de café caliente. No pasa inadvertida la presencia del ser exótico, y se le comenta, pero él se siente mal en la tierra de los rateros, de los cursis y de los burlones. La verdad es que el millonario de Pittsburg no se atreve ni a gastar dinero en Nueva York. Yo he visto la miserable lista de las erogaciones de uno de esos millonarios durante una estancia de diez días. ¿Sabes cuánto gastó ese hombre, que tiene quince millones? Asómbrate:

Billete del ferrocarril, ida y vuelta.... 21
Coche de la estación al hotel
      y del hotel a la estación... 2
Cuenta del hotel, a cinco dólares diarios... 50
Propinas....................... 5,750

Total............................ 5,823


      —Eso es Nueva York —prosiguió Andy—. Si hay un nombre que pueda convenir a la ciudad mercenaria, no encuentro ninguno mejor que el de camarero mayor de los Estados Unidos. Si le das una propina regia se burlará de ti por estúpido, y comentará tu esplendidez ocultando su risa tras de la puerta. El pittburgués que quiere gastar a gusto su dinero no sale de Pittsburg. Vamos, pues, a la guarida de la bestia.
       Condensaré mi ya condensada narración diciendo que Andy Tucker y yo abandonamos la antipirina y el álbum en la bodega de un amigo, y tomamos el camino de Pittsburg.
       Andy no había formado planes definidos de fraude o violencia, pero confiaba en los recursos de su espíritu inmoral para hacer frente a las emergencias que se presentasen.
       Como una concesión para mis ideas de temor y rectitud, me ofreció que toda participación mía en los negocios se limitar ía a la esfera del tacto, la vista, el gusto o el olfato, para que mi conciencia no se inquietase ante un caso de injustificado despojo.
       Estas seguridades me dieron ánimo, y pude acometer tranquilamente nuestra empresa de piratería.
       —Andy —le dije cuando entramos en la irrespirable atmósfera de humo que cubre el banco de cenizas llamado calle de Smithfield—, ¿en qué forma vamos a hacer amistad con los reyes del cok y con los poderosos forjadores del hierro? Bien sabes que no desconfío de mi porte señoril y de mis aptitudes para trinchar un pavo en mesas de príncipes. Sin embargo, creo difícil que entremos en el círculo de estos envenenadores de la atmósfera y de la moral.
       —Si acaso hay dificultades para que tengamos acceso en el medio de los multimillonarios locales, esas dificultades vendrán precisamente de nuestro refinamiento y de la cultura inherente a nuestras personas. Los millonarios de Pittsburg forman la casta más sencilla, más llana, más franca y más democrática que puedes imaginar. Son hombres rudos, lo que no les impide ser de una incivilidad perfecta. Bajo su capa de aparente jactancia y de brutalidad se oculta un fondo de la más acendrada descortesía. Casi todos ellos han salido de la nada. Son hombres oscuros, y la oscuridad habrá de envolverlos hasta que la ciudad sepa que existen unos aparatos fumívoros para purificar la atmósfera. Si tú y yo sabemos nuestro oficio y no nos alejamos demasiado de los centros recreativos donde se efectúa el consumo de las bebidas alcohólicas, y si además de esto hacemos tanto ruido como el que haría un derecho de importación a los rieles de acero, necesariamente trabaremos relaciones con algún magnate.
       Andy Tucker y yo recorrimos la ciudad para darnos cuenta de la topografía, y antes de una semana ya conocíamos de vista a algunos de los millonarios más conspicuos.
       Uno de ellos detenía su automóvil frente a nuestro hotel y pedía un cuartillo de champaña. Abierta la botella, la empinaba sin hacer uso de la copa que por fórmula llevaba el camarero. El ilustre magnate no olvidaba su primitivo oficio de fabricante de botellas.
       Una noche, Andy no se presentó a cenar, y después de las once entró en mi cuarto.
       —Ya tenemos una pieza, Jeff —dijo el infatigable cazador—. Es de doce millones. Petróleo, Gas, Acero y Bienes Raíces. Hombre excelente. No presume. Ha hecho su fortuna en estos cinco últimos años. Tiene profesores que le enseñan literatura, arte y mercería antigua. Cuando yo lo conocí acababa de ganar una apuesta de diez mil dólares, comprometida con un accionista de la Compañía de Aceros. Nuestro millonario sostenía que durante el día de hoy habría cuatro suicidios en las fábricas metalúrgicas de los Alleghanis. Todos lo felicitábamos y bebíamos a su salud. Yo le fui especialmente simpático, y él me invitó a cenar. Entramos en un restaurante de Diamond Alley. Nos instalamos frente al mostrador, nos sirvieron Mosela y fritada. De allí me llevó a su casa, en Liberty Street. Tiene diez habitaciones sobre una pescadería, y permiso para bañarse en el piso superior. Dice que gastó diez y ocho mil dólares en amueblar su departamento, y lo creo.
       “En una sala hay cuadros por valor de cuarenta mil dólares. En otra, veinte mil dólares de objetos antiguos. Se llama Scudder, tiene cuarenta y cinco años de edad y quince mil barriles diarios de petróleo. Toma lecciones de piano.
       —¿Pero qué vamos a hacer nosotros con esos cuadros, esas antigüedades y ese petróleo?
       —Cuando aquel hombre me mostraba sus curiosidades artísticas, se le iluminaba el rostro tanto como puede iluminarse la puerta de un horno de cok. Dice que un día u otro su colección hará ruborizar a J. P. Morgan. Entre otras cosas me mostró un tallado que maravilla. Dice que tiene dos mil años de edad. Representa una flor de loto y un rostro de mujer en el centro. Todo está hecho de marfil, en una sola pieza. Scudder consultó su catálogo y me leyó la descripción. Un tallista egipcio, llamado Khafra, hizo dos de esas figuras para el rey Ramsés II, en el año tal antes de Jesucristo. Nadie ha podido encontrar la figurina compañera de ésta, por más que se ha buscado en todos los muladares de vejestorios europeos. La que tiene le costó dos mil dólares.
       —Eso que dices me suena como el murmullo de un arroyuelo. Creí que veníamos a dar lecciones de negocios prácticos en beneficio de la pobre mentalidad de los millonarios, no a que ellos nos dieran clases de arte.
       —Ten paciencia —dijo el bondadoso Andy—, pues acaso no está lejano el momento en que se descorran estos velos de humo.
       Durante toda la mañana siguiente, Andy estuvo fuera del hotel, y no le vi sino hasta la hora de la comida. Entró a su cuarto y me llamó. No bien hube cerrado la puerta, sacó un paquete del tamaño de un huevo de ganso y empezó a desenvolverlo. Era un tallado que correspondía exactamente a la descripción que me había hecho del objeto tan estimado por el millonario.
       —Lo he encontrado en una casa de préstamos, medio escondido entre armas viejas y calderilla. El dueño del establecimiento me dijo que lo ha tenido varios años, y que se lo empeñaron unos árabes, o turcos, o armenios que vivían junto al río. Le ofrecí dos dólares, y seguramente conoció que el marfil me interesaba, pues dijo que primero dejaría sin cenar a sus hijos que dar la joya por menos de treinta y cinco dólares. Después de mucho discutir, quedamos en veinticinco. Aseguro, Jeff, que esta obra de arte es absolutamente igual a la otra. Scudder dará dos mil dólares con tanta facilidad como la que tiene para manchar la servilleta. ¿Por qué no sería ésta la compañera de la otra pieza egipcia?
       —¿Y cómo vas a hacer para que ese hombre se vea obligado a hacer una adquisición voluntaria?
       Andy había formado ya su plan.
       He aquí cómo lo realizamos.
       Yo compré anteojos azules, me vestí de levita negra, me alboroté el cabello y adquirí el nombre y renombre del profesor Pickleman. Tomé alojamiento en otro hotel, y telegrafié a Scudder invitándole para que me viera urgentemente, con el fin de comunicarle un asunto importantísimo, relativo a cuestiones artísticas. Menos de una hora después, el ascensor depositaba a Scudder en el piso de mi nuevo alojamiento. Era un hombre con cara de imbécil, voz de corneta y olor a nafta.
       —¡Hola, profesor! —dijo rugiendo—. ¿Cómo está usted?
       Yo me alboroté más aún el cabello, y lo fulminé con mis anteojos.
       —Caballero, ¿es usted acaso Cornelio T. Scudder, de Pittsburg, Pennsylvania?
       —El mismo —contestó—. Salgamos a tomar una copa.
       —No tengo tiempo ni deseo de entregarme a divagaciones deletéreas. Acabo de llegar de Nueva York. Traigo un nego..., una misión artística. Sé que usted es el propietario de un marfil egipcio tallado en tiempo de Ramsés II que representa la cabeza de Isis entre una flor de loto. Sólo hay dos ejemplares de esa obra extraordinaria. Uno de ellos estuvo perdido durante cuarenta años. Yo lo descubrí en una casa de préstamos... o digamos con precisión, en un museo de Viena. Me interesaría comprar el ejemplar de usted. ¿Qué precio le señala?
       —¡Vender yo! ¡Jamás! ¡Jamás de los jamases! Cornelio T. Scudder no vende lo que adquiere con fines de emoción estética. ¿Realmente posee usted el otro ejemplar? ¡Muéstremlo usted, profesor!
       Yo puse de manifiesto el marfil.
       —Es el duplicado exacto del mío. Cada línea, cada curva corresponde con perfecta exactitud a las líneas y curvas del otro. Yo no vendo; yo compro. ¿Quiere usted dos mil quinientos dólares.
       —Puesto que usted no vende, tengo que vender. Soy hombre de pocas palabras. Vengan los billetes. Debo regresar a Nueva York esta misma noche. Mañana daré una conferencia en el Acuario.
       Scudder extendió un cheque, pagado al instante por la caja del hotel. El millonario salió con su pieza antigua, y yo tras él en busca de Andy, según lo convenido.
       Andy se paseaba en su cuarto, consultando el reloj.
       —¿Qué ha habido?
       —Dio dos mil quinientos en billetes.
       —Tenemos exactamente once minutos para tomar el Baltimore y Ohío hacia el Oeste. Haz la maleta.
       —¿Por qué tanta prisa? —pregunté—. El negocio me parece perfectamente legítimo, aun en el supuesto de que el marfil no sea compañero del otro, sino una imitación del original, Scudder tardaré en descubrir el engaño. Examinó la pieza y la encontró perfectamente igual.
       —¡Ya lo creo! ¡Como que era la misma! Yo se la robé aprovechando un momento de distracción. ¿Comprendes ahora que es necesario darse prisa?
       —¿Para qué me contaste la mentira de la casa de préstamos?
       —Como un homenaje de respeto a tu conciencia moral. Partamos.



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