O.
Henry
(William Sydney Porter)
(North Carolina, 1862 -
New York, 1910)
El sueño (o Murray tuvo un sueño) (1910)
(“The Dream”)
Originalmente publicado en la revista Cosmopolitan (septiembre de 1910);
Rolling Stones
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1912, 240 págs.)
Murray soñó un sueño.
La psicología vacila cuando intenta explicar las
aventuras de nuestro mayor inmaterial en sus andanzas por la región del sueño, “gemelo
de la muerte”. Este relato no quiere ser explicativo: se limitará a registrar
el sueño de Murray. Una de las fases más enigmáticas de esa vigilia del sueño,
es que acontecimientos que parecen abarcar meses o años, ocurren en minutos o
instantes.
Murray aguardaba en su celda de condenado a
muerte. Un foco eléctrico en el cielo raso del comedor iluminaba su mesa. En
una hoja de papel blanco una hormiga corría de un lado a otro y Murray le
bloqueaba el camino con un sobre. La electrocutación tendría lugar a las nueve
de la noche. Murray sonrió ante la agitación del más sabio de los insectos.
En el pabellón había siete condenados a muerte.
Desde que estaba ahí, tres habían sido conducidos: uno, enloquecido y peleando
como un lobo en una trampa; otro, no menos loco, ofrendando al cielo una
hipócrita devoción; el tercero, un cobarde, se desmayó y tuvieron que amarrarlo
a una tabla. Se preguntó como responderían por él su corazón, sus piernas y su
cara; porque ésta era su noche. Pensó que ya casi serían las nueve.
Del otro lado del corredor, en la celda de
enfrente, estaba encerrado Carpani, el siciliano que había matado a su novia y
a los dos agentes que fueron a arrestarlo. Muchas veces, de celda a celda,
habían jugado a las damas, gritando cada uno la jugada a su contrincante
invisible.
La gran voz retumbante, de indestructible
calidad musical, llamó:
—Y, señor Murray, ¿cómo se siente? ¿Bien?
—Muy bien, Carpani —dijo Murray serenamente,
dejando que la hormiga se posara en el sobre y depositándola con suavidad en el
piso de piedra.
—Así me gusta, señor Murray. Hombres como
nosotros tenemos que saber morir como hombres. La semana que viene es mi turno.
Así me gusta. Recuerde, señor Murray, yo gané el último partido de damas.
Quizás volvamos a jugar otra vez.
La estoica broma de Carpani, seguida por una
carcajada ensordecedora, más bien alentó a Murray; es verdad que a Carpani le
quedaba todavía una semana de vida.
Los encarcelados oyeron el ruido seco de los
cerrojos al abrirse la puerta en el extremo del corredor. Tres hombres
avanzaron hasta la celda de Murray y la abrieron. Dos eran guardias; el otro
era Frank —no, eso era antes— ahora se llamaba el reverendo Francisco Winston,
amigo y vecino de sus años de miseria.
—Logré que me dejaran reemplazar al capellán de
la cárcel —dijo, al estrechar la mano de Murray.
En la mano izquierda tenía una pequeña biblia
entreabierta.
Murray sonrió levemente y arregló unos libros y
una lapicera en la mesa. Hubiera querido hablar, pero no sabía que decir. Los
presos llamaban a este pabellón de veintitrés metros de longitud y nuevo de
ancho, Calle del Limbo. El guardia habitual de la Calle del Limbo, un hombre
inmenso, rudo y bondadoso, sacó del bolsillo un porrón de whisky, y se
lo ofreció a Murray diciendo:
—Es costumbre, usted sabe. Todos lo toman para
darse ánimo. No hay peligro de que se envicien.
Murray bebió profundamente.
—Así me gusta —dijo el guardia—. Un buen
calmante y todo saldrá bien.
Salieron al corredor y los siete condenados lo
supieron. La Calle del Limbo es un mundo fuera del mundo y si le falta alguno
de los sentidos, lo reemplaza con otro. Todos los condenados sabían que eran
casi las nueve, y que Murray iría a su silla, a las nueve. Hay también, en las
muchas calles del Limbo, una jerarquía del crimen. El hombre que mata
abiertamente, en la pasión de la pelea, menosprecia a la rata humana, a la
araña, y a la serpiente. Por eso solo tres saludaron abiertamente a Murray,
cuando se alejó por el corredor, entre los guardias: Carpani y Marvin que al
intentar una evasión habían matado a un guardia, y Bassett, el ladrón que tuvo
que matar porque un inspector, en un tren, no quiso levantar las manos. Los
otros cuatro guardaban humilde silencio.
Murray se maravillaba de su propia serenidad y
casi indiferencia. En el cuarto de las ejecuciones había unos veinte hombres,
entre empleados de la cárcel, periodistas y curiosos que...
[Aquí en medio de una frase, “El Sueño” quedó interrumpido por la
muerte de O. Henry. Sabemos sin embargo el final: Murray, acusado y convicto
del asesinato de su esposa, enfrentaba su destino con inexplicable serenidad.
Lo conducen a la silla eléctrica, lo atan. De pronto, la cámara, los
espectadores, los preparativos de la ejecución, le parecen irreales. Piensa que
es víctima de un error espantoso. ¿Por qué lo han sujetado a esa silla? ¿Qué ha
hecho? ¿Qué crimen ha cometido? Se despierta: a su lado están su mujer y su hijo.
Comprende que el asesinato, el proceso, la sentencia de muerte, la silla
eléctrica, son parte de un sueño. Aún trémulo, besa en la frente a su mujer. En
ese momento, lo electrocutan.
La ejecución interrumpe el sueño de Murray.]
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