O. Henry
(William Sydney Porter)

(North Carolina, 1862 - New York, 1910)


Los pastelillos de pimienta (1903)
[Otro título en español: “Panqueques”]

(“The Pimienta Pancakes”)
Originalmente publicado en McClure’s Magazine, 22 (diciembre de 1903), pp.141-148;
Heart of the West
(Nueva York: McClure Co., 1907, 334 págs.)



      Estábamos ocupados en un rodeo con el ganado del rancho “Triángulo-O”, junto a las riberas del Frío, cuando una rama saliente de un arbusto seco se enredó a mi estribo de madera haciéndome caer del caballo. Sufrí una luxación en un tobillo y tuve que permanecer en reposo toda una semana.
       Al tercer día de mi forzada ociosidad, me arrastré como pude hasta el furgón-cocina. Allí me quedé, indefenso, bajo el fuego graneado de la conversación de Judson Odom, el cocinero del campamento. Jud era monologuista por naturaleza, y el destino, con su torpeza acostumbrada, le había dedicado a una profesión donde rara vez encontraba auditorio.
       Por lo tanto, yo fui el maná en el desierto de la obligada taciturnidad de Jud.
       Por otra parte yo sentía el capricho, usual en los enfermos, de comer algo que no entrara en los ámbitos del rancho común. Me acometían visiones de la cocina materna,

honda como el amor primero
y de recuerdos engarzada.

       Pregunté, pues:
       —¿Sabes hacer pastelillos, Jud?
       Jud soltó su revólver de seis tiros, con cuya culata se preparaba a machacar un trozo de carne de antílope, y me miró de una manera que casi me pareció amenazadora. La expresión suspicaz de sus claros ojos azules no permitía creer otra cosa.
       —Escucha —dijo, con sincera, aunque no excesiva cólera—, ¿hablas de buena fe o para molestarme? ¿Te ha contado algún peón algo de mí y de los pastelillos?
       —No, Jud —respondí francamente—. He hablado sin segunda intención. He tenido ese capricho y creo que daría mi jaco y su montura a cambio de unos cuantos pastelillos bien tostados, con mucha manteca y recién salidos del fuego, al estilo de Nueva Orleáns. ¿O es que hay algo especial respecto a los pastelillos?
       Jud se suavizó al advertir que yo no había querido formular alusión alguna. Sacó de su cajón del furgón-cocina varios misteriosos paquetes y cajitas de lata y comenzó a disponerlos junto al lugar donde yo me había recostado. Yo miraba cómo ponía todo en orden y deshacía los nudos de las cintas que sujetaban diversos mazos de papeles.
       —Como haber —dijo Jud— no hay nada propiamente dicho, salvo la lógica exposición de los hechos conectados con la Cañada de la Mula Atollada y con la joven Willella Learight. No tengo inconveniente en referírtelo.
       “Yo trabajaba entonces para el viejo Bill Toomey, en el rancho San Miguel. Un día se me antojó comer conservas en cantidad. De modo que monté a caballo y me dirigí a la tienda del tío Emsley Tefair, en la Encrucijada de Pimienta, junto al Nueces.
       “Hacia las tres de la tarde até mi caballo a un árbol y anduve a pie los veinte pasos que me separaban del establecimiento del tío Emsley. Me acerqué al mostrador. Emsley estaba allí.
       “Momentos después me hallaba provisto de un cucurucho de galletas y de una cuchara de largo mango. Tenía ante mí varias latas de albaricoque, piña, cereza, e incluso legumbres verdes. El viejo Emsley se afanaba abriendo las latas. Yo me sentía como Adán poco antes del exilio producido por la manzana. Y mientras hundía mis espuelas en el suelo, junto al mostrador, y manejaba mi cuchara de veinticuatro pulgadas de longitud, se me ocurrió mirar a través de la ventana que comunicaba con el patio del viejo Emsley.
       “Allí había una muchacha muy atractiva. Estaba hilando y contemplaba, al parecer divertida, mi manera de despachar los productos de las fábricas conserveras.
       “Me levanté y entregué mi instrumento —mixto, de pala y cuchara— al viejo Emsley.
       “—¿Quién es esa muchacha? —le pregunté.
       “—Mi sobrina Willella Learight, que ha venido de Palestina para pasar una temporada conmigo. ¿Quieres que te la presente?
       “Palestina es Tierra Santa —reflexioné mientras le daba vueltas a una fórmula para colarme en el corral—. Seguramente hay ángeles en Pales…
       “Y, en voz alta, dije al anciano:
       “—Tío Emsley, me satisfaría mucho ser presentado a su sobrina.
       “El viejo me llevó al patio e hizo las oportunas presentaciones.
       “Nunca me he sentido tímido ante las mujeres. Jamás he comprendido por qué algunos hombres capaces de derribar un árbol antes de almorzar y de afeitarse a oscuras, se sienten torpes, desazonados y sudorosos cuando se hallan en presencia de un vestido de mujer con la mujer dentro. Al cabo de ocho minutos Willella y yo hablábamos con tanta confianza como si fuésemos primos segundos. Ella se burló de la cantidad de fruta en conserva que yo había comido, y yo, impertérrito, le devolví la broma recordándole cierta dama, llamada Eva, que armó el más increíble de los enredos por empeñarse en probar cierta fruta en el Paraíso.
       “—Por cierto —añadí— que eso sucedió en Palestina, ¿no?
       “Yo procedía con tanta facilidad como si se tratase de echarle el lazo a un becerrillo de un año.
       “De este modo adquirí un trato cordial con Willella Learight, y esa cordialidad fue acentuándose a medida que pasaba el tiempo. La muchacha estaba en la Encrucijada de la Pimienta para reponer su salud, que era muy buena, y para gozar del clima, que era un cuarenta por ciento más caluroso que el de Palestina.
       “Yo acudía a verla una vez a la semana. Pero luego se me ocurrió que si duplicaba el número de mis visitas podría verla dos veces más que hasta entonces.
       “Una semana resolví efectuar un tercer viaje. Y aquí es donde entran en juego los pastelillos y lo demás.
       “Al atardecer, mientras permanecía ante el mostrador, con un albérchigo y dos melocotones en la boca, le pregunté al viejo Emsley dónde estaba su sobrina.
       “—Ha salido a dar un paseo con Jackson Bird, el pastor de ovejas de la Cañada de la Mula Atollada.
       “Sin querer, me tragué los huesos del albérchigo y de los dos melocotones. Comprendí que, en mi ausencia, alguien quería empuñar las riendas de mi negocio.
       “Salí y me dirigí al árbol donde había dejado atado mi caballo.
       “—Willella —cuchicheé al oído del animal— ha salido a pasear con Jack Bird, la mula alquilona de la Cañada de las Ovejas. ¿Has entendido, amigo mío, tú que haces honor a tus jaeces cuando galopas?
       “El caballo, a su manera, lloró. Había sido criado como caballo de vaquero y despreciaba a los que sostenían sobre sus lomos a despreciables pastores.
       “Retrocedí unos pasos y pregunté al tío Emsley:
       “—¿Dice usted que Willella salió con un pastor?
       “—Sí —corroboró Emsley—. Ese pastor, del cual has debido oír hablar (¿pues quién no ha oído hablar de Jackson Bird?), posee ocho secciones de pastos y cuatro mil de las mejores cabezas de ganado merino que pacen al sur del Círculo Polar Ártico.
       “Salí del almacén y me senté a la sombra de un peral silvestre. Inconscientemente me lanzaba arena contra las botas y monologaba en torno al pajarraco que lucia como plumaje el apellido de Jackson.
       “Jamás se me había ocurrido antes causar daño alguno a un pastor de ovejas. Un día vi a uno leyendo una gramática latina y no se me pasó por las mientes el agredirle. No me enfurecían, como solían enfurecer a los demás vaqueros. No me parecía justo atacar a esos pobres hombres, que comen sentados a la mesa, llevan zapatos, y hablan de cosas cultas. Siempre los había dejado tranquilos, como quien deja tranquilo a un conejo. Cambiaba con ellos unas palabras corteses, si las encontraba, y hablaba del tiempo, pero nunca los convidaba al saloon. No me parecía razonable ser violento con un pastor. Y he aquí que, por ser bondadoso y dejar vivir a aquella gente, uno de ellos se dedicaba a salir de paseo con Willella Learight…
       “Regresaron a eso de la una, parando a la puerta del viejo Emsley. El pastor ayudó a apearse a Willella y, durante un rato, los dos permanecieron cambiando frases agudas e ingeniosas. Luego, Jackson montó a caballo, se quitó la especie de puchero invertido que llevaba en la cabeza y se dirigió hacia el rancho de los carneros. Ya entonces me había sacudido yo la arena de las botas y separado de la sombra del peral silvestre. A media milla de distancia le alcancé.
       “Yo hubiera dicho, en principio, que aquel hombre tenía los ojos encarnados; pero no era así. Los tenía de un color azul claro, sólo que sus pestañas eran rojizas y su cabello de color de arena, y esto creo que describe su traza bastante bien. Como cuidador de ovejas no podía ser más que un hombre manso. Llevaba al cuello un pañuelo de seda amarilla y calzaba zapatos de lazo.
       “—Buenas tardes —le dije—. En este momento cabalga usted al lado de un individuo al que llaman Judson Tiro Seguro, porque jamás marra un disparo. Cuando hallo a un forastero me gusta presentarme a mí mismo; sobre todo, porque no me agrada estrechar las manos de espíritus impalpables.
       “—Encantado de conocerle, Judson —respondió el hombre—. Yo soy Jackson Bird, de la Cañada de la Mula Atollada.
       “En aquel momento divisé a no sé qué pajarraco que apretaba una tarántula con el pico, y a un buitre que se regodeaba con los miembros de un conejo, al lado de un sauce. Disparé y acabé con los dos, sólo para mostrar al tipo mi puntería.
       “—Por regla general —expliqué— de cada tres tiros mato dos pájaros. Cualquiera diría que se ponen a propósito en mi camino.
       “—Tiene usted buena puntería —respondió Bird, sin inmutarse—. Pero usted mismo confiesa que no siempre acierta al tercer disparo. A propósito, Judson, ¿verdad que las lluvias de la semana pasada serán muy beneficiosas para los pastos?
       “—Willie —repuse, acercando mi caballo al suyo—, sus desconcertantes padres le pusieron el nombre de Jackson, pero no pasa de ser usted un Willie vulgar. Dejemos de conversar sobre la lluvia y los elementos y prescindamos de parlotear como los papagayos. Es una mala costumbre la que tiene usted de salir a pasear con las jóvenes de Pimienta. Por menos que eso he visto servir pajaritos asados para la merienda. Miss Willella —continué— no desea anidar entre los vellones de lana de ningún pajarete de la rama jacksoniana. Ahora, ¿renuncia usted a volver por aquí, o prefiere enfrentarse con Tiro Seguro, quien le da de antemano la certidumbre moral de hacerle unas honrosas exequias fúnebres?
       “Jackson Bird se sonrojó primero y, luego, rió.
       “—Está usted engañado, Judson —aseveró—. Yo he paseado algunas veces con la joven Willella, pero no con el propósito que usted se imagina. Mi objetivo es puramente gastronómico.
       “Eché mano a mi revólver.
       “—Si un indecente coyote —empecé— pretende alardear de que…
       “—Espere un minuto —repuso Bird—, o al menos hasta que me explique. ¡Si viera usted mi rancho por casualidad! Yo cocino y yo remiendo y zurzo mi ropa. Todo el placer que obtengo de criar ovejas consiste en comer. ¿Ha probado usted, Judson, los pastelillos que prepara Willella?
       “—¿Yo? No —repuse—, ni nunca creí que entendiese de asuntos culinarios.
       “—Pues sus pastelillos —siguió el pastor— parecen animados por los ambrosíacos fuegos de Epicuro. Yo daría dos años de vida por conseguir la receta de esos pastelillos. Y por eso la visito con frecuencia, mas hasta ahora no he conseguido que me dé la fórmula. Parece que es un secreto que guarda celosamente la familia desde hace setenta y cinco años. Va pasando de generación en generación, pero nunca se transmite a los extraños. Si consiguiese la receta, yo prepararía esos magníficos pastelillos en mi rancho.
       “Bird concluyó:
       “—¡Y sería feliz!
       “—¿Me asegura —insistí— que lo que busca usted son los pastelillos y no la mano que los prepara?
       “—Desde luego —respondió Jackson—. Miss Learight es una muchacha extraordinariamente gentil, pero yo puedo asegurarle que mis intenciones no van más allá de lo gastro…
       “Interrumpió la frase viéndome llevar la mano a la funda de la pistolera, y concluyó:
       “—… No van más allá de conseguir esa receta culinaria.
       “—No parece usted mal hombre —dije, procurando mostrarme razonable—. Me había hecho a la idea de dejar huérfanas a sus ovejas, pero por ésta vez le permitiré marchar. En fin, aténgase a los pastelillos y déjese de sentimientos, no sea que haya cantares en su rancho y no pueda usted oírlos.
       “—Para convencerle de mi sinceridad —repuso el pastor— voy a pedir su ayuda. Puesto que Willella Learight y usted son íntimos amigos, acaso ella haga en su favor lo que no ha hecho en el mío. Si me proporciona una copia de la fórmula de esos pastelillos, le doy mi palabra de no volver a visitarla.
       “—Eso es justo —dije, estrechando la mano de Jackson Bird—. Haré lo que pueda y tendré mucho gusto en servirle.
       “Él picó espuelas camino de la Piedra, hacia la Mula Atollada, y yo me dirigí hacia el Noroeste, en busca del rancho de Bill Toomey.
       “Cinco días después tuve oportunidad de hacer otro viaje a Pimienta. Willella y yo pasamos una tarde muy agradable en casa del tío Emsley. Ella cantó y atormentó el piano con unos fragmentos de ópera. Yo hice unas imitaciones de los sonidos que emite una serpiente de cascabel, hablé del nuevo método que empleaba Snaky McFee para despellejar las reses, y relaté un viaje a San Luis que había hecho tiempo atrás.
       “Parecía que cada vez nos estimábamos más. Yo pensaba que si Jackson se decidía a emigrar todo podría solucionarse. Recordé su promesa para el caso de que yo le consiguiese la fórmula de los pastelillos. Quizá lograse procurársela, y entonces, si después hallaba a Bird fuera de la Mula Atollada, le haría saber lo que era bueno.
       “Así, a eso de las diez, sonreí y dije a Willella:
       “—Si algo hay que me guste más que encontrar un corzo a tiro en una pradera, es comer unos buenos pastelillos rebozados con melaza.
       “Willella dio literalmente un salto sobre el taburete del piano y me miró con curiosidad.
       “—Realmente —respondió— es un manjar muy rico. ¿Cómo se llamaba esa calle de San Luis donde perdiste el sombrero?
       “—La Avenida de los Pastelillos —insistí, con un guiño, para darle a entender que estaba enterado del secreto de la familia y que no me dejaría sacar del corral fácilmente—. Vamos, Willella —añadí—, la idea de que sabes preparar unos pastelillos maravillosos me da vueltas en la cabeza como las ruedas de un carro. Ea, empieza a explicarme la receta: una libra de harina, ocho docenas de huevos, etc. ¿Cuál es el catálogo de los reconstituyentes?
       “—Perdóname un momento —murmuró Willella.
       “Y se puso de pie. Pasó a la trastienda y el tío Emsley no tardó en aparecer llevando una vasija con agua. Volviose para buscar un vaso y vi que ceñía un revólver del cuarenta y cinco en la cadera.
       “—¡Gran Dios! —exclamé para mí—. ¿Qué familia es ésta que defiende sus recetas de cocina con armas de fuego? Cosas más graves he visto que no se han dirimido de tal manera.
       “—Bebe esto —mandó el tío Emsley, alargándome el vaso—. Has cabalgado hoy en demasía y estás excitado. Procura calmarte y pensar en otras cosas.
       “—Pero la receta de esos pastelillos, tío Emsley… —balbucí.
       “—No estoy tan enterado como otras personas —respondió el viejo—. Presumo que todo se reducirá a un poco de levadura, sal, harina de maíz, huevos, manteca y leche, como de costumbre. ¿Va el viejo Bill a enviar sus panales este año a Kansas City como todas las primaveras?
       “Tales fueron todos los informes que sobre los pastelillos pude recoger aquella noche. No me maravilló que Jackson Bird encontrase difícil la tarea. Dejé, pues, de tratar del asunto y hablé con Emsley de las características de las caracolas marinas y de los ciclones. Willella apareció, nos dio las buenas noches y yo me fui a tomar el fresco camino del rancho.
       “Una semana después, cuando yo me acercaba a Pimienta, encontré a Jackson Bird, que dejaba el lugar. Nos paramos en el camino para cambiar unas palabras intrascendentes.
       “—¿Ha conseguido ya los detalles de la receta? —inquirí.
       “—Todavía no —repuso—. No he tenido el menor éxito. ¿Y usted?
       “—He hecho lo que he podido —dije francamente—. Pero eso parece tan difícil como hacer salir de su cubil a un perro de las praderas hostigándole con una cáscara de avellana. Por la forma en que la guardan, esa receta debe ser algo extraordinario.
       “—Voy a tener que renunciar a mi empeño —murmuró Jackson, con un tono abatido, que me produjo compasión—. Y, sin embargo quisiera conocer el modo de preparar esos pastelillos para comerlos en la soledad de mi rancho. A veces me despierto, en el silencio de la noche, pensando en lo bonísimos que son.
       “—Insista en conseguir la fórmula —le aconsejé—, y yo haré lo mismo. Ya verá cómo uno u otro echamos el lazo al cuello de esa misteriosa receta antes de poco. Hasta la vista, Jackson.
       “Como se ve, por esta vez los dos nos hallábamos en excelentes y pacíficas relaciones. Convencido de que él no andaba detrás de Willella, yo miraba con mejores ojos a aquel pastor de cabello color de tierra. Para satisfacer las ambiciones de su apetito me esforzaba en obtener de Willella la fórmula de sus pastelillos. Pero siempre que mencionaba tal palabra, la mirada de los ojos de la muchacha adquiría una expresión ausente. En seguida procuraba cambiar de conversación. Y si yo insistía, ella se internaba en la trastienda y era reemplazada por el tío Emsley, siempre con su cántaro de agua y su lanzaobuses al costado.
       “Un día llegué al establecimiento llevando un ramo de azules verbenas que había cogido, entre otras plantas silvestres, en la pradera del Perro Envenenado. El tío Emsley me miró entornando un ojo y me preguntó:
       “—¿Ya lo sabes?
       “—¿El qué?
       “—Que Willella y Jackson Bird se casaron ayer en Palestina. Esta mañana he recibido carta de ellos.
       “Dejé caer las flores en una caja de galletas. La noticia alcanzó mis oídos, descendió a lo largo del lado izquierdo de mi camisa y me llegó hasta los pies.
       “—¿Quiere repetirme eso otra vez, tío Emsley? —rogué—. Acaso no le haya entendido bien. ¿Decía que las novillas últimas pesadas dan 480, o…?
       “—Digo que Jackson y Willella se casaron ayer —repitió el viejo Emsley—, y que se han marchado a Wacao y a las cataratas del Niágara en viaje de bodas. ¿Es posible que no te dieses cuenta de que Jackson Bird estaba haciendo el amor a Willella desde el día que la llevó a pasear?
       “—¡Entonces —prorrumpí, dando un aullido— todo lo que me hablaba de los pastelillos era una farsa! ¿No es cierto?
       “Al oír mencionar los pastelillos el tío Emsley dio un paso atrás.
       “—Alguien ha estado fastidiándome con ese cuento de las empanadillas —barboteó—, pero yo averiguaré la verdad.
       “—Me parece que está usted enterado de todo. Hable, o vamos a tener aquí un alboroto más que regular.
       “Salté por encima del mostrador y me lancé sobre el tío Emsley. Quiso echar mano a su revólver, pero lo tenía en un anaquel y no lo alcanzó por una distancia de dos pulgadas. Le cogí por la pechera de la camisa y le acorralé en un rincón.
       “—Explíqueme lo de los pastelillos —dije— si no quiere que le haga picadillo y le convierta a usted en pastel. ¿No es cierto que su sobrina hacía unos pastelillos exquisitos?
       “—Ni ella los hacía, ni yo he visto uno en mi vida —repuso el viejo—. Pero cálmate, Jud, cálmate. Estás excitado y la lesión que recibiste en la cabeza creo que conturba tu inteligencia. No pienses más en los pastelillos.
       “—Déjese de lesiones en la cabeza, tío Emsley —dije—. La única lesión que siento, por el instante, es una que afecta a mis instintos vengativos. Jackson Bird me aseguró que, si visitaba a Willella, era por motivos puramente gastronómicos; esto es, con el objeto de obtener una receta para hacer excelentes pastelillos. Me pidió que le ayudara a conseguir una lista de los ingredientes. Así lo hice, con el resultado que usted ve. De manera que ese tipo se ha burlado de mí, ¿no?
       “—No me tires tanto de la camisa —contestó el viejo—, y te lo explicaré todo. Reconozco que, según parece, Jackson Bird se ha mofado de ti. Al día siguiente al de su paseo con Willella vino y nos dijo a ella y a mí que tuviésemos cuidado contigo cuando nos hablases de pastelillos. Aseguró que, estando tú una vez en el campamento, guisando no sé qué aves, un tipo te dio un golpe en la cabeza con una sartén. A juicio de Jackson, cuando te excitas o te sientes dolido por algo, la lesión de la cabeza se te reproduce y te causa una especie de delirio en el que no haces más que soñar con pastelillos. Pero añadió que, si lográbamos desviar la conversación, no habría peligro en tratarte. De modo que Willella y yo hicimos en tu favor todo lo que pudimos. En cualquier caso —concluyó el tío Emsley— veo que Jackson Bird es un hombre astuto.”
       Mientras Jud narraba su historia había ido combinando diestramente diversas partes de los contenidos de sus latas y tarros. Y, por último, me ofreció el producto de sus esfuerzos.
       Era un par de pastelillos calientes, de un espléndido color tostado. Me los sirvió en una bandeja de hojalata. De un recóndito lugar del furgón sacó una pella de excelente manteca y un frasco de dorado jarabe.
       —¿Hace mucho que ocurrieron esas cosas? —le pregunté.
       —Tres años —dijo Jud—. Los dos viven ahora en la Mula Atollada. No he vuelto a verles. Se asegura que Jackson Bird ha puesto muy elegante su rancho, con mecedoras y cortinas en las ventanas. Por lo visto ya estaba preparándolo todo mientras se burlaba de mí con lo de los pastelillos. Para mí el asunto ha terminado, pero los peones no hacen más que tomar el caso a chacota.
       —¿Y estos pastelillos responden a la famosa receta?
       —¿No te digo —impacientose Jud— que no había tal receta? Pero como los compañeros claman siempre por pastelillos, yo los hago según una fórmula que recorté de un periódico. ¿Qué te parecen?
       —Deliciosos —dije—. ¿No comes tú alguno, Jud?
       Pareciome percibir un sofocado suspiro.
       —No los probaré en toda mi vida —respondió Jud.



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