O. Henry
(William Sydney Porter)

(North Carolina, 1862 - New York, 1910)


El atavío de la paz (1903)
(“The Robe of Peace”)
Originalmente publicado en Ainslee’s Magazine (abril de 1903);
Strictly Business
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1910, 310 págs.)



      En las grandes ciudades los misterios se siguen tan de cerca unos a otros, que el público lector y los amigos de Juanito Bellchambers han cesado de maravillarse de su repentina e inexplicable desaparición, hace un año. Este misterio concreto ha sido aclarado, pero la solución resultará tan extraña e increíble para la mentalidad del hombre medio, que sólo un grupo selecto de los que trataban a Bellchambers podrá dar a la solución cierta verosimilitud.
       —Bien sabido es que Juanito Bellchambers pertenecía al más exclusivista círculo de la élite neoyorquina. Sin ostentación alguna, como aquella en la que incurren ciertos excéntricos que aspiran a hacerse conocer por la desmedida originalidad de su aspecto o riqueza, Juanito se presentaba siempre comme il faut en cuanto compatía a la distinción que debía presidir sus movimientos en los ámbitos de la buena sociedad.
       Señalábase especialmente por su gusto de selección en materia de atavío. En esto constituía la desesperación de sus imitadores. Siempre correcto, exquisitamente atuendado y posesor de un ilimitado guardarropa, se le consideraba el hombre mejor vestido de Nueva York y, por lo tanto, de América. No existía en Gotham un sastre que no considerase una gloria el poderle vestir, aun sin recibir un centavo. Porque el modo que Bellchambers tenía de llevar la ropa constituía una propaganda viviente.
       Los pantalones merecían su especial predilección. Nada en los que usaba se distanciaba mucho de la perfección. Tenía en su casa un hombre exclusivamente dedicado a plancharle los pantalones, de los que poseía amplio repuesto. Sus amigos aseveraban que el límite máximo que Juanito concedía al uso de unos pantalones no pasaba de tres horas.
       Un día, Bellchambers desapareció súbitamente. Durante cerca de media semana la desaparición no alarmó al círculo de sus amistades. Pero después se iniciaron los usuales métodos inquisitivos. Todos fracasaron. Juanito no había dejado detrás de sí rastro alguno. Intentóse encontrar un móvil de su desaparición, pero tampoco existía. No tenía enemigos, ni deudas, ni estaba enamorado de mujer alguna, ni ninguna de él. En el Banco disponía de un saldo favorable de varios miles de dólares. Jamás había probado la menor inclinación hacia las extravagancias mentales y su temperamento era sereno y ecuánime.
       Empleáronse todos los medios oportunos para encontrar al desaparecido, mas en vano. Era uno de esos casos —más numerosos cada año que pasa— en los que la gente desaparece como la llama de una bujía, sin que quede detrás ni una voluta de humo como posible testigo de la causa del apagón.
       En mayo, Tom Eyres y Lancelot Gilliam, dos antiguos amigos de Juanito, hicieron un viaje al otro lado del Atlántico. Viajando los dos por Italia y Suiza detuviéronse un día en un monasterio de los Alpes helvéticos, que les pareció ofrecer más amenidad que las que usualmente encuentra el turista. Y ello con redoblado motivo en una zona particularmente escabrosa de aquellas ingentes montañas. El monasterio, por tal motivo, era casi inaccesible a los viajeros ordinarios. Los atractivos que el monasterio poseía, pero no anunciaba, eran, en primer lugar, un exclusivo y divino cordial preparado por los monjes y que se juzgaba superior al benedictino y al chartreuse.
       Seguía en importancia al licor una campana de bronce, tan pura y finamente forjada, que se podía afirmar que su sonido no había cesado de sonar desde hacía trescientos años. Y, finalmente, se aseguraba que ningún inglés había pisado jamás aquel cenobio. Así, Eyres y Gilliam decidieron que semejantes extremos merecían corroboración.
       Dos días les costó —y la ayuda de un par de guías— el recorrido hasta el monasterio de San Gondrau. Erguíase el edificio sobre un frío macizo, barrido por los vientos y rodeado de espesas masas de nieve continuamente renovadas y que ofrecían peligrosos resbaladeros y torbellinos. Los hermanos, que consideraban su deber acoger bien a los pocos frecuentes pasajeros, les brindaron inmediata hospitalidad. Diéronse a beber el precioso cordial, que ambos amigos encontraron muy potente y extremadamente revivificativo. Escucharon tañer su grande y continuamente resonante campana y supieron que eran, en efecto, los primeros viajeros ingleses que penetraban en el recinto, de pardos muros. Los primeros, sí, a pesar de que los británicos han pisado casi todos los rincones del mundo.
       A las tres de la tarde los dos jóvenes gothamitas salieron con el hermano Cristóbal y se detuvieron en el grande y frío zaguán del monasterio, contemplando a los frailes que se dirigían al refectorio. Avanzaban pausadamente, de dos en dos, con las cabezas inclinadas, sin que sus pies, calzados con sandalias, produjeran apenas rumor sobre el embaldosado pavimento. Mientras la procesión desfilaba lentamente, Eyres, con repentino movimiento, asió a Gilliam por el brazo.
       —Mira —cuchicheó.
       —¿Qué?
       —Ese monje que pasa delante de nosotros. El de este lado, que lleva la mano en el cordón. ¡Si no es Juanito Bellchambers no debo tener ojos!
       Gilliam miró y reconoció al elegante desaparecido.
       —¿Qué diablo —dijo, meditativo— podrá hacer Juanito aquí?
       —No sé.
       —Debemos engañarnos, Tommy. Nunca supe que Bell tuviese inclinación a las cosas religiosas. Precisamente le he oído a veces decir cosas capaces de hacerle comparecer ante el tribunal de guerra de cualquier iglesia.
       —Es Bell, sin duda —dijo Eyres con firmeza—, o yo estoy muy necesitado de ir al oculista. Pero ¡pensar que Juanito Bellchambers, el alto canciller real de la gente distinguida y Mahatma de los tés de moda, se halle aquí en una especie de refrigeradora y metido en esa especie de albornoz de baño de color tabaco! No me es posible concebirlo. Vamos a preguntar al señor fraile que nos está haciendo los honores.
       Se solicitaron datos al hermano Cristóbal. Por entonces ya los demás habían pasado al refectorio. Pero el interpelado no sabía quién fuese Bellchambers. Después informó a los preguntantes. Los miembros de la comunidad abandonaban sus nombres mundanos al entrar en ella. Si los visitantes deseaban hablar con algún hermano, podían entrar en el refectorio e indicar de quién se trataba, porque seguramente el reverendo abad del monasterio les autorizaría a efectuarlo.
       Eyres y Gilliam penetraron en el comedor y señalaron al hermano Cristóbal la persona que les interesaba. Era, en efecto, Juanito Bellchambers. Vieron su rostro claramente mientras se sentaba entre los demás hermanos, siempre con la cabeza inclinada sobre el plato de oscuro caldo.
       El abad concedió la autorización que se solicitaba y los dos visitantes fueron introducidos en la sala de recibo y allí aguardaron.
       Entró Juanito Bellchambers pisando blandamente el suelo con las sandalias y tanto Eyres como Gilliam le miraron con perplejidad y sorpresa.
       Porque era, sin sombra de vacilación, Juanito Bellchambers, pero profundamente modificado. En su rostro cuidadosamente rasurado se pintaba una expresión clarísima de serena e interior felicidad. Tenía la figura airosamente erecta y sus ojos brillaban con una luz casi completamente beatífica. Iba, podía afirmarse, tan pulcro y elegante como en Nueva York, pero de una manera radicalmente distinta. Vestido iba, sí, pero con una sola prenda: una vestidura parda ceñida por un cordón.
       Estrechó las manos de sus amigos con la gracia espontánea de siempre. Si alguien se sintió embarazado en el curso de aquella entrevista no fue Juanito Bellchambers quien lo manifestó. El cuarto carecía de asientos, y, en consecuencia, la conversación hubo de mantenerse en pie.
       Eyres, un tanto cohibido, tomó la palabra.
       —No sabes lo que nos alegramos de verte, amigo. No esperábamos de ningún modo venir a encontrarte aquí. No has tenido mala idea, claro está. La sociedad, en el fondo, es vergonzosamente frívola. Debe constituir un alivio el decidir buscar... Vaya, un retiro y la contemplación, y las oraciones y todo eso.
       Bellchambers le atajó.
       —Déjate de tontadas, hombre —dijo, jovialmente—. No temas que te presente una bandeja petitoria. Hago lo que los demás compañeros porque lo dispone la regla. Aquí me llaman el hermano Ambrosio. Me han concedido diez minutos para que habláramos. —Y añadió—: Veo, Gilliam, que llevas un nuevo tipo de chaleco. ¿Es la moda de Broadway?
       —Lo es —respondió Gilliam, menos turbado—. Dime qué diablo... ¡No, maldición, no es eso! Ni esto tampoco, hombre. Quiero decir... En fin, observo con alegría que eres el mismo Juanito de siempre.
       Eyres rogó, casi con lágrimas:
       —Quítate esa estameña y ven con nosotros, Juanito. Todos se sentirán muy contentos. Esto no es para ti, Bell. Sé de media docena de muchachas que se pondrán más tristes que un sauce llorón cuando sepan lo que te pasa. Resigna el cargo, o pide dispensa, o haz cualquier cosa que te saque de esta fábrica de hielo. Vas a coger un catarro, Juanito. ¡Dios mío! ¡Si no llevas calcetines!
       Bellchambers miróse los pies.
       —No podéis comprenderme —repuso, sonriente y conciliador—. Muy amable es en vosotros el quererme hacer volver a vuestro lado, pero la antigua vida no me atrae. He alcanzado aquí el final objetivo de mis ambiciones. Me siento completamente feliz y contento. De modo que pienso pasar aquí el resto de mis días. ¿Veis esta ropa que llevo?
       Bellchambers pasó la mano cuidadosamente por el flotante hábito.
       —Al fin he dado —concluyó— con una prenda que no me forme rodilleras.
       En aquel momento el profundo son de la broncínea campana reverberó en todos los ámbitos del monasterio. Debía ser una llamada a oraciones, porque el hermano Ambrosio inclinó la cabeza y se volvió, abandonando la estancia tras un ligero ademán de despedida al traspasar el pétreo umbral de la puerta. Y los dos hombres salieron del monasterio y no vieron más a su amigo.
       Y ésta es la historia que Tom Eyres y Lancelot William contaron al regresar del último de sus viajes a Europa.



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