O. Henry
(William Sydney Porter)

(North Carolina, 1862 - New York, 1910)


El policía y el himno (1904)
(“The Cop And The Anthem”)
Originalmente publicado en The World (4 de diciembre de 1904);
The Four Million
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1906, 159 págs.)


      Soapy se removió nervioso en su banco de Madison Square. Cuando los gansos salvajes graznan con fuerza por la noche y las mujeres con abrigos de piel de foca tratan con amabilidad a sus maridos y cuando Soapy se remueve nervioso en su banco del parque, no hay duda de que el invierno anda cerca.
       Una hoja seca cayó sobre el regazo de Soapy. Era la tarjeta de presentación del señor Escarcha. El señor Escarcha es amable con los inquilinos habituales de Madison Square y los avisa con tiempo de su visita anual. En las esquinas de cuatro calles entrega su tarjeta al Viento del Norte, lacayo de la mansión de Al Airelibre, para que sus inquilinos se preparen.
       La mente de Soapy tomó conciencia de que le había llegado el momento de desdoblarse en un peculiar Comité para la Supervisión de las Finanzas con el fin de tomar las precauciones necesarias de cara a los rigores venideros. Por consiguiente, se removió nervioso en su banco.
       Las aspiraciones invernales de Soapy no eran de las más ambiciosas. No contemplaban posibles cruceros por el Mediterráneo, ni soporíferos cielos meridionales ni navegar a la deriva por la bahía del Vesubio. Lo que anhelaba el alma de Soapy eran tres meses en la Isla. Tres meses con pensión, cama y agradable compañía aseguradas, a salvo de Bóreas, y los uniformes azules, le parecían a Soapy la esencia de todo lo deseable.
       Durante años la hospitalaria Blackwell’s había acogido los cuarteles de invierno de Soapy. Así como los otros neoyorquinos más afortunados habían adquirido sus billetes para Palm Beach y la Riviera cada invierno, Soapy había hecho sus humildes preparativos para su hégira anual a la Isla. Había llegado la hora. La noche anterior, tres periódicos de edición dominical, distribuidos bajo el abrigo desde los tobillos hasta pasado el regazo, no habían bastado para repeler el frío mientras dormía en su banco cerca de la fuente de la vieja plaza. De modo que la Isla se erguía imponente y oportuna en la mente de Soapy. Él despreciaba las prestaciones ofrecidas en nombre de la caridad por los empleados municipales. En opinión de Soapy, la ley era más benévola que la filantropía. Existía una ronda infinita de instituciones a las que podría acudir para recibir alojamiento y comida acordes con una vida sencilla. Pero para alguien del espíritu elevado de Soapy los dones de la caridad incluyen gravamen. Aunque no en metálico, tienes que pagar en humillación del espíritu por cada beneficio recibido de manos de la filantropía. Como César tuvo su Bruto, todo lecho de caridad debe tener su peaje en forma de baño, cada rebanada de pan su compensación a una inquisición privada y personal. Por lo tanto es preferible ser un invitado de la ley, que, aunque regida por normas, no se entromete demasiado en los asuntos privados de un caballero.
       Una vez decidido a trasladarse a la Isla, Soapy acometió de inmediato la tarea de satisfacer su deseo. Existían muchos medios sencillos para conseguirlo. El más agradable consistía en comer lujosamente en algún restaurante caro y luego, tras declararse insolvente, dejar que te entregaran tranquilamente y sin protestar a un policía. Un magistrado complaciente haría el resto.
       Soapy abandonó su banco y cruzó el parque y el mar de asfalto, por donde confluyen Broadway y la Quinta Avenida. Avanzó por Broadway hasta detenerse frente a un café fastuoso en el que todas las noches se reúnen los productos más selectos de la vid, el gusano de la seda y el protoplasma.
       Se sentía confiado desde el botón inferior de la americana para arriba. Iba afeitado, llevaba un abrigo decente y una corbata limpia, negra y de nudo corredizo ya hecho, que le había regalado una misionera el día de Acción de Gracias. Si conseguía llegar hasta una mesa del restaurante sin llamar la atención, tenía el éxito asegurado. La parte de Soapy que quedaría visible por encima de la mesa no levantaría las sospechas del camarero. Un pato real asado serviría, pensó Soapy…, con una botella de Chablis y seguido de Camembert, copa y puro. Con un cigarro de dólar bastaría. El total no sería lo bastante alto para despertar cualquier manifestación suprema de venganza por parte de la dirección del local y, no obstante, le dejaría ahíto y feliz para encarar el viaje hacia su refugio de invierno.
       Pero en cuanto Soapy puso un pie en el restaurante, la mirada del camarero jefe cayó sobre sus pantalones raídos y sus zapatos gastados. Unas manos fuertes y raudas le dieron la vuelta y lo sacaron a la calle en silencio, evitando un innoble destino del ánade amenazado.
       Soapy dejó Broadway. Parecía que su ruta hacia la Isla anhelada no iba a ser del tipo epicúreo. Había que pensar en otra manera de entrar en el limbo.
       En la esquina con la Sexta Avenida destacaba el escaparate iluminado y astutamente decorado de una tienda. Soapy cogió un adoquín y lo lanzó contra el cristal. La gente apareció corriendo a la vuelta de la esquina, con un policía a la cabeza. Soapy permaneció inmóvil, de pie con las manos en los bolsillos y sonriendo ante la visión de los botones de latón.
       —¿Dónde está el responsable de esto? —inquirió nervioso el agente.
       —¿No se le ocurre que quizá yo tenga algo que ver con el asunto? —comentó Soapy no sin cierta sorna, pero amigablemente, como quien da la bienvenida a la buena suerte.
       La mente del policía se negó a aceptar a Soapy ni siquiera como pista. Los que destrozan ventanas no se quedan a parlamentar con los subalternos de la ley. Ponen los pies en polvorosa. El policía vio a un hombre corriendo para subirse a un coche media manzana más allá. Se sumó a la carrera con la porra en alto. Soapy, con el corazón compungido tras dos fracasos, se dedicó a vagabundear.
       En la acera de enfrente había un restaurante sin demasiadas pretensiones. Ofrecía sus servicios a apetitos abundantes y bolsillos modestos. La vajilla y el ambiente eran pesados, la sopa y la mantelería ligeras. Hacia allí puso rumbo Soapy con sus zapatos acusadores y sus pantalones reveladores. Se sentó a una mesa y consumió bistec, crepes, rosquillas y pastel. Y luego le reveló al camarero el hecho de que la más diminuta de las monedas y él ni siquiera se conocían.
       —Así que apúrese y llame a un poli —dijo Soapy—. No haga esperar a un caballero.
       —Nada de polis —contestó el camarero con una voz blanda como galletas de mantequilla y los ojos como la guinda de un Manhattan—. ¡Eh, Con!
       Dos camareros lanzaron a Soapy a la acera cruel, donde aterrizó sobre la oreja izquierda. Se levantó articulación a articulación, como se abre la regla de un carpintero, y se sacudió el polvo de la ropa. El arresto parecía un sueño optimista. La Isla parecía muy lejana. Un policía que había frente a un colmado, dos puertas más allá, se rió de Soapy y se alejó calle abajo.
       Soapy hubo de recorrer cinco manzanas antes de recuperar el valor para cortejar de nuevo la captura. Esta vez la oportunidad prometía ser lo que Soapy, neciamente, calificó de «pan comido». Una joven de aspecto agradable y recatado contemplaba con alegre interés los sacapuntas y el material de escritorio expuestos en un escaparate mientras, a unos doscientos metros de la tienda, un policía enorme y de porte severo se inclinaba sobre una boca de riego.
       Soapy decidió asumir el papel del despreciable y execrado «moscardón». El aspecto elegante y refinado de su víctima y la contigüidad del concienzudo poli le animaron a creer que pronto sentiría en su brazo la agradable garra oficial que le garantizaría la estancia en sus cuarteles de invierno en la pequeña, apretadísima, Isla.
       Soapy enderezó la corbata de confección de la misionera, sacó a la vista los puños huidizos de la camisa, se colocó el sombrero con una inclinación seductora y se acercó sigilosamente a la joven. Le hizo ojitos, le atacaron toses y carraspeos repentinos, sonrió, babeó y repasó descaradamente toda la letanía insolente y deleznable del «moscardón». Comprobó de reojo que el policía tenía la vista clavada en él. La joven se separó unos pasos y, una vez más, dedicó toda su atención a los sacapuntas. Soapy la siguió, se colocó burdamente junto a ella, levantó el sombrero y dijo:
       —¡Vaya, Bedelia! ¿No querrás venir a jugar conmigo al jardín?
       El policía seguía observando. La joven perseguida no tenía más que mover un dedo y Soapy estaría prácticamente de camino a su remanso insular. Ya se imaginaba que sentía la acogedora calidez de la comisaria. La joven le miró a la cara y, alargando un brazo, cogió a Soapy por la manga del abrigo.
       —Pues claro, Mike —dijo la chica alegremente—, si me invitas a un par de jarras. Te habría hablado antes, pero el poli nos miraba.
       Con la joven como una hiedra asida a su roble, Soapy pasó junto al policía dominado por el pesimismo. Parecía estar condenado a la libertad.
       En la siguiente esquina, se sacó de encima a su compañera y echó a correr. Se detuvo en el distrito donde por la noche se encuentran las calles, corazones, promesas y libretos más animados. Mujeres con abrigos de pieles y hombres con sobretodos se paseaban alegremente entre el viento invernal. De repente, Soapy temió ser víctima de un hechizo atroz que le habría hecho inmune al arresto. La idea le dio pánico y cuando se encontró con otro policía holgazaneando presuntuosamente frente a un teatro refulgente, se aferró de inmediato a la opción desesperada de la «conducta desordenada».
       Soapy empezó a gritar incoherencias de borracho a pleno pulmón en mitad de la calle. Bailó, aulló, despotricó e imprecó a las alturas.
       El policía hizo girar la porra, se volvió de espaldas a Soapy y le comentó a un ciudadano:
       —Es uno de los muchachos de Yale que celebra la paliza que le han metido a los Hartford College. Son ruidosos pero inofensivos. Tenemos instrucciones de dejarlos en paz.
       Desconsolado, Soapy abandonó aquel barullo inútil. ¿Es que ningún policía lo atraparía jamás? En sus sueños, la Isla parecía una Arcadia inalcanzable. Se abotonó el delgado abrigo para protegerse del frío glacial.
       En una tabacalera vio a un hombre bien vestido encendiendo un puro con una llama ondulante. El hombre había dejado el paraguas de seda junto a la puerta al entrar. Soapy entró en el establecimiento, cogió el paraguas y salió despacio. El hombre del puro le siguió a toda prisa.
       —Mi paraguas —le dijo el tipo con rudeza.
       —Vaya, ¿es suyo? —dijo desdeñosamente Soapy, sumando el insulto al hurto—. Bueno, ¿pues por qué no llama a un policía? He cogido su paraguas. ¿Por qué no llama a un poli? Hay uno en la esquina.
       El dueño del paraguas aminoró la marcha. Soapy hizo otro tanto, con el presentimiento de que una vez más la suerte jugaría en su contra. El policía miró a los dos hombres con curiosidad.
       —Por supuesto —dijo el hombre del paraguas— es…, bueno, ya sabe cómo ocurren estas cosas…, si el paraguas es suyo, le ruego me disculpe. Lo cogí esta mañana en un restaurante… Admito que es suyo, yo…, bueno, espero que usted…
       —Pues claro que es mío —contestó Soapy con rudeza.
       El ex hombre del paraguas se echó atrás. El policía se apresuró en ayudar a una rubia alta con capa a cruzar la calle por delante de un tranvía que todavía estaba a dos manzanas de distancia.
       Soapy se alejó en dirección este por una calle aquejada de mejoras. Tiró el paraguas de mal humor a una excavación. Refunfuñó entre dientes contra los hombres que usan casco y llevan porra. Como quería caer en sus garras, lo trataban como si fuera un rey incapaz de hacer ningún mal.
       Al final Soapy llegó a una de las avenidas que dan al este donde el brillo y el oropel y el bullicio son más vistosos. Miró hacia Madison Square, puesto que el instinto de volver al hogar subsiste incluso cuando el hogar es un banco del parque.
       Pero se quedó petrificado en una esquina inusualmente tranquila. Había una iglesia vieja, extraña, laberíntica y con tejado a dos aguas. De un ventanal de vidrio violeta emanaba una luz suave desde donde, no había duda, el organista se entretenía con las teclas para asegurarse de que dominaba el himno dominical. Porque del interior se escapaba una música dulce que sedujo a Soapy y lo inmovilizó contra la verja de hierro forjado.
       La luna brillaba en lo alto, lustrosa y serena; había pocos vehículos y peatones; los gorriones gorjeaban soñolientos en los aleros: por un breve instante la escena podría haber correspondido al cementerio de una iglesia rural. Y el himno que tocaba el organista clavaba a Soapy a la verja de hierro, porque lo conocía bien de los días en que su vida incluía cosas tales como madres y rosas y ambiciones y amigos y pensamientos inmaculados y collares.
       La conjunción del estado mental receptivo de Soapy y la influencia de la vieja iglesia desencadenó un cambio maravilloso y repentino en su alma. Soapy vio con horror arrebatado el pozo en el que había caído, los días degradados, los deseos indignos, las esperanzas muertas, las facultades disminuidas y los afanes innobles que conformaban su existencia.
       Y en ese momento también su corazón respondió con emoción a este nuevo ánimo. Un impulso fuerte e instantáneo le empujó a luchar contra su destino desesperado. Se levantaría del fango, volvería a hacer un hombre de sí mismo, conquistaría el mal que se había apoderado de él. Tenía tiempo; todavía era relativamente joven: resucitaría sus antiguas ambiciones impacientes y las perseguiría sin flaquear. Aquellas notas del órgano, solemnes pero dulces, habían iniciado una revolución en su interior. Al día siguiente iría al ajetreado distrito central y encontraría trabajo. Un importador de pieles le había ofrecido trabajo de conductor en una ocasión. Al día siguiente lo encontraría y le pediría el puesto. Sería alguien. Sería…
       Soapy notó una mano en el hombro. Se volvió de inmediato para encararse con el rostro amplio de un policía.
       —¿Qué haces aquí? —le preguntó el agente.
       —Nada —contestó Soapy.
       —Pues acompáñame.
       —Tres meses en la Isla —dijo el magistrado a la mañana siguiente en el tribunal.




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