O. Henry
(William Sydney Porter)

(North Carolina, 1862 - New York, 1910)


Por correo (1906)
(“By Courier”)
The Four Million
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1906, 159 págs.)



      No era ni la estación ni la hora en que el parque se hallaba frecuentado; era muy posible que la joven que estaba sentada en uno de los bancos, al lado del camino, hubiera obedecido simplemente a un súbito impulso de sentarse un rato y gozar de antemano la llegada de la primavera.
       Descansaba allí, pensativa y quieta. Cierta melancolía, que rozaba su semblante, debía ser de reciente data, pues aun no había alterado los finos y juveniles contornos de sus mejillas, ni dominado el arco picaresco, aunque resoluto, de sus labios.
       Cerca de donde ella estaba sentada, apareció un joven que avanzó por el camino. Detrás de él marchaba un muchacho llevando una valija. Al ver a la joven, el rostro del hombre enrojeció, palideciendo luego. Mientras se acercaba, observó la cara de la muchacha con la ansiedad y la esperanza mezcladas en su expresión. Pasó a pocos metros, mas ella no dio muestra —alguna de percatarse de su presencia o enterarse de su existencia.
       A unos cuarenta y cinco metros, se detuvo de súbito y sentó en un banco, a un costado. El muchacho dejó la valija y le clavó la mirada con sorprendidos, astutos ojos. El joven sacó el pañuelo y secóse la frente. Era un buen pañuelo, una frente bien formada y su dueño tenía un excelente aspecto. Luego, le dijo al muchacho:
       —Deseo que le transmitas un mensaje a esa joven que está sentada en el banco. Exprésale que voy camino a la estación, para marchar a San Francisco, donde me uniré a la expedición de caza de antas en Alaska. Dile que, puesto que me ha ordenado que ni le hable ni le escriba, recurro a este medio de hacer un último llamado a su sentido de justicia, en aras de lo que ha sido. Que condenar y rechazar a una persona que no merece tal tratamiento, sin darle sus razones o brindarle la oportunidad de que se explique, es contrario a la naturaleza de ella, según yo la juzgo. Que, hasta cierto punto, he desobedecido así sus órdenes, esperando que pudiera inclinarse a hacer justicia. Ve y dile eso.
       El joven deslizó medio dólar en la mano del muchacho. Este lo miró durante un momento con brillantes y sagaces ojos, desde su sucia e inteligente cara, y luego marchó a la carrera. Se aproximó, con cierta duda, pero sin embarazo, a la muchacha que estaba sentada en el banco. Se tocó la parte de atrás de la vieja gorra a cuadros de ciclista. La muchacha lo miró con frialdad, sin prejuicio ni favor.
       —Señora —dijo—, ese caballero que está en el otro banco le envía a usted una canción y una danza por mi intermedio. Si usted no conoce al tipo y él está tratando de hacerse el fresco, dígamelo, y llamaré a un vigilante en tres minutos. Si realmente lo conoce usted, y es correcto, le transmitiré la sarta de cosas que le manda decir.
       La muchacha demostró cierto interés.
       —¡Una canción y una danza! —exclamó la joven con un tono decidido y dulce, que parecía envolver sus palabras en un diáfano manto de impalpable ironía—. Supongo que se trata de una nueva idea dentro de la especialidad de los trovadores. Yo… conocía al caballero que lo envió a usted, de manera que apenas me parece necesario llamar a la policía. Puede usted ejecutar su danza y su canción, pero sin elevar mucho la voz. Es demasiado pronto para realizar espectáculos de vaudeville al aire libre, por lo cual podríamos llamar la atención de la gente.
       —Ah —dijo el muchacho con un encogimiento de hombros que recorrió la distancia de su estatura—, usted sabe a qué me refiero, señora. No es un acto de vaudeville; es un secreto. Me dijo que le dijera a usted que tiene los cuellos y los puños de las camisas en la mano, listos para disparar a Prisco . Luego va a cazar pinzones de las nieves en el Klondike. Dice que usted le dijo que no le enviara más esquelas rosadas, ni se acercara al portón del jardín, y él emplea este medio de enterarla. Dice qué usted se refería a él como a algo pasado, sin haberle dado derecho al pataleo. Dice que usted le dio el olivo y nunca le dijo por qué.
       El interés ligeramente despertado en la muchacha y reflejado en sus ojos, no disminuía. Quizá lo había suscitado la originalidad o la audacia del cazador de pinzones de las nieves para enredar en esa forma las expresas órdenes de ella contra el empleo de los medios ordinarios de comunicación. Fijó los ojos en una estatua parada, desolada, en el descuidado parque, y le habló al transmisor:
       —Dígale al caballero que no necesito repetirle la descripción de mis ideales. El sabe cuáles fueron y cuáles son todavía. En lo que concierne a ellos en este caso, la lealtad y la verdad absolutas son de primerísima importancia. Dígale que he estudiado mi propio corazón tan bien como a uno mismo le es posible hacerlo y conozco sus debilidades, así como sus necesidades. Por eso decliné prestar atención a sus ruegos, sea cuales fueren. No lo condeno por oídas o pruebas dudosas, y es por eso que no formulo cargos. Pero, puesto que insiste en oír lo que conoce muy bien, puede usted transmitirle la cuestión.
       “Dígale que esa noche entré en el conservatorio por la puerta trasera, con el objeto de cortar una rosa para mi madre.
       Que los vi a él y a miss Ashburton debajo de la rosa adelfa. El cuadro vivo era lindo, pero la pose y la yuxtaposición demasiado elocuentes y evidentes para requerir explicación. Abandoné el conservatorio y, al mismo tiempo, la rosa y mi idea. Puede usted llevarle esa canción y esa danza a su empresario”.
       —Tengo reparo en cuanto a una palabra, señora. Yux… yux… explíquemela, ¿quiere?
       —Yuxtaposición, o puede usted decir también proximidad o, si le agrada, estando demasiado cerca para que una conserve la posición de un ideal.
       Las piedras giraban debajo de los pies del muchacho, que se paró al lado del otro banco. Los ojos del hombre lo interrogaban sediento. Los del muchacho brillaban con el celo impersonal del traductor.
       —La señora dice que sostiene que las muchachas son presa fácil cuando los tipos cuentan historias de fantasmas y tratan de fingir, y que por eso no atenderá charlas falsas. Dice que lo sorprendió a usted abrazando a una muchacha en un invernáculo. Ella se estiró para cortar unas flores y usted estaba abrazando a la otra muchacha en gran forma. Dijo que el cuadro tenía lindo aspecto, perfecto, perfecto, pero la puso furiosa. Dice que es mejor que usted se ocupe en ir a tomar el tren.
       El joven emitió un largo silbido y sus ojos chispearon con una súbita idea. Sus manos se hundieron en el bolsillo interno de su saco, del que extrajo un manojo de cartas. Eligió una, que le entregó al muchacho, seguida de un dólar que sacó del bolsillo del chaleco.
       —Entrégale esta carta a la señorita —dijo— y pídele que la lea. Dile que ella explicará la situación. Dile que, si hubiera mezclado un poco de confianza en su concepción del ideal, se habrían evitado muchos dolores de cabeza. Que la lealtad que ella tanto estima nunca ha vacilado. Que espero una contestación.
       El mensajero se presentó frente a la muchacha.
       —El caballero dice que se lo ha cargado sin motivo. Dice que no es un holgazán y, señora, lea usted la carta y le aseguro que es un buen tipo.
       La joven desdobló el papel con cierta duda y lo leyó.

“Estimado doctor Arnold:
Le estoy muy agradecido por su bondadosa y oportuna ayuda prestada a mi hija, el viernes por la noche, cuando ella fue presa de un ataque de su vieja afección al corazón en el conservatorio, en la recepción de Mrs. Waldron. Si usted no hubiera estado cerca para sostenerla mientras caía y para prestarle la atención requerida, podríamos haberla perdido. Me sentiría contento si nos visitara y emprendiese el tratamiento de su caso.
Agradecidamente suyo,

Robert Ashburton.“

      La joven dobló la carta y se la entregó al muchacho.
       —El caballero desea una contestación —dijo el mensajero— ¿Qué le digo?
       Los ojos de la muchacha relampaguearon rápidamente, brillantes, sonrientes y húmedos.
       —Dígale al tipo que está sentado en ese banco —dijo con una risa feliz y trémula— que esta muchacha lo desea.




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